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AQUEL sábado por la noche, cuando volvíamos en el coche a casa de la cena de los Cruyer, Fiona dijo:

—Esa charla afable, esa modestia y encanto. Me pone enferma. De verdad.

—¿Te refieres a Dicky? —le pregunté inocentemente.

Fiona me dio un puñetazo en una bromista demostración de agresividad. Pero la conocía lo suficiente como para saber que se había pasado la velada echando humo, más por la indignación que le causara la oposición de Bret que por el enfado que le producía la presencia de Gloria.

—Va a suspender lo de VERDI. Te das cuenta de eso, ¿verdad?

—Es probable —convine.

—Más o menos es lo que ha dicho.

—Yo no creo que lo haya dicho, Fi. Pero para que Dicky pase por encima de Bret necesitará utilizar todos esos famosos poderes de intriga e influencia de que goza.

—Para Dicky la noche ha sido un verdadero desastre —sentenció Fiona.

Era un epitafio, y venía de alguien que había pasado muchas horas con Dicky y había tenido ocasión de escuchar los planes de éste para hacer que Bret quedase en la sombra.

—Nos sigue un coche —observé—. Lleva siguiéndonos por lo menos cinco minutos.

—¿Cuál?

—Lo verás dentro de un momento. No se mantiene cerca.

—¿Que no se mantenga cerca es una mala señal, cariño? —me preguntó Fiona con voz dulcemente irónica.

Fiona había tomado bastante vino antes de que Dicky decidiera de pronto servir el Dom Pérignon de cosecha, que luego seguimos consumiendo en medio de una celebración que más bien parecía un velatorio.

—Puede ser —dije yo.

Fiona se retorció en el asiento para mirar a través de la ventanilla trasera del coche.

—¿Dónde?

—El de las luces cortas. El grande.

—Ése es Bret, cariño. Es el Bentley de Bret.

—¿Estás segura? ¿Había venido en un Bentley?

Fiona hizo un gesto de desaprobación.

—¿Dónde has dejado tu equipo de detective esta noche, cariño? ¿No has visto el Bentley turbo y el chófer ataviado con uniforme completo y gorra?

—No puedo decir que lo viera.

—Me he estado preguntando si Gloria se iría a casa con él. ¿Tú no? —me dijo Fiona. No respondí. Había visto a Gloria llegar en su propio coche. Si se observaba a Bret y a Gloria aquella noche, era evidente que no irían a ninguna parte juntos. Fiona también debía de haberlo notado—. Los estuve observando a los dos cuando se despidieron. Entonces me fijé en el Bentley. Ése es. Es Bret. Puedes estar tranquilo, cariño.

—¿Dónde se hospeda Bret?

—Su primo tiene una casa grande en Marylebone.

—Ese Bret es sorprendente. A cualquier parte del mundo que vaya siempre tiene un pariente con una casa grande en el barrio más elegante, incontables criados y un coche o dos con chófer.

—¿O era en Belgravia? —se preguntó Fiona, que todavía tenía la cabeza vuelta y miraba el tráfico que había detrás de nosotros—. Tiene un primo en Belgravia.

—Eso me parece más probable. Precisamente al venir hemos atravesado Marylebone. Mira, nos está haciendo señales con las luces.

—¿Qué querrá? —inquirió Fiona—. No le invites a subir, Bernard. Estoy muerta de cansancio y mañana tenemos que ir a casa de papá a ver a los niños. Quiero llegar allí temprano, antes de que se vayan a hacer alguna excursión.

—Te lo prometo —le dije.

En aquel momento estábamos casi a la puerta de nuestro bloque de pisos. Detuve el coche y el Bentley de Bret se paró a nuestro lado. Tras bajar la ventanilla, Bret se dirigió a mí:

—Siento molestarte, Bernard. Me pregunto si podrías aclararme unos cuantos puntos que han salido a relucir esta noche.

—Yo aparcaré el coche —se ofreció Fiona.

Me apeé y me subí al asiento trasero del Bentley.

—Te prometo que no lo entretendré más de cinco minutos, Fiona —le aseguró Bret.

