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A menudo pensaba que la vida de Daphne con Dicky debía de ser insoportable. No es que Dicky fuera estúpido o egoísta; o al menos no lo era más que muchas personas de su edad, su clase y su procedencia. Y estoy seguro de que hay muchos maridos que se han descarriado bastante más de lo que Dicky lo había hecho, y que lo hacen con más crueldad. Sencillamente, Dicky parecía incapaz de echar una cana al aire sin que Daphne lo averiguase todo al respecto. Debía de haber algo en el subconsciente de Dicky, cierta necesidad de llamar la atención, que daba lugar a los lapsus que lo traicionaban. Quizá lo hiciera deliberadamente, para causarle infelicidad a Daphne. Pero, fuera cual fuese el motivo, el carácter de Dicky Cruyer tenía algún defecto —¿o quizá alguna virtud?— que lo hacía por completo incapaz de mantener en secreto sus indiscreciones. Una y otra vez, una valiente pero llorosa Daphne llamaba por teléfono a la secretaria de Dicky preguntándole por las más recientes citas nocturnas de éste. Para mí, aquellos episodios no hacían más que arrojar aún más dudas sobre la ilimitada confianza que nuestros amos habían depositado en él como custodio de los secretos de la nación.

Con el paso de los años Daphne se había ido haciendo cada vez más ducha en reconocer el fogoso comportamiento que Dicky ponía de manifiesto cuando aquellas intrigas estaban en pleno apogeo. No era difícil. Yo mismo había aprendido a reconocer algunos de los síntomas. De modo que cuando aquel viernes por la mañana me encontré a Dicky cantando en el despacho, adiviné que su vida había tomado un giro nuevo y excitante. Me pregunté quién sería la afortunada muchacha y si sería una pista sobre su identidad el hecho de que Dicky estuviera haciendo una animada representación de You Ain’t Nothin But a Hound Dog acompañado por un Elvis Presley atrapado en un pequeño casete que había encima de la mesa.

—Oh, Bernard —me saludó al verme; y apagó el aparato—. Entra. ¿Está mejor esa cabeza?

—Sí, gracias, Dicky —repuse.

—Siéntate, siéntate.

Apartó a un lado el casete y golpeó con un dedo el informe que yo había entregado en el que explicaba mi ida a Pankow para hablar con Fedosov. En el mismo me limitaba a decir que el viejo Fedosov había sido un contacto sólido que yo había estado utilizando durante muchos años, y que había ido a visitarlo como parte de mis habituales métodos para mantenerme en contacto con mis informadores. Habíamos tenido una discusión —decía en mi informe— en la cual yo había resultado levemente herido. A VERDI no lo mencionaba para nada. Dicky sabía que aquello no se parecía casi nada a la verdad, pero deseaba que aquel episodio se olvidase lo más rápidamente posible, así que no tenía en modo alguno intención de sentarme allí para interrogarme al respecto.

—No habrá ninguna repercusión por el hecho de que hayas ido por tu cuenta a ver al padre de Fedosov —me dijo.

—Oh, qué bien —respondí.

—A menos que suceda algún imprevisto.

—¿Qué clase de imprevisto?

—Bueno, ya sabes… A menos que se reciba una queja oficial.

—¿Una queja porque me han atacado y me han herido?

—Pues sí. A eso me refiero. No es muy probable, ¿verdad? —Apartó mi informe a un lado un par de centímetros y lo alineó con un reloj digital nuevo que mostraba la hora en todo el mundo. Dicky lo compró cuando «consiguió Europa»—. Me complace decir que hemos hecho cambiar de idea al director general y hemos conseguido atraerle a nuestro punto de vista sobre el asunto de VERDI.

—Eso está muy bien —le dije. Como no sabía exactamente cuál era nuestro punto de vista, añadí ladinamente—: ¿Y qué ha dicho?

—Está muy contento de dejarlo todo en mis manos.

—Eso es realmente un cambio de opinión —opiné—. Por lo que me habían dicho, se mantenía en sus trece contra viento y marea.

—No, no, en absoluto —dijo Dicky. Y luego, decidiendo que aquella negativa le privaría de un mérito que era suyo por derecho, añadió—: Al principio, sí. Sí, así era. Se opuso con todas sus fuerzas. Pero si hay algo de lo que me enorgullezco es de ser capaz de elaborar material técnico complicado de manera que lo entienda cualquier profano.

—Sí, tienes una mente mecánica, Dicky —le sugerí.

—Sí, ¿y por qué no le das cuerda esta semana? Sí, ya he oído ese chiste, Bernard. Ya va siendo hora de que aprendas algún otro nuevo.

Travieso Bernard; hoy te quedarás sin café.

—¿Y el director general ha autorizado también que se utilice a Werner Volkmann? —apunté.

—Le expliqué que teníamos que utilizar a personas que conocieran Berlín de un modo especial. Le hablé de ti, de Volkmann y de algunos otros, y le di una lista de gente en un memorándum oficial para que después no pudiera decir que no estaba enterado de ello. Volkmann vendrá la semana próxima para recibir instrucciones. Sí, vamos avanzando.

Dicky cogió una hojita de papel de notas. En la parte superior, con decorativa letra Saxon, se veían impresas las palabras «Del escritorio de Richard Cruyer». Desde donde yo estaba sentado podía ver, del revés, una lista de nombres mecanografiados y algunas marcas a lápiz en el margen. Puso el papel junto al codo, de manera que pudiera consultarlo.

—¿Es por eso por lo que querías verme? —le pregunté.

Había enviado a Jenni, con i latina, a buscarme para que acudiera a su despacho urgentemente.

