Fe

Fe


19

Página 26 de 28

19

LLEGUÉ a la oficina unos minutos antes de las once. Cuando uno se pasa la vida entre alemanes, se crea el hábito de llegar a las citas un poco antes de tiempo. Los despachos de la planta inferior estaban vacíos, excepto el que ocupaban los guardas de seguridad y el del personal nocturno que también hacían las guardias del fin de semana.

Encontré a las otras tres personas en el despacho del director general, que estaba situado en el piso superior. Werner también había llegado temprano. Llevaba puesto el mejor de sus trajes y estaba sentado con Bret y sir Henry Clevemore; tenía una taza de té de China, el refresco favorito de sir Henry, en equilibrio sobre las rodillas. Sir Henry llevaba un cárdigan muy viejo con dibujo de Fair-Isle y zapatillas.

Bret paseaba la mirada escudriñadora por el despacho del director general como si nunca hubiera estado allí. El despacho se hallaba en su habitual estado de total confusión. No importa cuántas secretarias tuviera, o cuánto trabajasen éstas, no había manera de que pudieran poner al día el caos que aquel hombre creaba a su alrededor. Informes sin leer, correspondencia sin contestar, pelotas de papel desechadas que habían caído fuera de la papelera, un nido de pájaros de tiras de papel que rebosaban del triturador de documentos secretos. A lo largo de una pared, y casi perdido en la penumbra invernal, había un armario de marquetería con un elaborado dibujo de flores y pájaros. A menudo me había preguntado si se trataría de una pieza original de valor incalculable o era una reproducción del siglo diecinueve. Un día tendría que hacer acopio del valor necesario para decidirme a examinarlo de cerca, pero tuve la sensación de que aquél no era el momento adecuado.

No era una estancia particularmente grande; el despacho de Dicky era mayor. Por todas partes había libros apilados en altos montones. La mesa del director general estaba cubierta por tantas fotografías enmarcadas de sus hijos y nietos que apenas quedaba espacio para el secante y el juego de plumas. Aquel día había, además, encima de la mesa una bandeja grande de madera con una sencilla tetera de porcelana de color marrón bajo una funda de punto, una jarra de leche, azúcar y tazas. Era típico del director general que toda la porcelana fuera de diseño tradicional barato, de la que se encuentra en casi todos los hogares del país. En la elección de la ropa y de sus pertenencias domésticas, sir Henry exhibía esa sencilla confianza en sí mismo que constituye el sello de la clases terratenientes británicas.

—Busque un sitio donde pueda acomodarse —me ordenó el director general.

Sus libros estaban en el corazón del problema. Como no había espacio en las estanterías, tenía la costumbre de colocar libros en las sillas. Cuando hacía falta una silla, los visitantes quitaban los libros para sentarse y los ponían en el suelo. Por ese motivo siempre había una alta barricada de libros amontonados por la habitación. Hice que la barricada quedara un poco más alta y tomé asiento.

Sir Henry estaba sentado detrás del escritorio, que era bastante feo, en forma de riñón y dotado de pedestal. Su gran perro labrador negro yacía a sus anchas debajo del escritorio con evidente indiferencia, así que Werner, Bret y yo —que estábamos sentados frente a él— teníamos que tener cuidado de no dar algún puntapié al animal que, de vez en cuando, se removía en sueños y hacía unos ruidos repugnantes.

—¡Ah, Collins! ¡Estupendo! —exclamó el director general mirándome cuando por fin estuve sentado—. Sírvase un poco de té.

—Samson —corrigió Bret al director general.

Bret no soportaba los malentendidos, especialmente los que eran crónicos. Eso le hacía difícil mantener su empleo, porque nuestro trabajo dependía de ellos.

—No, usted es Rensselaer —le dijo el director general con firmeza.

—Sí, pero éste es Bernard Samson —insistió Bret.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo el director general, irritado; y se aclaró la garganta como si estuviera a punto de toser.

—Pues usted lo ha llamado Collins —afirmó Bret, que nunca sabía cuándo era conveniente una retirada elegante.

—No, no lo he llamado así —le aseguró el director general—. Y ahora, ¿podemos continuar?

—Sí, señor, desde luego —dijo Bret.

—Es domingo —comenzó a decir el director general con bastante mal humor—. Todos debemos a nuestras familias un esfuerzo por terminar esta reunión lo más pronto posible.

—¿Le parece que informe a Samson de las decisiones que hemos tomado esta mañana?

—Me gustaría que lo hiciera —le dijo el director general, como si el retraso de Bret le pusiera nervioso.

Alargué la mano por encima de la mesa, quité la funda y me serví una taza de té de la tetera marrón de porcelana.

