Fe

Fe


1

Página 5 de 28

1

—NO pierdas el avión, Bernard. Toda esta operación depende de que esté bien cronometrada.

Bret Rensselaer miró con atención a su alrededor buscando un tablero indicador de las salidas; pero aquél era el aeropuerto de Los Ángeles y no había ninguno a la vista. Al parecer hubiera echado a perder el concepto del arquitecto.

—Tranquilo, Bret —le dije.

Bret no habría sobrevivido ni cinco minutos como agente sobre el terreno. Incluso cuando era mi jefe y lo dirigía todo desde un despacho en la Central de Londres, ya era así: repetía siempre las instrucciones, se humedecía los labios, bailaba al apoyarse continuamente de un pie al otro y se le formaban surcos en la frente como si estuviera aguijoneando la memoria.

—El hecho de que el camarada Gorbachov bese a la señora Thatcher y extienda por Moscú ésa sensiblería glasnost no significa que esos cabrones de alemanes del Este se lo estén tragando. Todo lo que nos llega viene a decir lo mismo: que son más testarudos y rencorosos que nunca.

—Será como si me encontrase en casa —le dije.

Bret suspiró.

—Trata de verlo desde el punto de vista de Londres —me explicó con una paciencia exagerada—. Tu tarea consistía en traer a Fiona al otro lado de las alambradas lo más rápida y silenciosamente posible. Pero tú lo organizaste de tal manera que tu representación de despedida en aquella Autobahn pareciese el último acto de Hamlet. Disparas a dos mirones y tu cuñada resulta muerta en el tiroteo. —Lanzó una fugaz mirada a mi esposa Fiona, que aún estaba recuperándose de la impresión de ver morir a su hermana Tessa—. No esperes que en la Central de Londres estén esperándote con una medalla de oro, Bernard.

Bret había retorcido los hechos, pero ¿de qué serviría discutir? Se encontraba en uno de los estados de ánimo belicosos tan habituales en él y que yo conocía tan bien. Bret Rensselaer era un americano esbelto que había envejecido como el buen vino: se había ido haciendo más delgado, más elegante, más sutil y más complejo cada año que pasaba. Me miró como si esperase una reacción acalorada a sus palabras. Al no obtenerla, miró a mi esposa. Fiona también había envejecido, pero no por ello estaba menos serena y hermosa. Con aquella cara de amplios pómulos, el cutis impecable y unos ojos luminosos, me tenía tan embelesado como me había tenido siempre. Cualquiera diría que se hallaba recuperada por completo de la dura prueba a que se había visto sometida en Alemania. Me contemplaba con amor y devoción y no daba señales de haber oído a Bret.

Enviarme a hacer aquel trabajo en Magdeburgo no había sido idea de Bret. Yo había tenido oportunidad de ver el mensaje que éste había enviado a la Central de Londres en el que decía que yo ya no me encontraba en condiciones de trabajar sobre el terreno, particularmente en Alemania Oriental. Les había pedido que me encadenasen a una mesa de despacho hasta que me llegase la hora de la jubilación. Eso era muy considerado por su parte, pero a mí no me complacía. Necesitaba hacer algo que me devolviera a Operaciones; ésa era mi única oportunidad de ascender y conseguir un puesto de categoría superior en Londres. A menos que mi posición mejorase, acabaría con una jubilación prematura y una pensión que no me permitiría pagarme ni una caja de cartón donde vivir.

Asentí con un movimiento de cabeza. Bret siempre tenía en cuenta los detalles de la hospitalidad. Nos había acompañado en coche al aeropuerto de Los Ángeles, bajo la lluvia de una tormenta invernal, para despedirnos. Así podrían ver cómo yo subía al avión con destino a Berlín y a mi misión. Luego dejaría a Fiona en el vuelo directo a Londres. El Muro seguía en pie y las personas morían al saltarlo. Bret me estaba repitiendo las cosas que ya me había dicho antes mil veces, como hace la gente cuando se despide en los aeropuertos.

—No pierdas la fe —me dijo; y en respuesta a mi mirada inexpresiva añadió—: No me refiero a horarios, a estadísticas ni a manuales de entrenamiento. Fe. Eso no está aquí dentro. —Se dio unos golpecitos en la frente—. Está aquí.

Suavemente se golpeó el corazón con la palma de la mano y al hacerlo el anillo de sello brilló en su mano, de manicura perfecta, y por detrás del almidonado puño de lino asomó un reloj de pulsera de oro.

—Sí, ya lo entiendo. No es un dolor de cabeza; se parece más a una indigestión —le apunté.

Fiona nos miraba y sonreía.

—Están llamando a los viajeros —dijo Bret.

—Cuídate, cariño —se despidió Fiona. La tomé en mis brazos y nos besamos decorosamente, pero luego sentí un dolor repentino cuando me mordió el labio. Dejé escapar un gritito y me separé de ella. Fiona volvió a sonreír. Con cierto nerviosismo, Bret paseó la mirada de mí a Fiona y luego me miró otra vez, intentando decidir si debía sonreír o decir algo. Me froté el labio. Bret llegó a la conclusión de que, al fin y al cabo, aquello quizá no fuera asunto suyo; sacó del bolsillo de la gabardina una bolsa de papel rojo brillante y me la dio. Estaba atada con una cinta a juego formando un lazo de los de envolver regalos de lujo. El paquete estaba un poco fláccido; como si fuera un libro de bolsillo.

—Lee esto —me pidió Bret al tiempo que me cogía la bolsa de mano y me guiaba hacia la puerta donde los demás pasajeros hacían cola.