—Ah, sí. No, era en relación con algunos cambios en el personal. Me pareció que debía informarte en seguida de que volvemos a traer a Bret Rensselaer a la oficina.

—No me digas —comenté educadamente inyectando en mi reacción un poco de sorpresa, gratitud y activo interés.

—Sí. A decir verdad, no estoy seguro de qué es lo que vamos a hacer con él. Tú lo has visto hace poco, Bernard. Entre nosotros, ¿cómo es?

—Ya sabes cómo es, Dicky. Antes trabajaba aquí, en el último piso.

—No seas estúpido, Bernard. Me refiero a que me digas hasta qué punto está en forma ahora. ¿Cómo anda de salud?

—Se encuentra perfectamente en forma, por lo que yo vi. Hace treinta kilómetros en una bicicleta de esas de hacer ejercicio antes de desayunar todas las mañanas —le dije improvisando sobre la marcha una historia en la que quizá me estuviera pasando un poco.

—Bueno, sé que eso no es cierto —dijo Dicky sofocando una risita entre dientes que ponía de manifiesto su exasperación—. Ha estado muy enfermo.

—Le dispararon —afirmé—. Sí, yo estaba presente. Pero las heridas se curan, Dicky. Ahora está en muy buena forma.

Por la alicaída expresión del rostro de Dicky comprendí que el papel que a mí me tocaba en aquella conversación era proporcionarle referencias que él pudiera llevar a otra parte para demostrar que Bret era una persona completamente inadecuada para trabajar en cualquier puesto de la organización.

—¿En plena forma? ¿Ésa es tu opinión? ¿De verdad?

—Sí.

—Pero no eres experto en cuestiones médicas, Bernard. Y yo me inclino a creer que un hombre a quien llevaron a uno de los mejores hospitales de Berlín y al que dieron por muerto, y de eso no hace mucho tiempo, difícilmente puede ser adecuado para soportar el estrés y las tensiones del trabajo diario.

—Oh, no sé, Dicky.

Mi impresión no expresada con palabras era que había bastantes hombres de categoría superior trabajando en el piso de arriba a los que yo hacía mucho tiempo que había dado por muertos.

Dicky se mordió el labio y, sobriamente, recordó:

—El hermano de Bret, Sheldon, irrumpió en la clínica Steglitz de Berlín y se lo llevó a Washington en un avión especial que acompaña al presidente americano en sus viajes y se mantiene a su disposición por si de repente necesita un tratamiento médico urgente que requiera desplazarse grandes trayectos por avión. Ésa es la clase de influencia que tiene la familia de Bret en Washington.

—Yo estuve presente —le recordé por si acaso a Dicky le daba por contarme toda la larga saga desde su muy personal punto de vista—. Estuve en el tiroteo; y estaba en la clínica Steglitz cuando se lo llevaron.

—Pero esa clase de influencia no pincha ni corta en este Departamento, ahora que Europa está a mi cargo —añadió Dicky con una confianza en sí mismo digna de Napoleón.

—¿Cuál va ser el arreglo?

—¿Con Bret? Probablemente averiguaremos qué es lo que tiene que ofrecer el sábado durante la cena. Viene a cenar. ¿No te lo había dicho? —Hice un gesto afirmativo con la cabeza—. Pero yo no puedo obrar con favoritismos, Bernard. Bret sabe muy bien que no puede confiar en que yo eche a Fiona tan poco tiempo después de haberla nombrado para el cargo.

—Y antes de que tu nombramiento se confirme —puntualicé.

—¿Qué? —Se permitió esbozar una sonrisa taimada, como si le sorprendiera que yo pudiera tener una mente tan retorcida como la suya—. Sí, y antes de que a mí se me confirme. Eso es. —Se puso en pie y adoptó una pose con las manos en las caderas—. Todo esto ha ocurrido antes, ¿verdad?

—¿Qué ha ocurrido antes?

—Es déjá vu —comentó—, visto antes.

—Sí, sé un poco de francés —le indiqué—. Pero creía que significaba algo que uno sólo imaginó la primera vez.

—Bret Rensselaer de caza por el Departamento para encontrar un lugar donde construirse un bonito imperio.

—Algún trabajo debe de habérsete ocurrido para él.

—No es sensato —sentenció Dicky—. Enviar aquí a un hombre importante como él cuando es obvio que no podemos utilizarlo para nada. Nadie me ha consultado. Nadie me he preguntado si quería a ese tipo aquí.

—No podían nombrarle controlador de destinos en Alemania sin tu aprobación, ¿no es cierto?

—Bret no sabría manejar a los alemanes —me aseguró Dicky. Y luego, con algo menos de seguridad, añadió—: ¿Habla un alemán lo bastante bueno?

—Lo bastante bueno —le aseguré.

Mejor que él, habría sido una valoración más precisa. El alemán que hablaba Dicky lo había reunido a base de retazos variados, y se limitaba a unos cuantos elementos básicos de gramática que había aprendido en el colegio. Bret, con esa forma de ir directos al asunto que es característica americana, hizo un curso intensivo en la Universidad de Londres. Lo hizo fuera de su jornada de trabajo en la oficina, algo que resultaría difícil de imaginar que el resto del personal de categoría superior fuese capaz de hacer. Pero a Bret le había proporcionado una base de conocimientos literarios, históricos y contemporáneos que a mí me habían sorprendido en más de una ocasión. Como diversión durante sus estudios, había traducido al inglés el libreto escrito por Schikaneder para La flauta mágica de Mozart. Todavía recuerdo algunas pequeñas joyas que dejó al descubierto.

—¿Te acuerdas de La flauta mágica que tradujo?

—No —dijo Dicky.

Se lo recordé.

Die Worte sind von hohem Sinn!

Allein, wie willst du diese finden?