Una vez que estuve dentro del coche, la actitud de Bret se hizo más seria.

—Tengo que hablar contigo, Bernard. —El chófer estacionó el coche más cerca de la acera; luego se bajó del mismo para dejarnos solos y se puso a pasear arriba y abajo mientras fumaba un cigarrillo—. Timmermann está muerto.

—Recibí tu mensaje, Bret.

—Sabía que lo entenderías. ¿Se lo has dicho a Fiona?

—¿Que Timmermann está muerto? No.

—¿Le has dicho lo del mensaje? ¿En la biblia?

—Tampoco.

—Eso está bien. Timmermann trabajaba para ella. Y para su cuñado. Fue allí para intentar encontrar a Tessa.

—Eso es lo que supuse —le dije.

—Fiona ni siquiera se ha convencido de que su hermana esté muerta, ¿lo sabías?

—Necesita un poco más de tiempo.

—Fue una buena cosa que yo cayera en la cuenta de lo que ocurría. Fiona se veía con Timmermann en Santa Mónica las tardes que iba al salón de belleza. Tú no lo sabías, ¿verdad?

—No.

—Está obsesionada; y Timmermann no era de los que rechazan el dinero.

—Pero ¿por qué la biblia y el código secreto, Bret? ¿No había un modo más sencillo de ponerte en contacto conmigo?

—No era para ti y para mí, Bernard. Era un código inventado apresuradamente para que Timmermann te mantuviera informado.

—¿Eso era?

—Ése era el trato. Yo le pagaba aún más de lo que le pagaba Fiona. Lo compré. Teníamos que saber lo que pasaba, así que le pagué lo que me pidió.

—Pues se ganó hasta el último penique —observé.

—Sí. Tú lo encontraste muerto. Debió de ser muy duro.

—Creí que era VERDI.

—Lo sé. Es lo que creyó todo el mundo. Dicky empezó a moverse por todas partes, estaba fuera de sí, incluso fue lamentándose a Frank. Yo no podía decírtelo a ti ni a él sin poner al descubierto mi jugada.

Lo miré.

—Claro —dije.

Bret era la encarnación del hombre de despacho. Las historias reales eran las que se escriben con tinta, no con sangre.

—Mañana voy a hablar con el director general. Es una reunión para tratar las líneas de conducta que vamos a seguir. ¿Quieres estar presente?

Como todos los americanos, Bret disfrazaba sus órdenes con la sintaxis de preguntas educadas a modo de sondeo.

—Mañana es domingo —le recordé—. Querrás decir el lunes…

—Quiero decir mañana, Bernard. ¿Recuerdas lo que se dice en la primera página del manual de adoctrinamiento? El enemigo nunca duerme.

—Pues yo sí, Bret. Y mañana tengo planeado ir a visitar a mis hijos.

—Tómate un día libre durante la semana en su lugar. ¿Te va bien a las once? Así tendré una hora para hablar con el director general antes de que llegues.

—Claro, Bret. Allí estaré.

—A Fiona le importa un comino la operación VERDI —aseguró—. Pero hace todo lo que puede por apoyarla por la cuenta que le tiene, cree que así averiguará qué le hicieron los soviéticos a su hermana.

—¿Y será así?

—No seas estúpido, Bernard. Tú estabas allí.

—¿Y tú, Bret? ¿Qué opinas de la operación VERDI?

—Dicky se desilusionaría —comentó como si aquélla fuera la primera vez en que se le había ocurrido pensar en las consecuencias de cancelarla—. Hacer que todos se mostraran conmigo resentidos hasta rabiar sería una mala manera de comenzar mi período como director general adjunto.

—Eso nunca te ha detenido.

Esbozó una sonrisa glacial.

—En estos tiempos los recursos son limitados, Bernard. No podemos llevar a cabo una operación sólo para mantener alta la moral del Departamento.

—Pues yo creo que vale la pena intentarlo, Bret. Hasta que averigüemos lo que los soviéticos están bombeando por esas líneas, no sabremos si vale o no la pena el esfuerzo.

—Lo pensaré —dijo Bret. Me palmeó el brazo—. Y tú piénsalo también, Bernard.