Parecía que el avión iba al completo aquel día; había mujeres con niños que lloraban y muchachos de pelo largo que llevaban pendientes, mochilas muy tronadas y chaquetas con bordados de las que se pueden comprar en Nepal. Fiona venía detrás de nosotros y observaba a la multitud que nos rodeaba con ese divertido aire distante con el que ella realizaba la travesía de la vida. Con una llamada telefónica, Bret habría podido hacer que dispusiéramos de una de las salas de espera para VIP del aeropuerto, pero las directrices del Departamento exigían que los agentes que viajaban de servicio pasasen inadvertidos, así que eso es lo que hizo. Por eso había dejado al chófer en casa y había conducido él mismo el Accord. Como otros muchos americanos, tenía un respeto exagerado por lo que la gente de Londres consideraba la manera correcta de hacer las cosas. Llegamos a la puerta. Yo no podía traspasarla hasta que él me entregase mi bolsa de mano.

—Puede que estas prisas de Londres sean para bien, Bernard. Los días en que tú estés recorriendo Alemania Oriental le darán a Fiona la oportunidad de preparar el apartamento de Londres. Ella quiere hacerlo por ti. Quiere instalarse y empezar de nuevo desde el principio.

La miró y esperó a que Fiona asintiera con la cabeza para poner de manifiesto que estaba de acuerdo.

Sólo Bret podía tener la cara tan dura como para darme explicaciones en nombre de mi esposa mientras ésta estaba de pie a su lado.

—Sí, Bret —repuse.

No tenía sentido decirle que se estaba pasando de la raya. Unos cuantos minutos más y me vería libre de él para siempre.

—Y no vayas a la caza de Werner Volkmann.

—No —le dije.

—No contestes de forma rutinaria, para que me calle, con frases como «no, desde luego que no». Lo digo en serio. Sea lo que fuere lo que les hiciera Werner, los de la Central de Londres lo odian con una pasión desmedida.

—Sí, eso ya me lo habías dicho.

—No puedes permitirte el lujo de salirte de la raya, Bernard. Si alguien te ve tomando un café con tu viejo amigo Werner, todo el mundo en Londres dirá que formas parte de una conspiración o algo así. Sabe Dios qué les haría, pero ellos lo odian.

—No sabría dónde encontrarlo —le indiqué.

—Eso nunca te ha detenido. —Bret hizo una pausa y miró el reloj—. Compórtate como un empleado modelo. Deposita tu fe en el Departamento, Bernard. Trágate el orgullo y muéstrate servil. Ahora que están recortando tan drásticamente los fondos de la Central de Londres, andan buscando excusas para despedir a las personas en lugar de jubilarlas. Nadie tiene seguro el empleo.

—Ha quedado muy claro, Bret —le dije; e hice ademán de quitarle mi bolsa.

Sonrió y se humedeció los labios, como si estuviera intentando resistirse a darme más consejos y hacerme recordatorios.

—Me han dicho que Tante Lisl ha pasado un chequeo. Si le van a realizar un trasplante de cadera, o lo que sea, es una tontería intentar ahorrarse en ello unos cuantos pavos.

Aquélla era su manera de decir que él había pagado las facturas del médico de la anciana Frau Hennig. Yo conocía bien a Bret. Habíamos tenido altibajos en nuestra relación, sobre todo cuando yo creía que andaba detrás de Fiona, pero luego tuve oportunidad de conocerlo mejor durante mi larga estancia en California. Por lo que yo sabía, Bret no era un traidor. No mentía, no hacía trampas ni robaba, a menos que le ordenasen que lo hiciera, y eso hacía que formara parte de una pequeña minoría entre las personas con las que yo trabajaba. Me entregó la bolsa y nos dimos la mano. Donde estábamos, nadie podía oírnos, ni Fiona ni ninguna otra persona.

—Ese ruso que anda preguntando por ti, Bernard —me dijo en voz baja—, asegura que te debe un favor, un gran favor.

—Eso dices…

—VERDI: ése es su nombre en clave, naturalmente. —Asentí solemnemente con la cabeza. Me alegré de que Bret me lo aclarara, pues si no quizá hubiera llegado esperando oír un aria de La traviata—. Un coronel —añadió para halagarme—. Su padre era teniente en una de las primeras unidades del Ejército Rojo que entraron en Berlín en abril del cuarenta y cinco, y permaneció allí hasta convertirse en oficial de Estado Mayor del cuartel general del Ejército Rojo, a la larga un destino político en Berlín-Karlshorst. Se casó con una linda fraulein alemana, y VERDI se educó más como alemán que como ruso… así que la KGB echó mano de él. Ahora es coronel y quiere hacer un trato. —Después de hacer esa descripción, que llevó a cabo hablando atropelladamente, hizo una pausa—. ¿No eres capaz de adivinar de quién puede tratarse?

Bret me miró. Seguramente sabía que yo no iba a empezar esa clase de juego; ello abriría una lata de lombrices que yo deseaba mantener firmemente cerrada.

—¿Tienes idea de cuántos tipos hay por ahí que responden a esa descripción? —le pregunté—. Todos tienen historias parecidas. Al parecer unos cuantos Ivanes que fueron los primeros en llegar a la ciudad engendraron a la mitad de la población.

—Eso es cierto. Ve con cautela —me recomendó Bret—. Ése siempre ha sido tu estilo, ¿no?

Bret deseaba tanto estar en Londres y formar parte de todo aquello de nuevo, que en realidad me envidiaba. Era casi de risa. El pobre Bret estaba pasado; incluso sus amigos lo decían.

—Y tu amiga Gloria… —me susurró Bret—. Asegúrate de que eso ha acabado para siempre. —Su voz tenía ese matiz de indignada ira que todos sentimos por los flirteos de otros hombres—. Si intentas conservarlas a las dos, perderás a Fiona y a tus hijos. Y puede que también tu trabajo.