Dich leiter Lieb’ und Tuggend nicht,

Weil Tod und Rache dich entzünden.

—Hablas demasiado de prisa —me advirtió Dicky—. A veces sueles hacer eso, Bernard. Debes aprender a vocalizar. Dímelo en inglés.

Esas palabras suenan hermosas y valientes, ya lo sé.

Pero dime, ¿cómo esperas encontrarlos?

Porque ni el amor ni la verdad los encuentran

los hombres cegados por el odio y la venganza.

—Bravo —aplaudió Dicky—. Te lo has aprendido de memoria, ¿eh? Ojalá yo tuviera tiempo para ir a la ópera. Es una de las cosas que echo de menos.

—¿No era ópera eso que estabas escuchando cuando he llegado? —le pregunté, porque hubiera podido serlo.

—Era Elvis Presley —me dijo Dicky, quizá alegrándose de confesarlo—. Pero tú siempre das en el clavo, Bernard, viejo. Tienes un modo muy astuto de elegir exactamente la parte crucial de cualquier cosa que salga a colación.

—¿De verdad, Dicky? —le pregunté sabiendo que antes o después me diría a qué se refería.

—¿Qué había en eso de La flauta mágica acerca de la verdad y el amor? Ésa es la clase de amplio paisaje cultural que a Bret le gusta ocupar. Es un filósofo, no un hombre de acción. Mientras Bret se dedica a hablar de la verdad y del amor, yo estoy aquí sentado tomando decisiones que acaban en sangre y mocos. ¿Ves a lo que me refiero, Bernard?

Se pasó los dedos hacia atrás por el pelo rebelde.

—Hasta cierto punto, Dicky.

—Siempre han designado a Bret para ocupar cargos donde se incubaban decisiones de política de altos vuelos. Sencillamente, no es apto para nuestro estilo de trabajo. No es un hombre de Operaciones.

—Supongo que tienes razón —acepté con mi habitual cobardía.

Dicky saltó rápidamente.

—En ese caso, espero que me apoyes.

—¿Para hacer qué?

—Debemos mantener a Bret fuera de los asuntos de Europa. ¿Por qué no puede ocuparse de Hong Kong? Ese puesto quedará vacante a finales de año.

Movió la hoja con la lista de nombres. Pude ver que había señales y cruces marcadas a lápiz al lado de algunos de ellos.

—No se puede poner a dirigir los asuntos de Hong Kong a alguien que no ha trabajado nunca allí —le dije—. Y no se puede esperar que Bret vaya allí en calidad de subalterno.

—Hum…

Dicky empezó a morderse la uña del dedo meñique. No hacía falta añadir que el mismo problema podía decirse de todos los destinos fuera de Europa.

—Bret no nació en Gran Bretaña —dijo Dicky.

Se lo había oído decir otras veces. Había una regla estricta por la cual sólo los individuos británicos nacidos en Gran Bretaña podían emplearse para que trabajasen en la oficina del SIS de Londres. Sólo se habían hecho dos excepciones a esa regla; una era Bret Rensselaer y la otra George Blake, el topo de la KGB que había acabado por ser descubierto y sentenciado a cuarenta y dos años de cárcel por espionaje.

—Bret fue herido en acción —le recordé—. Es un héroe célebre en la historia secreta del Departamento. No olvidemos eso, Dicky. Seguro que el Departamento se siente en deuda con él.

Dicky frunció el entrecejo y se mordió la uña con más ahínco. Habría hecho cualquier cosa porque algo parecido se dijera de él, pero Dicky sabía que salir al campo y entrar en acción era el modo más rápido y seguro de desaparecer para siempre de las listas de ascensos. Y si alguna vez se le olvidaba esa básica verdad de la vida de la Central de Londres, no tenía más que echar un vistazo a mi trayectoria para recordarlo.

Llamaron discretamente a la puerta y una de las señoritas de Dicky asomó la cabeza y levantó las cejas.

—Sí —le indicó Dicky—. Corre y tráelo aquí. —Hizo una marca en la lista de nombres. Cuando la puerta se hubo cerrado, Dicky añadió—: Bueno, nos veremos el sábado por la noche, Bernard.

Me levanté.

—Estoy deseando que llegue —le dije.

Ahora comprendía que los nombres que había en la hoja de papel eran empleados del Departamento. Uno a uno les iba poniendo una marca, una cruz o un interrogante. Evidentemente aquello formaba parte de una campaña organizada para desbaratar la amenaza de Rensselaer. A mí me había puesto un interrogante.

 

Bret fue la estrella del espectáculo, desde luego. Tenía instinto para el arte dramático y se había mantenido alejado de la oficina hasta el momento en que llegó a casa de Dicky para asistir a la cena. Había cierto aire demoníaco en su aspecto: el suave pelo blanco cepillado hasta dejarlo muy pegado al cuero cabelludo, un traje negro de estambre de corte elegante, una camisa blanca almidonada de etiqueta con una pulcra pajarita de seda salvaje de color natural. Seguía estando delgado, siempre había sido delgado. Era difícil imaginarse a Bret rollizo en ninguna etapa de su vida. El único cambio digno de mención era que las grandes gafas de policía de tráfico con montura metálica que antes necesitaba para leer las llevaba ahora todo el tiempo.

Bret recorría el salón de los Cruyer como si nunca hubiera estado allí; iba admirando en voz alta las posesiones del matrimonio del modo tan hábil que sólo los americanos son capaces de manifestar.

—¡Cómo me gusta ese cuadro! Adán y Eva, ¿no?

Certeramente la mirada de Bret se había posado en el objeto más apreciado de los Cruyer.

—Nosotros le tenemos adoración —le dijo Dicky—. Y lo conseguimos medio regalado. ¿Verdad, cariño?