—¿Habías planeado la correría de esta noche? —le pregunté cuando estaba a punto de abrir la puerta del coche—. ¿Imaginaste que destrozando a Dicky esta noche lo tendrías con el agua al cuello en la reunión de mañana?

—¿Quieres decir por lo de VERDI? ¿Tener un tira y afloja con Dicky y conseguir así un plan para pinchar las líneas terrestres a un precio bajo?

—Eso es.

—Con una mente como la tuya, Bernard, te estamos desperdiciando al tenerte como simple agente.

—¿Significa eso que sí hiciste añicos a Dicky deliberadamente?

—Dicky ni siquiera va estar en la reunión de mañana, Bernard. Ni Dicky, ni Fiona, ni Harry Strang, ni Gus Stowe, ni ninguno de los del piso superior. Sólo tú, yo, el director general y Werner Volkmann.

—¿Es una reunión para ver qué línea de actuación nos conviene seguir?

—Es que no vamos a jugar una partida de póquer, Bernard. El viejo me dará su bendición mañana, y Werner y tú vais a ser mi proyecto número uno.

—¿Su bendición para hacer qué?

—Voy a empezar a dar puntapiés en el culo, Bernard —me explicó Bret—. El Departamento necesita una buena reestructuración.

—¿Se me permite tener una idea de dónde podría ir a parar el primer puntapié?

—No, no se te permite. Pero voy a sacar a esa chica tan brillante, Kent, del departamento húngaro y le voy a dar algo más importante que hacer. —Vio cierta expresión en mis ojos—. No, nada de eso, Bernard. Es estrictamente profesional. Voy a convertirla en mi apagafuegos personal. Y a quien no le guste ese arreglo ya puede ir buscándose otro empleo.

—De acuerdo, Bret —le dije—. Subiré a decírselo a Fiona ahora mismo.

Pensé que alargaría una mano para detenerme. Pensé que diría que no, que en modo alguno era eso lo que quería decir. Pero no lo hizo; se limitó a sonreír y a darme las buenas noches.

Cerré con violencia la puerta del coche, preso de una ira frustrada, pero la puerta se cerró con un golpe suave y educado. Supongo que el hecho de proceder de una familia rica hacía que Bret pensase que era el único que marcaba el paso.

 

Cuando subí al piso me encontré a Fiona sentada en el sofá del salón enfrascada en la lectura de Buddenbrooks. Era aún relativamente temprano, pues la fiesta de Dicky se había paralizado con un estremecimiento después de que Bret dejase caer la bomba de su nuevo nombramiento.

—Todavía no lo puedo creer —comentó Fiona cuando entré y me derrumbé en un sillón dando un profundo suspiro—. No ha habido ni el menor aviso, ni rumores, nada…

—Tienes razón —convine.

—¿Va a andar haraganeando por ahí hasta que se nombre un adjunto en condiciones? ¿O es que Bret se lo va a tomar en serio? —me preguntó Fiona.

Por el tono de voz me di cuenta de que por el hecho de haberme sentado en un sillón en lugar de hacerlo al lado de Fiona en el sofá, yo había suspendido el pequeño examen al que mi esposa me había sometido.

Encendí el televisor.

—¿Bret? ¿Haraganear? No me hagas reír. Bret va poner patas arriba todo el edificio.

—¿Vas a mirar la televisión?

—No sé lo que ponen —le dije—. ¿Te molesta para leer?

—Si me molesta iré a acostarme.

Fui pasando de un canal a otro con el mando a distancia. Sólo había cuatro opciones: una película de gángsters, una película india de brillante colorido con diálogos en hindi, una entrevista a una estrella del pop y una conferencia de la Universidad a distancia acerca del teorema binomial. Volví a los gángsters, pero dejé el sonido muy bajo.

Fiona cerró Buddenbrooks.

—¿Te ha dicho Bret eso ahora mismo? ¿Qué va a ponernos a todos del revés?

—«Voy a empezar a dar puntapiés en el culo, Bernard —dije en una imitación pasable de la voz de Bret—. El Departamento necesita una buena reestructuración».

—No lo dirás en serio.