Sonreí sin alegría. La empleada de las líneas aéreas rompió por la mitad mi tarjeta de embarque y yo, antes de bajar por el túnel, me di la vuelta para decirles adiós con la mano. ¿Quién habría imaginado que mi esposa era una reverenciada heroína del Servicio Secreto de Inteligencia? Y con todas las probabilidades de convertirse en directora general, si había que atenerse a la opinión de Bret. En aquel momento Fiona parecía una foto de alguna revista de sociedad inglesa. La vieja gabardina Burberry con el cuello subido le enmarcaba la cabeza y, junto con el pañuelo de Hermes que llevaba anudado bajo la barbilla, la hacían parecer una madre inglesa de clase alta contemplando a sus niños en una gymkhana. Se llevó un pañuelo a la cara como si estuviera a punto de llorar, pero lo más seguro es que se tratase del resfriado de nariz que arrastraba desde hacía una semana y que no lograba quitarse de encima. Bret seguía allí, de pie, con su gabardina negra y corta; tan quieto e inexpresivo como una estatua de piedra. El pelo rubio se le había vuelto blanco casi por completo y tenía el rostro de color gris. Me miraba como si estuviera imprimiendo aquel momento en su memoria; como si nunca más fuese a volver a verme.

Mientras caminaba por el pasadizo cerrado hacia el avión, una serie de ventanas de plástico rayadas, que chorreaban agua, me proporcionaron un atisbo de las palmeras azotadas por la lluvia, de la cubierta lustrosa de los motores, de la cola lisa y de una sección del fuselaje. La lluvia barnizaba el aparato y hacía que la pintura brillase como si se tratara de un enorme juguete nuevo; era un modo impresionante de decir adiós a California.

—¿Primera clase?

Las líneas aéreas arreglan las cosas como si no quisieran que uno descubriera que está subiendo a bordo de un avión, así que te salen con algo parecido a un restaurante de carretera abarrotado de gente que huele a café frío y a transpiración rancia y que tiene salidas a ambos lados del océano.

—No —respondí—. Turista.

Dejó que yo me buscase mi propio asiento. Coloqué la bolsa de mano en el armario superior, elegí un periódico alemán de los que se ofrecían y me acomodé en el asiento. Miré por la diminuta ventanilla para ver si Bret tenía la nariz pegada al cristal de la sala de embarque, pero no había ni señal de él. Así que me acomodé y abrí la bolsa roja que contenía su regalo de despedida. Era una biblia. Las páginas tenían el canto dorado y estaba encuadernada en piel suave. Parecía antigua. Me pregunté si sería alguna clase de reliquia de familia de los Rensselaer.

—Eh, Bernard.

Un hombre llamado Tiny Timmermann me llamaba desde el asiento que ocupaba al otro lado del pasillo. Lingüista de origen indeterminado —quizá danés—, era como un luchador de ciento diez kilos de peso, cara de bebé y ojos porcinos; llevaba el cabello casi rapado y gruesas joyas de oro. Lo conocí en Berlín en los viejos tiempos, cuando él era una especie de asesor bien pagado que trabajaba para el Departamento de Estado estadounidense. Corría el persistente rumor de que había estrangulado a un capitán de barco ruso en Riga y después había regresado a Washington con una caja llena de manifiestos y documentos que daban detalles sobre los vertidos nucleares que la marina rusa estaba llevando a cabo en el mar, frente a la costa de Arcángel. Sea lo que fuere lo que hubiera hecho para ellos, los americanos siempre lo habían tratado generosamente, pero ahora, si se hacía caso a los rumores, incluso los servicios de Tiny estaban en alquiler.

—Me alegro de verte, Tiny —le dije.

—Hals und Beinbruch! —respondió él, deseándome buena suerte como si me estuviera enviando a un recorrido particularmente arriesgado por el cielo.

Eso me causó cierta inquietud. ¿Habría adivinado que yo estaba cumpliendo una misión? Y si la noticia le había llegado a Tiny, ¿quién más lo sabría?

Le dirigí una aturdida sonrisa y luego nos abrochamos los cinturones mientras la azafata de vuelo hacía como que inflaba un chaleco salvavidas; después Tiny sacó del maletín un ordenador portátil y empezó a trabajar en él como si quisiera dar a entender que no tenía ganas de conversación.

El avión se había remontado en el cielo con gran estruendo, se había inclinado brevemente sobre el océano Pacífico y había puesto rumbo nordeste. Estiré las piernas todo lo que me permitía la clase turista y abrí el periódico. Al final de la primera página, un discreto titular, Erich Honecker proclama que el Muro seguirá existiendo dentro de cien años, iba acompañado de una borrosa fotografía del estadista. Aquel optimista punto de vista expresado por el secretario general del Comité Central del SED, partido gobernante en Alemania Oriental, parecían las palabras sinceras de un tirano abnegado. Yo lo creía.

No seguí leyendo. La letra del periódico era pequeña y la grisácea luz del día no mejoraba mucho con la ayuda de la bombilla de lectura que había encima de los asientos. Además me temblaba la mano al sujetar el periódico. Me dije que eso era natural debido a las prisas por llegar al aeropuerto y tener que transportar una tonelada de equipaje desde el coche mientras Bret se peleaba con la policía de tráfico. Dejé el periódico y abrí la biblia. Había un papel amarillo en una página para marcar un pasaje de san Lucas: «Porque yo os digo que muchos profetas y reyes han deseado ver las cosas que yo veo, y no las han visto; y oír las cosas que yo oigo, y no las han oído».

Sí, muy gracioso, Bret. La única inscripción en el papel era un garabato hecho a lápiz que decía en alemán: «¡Una promesa es una promesa!». No era la letra de Bret. Abrí la biblia al azar y estuve leyendo algunos pasajes, pero no dejaba de imaginarme la cara de Bret. ¿Era su inminente fallecimiento lo que yo veía en lo que había allí escrito? ¿O era la premonición que él tenía del mío? Y entonces encontré la carta de Bret. Era una cuartilla de fino papel cebolla, doblada y plegada con tanta fuerza que no abultaba en absoluto entre las páginas.