—El director ha decidido que la operación basada en la información que se nos ha pasado acerca de VERDI se lleve adelante —me informó Bret.

—Eso ya lo saben —le interrumpió el director general—. Siga o estaremos aquí todo el día.

—La siguiente etapa es traer a VERDI a una reunión con nuestros expertos en electrónica —dijo Bret.

Me miró a mí y luego a Werner, que estaba sentado, boquiabierto, con una expresión de asombro. Nunca había estado en el piso superior, y mucho menos en aquel sancta sanctórum que era el despacho del director general en persona. La expresión que tenía en el rostro era de completa consternación y perplejidad. Sencillamente, no acababa de creer que el Servicio de Inteligencia británico pudiera estar controlado por aquel quijotesco Mad Hatter aficionado al té.

—¿Quiénes son? —quise saber. Bebí un sorbo de té; la infusión debía de haber estado preparándose durante varias horas, porque sabía a disolvente. Me serví una buena cantidad más de leche, pero aquello no mejoró mucho—. ¿Quiénes son esos expertos en electrónica?

—Tendremos que traer a GCHQ —apuntó Bret.

Como eso ya se lo había dicho de entrada a Dicky, me limité a asentir con la cabeza.

—VERDI —dijo el director general.

—Sí —convine.

Debajo de la mesa, el perro pareció despertar al oír la voz de su amo. Se rascó perezosamente antes de emitir un sonoro gemido y sumirse de nuevo en el más profundo de los sueños.

—Tráiganlo a Londres —me pidió el director general.

—El director está intranquilo porque toda esta operación depende por el momento de una sola persona.

—¿Se refiere a VERDI?

El director general asintió.

—Sí, VERDI —dijo Bret—. Podría tratarse de una chaladura suya. O de una manera de sacarnos dinero.

—Tenía entendido que la mayor parte de los pasos preliminares ya se habían aclarado.

—No —me aseguró Bret.

Miré a Werner, que estaba más allá de Bret, y le dije:

—¿No habías hablado tú de los problemas técnicos?

Werner miró fugazmente a Bret con cierta aprensión antes de contradecirle:

—Sí, de algunos de ellos.

—Dicky dijo que todas las ideas se habían verificado. Dijo que sabíamos que podía salir bien —insistí.

—En teoría, sí —afirmó Werner.

Noté que se sentía avergonzado por su inglés, y también por tener que discutir con Bret.

—No hay necesidad de someter a examen toda la operación —terció Bret en tono admonitorio—. Tu trabajo, Bernard, consiste en traerlo a Londres.

—¿Está en peligro? —pregunté.

—Lo estará una vez que los soviéticos se den cuenta de lo que se propone —afirmó Bret—. Y tardarán treinta minutos a lo sumo.

—¿Le pasa algo al té? —preguntó el director general mirándome ferozmente a mí y luego a la taza. Pareció no haber oído el sarcástico aparte de Bret.

—No, señor, está delicioso.

Me incliné hacia adelante para volver a tomar la taza de té, pero al hacerlo pisé al perro. Éste pegó un salto y soltó un fuerte aullido.

—Lo único que necesitas saber, Bernard, es que ése es tu cometido.

—¿Qué?

—Traer aquí a VERDI sano y salvo —me aclaró Bret.

El perro labrador se estaba lamiendo la pata en el lugar donde yo lo había pisado. Me agaché para acariciarlo, pero cuando lo hice gruñó y me mostró los dientes.

El director general debió de oír al perro gruñir.

¡C! ¡Compórtate, C! —dijo—. ¿Me oyes? Compórtate.

¿Verdaderamente se llamaría C el perro?

Bret, que observaba todo aquello, me miró sin expresión y comentó:

—Hay un aspecto más en esta operación, Bernard. Ese hombre, Fedosov, ha estado implicado directamente en la investigación de la muerte de Tessa Kosinski. —Dejó que yo asimilara lo que acababa de decir—. Al director general le interesa muchísimo que utilicemos la presencia de VERDI aquí para llegar al fondo de ese asunto. Quiere que se aclare de una vez por todas.

—Muy bien —convine.

—Werner se encargará de establecer todo lo referente al contacto. No hay necesidad de que vayas allí, más que nada por si te tienden alguna trampa. Lo único que tienes que hacer es ir a buscarlo de manos de Werner y traerlo aquí. O quizá deberíais ir los dos. Werner y tú podéis decidir los detalles.

—VERDI quiere que saquemos de allí también a su padre —informó Werner.

Lo miré. Aquello era una novedad, y deseé que Werner no la hubiera soltado como una total sorpresa.