Era una pintura naive: dos desnudos demacrados pintados por algún admirador miope de Jan van Eyck que evidentemente había descuidado las clases de dibujo al natural. Pero Daphne había asistido a una escuela de arte, y se había pasado el resto de su vida intentando demostrar que la formación que había recibido allí no había sido una pérdida de tiempo. Era ella quien había comprado el cuadro en Amsterdam, en un mercado de baratijas y cosas de segunda mano de Waterlooplein, cuando se perdió buscando la casa de Rembrandt, que estaba a la vuelta de la esquina. Daphne me caía bien. En uno de sus momentos de candor me había contado que en aquella ocasión había comprado tres faroles de barco falsos y muchas reproducciones de baldosas holandesas por las cuales le habían cobrado un precio excesivo. Supongo que por eso les va tan bien a los anticuarios; siempre nos vanagloriamos de las gangas y los timos los olvidamos convenientemente.

Bret se volvió hacia Gloria y le preguntó:

—¿No te gustaría tener en la pared de tu casa una pintura como ésta?

—Sí —repuso ella.

Gloria había estado arriba admirando la colección de muñecas de Daphne. Hubo una época en la que sólo eran media docena y cohabitaban cómodamente en la vitrina de la porcelana del salón. Luego, al aumentar en número, las habían colocado a lo largo de la escalera, y finalmente habían exigido una habitación para ellas solas. Había muñecas de porcelana y muñecas de celuloide, muñecas de madera y «muñecas de piano». Había muñecas vestidas con recargados vestidos de terciopelo, muñecas Barbie con minifalda y muñecas de festival con quimono. A Gloria le encantaban todas, se lo noté en la cara. Debió de leerme el pensamiento, porque me miró fugazmente y sonrió con timidez.

Una vez que las muñecas quedaron instaladas arriba, Dicky había empezado a llenar la vitrina con plumas estilográficas antiguas. Era su última diversión, y como todos los entretenimientos de Dicky, la cuantificación del creciente valor de la misma formaba parte vital del interés que despertaba en él.

—¿Qué hiciste con tu colección de cuadros? —le preguntó Dicky a Bret.

—Los vendí en subasta… —respondió éste—. Para satisfacer al juez. Mi mujer no aceptaba la tasación que yo había hecho, así que acabé por ponerla en venta.

Supongo que todos rabiábamos por saber si la tasación de Bret o la de su mujer habían sido verificadas por los precios conseguidos en subasta, pero, al ser ingleses, ninguno de nosotros tuvo el suficiente descaro para preguntar.

—¿Ésta es la casa de tu familia? —preguntó Bret al tiempo que señalaba la fotografía en color de una extensa mansión neogótica rodeada de robles y con el césped de la parte delantera muy bien cuidado.

—No —repuso Dicky—. Es el internado de mi hijo.

—No me digas —comentó Bret mirándola todavía con mayor interés—. Sí, ahora veo a los niños… hay un montón. Los de atrás supongo que están subidos en unas sillas. Debes de estar orgulloso de esos pequeños, Dicky.

—Sí, lo estoy —reconoció Dicky—. Uno de ellos irá a Oxford el año que viene. A mi antiguo college.

—Eso es estupendo —sentenció Bret.

Miré fugazmente a Fiona, pero ésta parecía estar estudiando los zapatos de Gloria. Yo tenía la impresión de haber estado allí en otra cena anterior, en casa de Dicky, en compañía de Bret. Me preguntaba si Bret estaría haciendo aquella elaborada rutina para irritar a Dicky, pero ése no era el estilo de Bret. Solía esforzarse para ser el señor Agradable, y no era probable que fuera a sacrificar tanto trabajo sólo a cambio de un poco de guasa a expensas de Dicky. ¿O tal vez sí?

Dicky tenía en la mano un par de plumas estilográficas, dos de las más valiosas. Paseó la mirada por el salón para ver si constituíamos una audiencia apropiada para que nos explicase lo raras que eran. Debió de decidir que no éramos un buen público, porque volvió a ponerlas en la vitrina de puerta de vidrio y la cerró. Su esposa, Daphne, estaba en la cocina. Fiona, Bret, Gloria y yo éramos todos empleados del Departamento. En interés de la seguridad, Dicky incluso había decidido prescindir del matrimonio que solía emplear para servir la mesa y fregar los platos.

—¿Has oído hablar del plan VERDI? —le preguntó Dicky.

—Sí —respondió Bret.

Bebió un poco del cóctel de Martini como para fortalecerse contra lo que se avecinaba.

—Va a ser como repetir otra vez la Operación Príncipe —comentó Dicky.

La Operación Príncipe era el túnel que se había excavado debajo de Berlín para pinchar las principales líneas telefónicas del ejército ruso en Karlshorst.

—Espero que no sea exactamente igual —comentó Bret secamente, porque Blake había traicionado la Operación Príncipe desde el principio.

Dicky sonrió. No era un buen comienzo, y yo aprecié en el rostro tenso de Dicky que estaba determinado a lograr que a Bret le dieran un destino alejado de cualquier lugar donde pudiera influir en la política del Departamento.

—No, hemos aprendido mucho desde entonces. Ahora vivimos en la época de los ordenadores.

—Eso he leído en tu informe —dijo Bret.

—Entonces, ¿lo has leído?

—El director general opina que debo estar al día de lo que ocurre.

—Sí, algo muy prudente —convino Dicky—. Ha habido profundos cambios desde que estuviste trabajando aquí, Bret. Déjame ver, ¿cuánto tiempo hace de eso?

—Me he dejado la calculadora en los otros pantalones —bromeó Bret con una sonrisa bonachona.