«Olvida lo ocurrido. Partes hacia una nueva aventura —había escrito Bret en el estilo enrollado y serpenteante que caracteriza la caligrafía americana—. Igual que Kim cuando estaba a punto de separarse de su padre para dirigirse a la Grand Trunk Road, o que Huck Finn cuando iniciaba su viaje por el Mississippi, o que Jim Hawkins cuando le invitaron a navegar por el Caribe, estás empezando de nuevo, Bernard. Deja atrás el pasado. Esta vez todo será distinto, siempre que lo abordes de ese modo».

Lo leí dos veces buscando un código o un mensaje oculto, pero no debería haberme molestado en ello. Era puro Bret, todo reducido a clichés literarios y floridos y buenos deseos y ánimos. Pero ello no me dejó tranquilo. Tenía la sensación de que las promesas de nuevos comienzos en tierras lejanas eran el modo que tenía Bret de hacer que su adiós fuera realmente definitivo. Aquella nota no decía «vuelve pronto».

¿O acaso el mensaje de Bret se refería a Fiona y a mí, a que comenzásemos de nuevo nuestro matrimonio? La fingida deserción de Fiona hacia el Este estaba siendo calibrada según el valioso aliento que ella había dado a la Iglesia en oposición a los comunistas. Sólo yo veía el precio que Fiona había pagado. Durante las dos últimas semanas se había mostrado muy segura de sí misma y más animada de lo que yo recordaba que hubiera estado en mucho tiempo. Desde luego nunca iba a volver a ser la Fiona que yo había conocido por primera vez, aquella aventurera joven y ávida, educada en Oxford, que había formado parte de la tripulación de un yate oceánico y que era capaz de discutir de materialismo dialéctico en un francés casi perfecto mientras preparaba un soufflé. Pero si ella no era la misma persona que había sido, yo tampoco lo era. No había nadie a quien culpar de ello. Habíamos decidido traficar con secretos. Y si el trabajo secreto de Fiona era tan secreto que había permanecido oculto incluso para mí, entonces yo tendría que aprender que dicha exclusión no me pareciera mal. Cuando la azafata nos llevó champán y unas pequeñas galletas redondas, untadas con paté de hígado, lo engullí todo como hago siempre, porque tenía la cabeza en otra parte. Seguía sin poder dejar de pensar en Honecker, en Bret y en el Muro. Es cierto que las cosas estaban cambiando allí lentamente; los préstamos financieros y la presión política los habían convencido para hacer que la Stasi desenterrase y desechase las minas y algunos dispositivos de fuego automático de la franja de la muerte que se extendía a lo largo del Muro. Pero la artillería letal que aún quedaba era más que suficiente para desanimar la emigración espontánea. Supongo que los servicios secretos occidentales estaban cambiando con la misma lentitud: las personas como Tiny y como yo ya no viajábamos en primera clase. Al tiempo que me iba quedando dormido me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que Erich Honecker se adaptase a los rigores de volar en clase económica.

 

—¿Ha podido dormir en el avión? —me preguntó el joven inglés que fue a recibirme al aeropuerto de Berlín.

Me condujo hasta su apartamento, dejó mi equipaje en el suelo y cerró la puerta. Era un hombre de unos treinta años, alto y delgado, con una agradable voz, el rostro de tez pálida, los dientes irregulares y esa especie de tímida torpeza que a veces aqueja a las personas altas. Entré detrás de él en la cocina del apartamento situado en Moabit, cerca de Turmstrasse U-Bahn. Era de esa clase de viviendas pequeñas y mugrientas que los jóvenes son capaces de soportar con tal de estar cerca de las luces de neón. Como había residido en aquella ciudad hacía mucho tiempo, conocía el lugar como uno de los bloques de apartamentos que se habían construido con prisas entre las ruinas justo después de la guerra, y ahora se les notaba la edad.

—Estoy bien.

—¿Quiere que haga un poco de té? —inquirió mientras llenaba de agua el aparato eléctrico. Le alcancé la tetera del estante y encontré en la tapa una etiqueta pegajosa con un mensaje garabateado en letra femenina: No olvides la llave, Kinkypoo. Nos veremos el fin de semana.

—Aquí hay un mensaje —le dije; y se lo di.

Sonrió tímidamente y dijo:

—Sabe que siempre hago té en cuanto llego a casa. Eso me recuerda… Me dijeron que le diera algo a usted.

Se acercó a un armario, cogió una caja y sacó de ella una hoja de papel con unas fechas, horas y números escritos a máquina. Era un buen ejemplo de las tonterías en las que pierden el tiempo las personas que están sentadas detrás de mesas de despacho en la Central de Londres: longitudes de ondas radiofónicas.

—¿De acuerdo? —dijo el muchacho observándome.

—Esto está escrito en una máquina Adler portátil de 1958 por un tipo pequeño y moreno de pelo rizado que tenía el dedo corazón vendado.

—¿Bromea? —dijo el muchacho reservándose un margen de pavoroso respeto por si yo hablaba en serio.

Arrojé el papel al cubo de la basura, donde revoloteó para ir a descansar entre las bolsas de té y estratos acumulados de cenas congeladas para consumir delante del televisor y cuyas arrugas estaban marcadas por el rezumar de varias salsas de colores chillones. Aquél no era lugar para quedarse a pensión completa.

—Si nos vemos metidos en problemas cuando estemos allí —le dije—, no voy a andar perdiendo el tiempo intentando ponerme en contacto con Londres por radio.

Abrí la maleta y extendí mi traje sobre el respaldo del sofá.

Un gato grande y lanudo entró para investigar el cubo de la basura; estuvo olisqueando para comprobar que el mensaje que yo había tirado no era comestible.