—¿Hay algún problema a ese respecto? —preguntó Bret.

—¿Hay alguna vía oficial de contacto con él de la que yo no tenga conocimiento? —pregunté.

Estaba claro que VERDI estaba en contacto regularmente con alguien que no me decía lo que estaba pasando.

—No. Bernard y yo lo arreglaremos como sea —le dijo Werner a Bret.

—Es una situación que conviene que esté clara, Bernard. Aunque sólo sea por una vez, hazlo como nosotros queremos —me pidió Bret—. Lo único que tienes que hacer es meter a ese matón en el maletero del coche y traerlo aquí, Bernard. Y no empieces a abrir cajas de sorpresas.

Volvíamos a estar como al principio. Era un círculo completo que me devolvía a Kinkypoo ofreciéndome esposas y cinta adhesiva para traerme a Verdi vivito y coleando.

 

Fiona regresó de la visita a casa de sus padres a última hora de la tarde.

—Werner está aquí —le dije desde lejos—. Se queda a cenar. ¿Cómo están los niños?

Fiona entró con aspecto radiante.

—Ha sido un día magnífico, Bernard. Hola, Werner. Tienes buen aspecto.

Le di un beso.

—Deberías haberte quedado más tiempo —comenté.

—Era una idea tentadora, pero suponía que estarías esperándome. Qué graciosos llegan a ser los niños. Nos hemos pasado el día riendo.

—¿Dónde estaba tu padre?

—Ha estado viendo caballos. Creo que irá de caza otra vez antes de que termine este mes. La grave caída que tuvo lo dejó muy afectado, pero le he dicho que si no vuelve a montar pronto, quizá no vuelva a hacerlo nunca. ¿Qué estáis bebiendo? ¿Cerveza? Aggh.

—¿Quieres que pida comida india preparada?

—Ah, así que por eso estáis bebiendo cerveza. Sí, estoy muerta de hambre. Pero ¿le gustará a Werner?

—Si la pedís vosotros… —nos dijo Werner—. Yo no entiendo los menús.

—¿Qué quieres beber tú, cariño? —le pregunté a Fiona.

—Nada de nada. Bebí demasiado anoche.

—Siéntate, cariño. Yo encargaré el curry.

Pero Fiona prefirió encargarlo ella. Tenía apuntados los nombres de los platos indios que más nos gustaban en un cuaderno que tenía en la cocina, y no le gustaban nada algunos de los platos picantes.

La cena llegó en forma de una docena de misteriosas bandejas envueltas en papel de aluminio. Fiona las apiló en el horno convencional durante veinte minutos, justo lo suficiente para llenar el piso de los olores penetrantes a curry caliente, y luego las vació por separado en unas fuentes de porcelana cara que resultaban chocantes con aquella comida.

—Billy se cayó de la bicicleta la semana pasada, y mi madre casi se muere del susto… el niño entró corriendo con la camisa llena de sangre. Pero sólo fueron unos arañazos… Quizá me tome una cerveza… Sally ha asombrado a todo el colegio porque ha ganado todas las pruebas de natación. Creo que a algunas de las chicas mayores no les hizo gracia que las venciera una gamba insignificante como ella. Puede que incluso acabe siendo la campeona del colegio.

—Bien por Sally. La llamaré por teléfono.

—Se parece muchísimo a ti, Bernard —me dijo Fiona mientras comíamos—. Es resuelta y muy dura.

—¿Así soy yo?

—Y yo soy como Billy… siempre tropezando, cayéndome y haciéndome daño.

—¿De veras?

La miré con asombro. Yo siempre había pensado que era al revés, evidentemente. Billy, con sus torpes e imprudentes intentos por tener éxito estaba volviendo a vivir mi vida, mientras que la tranquila, sosegada y esforzada Sally ganaba sin esfuerzo todos los premios y se llevaba todas las alabanzas, exactamente igual que Fiona. Pero no fue eso lo que dije.

—Pero si la dura eres tú, Fi.

—Ojalá fuera verdad —dijo Fiona al tiempo que suspiraba—. Cuando trabajaba en el Este me vi obligada a inventarme una personalidad ficticia para mí misma, una especie de Doppelganger. Era un varón que se llamaba Stefan Mittelberg; lo saqué al azar de una guía, y me ayudó bastante.

—¿Te ayudó? ¿Cómo te ayudó? —le pregunté.

—Estaba completamente sola, Bernard. Necesitaba una guía, y la obtuve de una persona que me inventé, un varón duro y firme. Siempre que me sentía abrumada, fingía que era ese tal Stefan y hacía lo que él habría hecho.