En aquel momento entró Daphne. Parecía muy preocupada y, aunque trataba de indicarle algo a Dicky moviendo los labios en silencio, sólo consiguió llamar la atención de todos.

—¿Qué ocurre, Daphne? —le preguntó Dicky de mal humor—. Estábamos hablando de cosas de la oficina.

—Es el microondas, Dicky —le indicó ella en un susurro.

Luego miró alrededor por si alguien se había fijado en ella. Al ver que todos la estábamos mirando, esbozó una sonrisa breve, aunque panorámica, antes de mirar a Dicky otra vez.

—Bueno, yo no entiendo de eso —le dijo Dicky.

—La puerta se ha atascado. ¿Llamo y se lo digo a ellos?

—Han ido al teatro. Si no, habría tenido que invitarlos.

—¿Tú sabes algo de hornos microondas? —le preguntó Daphne a Fiona.

—A Bernard se le da de maravilla arreglar aparatos —repuso Fiona.

—¿Te importaría, Bernard?

Cogí el vaso de vino y seguí a Daphne hasta la cocina, que acababan de reformar. Siempre estaban cambiándola. En mi visita anterior, todos los muebles de la cocina eran armarios, pero ahora habían quitado las puertas de los armarios, de modo que los estantes y el contenido de los mismos quedaban a la vista. Daphne debió de notar la sorpresa reflejada en mi cara.

—Dicky nunca se acordaba de dónde estaban los platos y las demás cosas —me explicó—. Y a veces se dejaba los armarios abiertos y se golpeaba en la cabeza.

—¿Es éste? —le pregunté acercándome al microondas.

—Espero que no te importe que hayamos invitado a Gloria —me comentó Daphne—. Bret había quedado en llevarla a cenar esta noche, pero Dicky le convenció para que cambiara los planes. Dicky tenía mucho interés en reuniros a todos aquí esta noche.

—Bret va a volver a la oficina —le expliqué—. Dicky quería verlo antes de modo no oficial.

—Sabía que se trataba de algo así —dijo Daphne.

—Es un cierre a prueba de niños —le indiqué.

—Oh, has conseguido abrirlo. Qué listo eres, Bernard.

—Es un cierre a prueba de niños. Esa palanca roja tiene que estar hacia arriba. Entonces funciona normalmente.

—Yo no he podido hacerlo.

—Tienes que empujar la palanca mientras aprietas el botón de la puerta.

Bebí un sorbo de vino. Dicky había traído un vino extra especial para aquella noche.

—No sé por qué a todo le ponen esas cerraduras a prueba de niños últimamente —dijo Daphne—. Los niños son los únicos que saben hacerlas funcionar.

—Huele muy bien, Daphne.

—Es pollo asado. A Dicky le gusta trinchar y esto es lo único que sabe trinchar bien. El microondas es sólo para recalentar las coles de Bruselas. Primero las preparo y luego las caliento con mantequilla. Mi vecina insistía en que probase su microondas, pero yo no me aclaro con esas cosas.

—Esas coles de Bruselas parece que se han recocido un poco, Daphne.

—A la porra con las coles —dijo; y con un gesto descuidado que no era propio de ella las arrojó al cubo de la basura sin apenas mirarlas—. Que se aguanten con judías de lata. —Se acercó al estante y eligió una cacerola de cobre de entre una fila de cacerolas de variados tamaños. Cogió una lata de judías cocidas, la abrió con el abrelatas eléctrico y vertió el contenido en la cazuela. Algunas judías se salieron. No sin cierta dificultad, Daphne cogió cada una de las judías errantes entre el pulgar y el índice hasta que todas estuvieron en la cacerola. Luego me sonrió—. Supongo que tendría que haber ido a llamarte antes, Bernard. —Cogió una botella medio llena de vino, me sirvió un poco en la copa y luego, descuidadamente, se echó una buena cantidad en la suya, que estaba vacía. Volvió a poner la cacerola llena de judías con las demás cacerolas en el estante. Luego se volvió hacia mí y levantó la copa—: ¡Salud, Bernard! ¡Salud y pesetas!

Y bebió un buen trago.

—Sí, salud y dinero —convine—. ¿No ibas a poner las judías al fuego para calentarlas?

—Sí, eso es.

Volvió a coger la cacerola del estante, encendió el gas y la puso al fuego. Se le resbaló hacia un lado, pero ella la sujetó y volvió a ponerla con más cuidado. Entonces caí en la cuenta de que Daphne estaba como una cuba. Me dio lástima. Nunca había sido una gran bebedora, y yo sabía lo nerviosa que se ponía siempre que Dicky organizaba una de aquellas cenas.

Daphne se metió un mechón de pelo rebelde en la diadema de terciopelo que llevaba puesta y me confió:

—Voy a dejar a Dicky. Tú siempre has sido amable, Bernard. ¡Simpático! Eso es lo que eres, simpático. Tú eres uno de nuestros mejores amigos, siempre me has gustado. Pero él no se merece amigos agradables. Es un cabrón egoísta.

—Seguro que todo se arreglará, Daphne.

—A él no le importa nadie más que él mismo.

—Ya has pasado antes por esto, Daphne —le recordé. Lo más reciente que se había visto obligada a soportar era contemplar cómo Dicky mantenía una breve aventura con Tessa Kosinski—. Él siempre acaba por volver a ti —le dije—. Tenéis un hogar muy agradable, y él te quiere.

—Ya me he hartado de él.

Se terminó el vino y se sirvió más. Tapé mi copa con la mano para indicarle que no quería más.

—Y además están los hijos —le dije.

Se acercó a mí y me dio unos golpecitos en la corbata.