¡Rumtopf! —dijo el muchacho—. ¡Ven aquí y cómete el pescado! —El gato lo miró, pero renunció al pescado, se fue lentamente hacia el sofá, saltó encima de su almohadón favorito, se dejó caer con elegancia y se echó a dormir—. Usted le cae bien —me indicó el muchacho.

—Soy demasiado viejo para hacer nuevos amigos —le comenté mientras cambiaba de lugar el traje para que no se llenara de pelos de gato.

—No hay prisa —dijo el chico mientras servía té para los dos—.

Conozco la ruta, las carreteras y todo lo demás. Le llevaré allí a la hora en punto.

—Muy bien.

Aún era de día en Berlín, tanto como llega a ser allí de día en invierno. No nevaba, pero el aire reverberaba lleno de copos de nieve que sólo eran visibles cuando se retorcían y giraban, mientras nubes de color gris oscuro se agarraban a los tejados como una vieja tapadera de cazuela de hierro.

Me miró los ojos enrojecidos y el rostro sin afeitar.

—El cuarto de baño es la puerta que tiene el letrero.

Señaló hacia un letrero esmaltado que decía Ausgang; sin duda había sido arrancado de una de las estaciones de tren abandonadas de Berlín. El apartamento tenía muchos letreros como aquél, junto con anuncios, maltrechas placas de matrículas americanas y algunas bonitas portadas enmarcadas de antiguas revistas Popular Mechanics. Había otros artefactos curiosos: armas raras y sombreros todavía más extraños procedentes de lejanas partes del mundo. La colección pertenecía a un joven director artístico alemán que compartía el alquiler del apartamento, pero que temporalmente se había ido a vivir con una modelo irlandesa pelirroja que estaba representada en una gran fotografía en color haciendo el pino en la playa de Wannsee.

—Los de Londres me han dicho que le proporcione cualquier cosa que necesite.

—¿No solamente té?

—Ropa, una pistola, dinero.

—No esperará que vaya a cruzar hasta allí con una pistola encima, ¿verdad?

—Me han dicho que usted encontraría el modo de hacerlo si se empeñaba. —Me miraba como si yo hubiera sido algo que acababa de salir de un zoo. Me pregunté qué le habrían dicho de mí; y quién se lo habría dicho—. Hay media docena de documentos de identidad para que elija. Y una pistola de gas, esposas, cinta adhesiva y demás ataduras.

—¿De qué está hablando?

—No necesitaremos nada de ello —se apresuró a decir al tiempo que empujaba la lista de longitudes de ondas de radio que yo había desechado para hundirla más entre la basura—. Él sólo quiere hablar con alguien que conozca; alguien de los viejos tiempos, ha dicho. Londres cree que probablemente nos ofrecerá documentos; quieren saber de qué se trata. —Al ver que yo no decía nada, continuó hablando—: Es un coronel de la Stasi… entrenado en Moscú. Hoy día podemos permitirnos elegir a quién aceptamos.

—¿Por qué ataduras?

—Londres dice que quizá necesite esposas y esas cosas.

—¿Londres dice eso? ¿Se están volviendo locos? —El muchacho prefirió no contestar aquella pregunta. Yo añadí—: ¿Usted conoce a ese «coronel de la Stasi»? ¿Lo ha visto de cerca?

—Sí.

—¿Es joven o viejo? ¿Inteligente? ¿Agresivo?

—No, no es joven, desde luego —contestó con énfasis.

—¿Mayor que yo?

—Más o menos como usted. De complexión mediana. Hablaremos con él en Magdeburgo. Y examinaremos el material, si es que tiene algo para enseñarnos. Pero si llega jadeante y dispuesto a marcharse, Londres me ha dicho que debemos tenerlo todo preparado. Y está preparado: una casa segura, una línea de escape y todo eso. Se lo mostraré en el mapa.

—Sé dónde está Magdeburgo.

Resultaba útil saber que yo me hallaba oficialmente en la categoría de «no es joven, desde luego».

—Un equipo de apoyo se lo llevará. Ellos serán los que realicen el paso al otro lado propiamente dicho.

—¿Ha recibido un informe de la unidad de campo de Berlín? ¿Qué dice Frank Harrington de todo esto?

Frank Harrington llevaba nuestra oficina en Berlín Oriental, y hacía el trabajo que en otro tiempo hiciera mi padre.

—A Frank se le mantiene informado, pero la operación se controla directamente desde la Central de Londres.

—Desde la Central de Londres… —repetí yo suavemente. Cada minuto se ponía peor la cosa.

El muchacho trató de darme ánimos.

—Si hay algún problema, también tenemos una casa segura en Magdeburgo.

—En Magdeburgo no existe nada parecido a una casa segura —le dije—. Magdeburgo es la ciudad de esa gente. Ellos operan desde Magdeburgo, es su alma mater. Hay más hombres de la Stasi corriendo alrededor del complejo de seguridad del Westendstrasse de Magdeburgo que en todo el resto de la República Democrática Alemana.

—Ya veo.

Terminamos el té en silencio. Luego cogí el teléfono y marqué el número de Tante Lisl, una mujer que había sido una segunda madre para mí. Quería transmitirle el mensaje de ánimo de Bret, y si la operación de artritis iba a resultar cara, yo quería ver el hospital y establecer con ellos mi propio arreglo financiero. Mientras tanto tenía pensado comprar un gran ramo de flores y acercarme a su gracioso hotelito para sostenerle la mano y leerle algo. Pero cuando respondieron a mi llamada, alguien de recepción me dijo que Tante se había ido en avión a Miami y se había embarcado en un crucero por el Caribe. Así que mis visiones sobre Tante Lisl expiraban en un sofá; probablemente estaría jugando al tenis en cubierta y ganando la competición de aficionados del barco con su inimitable rutina de golpe alto de Bye Bye Blackbird.

—Me ducharé, me afeitaré y me cambiaré de ropa —le comenté mientras revolvía en mi maleta. Por decir algo, añadí—: Estoy engordando demasiado.