—Suena como un último y desesperado recurso —comentó Werner medio en broma.

Fiona sonrió.

—A veces fingía que era Bernard. Pero otras veces necesitaba a alguien incluso más duro que él.

—¿Más incluso que Bernie? —le preguntó Werner con fingida sorpresa.

—También había gente agradable —continuó diciendo Fiona como si lo estuviese recordando por primera vez, porque yo nunca la había oído hablar así—. Mi ayudante, que estaba en la comandancia de la KGB/Stasi de la Karl Liebknechtstrasse, era un hombre mayor llamado Hubert Renn. Un marxista devoto, pero un hombre íntegro. Pensé arreglarlo todo para que cuando llegase el momento de mi escapada Renn quedase por completo fuera de toda sospecha o complicidad. Pero cuando llegó el momento… resultó… que yo no estaba preparada.

Fiona se levantó de la mesa y se marchó apresuradamente a la cocina.

Werner cogió uno de los platos, todavía medio lleno de pollo al curry, y se dispuso a ir tras Fiona a la cocina para ayudarla. Pero yo lo sujeté por la manga y le pedí con un movimiento de cabeza que no lo hiciera. Werner volvió a sentarse y bebió un poco de cerveza.

Cuando volvió Fiona, estaba fríamente serena y parecía recuperada. Se sentó y le preguntó a Werner si le gustaba vivir en Zúrich, y en qué época la nieve en polvo era lo bastante profunda en las laderas de las montañas. Finalmente Fiona se retiró para acostarse y nos dejó solos para que bebiéramos cerveza y charlásemos.

—Creo que lo más probable es que el viejo Fedosov lleve años marcado —comenté.

—¿Por los suyos?

—Sí. Ya sabes cómo trabajan, Werner. No investigan a su gente y les dan una patente de inocencia, como hace nuestra seguridad interna. Le he oído decir a Verdi que hubo un informe de la KGB acerca del viejo, un informe que data de la época de mi padre. Un asunto grave que habla de traición al Estado, no una queja de los vecinos porque pusiera la radio demasiado alta. Y tú sabes lo que eso significa, Werner. Investigarán a ese hombre una y otra vez, lo estarán haciendo eternamente. Cuando un sospechoso sale de uno de esos procesos de investigación con una patente de inocencia, se figuran que los investigadores no han trabajado lo bastante bien.

—¿Y eso nos afectará a nosotros?

—Quizá sí, si sacamos de allí a los dos juntos. O incluso si el viejo intentase cruzar el Muro solo y algún Grepo receloso comprobase los archivos y se encontrase con que VERDI ya estaba en Occidente.

—¿Crees que impedirían pasar al viejo?

—Naturalmente que se lo impedirían. Pero ése es el último problema que tenemos. Por mí pueden echar a ese viejo cabrón en pelotas a la Lubianka y dejar que se pudra allí. Pero si detienen al viejo quizá den la alarma por Verdi demasiado pronto, y eso estropearía toda la operación.

—Y a VERDI no le gustaría —observó Werner.

—En efecto —convine con cierta irritación—. A VERDI no le gustaría.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—No tengo nada interesante que sugerir, pero creo que deberíamos traer al viejo por un puesto de control diferente exactamente a la misma hora que a Verdi. Y llevarnos al viejo a Francia, a Bélgica o a cualquier otra parte. Quizá convenga que hagamos que todo resulte muy llamativo.

—No creerás que el viejo sea capaz de informar sobre su propio hijo, ¿verdad? —me preguntó Werner.

—El viejo es un estalinista convencido, pero tiene un crucifijo colgado en la pared. Olvida el hecho de que vendiera información a mi padre en los tiempos del puente aéreo. Es toda una vida de adoctrinamiento lo que gana en estos casos, tú lo sabes bien, Werner.

—Y lo de hacer que todo eso llame la atención, ¿cómo voy a lograrlo?

—Hay un muchacho que me acompañó en el fiasco de Magdeburgo. Haz que lleve al viejo de la mano hasta el puesto y que se encargue él de hacerlo pasar.

—Es un viejo demonio arisco.

—El muchacho acaba de salir de la escuela de entrenamiento y busca acción —le indiqué—. Saldrán adelante, desde luego. Tú mantente lejos de ellos.

—¿Te importa que me coma ese último trocito de pollo korma?

Amontoné las sobras, fui a la cocina y las metí hechas un montón en el microondas. Werner me siguió y se quedó mirando cómo llevaba a cabo la operación.

—No sabía que te gustase tanto el curry —comenté.

—La comida india que hay en Berlín es al estilo de Sri Lanka; demasiado picante para mí —me confió Werner.