Apretó el libro contra el pecho y lo abrazó.

—Sí. Y Bret también, por lo que he podido ver.

—Supongo que tenía que pasar —comentó Fiona al tiempo que ponía el libro sobre la mesita—. Resulta duro que hayan utilizado a Bret para eso; recibirá muchas críticas por ser americano.

—Mira, Fi, los puntapiés en el culo empiezan aquí mismo. Quiere que yo vaya mañana a las once a la oficina. Dudo que pueda irme de allí antes de las dos. Ya sabes lo que duran esas cosas. Y Bret no es de los que paran para comer por ser domingo.

—Pobre Bernard.

—Es como si los dioses quisieran impedirme a toda costa ver a los niños.

—Qué filosófico te has vuelto últimamente —observó Fiona—. Y ellos disfrutan más viéndote a ti que a mí.

—No, Fi, no.

Apreté el botón y mandé a los gángsters a paseo.

—Es cierto, Bernard. Están resentidos conmigo. Los niños pueden llegar a ser muy rencorosos. Cuando sean mayores comprenderán por qué tuve que marcharme. Pero de momento sólo me soportan a mí para verte a ti.

—No llores, cariño. Lo hiciste por ellos. Ya lo comprenderán. Son muy jóvenes aún.

Pero Fiona tenía razón. Los niños nunca lo verían de ese modo, y yo no era capaz de llevarle la contraria a Fiona y al mismo tiempo parecer sincero.

Se puso en pie apresuradamente.

—Me odian, Bernard.

—Vamos, no seas tonta.

—Me odian. A veces se lo noto en la cara.

Me levanté, la abracé y le besé las mejillas cargadas de lágrimas.

—Ve a acostarte, Fi. Tengo que llamar por teléfono, pero luego iré contigo. —Volví a besarla—. Los niños te quieren, tú sabes que es así. Y yo también te quiero.

—¿De verdad, Bernard? —me preguntó con voz triste y satisfecha, como si nunca me lo hubiera oído decir antes. Cogió el Buddenbrooks y lo miró como preguntándose por qué había empezado a leerlo. Luego, al cabo de un rato, dijo—: Por lo menos sabemos que ama a Inglaterra tanto como nosotros.

Volvió a poner el libro sobre la mesa como si lo abandonase para siempre. Decidí que aquél no era el momento más oportuno para revelarle que Bret había decidido nombrar a Gloria su ayudante personal.

—Tienes razón, Fiona. Ama a Inglaterra. Ama la idea de Inglaterra, su historia, su cultura, su gente, casi hasta el punto de engañarse a sí mismo. No soporta que se diga una palabra en contra. Pero las personas que aman a un país hasta tal extremo son las más propensas a cometer todo tipo de crímenes repugnantes y sangrientos en nombre de ese país.

 

A la mañana siguiente los dos nos sentamos a desayunar pocos minutos antes de las ocho. Zumo de naranja, café, copos de maíz y tres periódicos dominicales de los que Fiona había cogido los suplementos. Teníamos un cuarto de baño para cada uno en nuestra nueva casa, y eso había cambiado por completo nuestro programa matinal. A las nueve y media, aprovechando que las carreteras estaban vacías aquella mañana de domingo invernal, Fiona se acercó a casa de sus padres. A esa hora yo estaba sentado en el Kar’s Club, en el Soho, con un hombre llamado Duncan Churcher.

—¿Todavía haciéndote fuerte, Bernard?

Era un hombre muy dado a saludos sin sentido como aquél.

—Sí, todavía sigo haciéndome fuerte, Duncan —repuse afablemente—. Pero sólo porque no he encontrado a nadie que me pague por ganarme la vida por hacerme débil.

—¿Vas a tomar algo?

—No. Ninguno de los dos vamos a beber.

—Caramba, qué hombre más duro —me dijo con un teatral acento irlandés—. Dos cafés —le pidió a Arkadi, el hijo de Jan Kar, que era el propietario. Y añadió en un susurro dirigiéndose a mí—: El café de aquí es pésimo.

—¿Estabas mirando la partida de ajedrez? —le pregunté.