—Debería entrenarse —dijo el muchacho solemnemente—. Cuanto mayores nos hacemos más falta nos hace el ejercicio.

Asentí. Gracias, muchacho, tomaré nota de ello. Aquello sí que era bueno. Mientras yo hacía de niñera para él, aquel muchacho iba a poner en duda todo lo que yo hiciera porque pensaba que yo no estaba en forma y que mi hora había pasado.

El cuarto de baño era un caos. Casi había olvidado cómo es el hábitat de un joven soltero: sobre una silla había colgada una camiseta sucia, un jersey grueso y una cazadora rota de tela vaquera. Evidentemente se había puesto en mi honor el único traje que tenía. Tres clases distintas de champú, dos aromas de lociones caras para después del afeitado y un espejo de aumento iluminado para examinar espinillas.

Me acerqué a la ventana del cuarto de baño, un artilugio anticuado con doble acristalamiento; los picaportes eran de bronce y estaban fuertemente cerrados y deslustrados por una capa verde, como si no se hubieran abierto en varias décadas. A lo largo del alféizar, entre las dos hojas de vidrio, yacían docenas de polillas y moscas apergaminadas de todas las formas y tamaños. ¿Cómo habían entrado allí si no pudieron salir vivas? Quizá hubiera allí un mensaje para mí que a lo mejor podía descifrar.

La vista desde la ventana suscitó en mí sentimientos encontrados. Había crecido allí; era el único lugar que podía considerar mi tierra. No hacía mucho, en California, había sentido continuamente ganas de volver a Berlín. Había sentido nostalgia de aquella ciudad de un modo que nunca había creído posible. Y ahora que estaba allí no había en mí sentimientos de felicidad ni de satisfacción. Algo inexplicable había ocurrido, a menos, naturalmente, que estuviera asustado por tener que ir al otro lado, cosa que para mí en otro tiempo no era más agotador que ir a la tienda de la esquina a comprar un paquete de cigarrillos. El muchacho pensaba que yo estaba nervioso, y no se equivocaba. Si él supiera lo que estaba haciendo, también estaría nervioso.

En la calle no había mucho movimiento. Los pocos peatones que se veían iban enfundados en gruesos abrigos, bufandas y gorros de piel, y caminaban con la cabeza agachada y encorvados contra el frío viento del este que soplaba procedente de las vastas y heladas tierras interiores de la Unión Soviética. A ambos lados de la calle se alineaban coches y furgonetas. Estaban sucios, cubiertos de una capa de barro y mugre de un invierno europeo, condición desconocida en el sur de California. En los cristales de los coches estacionados, la escarcha y el hielo habían formado caprichosos dibujos. Cualquiera de aquellos vehículos proporcionaría un escondite seguro para un equipo de vigilancia que estuviera observando el edificio. Lamenté haber permitido al muchacho que me llevase allí. Había sido una estupidez y un descuido. Seguro que él era conocido para la oposición, y además era demasiado alto para pasar inadvertido; por esa razón no duraría mucho como agente de campo.

Cuando me hube aseado y afeitado, y después de ponerme un traje, el muchacho extendió un mapa sobre la mesa y me mostró la ruta que se proponía seguir. Sugería que atravesáramos Charlie en coche, nos adentrásemos en el sector oriental de Berlín y después nos dirigiéramos al sur evitando las carreteras principales y las autopistas. Era una ruta que daba muchos rodeos, pero el muchacho me aseguró que lo habían asesorado oficialmente desde Londres e insistió en que aquélla era la mejor manera de hacerlo. Me rendí ante sus argumentos. Me di cuenta de que era uno de esos fastidiosos fanáticos de los preparativos, y eso era bueno cuando se emprende una aventura de esa clase.

—¿Qué le parece? —me preguntó el muchacho.

—Dígamelo en serio. ¿De verdad le han dicho en la Central de Londres que quizá yo necesitase cuerdas para sacar a ese boxeador a la fuerza, aun en contra de su voluntad?

—Sí.

—¿Tiene whisky?

 

Como ocurre a menudo cuando se da el caso de que cruzar una frontera provoca una nerviosa premonición de desastre, pasamos por Checkpoint Charlie sin el menor contratiempo. Antes de salir de la ciudad pedí al muchacho que diera un pequeño rodeo para entrar en un pequeño bar de la Oranienburger Strasse a fin de que yo pudiera comprar cigarrillos y tomarme un gran vaso de la famosa cerveza Saxony’s.

—Debe de tener usted la garganta de cuero para querer cigarrillos de Alemania Oriental —dijo el muchacho.

Estaba mirando fijamente a las únicas personas que había en el bar: dos mujeres más bien jóvenes que llevaban abrigos de pieles. Ellas lo miraron con expectación, pero una mirada rápida bastó para decirles que el muchacho no era una buena perspectiva, de manera que reanudaron su conversación en voz baja.

—¿Qué sabe usted de eso? —le pregunté—. Usted no fuma.

—Si lo hiciese no fumaría esos clavos de ataúd, desde luego.

—Beba la cerveza y cállese —le dije.

Detrás de la barra, Andi Krohn había estado siguiendo nuestra conversación. Miró a las chicas del rincón y se me quedó mirando como si estuviera a punto de sonreír. El local de Andi siempre había sido un lugar donde encontrar mujeres disponibles por cierto precio; dicen que ya tenía mala fama antes de la guerra. No sé cómo se habrían salido con la suya sus predecesores durante aquellos años, a menos que fuese por el hecho de que la familia Krohn siempre había sabido cultivar a las personas adecuadas. Andi y yo habíamos sido amigos desde que íbamos al colegio, y él era el atleta más apreciado del colegio. En aquellos días se habló de que llegaría a ser corredor olímpico. Pero no fue así. Ahora tenía canas, se había vuelto muy corpulento, usaba gafas bifocales y tardó varios minutos en reconocerme después de que entrásemos por la puerta.