—Todos estos años he soportado a Dicky por amor a ellos, Bernard. Pero ahora ya son lo bastante mayores para comprender. Ya estoy harta de él. Merezco un poco de felicidad, ¿no?

—Sí, Daphne, claro que sí. Pero irte por tu cuenta… ¿crees que será una manera de buscarla? Quizá te encuentres sola.

Daphne se echó a reír.

—Querido Bernard —comenzó a decir; luego, alargando una mano, me dio unas suaves palmaditas en la mejilla—. ¿Tan vieja y fea te parezco?

—No, Daphne, no. Pero el compañero adecuado es difícil de encontrar.

—A mí me lo vas a decir —y volvió a reírse.

—Estoy seguro de que volverá a ti. Estas cosas no son más que caprichos.

—¿Es que Dicky tiene alguna amiga nueva? —me preguntó; de repente se le había ensombrecido el humor—. ¿Es eso?

—No. ¿No es eso lo que me estás diciendo a mí?

—No, estoy hablando de mí. Estoy hablando del hombre que he encontrado. Mi particular señor Adecuado. Me ha costado mucho tiempo, Bernard, pero al fin una encuentra el compañero idóneo. Fui a la adivina de Gloria y ella me dijo que yo sería feliz, y eso fue hace muchísimo.

—¿El señor Adecuado?

—Un joven de las clases de pintura a las que asisto los martes por la noche. Con el profesor Belostock. Bueno, no demasiado joven; sólo adecuado.

Me había puesto sobrio como una piedra. Sin darle importancia alguna, le pregunté:

—¿Cómo se gana la vida?

—Es periodista. En realidad es reportero, trabaja para distintos periódicos. Antes trabajaba en una agencia que archiva artículos para periódicos extranjeros. En estos momentos está sin trabajo, pero ya encontrará uno. El año que viene va a tomarse un año libre para escribir una novela. Se va a Sudamérica y allí vivirá lo más económicamente que pueda mientras escribe. Le he dicho que iré con él. Es la oportunidad de mi vida.

—Ya lo creo que lo es —comenté—. ¿Es inglés?

—Checoslovaco. Su padre es sudafricano.

Toda la imagen encajó. Lo había leído en los historiales de mil casos.

—¡Daphne!

A pesar de que intenté mantener la voz baja, pronuncié su nombre demasiado fuerte.

—¿Sí, Bernard?

Detrás de la puerta se oía murmullo de voces. Me sentía inclinado a gritar: «Por Dios, Daphne, ¿has perdido el juicio? ¿Eres tan tonta como para no darte cuenta de cuándo un agente extranjero te pone en su punto de mira?». Pero permanecí tranquilo y le pregunté:

—¿Es buen pintor, Daphne?

—No muy bueno. Es un aficionado.

—¿Se apuntó a las clases después que lo hicieras tú?

—Sí, acaba de llegar a la pintura. Nunca antes había intentado pintar ni dibujar. He estado ayudándole.

¡Mierda! Intenté sonreír.

—Bueno, déjame que beba a tu salud, Daphne.

Bebimos.

—¿Sabe él cómo se gana la vida Dicky?

—Le he dicho que Dicky trabaja en el Foreign Office.

—Bien. No puedes ser demasiado detallista.

Yo ya estaba planeando el próximo movimiento. ¿Sería posible meterse en aquella situación y quizá neutralizarla antes de decírselo a Dicky? ¿Debía intentarlo siquiera?

—Será mejor que vuelvas al salón —me dijo Daphne—. Se preguntarán qué te ha pasado.

Cuando volví, estaban todos sentados alrededor de la chimenea contemplando las llamas de gas y comentando cuánto se parecían a las del carbón al arder. Dicky levantó la vista hacia mí y dijo:

—Aquí tenemos al ingeniero de microondas. Quédate y toma una copa, amigo. A los operarios hay que hacerles la pelota.

Sonreí y me senté en el sofá al lado de Fiona. Ésta se había puesto su mejor conjunto negro de Chanel y el reloj Cartier de oro que su padre le había regalado cuando ella regresó de California. Me tocó la mano y me preguntó en voz baja:

—¿Estás bien, Bernard?

—Estupendamente.

—Parece que hayas visto a un fantasma.

—Sí, un espectro espía.

Fiona sonrió.

—Los de Washington ya hace tiempo que abandonaron esa basura del teléfono —estaba diciendo Bret—. Se tarda una eternidad en traducirlo y analizarlo, y al final del día, ¿qué has conseguido? Propaganda de buzón. ¿Sabéis a qué me refiero? Todo es esfuerzo y no hay ninguna recompensa.

—Entonces, ¿en qué se está concentrando la gente de Washington ahora? —le preguntó Dicky sin manifestar el menor asomo de curiosidad en la voz.

—Es alto secreto, pero ya llevan en ello algunos años, así que supongo que puedo decíroslo —respondió Bret—. Ahora están comprando tecnología de armamento soviético. Hablo de armas: electrónica soviética de vanguardia, sistemas de defensa aérea y otros tipos de armamento avanzado, y el tío Sam está pagando por ello en billetes de banco.

—¿Lo están comprando a Polonia? —le pregunté.

—Buen chico, Bernard. Sí, Polonia es el principal proveedor. Pero otros países del Pacto de Varsovia también están comerciando con su armamento. Helicópteros, radares, torpedos y artillería autopropulsada. Se están desembolsando cientos de millones de dólares. Pero os lo digo yo, cuando abren las cajas de embalaje pueden ver aquello por lo que están pagando. Y no se trata de un montón de palabrería por teléfono. —Bret miró a Dicky esperando que empezase a discutir. Al ver que Dicky no abría el fuego, Bret añadió—: Cuando el Pentágono examina el material calcula cómo puede ahorrar billones de dólares. Están ahorrando billones al no desarrollar armas que nunca necesitaremos.