Había visto a Duncan inmediatamente. No hay demasiados jugadores de rugby de noventa kilos de peso en el local de Kar el domingo por la mañana, ni siquiera cuando hay una partida del campeonato de ajedrez. Llevaba puesto el mismo traje cruzado gris a rayas blancas que lucía en nuestro primer encuentro, hacía una década. Y también la misma corbata. ¿O es que llamaba a su sastre por teléfono y le pedía que le hiciera lo mismo otra vez? Había muchos hombres en Whitehall que solían hacerlo así.

—El campeón siempre gana. Así es el mundo.

El verdadero nombre de Duncan no era Churcher, sino Cwynar. Su padre había sido uno de los muchos soldados polacos que se casaron con muchachas del lugar durante el entrenamiento que llevaron a cabo en Escocia en tiempos de guerra. El padre de Churcher se fue a la guerra antes de que Duncan naciera, y no regresó. Gracias a una beca constituida con fondos polacos, Duncan Churcher se convirtió con el tiempo en un bicho raro, un policía que había ido a un colegio privado y a la universidad. En algún momento, debido a las presiones sociales del colegio o de la profesión, se había convertido en Churcher y había ascendido a la categoría de sargento inspector en Leeds. De haberse quedado allí, sin duda habría llegado a ser uno de esos policías de alto rango provincianos que llevan uniformes bien cortados, insignias de plata y galones dorados y que aparecen en los programas de televisión para dogmatizar acerca de la legalización de las drogas duras y de la criminalización de la conducción de automóviles.

Los deberes y el horario de trabajo de un inspector concienzudo son incompatibles con ser un buen marido, un buen padre o un buen cualquier cosa, excepto un buen bebedor. Pero el refinado acento inglés del sargento inspector Duncan Churcher, su talento para los idiomas y sus modales sociables en los bares —además de un viejo amigo del colegio que vivía en Whitehall— le buscaron un trabajo en Londres. Se había convertido en un agente «a distancia», y por eso yo estaba hablando con él en el Kar’s Club.

—Es un trabajito sencillo, Duncan —le confié—. Pero muy delicado. —Él asintió. Supongo que era el consabido principio de siempre; todos los trabajos que se le pedían eran muy delicados—. Nada de papeles. Tendré que pagarte bajo algún otro pretexto.

Duncan Churcher sólo tenía que ocuparse de su trabajo. Vivía solo y estaba divorciado, aunque tenía una hija de treinta años, una hija única que había desperdiciado su vida y el dinero de su padre en una vana obsesión por convertirse en campeona de patinaje artístico sobre hielo. La única vida social que hacía Duncan, por lo que pude ver, eran las noches que pasaba en las reuniones que se celebraban en el local de Alcohólicos Anónimos.

—De modo que será así, ¿no? —dijo. No había deleite alguno en sus palabras—. Nada de papeles; sólo dinero.

No era pobre, ni tampoco venal. Nunca se había visto empujado a solicitar trabajo ni a recurrir a esa clase de trabajos domésticos que mantienen a flote a la mayoría de las pequeñas agencias de detectives de Londres. Los diferentes departamentos de Whitehall siempre tenían una misión para hombres como Churcher, hombres que sabían cómo hechizar a un testigo, forzar una entrada, sobornar a un empleado o darle una paliza a un sospechoso en cuatro idiomas, y obtener resultados sin armar jaleo y sin dejar que los periodistas se enterasen de una palabra del asunto. Y lo más importante de todo: Churcher había demostrado que su servicio en la policía le ayudaba a eludir las garras de la ley.

—Un buen meneo a fondo —le expliqué. Quería tranquilizarlo—. Sólo eso.

Había envejecido desde nuestro último encuentro, o quizá fuera que el efecto de aquella luz proveniente de una bombilla desnuda le acentuaba la cara con surcos y arrugas, y le producía manchas en las manos. Y aquella saludable cara sonrosada que yo siempre había asociado con los partidos de rugby los sábados en su club era en realidad un legado de color rubí de las borracheras que seguían a los partidos.

—Entonces, ¿esta vez no harán falta deducciones? ¿Nada de trabajo a lo Sherlock Holmes?