Los abuelos de Andi habían pertenecido a la pequeñísima minoría étnica de los serbios, eslavos que desde los tiempos medievales habían conservado su propio idioma y su propia cultura. Habitaban en su mayoría en el extremo sudeste de la República Democrática Alemana, cerca de Polonia y Checoslovaquia. Es uno de los varios lugares llamados Dreilandereck —la esquina de las tres naciones—, una localidad donde se elaboran algunas de las mejores cervezas del mundo. Desde lejos venían forasteros en busca del bar de Andi, y no todos iban buscando mujeres.

Intercambiamos los consabidos saludos como si yo no me hubiera ausentado nunca de allí. Su hijo Frank se había casado con una farmacéutica de Dresde, y no me dio otra alternativa que mirar un álbum de fotos de boda, hacer exclamaciones de aprecio y beber cerveza y unos cuantos tragos de aguardiente mientras mi acompañante consultaba el reloj continuamente y se iba poniendo nervioso. No le enseñé a Andi fotografías de mi esposa y de mi familia, y él no me pidió que lo hiciera. Andi las cogía al vuelo, como le sucede con el tiempo a cualquier barman. Comprendía que, fuera cual fuese el trabajo al que yo me dedicara, no era ninguno que se hiciera con los bolsillos llenos de papeles de identidad.

Una vez que estuvimos de nuevo en la carretera, vimos que íbamos bien de tiempo.

—Fume si quiere —condescendió el muchacho.

—En este momento no me apetece.

—Creía que estaba usted desesperado por fumarse uno de esos clavos de Alemania Oriental, ¿no?

—Se me han pasado las ganas.

Miré el paisaje. Conocía bien la zona. Los bosques ayudaban a ocultar los campamentos militares, fila tras fila de cabañas que se complementaban con alambradas, rollos de alambre de espino y altas torres de vigilancia ocupadas por hombres con armas de fuego y prismáticos de campaña. Eran tan grandes esos campamentos, y tan numerosos, que no siempre se sabía con seguridad dónde acababa uno y dónde empezaba otro. Casi igual de abundantes durante los primeros ochenta kilómetros de nuestro viaje eran las minas de lignito a cielo abierto, de donde Alemania Oriental obtenía el combustible para producir electricidad, alimentar un millón de fogones domésticos y originar el aire más contaminado de Europa. El invierno había resultado bastante caprichoso aquel año, apretando y luego aflojando sus consecuencias sobre el paisaje. Los últimos días se había producido un deshielo prematuro y habían quedado parches de nieve que brillaban a la luz de la luna, resaltando los bordes de los campos sembrados y de las tierras elevadas. Las carreteras secundarias que habíamos elegido estaban heladas en algunos lugares, y el muchacho mantenía el coche en una velocidad sensata y moderada. Estábamos a menos de veinticinco kilómetros de Magdeburgo cuando nos encontramos con un control de carretera.

Nos topamos con él al doblar una curva. El muchacho frenó, reaccionando al ondear de una porra luminosa, de esas que utiliza la policía alemana a ambos lados de la frontera.

—¿Papeles? —le pidió el soldado. Era un individuo mayor y fornido que vestía con uniforme de camuflaje y llevaba casco de acero—. Apague el motor y los faros principales.

Tenía un acento campesino perfecto; algo digno de poner en los archivos ahora que todos los jóvenes de Alemania Oriental hablaban como locutores de televisión.

El muchacho apagó los faros delanteros, y en la repentina quietud que se produjo oí el viento entre los árboles deshojados y una apagada música pop que procedía de la caseta de guardia. El hombre que había hablado entregó los papeles a otro soldado que llevaba galones de teniente en el traje de camuflaje. Los examinó iluminándolos con una linterna. Aquel lugar era un infierno para estar parado mucho tiempo. Un paisaje inhóspito de sembrados de nabos hasta donde —justo después del horizonte y semejantes a cruceros de altas chimeneas de la flota de combate alimentada por carbón del Káiser— se alzaba una larga hilera de chimeneas de unas fábricas que lanzaban al cielo nubes de humo multicolor.

—Salgan —nos pidió el oficial, un hombre bajo y delgado con un bigote pulcramente recortado y gafas de montura de acero. Salimos. No era buena señal—. Abran el maletero.

Cuando estuvo abierto, el teniente utilizó la linterna y se puso a rebuscar a tientas entre los trapos grasientos y la rueda de repuesto. Encontró una botella de vodka sueco. Todavía estaba dentro de la lujosa caja de colores que se utiliza para las bebidas alcohólicas que venden en las tiendas libres de impuestos de los aeropuertos a precios excesivos.

—Puede quedárselo —le dijo el muchacho. El teniente no dio muestras de oír el ofrecimiento—. Un regalo de Suecia.

Pero era inútil. El teniente parecía sordo a sobornos de aquel tipo. Miró de nuevo nuestros papeles, acercándoselos a la cara de manera que la luz se le reflejó en el rostro e hizo brillar los cristales de las gafas. Yo tiritaba de frío. Por la razón que fuera, el teniente no parecía tener interés en mí. Puede que fuera por mi traje arrugado de inconfundible corte alemán oriental, o por el penetrante olor a matarratas del aguardiente de manzana de Andi Krohn que llevaba media hora repitiéndoseme y que sin duda se me hacía evidente en el aliento. Pero el muchacho usaba pasaporte sueco, y en la identificación que lo acompañaba se le describía como un ingeniero sueco que trabajaba para una empresa constructora que estaba a punto de construir un hotel de lujo en Magdeburgo. Era plausible, y de todos modos el alemán que hablaba el muchacho no era lo bastante bueno como para que se hiciera pasar por una persona de nacionalidad alemana. Los suecos se habían hecho un lugar construyendo hoteles en los que sólo se admitían extranjeros que pagasen en moneda fuerte, así que era una tapadera bastante razonable. Pero yo me preguntaba qué pasaría si alguien empezaba a interrogarle en sueco.