—Espera un momento —le pidió Dicky—. ¿Quién recibe el dinero? ¿Delincuentes?

—Nadie lo sabe con seguridad. Los pagos se hacen a través de intermediarios extranjeros. Incluso nos mandan listas de precios. Los científicos y los expertos del Pentágono examinan las listas y seleccionan lo que queremos.

—¿Cómo lo transportan? No lo entiendo —comentó Dicky.

—Lo transportan por barco —le explicó Bret—. En cargueros. Por eso Polonia es el proveedor principal, porque tiene acceso directo al mar. Claro que ello no podría ocurrir sin que dieran el visto bueno los más altos funcionarios del Ministerio de Defensa polaco. Ciertos estudios de la CIA proponen la teoría de que la idea procede de la verdadera cima del gobierno de Varsovia. Del propio general Jaruzelski. Pero no podemos verificarlo. Gran parte de ese armamento soviético se transporta a países amigos, como los del Oriente Medio, y luego siguen el camino hasta Estados Unidos. Hemos establecido letras de crédito en cuentas extranjeras para que todo parezca legal. Hay una agencia llamada Cenzin que se ocupa de las ventas militares de Polonia, y el dinero que se les paga a ellos tiene que ir al gobierno. Podría ser que toda la estafa sea una manera de aliviar la crisis de dinero que hay en la economía de Polonia.

—¿Has estado implicado de alguna manera en todo eso, Bret? —le pregunté.

—Sólo en la parte de la banca. Algunos miembros de mi familia podían ayudar con los agentes comerciales del extranjero, con las letras de crédito y esas cosas.

—¿Y ahora estás buscando otro trabajo? —le preguntó Dicky.

—Bueno, no me queda mucho por hacer en éste. Las líneas de pago están todas en posición y funcionando como la seda. Además, echo de menos Londres. Vosotros dais por hecho lo de vivir aquí, pero yo llevo esta ciudad en lo más profundo de mi corazón.

El pequeño discurso de Bret se había adelantado al lanzamiento que Dicky había estado a punto de hacer en favor de su plan de pinchar los teléfonos.

Quizá Bret también se diera cuenta de eso, porque preguntó:

—Pero ¿por qué elegimos como blanco a Alemania Oriental? De acuerdo, el país está gobernado por un hatajo de cabrones corruptos. Pero la Unión Soviética es un caso desahuciado, se está muriendo célula a célula, Hungría ha visto la luz, Polonia está en un pulmón artificial y nosotros no pensamos invadir Alemania para enseñarles lo equivocados que están en su conducta. Por lo menos el tío Sam no piensa hacerlo; así que vosotros los británicos estáis solos si tenéis esa clase de ambiciones.

—Es posible que la Unión Soviética se esté muriendo —dijo Dicky—. No lo sé, nos llegan un montón de informes contradictorios. Pero antes de que te pongas demasiado complaciente, puedo decirte que nadie en el Kremlin ha intentado recortar el dinero asignado a los servicios armados soviéticos, y menos aún el dinero asignado a la KGB. Y los soviéticos tienen su mayor concentración de misiles, bombarderos de largo alcance, submarinos y tanques, todos ellos armados con misiles nucleares, proyectiles, cohetes y bombas, en Alemania Oriental. No en la Rusia soviética, ni en Hungría ni en ninguno de esos lugares donde tú dices que el comunismo está a punto de ser derrotado. Todo lo tienen metido en Alemania Oriental. Y tu ciudad, donde quiera que esté, Bret, se encuentra en el punto de mira de esos payasos. No olvides eso cuando menosprecies a Alemania Oriental como un país indigno de tener en cuenta.

Durante unos instantes Bret no supo qué decir.

—Bien, Dicky —dijo finalmente; hizo una pausa para hacer acopio de ingenio—. Tú has hecho una observación, y buena es. Pero… ¿es que el hecho de que pinchemos las líneas terrestres del ejército ruso va a decirnos lo que queremos saber? ¿Y nos enteraremos lo bastante pronto?

Antes de que Dicky pudiera contestar, Daphne entró por la puerta aporreando una cacerola con una cuchara.

—Ya podéis venir. Sentaos donde queráis. La comida está lista. Os dije que había que contentarse con lo que hubiera, ¿verdad?

Dicky frunció el entrecejo. Le gustaba que sus cenas se dirigieran con mayor formalidad. Como noté más tarde, había tarjetas que indicaban el lugar donde cada uno debía sentarse, pero nadie ocupó el lugar asignado.

Supongo que las mujeres son, en su mayor parte, más eficientes que los hombres. Mi profundo desagrado hacia Dicky significaba que yo no podía resistir cualquier oportunidad de discutir con él. Pero aquella noche Fiona y Gloria blandieron los estoques con pulido decoro. Hicieron que mis altercados con Dicky parecieran broncas de borrachos.

En aquella colocación improvisada que había provocado Daphne yo acabé sentado en el centro, enfrente de Gloria, con Fiona a un lado y Daphne al otro. Gloria pasó los panecillos, Fiona declinó el ofrecimiento alegando que estaba a dieta; Gloria dijo que eran unos panecillos estupendos y se comió dos seguidos cubriéndolos con una gruesa capa de mantequilla.