Sonreí sin decir nada. Ambos sabíamos que Duncan Churcher no era detective en el sentido estricto de la palabra. Sus soluciones procedían de dialogar con la gente, no de un razonamiento deductivo partiendo de premisas hasta llegar a consecuentes conclusiones. Se atenía cuanto podía a conversaciones educadas, pero yo lo utilizaba sabiendo que era capaz de ponerse muy duro si convenía.

—Me gusta este lugar —dijo.

Mirando alrededor resultaba difícil comprender por qué. Las paredes de ladrillo pintadas de blanco, las luces de aula de escuela, las incómodas mesas y las sillas pequeñas, cada una con su tablero de ajedrez y su caja con las fichas, no habrían sido nada sin un ingrediente mágico, y éste era el propio Kar.

El de Kar era de los pocos clubes instalados en un sótano que había sobrevivido en el Soho. Durante la guerra había habido docenas de ellos, frecuentados habitualmente por soldados de todas las nacionalidades que, desconcertados y frustrados por las extrañas leyes inglesas acerca del consumo de alcohol, se veían atraídos hacia esos «clubes» donde la libertad para emborracharse se extendía hasta horas más tardías.

Jan Kar, un veterano polaco de algunos de los más feroces combates italianos en 1944, abrió aquella desvencijada bodeguita para sus amigos polacos del ejército. El ajedrez se convirtió pronto en su función primordial, pero todavía quedaban abundantes polacos que entraban sólo para practicar su lengua nativa. Uno de ellos había traído consigo a su regreso de Monte Cassino una fotografía del monumento conmemorativo polaco en el Punto 593. Aquellos que se detengan en escudriñar la borrosa fotografía de aficionado que está colgada detrás de la barra podrán leer esta inscripción:

NOSOTROS, LOS SOLDADOS POLACOS,

POR NUESTRA LIBERTAD Y LA VUESTRA,

HEMOS DADO NUESTRAS ALMAS A DIOS,

NUESTROS CUERPOS AL SUELO DE ITALIA

Y NUESTROS CORAZONES A POLONIA.

Observé a Arkadi, el hijo de Kar, mientras nos servía el café. Igual que Churcher, nunca había estado en Monte Cassino, y tampoco había estado nunca en Polonia. Ninguno de los dos tenía conexión alguna que fuera evidente con la tierra de sus padres. Cuando llevó el café a nuestra mesa, Churcher le pagó a Arkadi con un billete de diez libras que sacó de una cartera de piel de cocodrilo donde guardaba un lápiz de plata y las tarjetas de visita impresas. Él era así.

—Yo vengo aquí buscando a mi padre —dijo Duncan en respuesta a una pregunta que no formulé—. ¿Verdad, Arkadi?

Éste sonrió.

Un numeroso grupo de personas se había congregado en la habitación contigua para contemplar cómo el campeón defendía el título. No era sólo la habitual partida del domingo, había un trofeo en juego. Nosotros estábamos sentados solos en el estrecho vestíbulo, al pie de la escalera. Yo quería evitar la barra, que traía tentaciones a las cuales era demasiado probable que Churcher sucumbiera.

—Nada de papeleo. Me parece perfectamente bien, Bernard —continuó diciendo con una perfecta voz, terminante y profunda, como un locutor de la BBC en los lejanos tiempos en que los locutores hablaban inglés—. Para mí es suficiente tu palabra.

—El profesor Belostok enseña dibujo y pintura en una casa particular de Hampstead. Una de sus alumnas es una mujer de mediana edad… —Pensé en Daphne Cruyer—. O digamos… más bien joven. Un tipo joven se ha sumado a las clases nocturnas hace poco, no tiene mucho talento… supongo que es un auténtico manazas. Dice que es checo. Que su padre es sudafricano. Y eso debe ser para disimular el acento, creo yo.

—¿A quién tengo que vigilar?

—Es la consabida historia del chico que conoce a la esposa de otro —le expliqué.

—¿Alguien a quien conocemos?