Me puse a dar patadas en el suelo para mantener activa la circulación. Los árboles eran atormentados por el viento y el cielo se había despejado lo suficiente como para traer consigo el descenso de temperatura que siempre acompaña a la visibilidad de las estrellas. No les envidiaba el trabajo a aquellos hombres. Mientras estábamos de pie allí, en aquel camino vecinal, el viento mordía con la crueldad que produce la humedad. Era excusa más que suficiente para estar de mal humor.

Los dos soldados rodearon el viejo Volvo abollado y lo miraron con la mezcla de desprecio y envidia que a menudo provocan los lujos occidentales en los fieles al Partido. Luego, mientras el capó seguía abierto, los dos soldados volvieron a la garita, dejándonos allí plantados en medio del frío. Yo ya había pasado antes por aquello: confiaban en que nos metiéramos en el coche y así poder volver y chillarnos. O que cerrásemos el capó, o incluso que nos marchásemos, y así poder llamar por teléfono al equipo de apoyo apostado en el siguiente control y decirles que abrieran fuego contra nosotros. No había que tomárselo como cosa personal. Todos los soldados tienen inclinación a volverse así después de estar de guardia demasiado tiempo.

Por fin parecieron cansarse de aquel juego. Regresaron y examinaron otra vez el coche, quizá preguntándose si sería distraído arrancar la tapicería de los asientos y luego asegurarse de que no hubiera contrabando dentro de los neumáticos. El teniente se quedó cerca de nosotros blandiendo en la mano nuestros papeles, mientras el viejo se subía al asiento de atrás y hundía todo lo que podía hundirse. Cuando hubo finalizado el examen, salió y volvió a mirar la parte de atrás. Se oyó un fuerte golpe cuando cerró con violencia el maletero. Cuando regresó traía consigo el vodka. El teniente nos dio los papeles.

—Pueden irse —nos dijo.

El viejo abrazaba la lujosa caja contra el pecho y observaba nuestra reacción.

Entramos en el coche y el muchacho encendió el motor y las luces. Yo volví la cabeza. Apenas visibles en la oscuridad, los dos hombres estaban de pie mirando cómo nos alejábamos.

—Vamos a llegar tarde —observó el muchacho.

—Milicias —comenté yo al alejarnos.

—Sí —dijo él poniéndose de pronto irritable, cuando el peligro parecía haber pasado—. El contable y uno de los hombres de la sección de embalaje jugando a los soldados.

—Tienen que hacerlo.

—Sí, tienen que hacerlo. Empezaron a apretar a las milicias de las fábricas hace dieciocho meses.

—Hemos tenido suerte.

—Normalmente las cosas van así hoy día —dijo el muchacho.

—Creí que íbamos a pasarnos toda la noche allí sentados —le indiqué—. Les gusta tener compañía.

—Últimamente, no. Está empezando a cambiar. Últimamente sólo les gusta el vodka.

 

Cuando llegamos a las afueras de Magdeburgo íbamos con veinticinco minutos de retraso; el muchacho habló de nuevo.

—La he fastidiado.

—¿Qué?

—¿Cree que estaremos de vuelta mañana?

—No lo sé —repuse con sinceridad.

—Se me ha olvidado dejarle la llave a mi amiga. No podrá darle de comer al gato.

Tuve ganas de decir que Rumtopf tenía grasa más que suficiente en el cuerpo para aguantar unos cuantos días sin comer, pero las personas pueden resultar muy impredecibles acerca de sus animales domésticos, así que solté un gruñido amistoso.

—Ese coronel, VERDI, dice que le conoce a usted. ¿Trabaja para nosotros?

—¿Porque tiene un nombre en clave? No. Todos lo tienen cuando hacemos tratos con ellos de un modo regular o los mencionamos en mensajes. Incluso Stalin tenía un nombre en clave.

—VERDI dice que le debe un favor; un gran favor.

Lo miré.

—¿Y qué va a decir? —Ya tenía bastante con las tonterías que me había dicho Bret sin necesidad de que el muchacho me viniera ahora con más de lo mismo—. ¿Qué quiere, que ese tipo diga que soy yo quien le debe a él un gran favor? Eso realmente llamaría la atención de los de la Central de Londres, ¿no?

—Supongo que sí.

—Claro que dice que me debe un gran favor. Así es como se hacen estas cosas; la persona que establece el contacto siempre dice que intenta devolver un favor, un gran favor. Así no es probable que nadie de Londres sospeche que yo voy a ir allí quebrantando las normas para hacer toda clase de cosas que los muchachos que se sientan detrás de las mesas de despacho han inscrito en su gran libro de cosas prohibidas encuadernado en bronce.

—No lo había pensado así —reconoció el muchacho.

—Es un hijo de puta —dije yo.

—¿VERDI? ¿Así que lo conoce?

—Cree que le debo un favor.

—¿Usted no? ¿Es eso lo que quiere decir?

Me quedé pensando en ello.

—Tiró una orden de detención a la máquina de romper papeles en lugar de meterla en el teletipo.

—Eso es un buen favor —observó el muchacho.

—Tenía otros motivos. De todos modos, los favores que se le hacen a la oposición son como dinero en el banco —dije con rencor. Y luego, antes de que el muchacho pensase que ésa era una moneda que yo me guardaba, añadí—: Para los tipos como él, quiero decir. Les gusta poder pedir que se les devuelvan los favores.

El muchacho me dirigió una mirada fugaz. Yo había ido demasiado lejos. Me dio la impresión de que él había percibido en mi voz una nota que decía que yo, de algún modo, estaba obligado con aquel cabrón. Y eso era algo que hasta entonces yo no había admitido ni ante mí mismo.

Ir a la siguiente página

Report Page