El primer plato no fue trigo bulgur, sino salmón ahumado, y el plato principal consistió en pollo asado con judías cocidas y patatas con piel. No había equivocación en el cambio de menú; aquélla era Daphne en total rebelión. Normalmente se esclavizaba durante horas para preparar una de aquellas cenas. Daphne intentaba recrear las elaboradas recetas adquiridas en viajes que le proporcionaban las vecinas, utilizando para ello raros ingredientes que compraba en lejanas tiendas de especialidades étnicas. En casa de Daphne tuve ocasión de conocer el gado-gado de Bali, y de no haber sido por Daphne y los viajes de sus vecinas, yo aún no sabría que existe una cocina finlandesa, y no digamos que el kalakukko, un pastel de pescado que incluía espinas y cabezas, formaba parte muy apreciada de la misma.

De manera que servir a sus invitados salmón ahumado seguido de pollo asado era una señal que cualquier marido que no fuera Dicky habría observado con considerable alarma. Pero Dicky no manifestó alarma alguna. Se comió el salmón con entusiasmo y convirtió el hecho de trinchar el pollo en una representación de considerable valentía, casi de bravata.

Era obvio que Dicky estaba hecho polvo por el modo en que Bret había logrado que el plan VERDI pareciera un número de segunda categoría, y lo había hecho ensalzando las habilidades de la CIA. No era fácil contrarrestar eso sin hablar mal de los americanos, y ni siquiera Dicky era lo bastante estúpido como para intentar una cosa así. Pero el menosprecio de Bret por el plan en el que Dicky había puesto el corazón estaba causando a éste un considerable disgusto. De lo contrario Dicky nunca habría sostenido en lo alto el tenedor de trinchar y le habría preguntado a Bret si prefería pechuga o muslo. Luego añadió:

—Siempre te he tenido por un hombre aficionado a los muslos, Bret.

Y se echó a reír.

Yo observaba a Bret todo el tiempo. El rostro se le contrajo y logró esbozar una ligera sonrisa antes de decir:

—Estoy seguro de que cualquier cosa que elijas resultará deliciosa.

Incluso a través de la bruma del alcohol, Daphne podía ver que los ruidosos modales de colegial de Dicky eran de mala elección en la compañía actual. Decidió intervenir.

—Es el vestido más impresionante que he visto nunca, Gloria.

Y puso toda su vitalidad en ello.

El vestido de Gloria era de crespón de China, casi transparente; tenía el cuello alto, las mangas largas y un estampado de piel de leopardo.

—Es muy bonito —convino Fiona—. Estuve a punto de comprarme uno igual cuando estuve en la calle Oxford el otro día.

—Te quedaría perfecto —repuso Gloria; y aguardó un momento antes de añadir—: Me parece que yo estoy demasiado delgada para que me quede bien.

Daphne, sentada a mi derecha, observó:

—Nunca se está demasiado delgada. —Y estuvo a punto de volcar la copa de vino, pero la sostuvo antes de que pudiera derramarse más que una cucharada sobre el mantel—. Pero tú eres joven.

Intentó empapar el vino derramado, pero sólo consiguió extenderlo más. Al darse cuenta de que yo la observaba, volvió la cabeza hacia mí y me dedicó una sonrisa radiante.

—¿Quién quiere relleno? —preguntó Dicky, que se había dado cuenta de que Daphne había derramado el vino. Estaba enfadado y dejaba que se le notase.

Nadie respondió. Gloria cogió de manos de Dicky la fuente antigua que contenía el relleno hecho con una mezcla de hierbas y migas de pan, se sirvió con delicadeza una cucharada sobre el pollo y se lo pasó a Bret. Éste se lo entregó a Daphne sin decir nada.

—¿No te gusta? —inquirió Daphne con una voz que no implicaba más que curiosidad científica.

—No —dijo Bret.

Daphne tampoco quiso. Me lo pasó a mí y me serví bastante en un esfuerzo por hacerla feliz.

—Mirad, a Bernard le encanta —comentó.

Dicky había puesto la fuente con el pollo en el aparador y, tras sentarse de nuevo, estaba empezando a comer.

—Salud —dijo Bret probando por primera vez el vino que todos los demás habíamos empezado hacía mucho. Se oyó un murmullo de respuesta de todos los presentes.

—¿Son de lata? —preguntó Dicky horrorizado al ver de pronto las judías que tenía en el plato; comenzó a pincharlas con el tenedor de plata.

—¡Sí, lo son! No he comido judías de lata en salsa de tomate desde que estaba interna en el colegio —comentó alegremente Fiona—. Y me encantan.

—¿No te producen aerofagia? —le preguntó Gloria.

Dicky agarró la botella de vino para servir a los presentes. Se levantó y dio la vuelta a la mesa sirviendo a todos, aunque a Daphne le puso una cantidad pequeña.

—Alguna vez tendremos que pensar en dónde podemos colocarte —dijo Dicky al tiempo que se sentaba de nuevo.

Se inclinó hacia adelante para mirar a Bret, que estaba situado más allá de Gloria, pero éste siguió comiendo como si no lo hubiera oído.

—Ahora ocupo tu antiguo despacho —le comunicó Fiona—. Por supuesto, me trasladaré a otro sitio… tengo tu mesa con sobre de cristal.

—No, Fiona, no —intervino Dicky, consciente de que se estaba minando su autoridad, si es que no se estaba ignorando por completo.

—Tranquilos —dijo Bret. Bebió un poco de vino—. Estupendo vino, Dicky. —Se limpió los labios—. No hay necesidad de preocuparse. Todo está arreglado.

—Comparte el despacho con Fiona —le sugirió Dicky impulsivamente. Supongo que de pronto se había dado cuenta de que el hecho de hacerle compartir un despacho no sólo limitaría severamente las actividades de Bret, sino que además implicaría tácitamente que él había añadido a Bret a su personal—. De momento —añadió Dicky cuando la expresión de Bret dejó claro que no era aquélla una oferta que estuviera dispuesto a aceptar con entusiasmo.

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