El horno emitió un pitido. Werner rebañó los diferentes currys de las fuentes y lo puso en su plato junto con el arroz; luego regresamos al comedor.

—Las sarnosas se ponen duras en el microondas —sentenció Werner mientras saboreaba un bocado de empanada—. Pero el pan nan está estupendo. ¿Seguro que no quieres un poco?

—Con un poco de curry tengo para mucho tiempo —dije rechazando el ofrecimiento.

Cuando Werner hubo apurado el último bocado de curry, se recostó, lleno y satisfecho, y me miró. Por el modo nervioso como movía los labios y jugueteaba con el vaso de cerveza me di cuenta de que todavía quedaba algo serio por tratar.

—Debes tener en cuenta la tremenda conmoción postraumática que ha tenido Fiona —comentó.

—Yo no conozco la jerga psicológica, Werner. Será mejor que me lo digas en lenguaje simple y llano.

—Ya has oído lo que ha dicho Fiona. Estuvo en Berlín Oriental el tiempo suficiente como para desarrollar fuertes sentimientos de amistad y lealtad. Ese viejo alemán le pesa en la conciencia. Cuando la arrancaron de allí, avisándola con muy poco tiempo, probablemente la culpa de la traición se sumó a toda la ansiedad que tenía por los riesgos que estaba corriendo. La preocupación de que la capturasen y la juzgasen por espía.

—Adelante, doctor Volkmann. ¿Hace mucho tiempo que trabajas en esta tesis o te la estás inventando sobre la marcha?

—Eres un cabrón despiadado, Bernard. Eres mi mejor amigo, y mi amigo más antiguo. Pero eres un cerdo duro de corazón.

—Te he dicho que continúes.

—¡Una especie de Doppelganger! Dios mío, lo que debe de haber sufrido.

—Fiona no es la única que estuvo allí, Werner.

—Pero ella no tenía experiencia alguna en trabajar sobre el terreno, Bernard. Puedes imaginarte cómo debió de sentirse el tiempo que estuvo trabajando allí. Y luego, en aquel terrible estado de terror… mientras la están sacando de aquel maldito lugar de la Autobahn, tiene que ver cómo matas tú a algunas personas que ella conoce. Luego ve a su hermana caer muerta a tiros, e incluso le salpica la sangre. —Me miró como esperando que yo lo negase, pero no hice comentario alguno—. Tú me dijiste que le limpiaste salpicaduras de sangre de la cara antes de pasar por el puesto de control, por si alguno de los guardias se fijaba. Es decir…

Se calló y contuvo la respiración, agitado y angustiado, como si todo aquello le hubiera ocurrido a él.

—De acuerdo, Werner. ¿Crees que no lo he pensado? Pues lo he hecho, y no una vez, sino mil veces. Pero ¿qué es lo que me quieres decir que haga?

—Te estoy diciendo que le des una oportunidad. Necesita ayuda, Bernard.

—Está mejorando.

—Es posible. Y también es posible que no. Pero si tú crees, o Fiona cree, que alguna vez va a recuperarse de aquella experiencia, más vale que lo vuelvas a pensar. Llegará a asumir lo sucedido, pero nunca lo olvidará ni se recuperará. Ojalá yo pudiera hacerte entender eso. Fiona nunca se pondrá bien. Deja de esperar que suceda algo que nunca sucederá.

—Hasta cierto punto, supongo que tienes razón, Werner —le dije.

Era algo deprimente de oír, y desesperadamente odioso de creer, y en cuanto lo hube pronunciado lo empujé hacia los más profundos recovecos de mi mente.

—En la actualidad, Bernard, sus emociones son confusas. Fiona tiene que poner en orden sus pensamientos, sus recuerdos y sus emociones. Algunos de ellos los reprimirá para siempre. Puede que eso sea conveniente. Pero de lo que debes darte cuenta es de que mientras ella se adapta, trasladará su tristeza a otra persona.

—¿Por qué?

—Porque necesita un chivo expiatorio. Le echará la culpa a alguien. Así es como podrá recobrar el equilibrio y adaptarse a la vida normal.

—¿A mí? ¿Me echará la culpa a mí?

—¿Al Departamento? ¿A George Kosinski? ¿A Dicky, por llevarse a Tessa a Berlín? No lo sé. Esas cosas no siguen lógica alguna. Sólo necesita alguien a quien culpar. No le facilites demasiado el que te elija a ti.

—¿Quieres que le ayude a echarle la culpa al Departamento? —le pregunté.

—Sospecho que Fiona está en camino de hacerlo —sentenció Werner.

Ir a la siguiente página

Report Page