—La mujer de Dicky Cruyer. Puede que no tenga la menor importancia, Duncan —me apresuré a añadir—. Anoche, cuando me enteré del asunto, perdí los estribos, pero… ¿quién sabe? No me gustan estas situaciones en ninguna circunstancia. Aunque, desde el punto de vista de la seguridad, puede que ésta sea completamente inofensiva.

—Ah, sí. El jefe supremo de destinos en Alemania.

—Ahora lo es de Europa.

—¿Cruyer? ¡Caramba! Y eso que es más joven que tú, ¿no?

—Gracias, Duncan. Ya me parecía a mí que esta mañana todo me iba demasiado bien.

—Lo siento, Bernard. Muy bien. Iré a ver a Romeo y evitaré a Julieta. ¿Dónde se ven? ¿Tienen citas regulares? ¿En algún otro sitio aparte de las clases de pintura?

—No tengo la dirección exacta, pero puedo enseñarte dónde es. Una vez llevé allí en coche a la señora Cruyer.

Saqué del bolsillo una guía de calles y le mostré la posición aproximada de la casa donde yo había llevado a Daphne a clase una noche en que Dicky había tenido un accidente con el coche y había cogido el de ella sin decírselo.

—¿Puedo preguntarte qué planeas? —quiso saber Churcher.

—Me gustaría librarme de él. Quiero que tú te libres de él. Que lo asustes, quiero decir.

De la sala contigua llegó el ruido conjunto de un par de docenas de personas que reaccionaban a un movimiento de ajedrez inesperado sin articular palabra.

—¿Aunque todo sea legítimo?

—¿Legítimo? Tienen una aventura, Duncan.

—Qué anticuado eres, Bernard. ¿Cómo sobrevive un puritano como tú en este nuestro mundo grande y malvado? —Me miró e intentó discernir un motivo en mi rostro—. ¿Sabe Cruyer el buen amigo que tiene en ti?

Era una pregunta a modo de sondeo.

—Mierda, Duncan. No quiero que Dicky se entere de lo que está pasando. Quiero desbaratarlo porque eso es más fácil que decidir a quién he de informar de ello.

—A todos nos gusta jugar a ser Dios, Bernard —dijo Duncan moviendo la cabeza con cálida aprobación. Era un cabrón sarcástico; se me había olvidado eso.

—¿Cómo empezarás? —le pregunté.

—Le diré que soy de Aduanas y Arbitrios. Le explicaré que una persona a quien se ha detenido en posesión de drogas duras ha mencionado su nombre al hacer la confesión. Eso deja abiertas todas tus opciones.

—Me parece bien —le dije.

—Probablemente acabará por largarse del país —señaló Duncan—. Lo digo por experiencia.

—¿Aunque sepa que todo es un invento?

—Oh, sí, sobre todo en ese caso. Si es extranjero, se figurará que el departamento gubernamental que más miedo le dé le está tendiendo una trampa.

—¿Y si tiene un pasaporte del Reino Unido? ¿Y si no cede?

—Mira, Bernard, amigo mío. Si es probable que nuestro Romeo lleve una AK-47, creo que éste es el momento apropiado para que me lo digas.

—Nunca te enviaría desprevenido a una confrontación que resultase peligrosa.

—¡Tú fuiste quién me mandó al hospital Guy’s durante tres semanas el año pasado!

—Espera un minuto, Duncan. Ese trabajo no procedía de mi Departamento. Te llamé por teléfono. Me jugué el cuello diciéndote que te lo quitases de encima; pero tú insististe en hacerlo personalmente. Y no fue el año pasado, fue el anterior.

—¡Huy! Perdona, Bernard, tienes razón. No debería quejarme; es parte del trabajo. Y me descuidé. Pero no has respondido a mi pregunta.

Yo comprendía las vacilaciones de Duncan. Él no quería rechazar el trabajo porque temía que lo tachara de la lista. Pero aquél era un trabajo de los que Churcher pensaba que debían hacerse con gran precaución, paso a paso. No le gustaba que le metieran prisa, y en otras circunstancias quizá me hubiera mostrado de acuerdo con él.

—Es un trabajo rápido, de rutina, Duncan. Sólo utilizo tus servicios porque tengo prisa. Aunque sea un sondeo por parte del otro bando, sólo será un niño bonito estableciendo el primer contacto. Llévatelo aparte, agárralo por los tobillos y sacúdelo hasta que se le caigan los dientes. Entonces el otro bando se echará atrás. ¿Has captado la idea?

—El cliente siempre tiene razón. Lo mandaré fuera del país en el ferry del martes por la noche y te traeré un mechón de pelo de ese tipo al romper el alba el miércoles por la mañana —me aseguró Duncan con voz inexpresiva.

Quizá no hubiera terminado en un cargo de categoría superior en la policía de Leeds.

—Puede que no te guste, pero no tenemos tiempo para ponernos sutiles, Duncan.

—Estoy empezando a captar tu mensaje, viejo.

Sonrió. Reconocí aquella sonrisa como la misma que yo le dirigía a Dicky cuando me enviaba a mí a hacer algo que él no era capaz de hacer. Y aquello yo tampoco podía hacerlo.

Miré el reloj para ver cuánto faltaba para mi cita con Bret. Los dos nos pusimos en pie.

—Ésa es una buena jugada, ¿no te parece? —inquirió Churcher.

Estaba apuntando hacia un dibujo enmarcado que había en la pared. El dibujo representaba a un viejo muy turbado escribiendo en una postal. El mensaje decía: «Reina blanca a caballo del rey 6 y jaque mate». El viejo estaba escribiendo: «Desconocido en esta dirección» a lo largo de la postal.

—Sí —convine—. El jaque mate no funciona si no hay alguien que salga a abrir la puerta.

Churcher asintió con la cabeza; cogió del perchero el abrigo de tweed y el paraguas y me pasó mi abrigo.

—Mensaje para la mano de obra. ¿Es eso lo que quieres decir, Bernard?

—Quizá.

Se oyeron más ruidos apagados procedentes de la sala de ajedrez al empezar el siguiente gambito devastador. El campeón iba a ganar; todos sabían eso, incluso el perdedor.

Duncan me siguió escalera arriba y salimos a la calle exenta de vida. Ni siquiera el Ártico ofrece un paisaje más desolado que el Soho un domingo por la mañana. Bolsas negras que contenían los platos especiales del chef de la noche anterior se apilaban en altos montones a la puerta de los restaurantes, y a la cruda luz del día los relucientes cines quedaban en evidencia como pequeños e indignos tugurios.

—En Charing Cross Road podremos coger un taxi con más facilidad —sugirió Duncan. Cuando nos encaminábamos en aquella dirección, comentó—: No puedes soportarlo, ¿verdad, Bernard? —Sonreí y esperé a que dijera el resto—. No puedes soportar pasarle esta clase de trabajo a otro, ¿verdad?

—Me gustaría ver qué aspecto tiene ese tipo —confesé—. Pero no puedo hacerlo, ella me reconocería.

—Exacto. Ése es el único motivo por el que dejas que lo haga yo. —Mientras subíamos a pie por la calle Old Compton se acercó un taxi. Churcher lo detuvo con un bramido capaz de romper los tímpanos, el mismo que utilizan los jugadores de rugby de los colegios privados cuando piden una cerveza. Insistió en que lo cogiera. Abrió la puerta del taxi y me hizo subir—. No lo echaré a perder, querido muchacho. Le haré bailar el vals por el suelo con mi acostumbrada y exquisita delicadeza. No haré que te despidan, Bernard, si eso es lo que te preocupa.

—Deja que me preocupe yo por la seguridad de mi empleo —le indiqué—. No quiero que lo invites a bailar; pisotéale los dedos de los pies.

—Te has expresado con suficiente claridad, Bernard —dijo Duncan al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

—Y ponte los zapatos de clavos.

Cuando el taxi se alejaba miré por la ventanilla y vi a Churcher que sostenía en alto el paraguas cerrado en un silencioso gesto de despedida en el que no había ni rastro de mofa. Yo sabía leer en él como en un libro. Duncan tenía todos los signos de ser demasiado viejo para aquella clase de trabajo; yo había dejado ver mis dudas acerca de su capacidad y él se había ofendido.

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