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MAGDEBURGO, hacia donde nos dirigíamos, es una de las ciudades alemanas más antiguas, una capital de provincia embutida en el meandro más occidental del río Elba, justo en el punto donde el río se divide en tres vías fluviales. Su emplazamiento dominante al borde de la llanura septentrional alemana la convirtió en blanco predilecto de ejércitos saqueadores. Devastada por la guerra de los Treinta Años, fue de nuevo arrasada por la segunda guerra mundial, y más tarde todavía lo fue más por los urbanistas y arquitectos soviéticos que vinieron después.

Magdeburgo ha sido la patria de hombres tan especiales como Otto el Grande, el arzobispo Urchard III y los miembros más refinados de la casa de Brandeburgo. Tan grande fue el poder otorgado a este lugar, que cuando planearon construir la línea ferroviaria que uniría París con Moscú desviaron el trazado para que pasara por Magdeburgo. Más de un siglo después, en la carrera por el desarrollo que trajo consigo la posguerra, la ciudad se transformó rápidamente en una de las zonas industriales más contaminadas del mundo, donde el proletariado se asfixiaba con los residuos tóxicos sin tratar y más de la mitad de la población infantil padecía bronquitis y eccemas. Después, mientras el imperio marxista se hundía y la privilegiada clase gobernante se veía amenazada por todas partes, la Stasi, policía secreta y servicio de seguridad de estilo moscovita del Partido, había escogido Magdeburgo para crear un complejo fortificado donde se guardaban documentos y artefactos secretos enormemente apreciados. Incluso los restos mortales de Hitler y de Goebbels se habían guardado en secreto en el complejo.

—¿Sabe usted dónde empieza el complejo Smersh? —le pregunté mientras atravesábamos en el coche el centro de la ciudad.

Casi se me había olvidado lo oscuras e inhóspitas que se vuelven las ciudades de Alemania Oriental después del atardecer. Había poco tráfico, menos peatones y ningún letrero publicitario. Dos policías que estaban parados debajo de una farola nos miraron pasar con interés.

El muchacho me echó una mirada rápida y sonrió.

—Entonces, ¿es verdad que lo llaman complejo Smersh? Creía que era algo que habían inventado los periódicos.

Pasamos lentamente junto a una pared de vallas publicitarias que rodeaban el emplazamiento de un edificio. Por lo menos dos docenas de carteles enormes afirmaban con ampulosidad tipográfica la lealtad, el reconocimiento y la amistad de la RDA a la poderosa URSS y a la aún más poderosa hermandad socialista. Pasamos junto a la catedral por segunda vez.

—Un lado es el Westring, eso lo recuerdo —comenté cuando llegábamos otra vez a las vallas publicitarias—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve aquí.

Un semáforo nos detuvo; luego el muchacho torció y dijo que sabía dónde estábamos.

El muchacho tenía bajada la ventanilla y miraba hacia las sombrías calles iluminadas por la luz de la luna.

—Nuestro hombre vive aquí, a la izquierda.

Aminoró la velocidad y, una vez que divisó la Klausenerstrasse —en otro tiempo Westendstrasse—, puso el intermitente, giró y nos metimos en una calle tranquila, empedrada con guijarros pulcramente colocados y oscurecida por árboles maduros. Aquellas grandes y cómodas casas habían sobrevivido milagrosamente a los bombardeos nocturnos de los aviones de la RAF, a los bombardeos diurnos de los aviones americanos y a todo el fuego de artillería que vino después.

Es una curiosa paradoja que el Tercer Reich de Hitler y los sucesivos gobiernos comunistas hubieran conservado Alemania Oriental como el último país europeo que quedaba con criados domésticos. Sólo en la RDA existían casas tan grandiosas que funcionaban al estilo antiguo. Oficiales de alta graduación de la Stasi y destacamentos afortunados de oficiales de enlace de la KGB, como VERDI, se habían mostrado dispuestos a instalarse en aquella clase de confortabilidad burguesa, y ahora esa élite inexpugnable ocupaba selectas calles de las ciudades alemanas, calles bordeadas de árboles y completadas con jardines, garajes y alojamientos en la parte de atrás para serviciales doncellas, chóferes, cocineros y jardineros. Sólo en los últimos tiempos habían empezado a presentar desconchados en la pintura, lo que, junto con los setos que estaban sin podar y algunas roturas en los cristales de las ventanas, indicaba ciertas apreturas económicas.

—Ésta es la casa donde vive VERDI —dijo el muchacho bajando la voz hasta convertirla casi en un susurro—. La comparte con otros dos oficiales y sus familias.

Las cancelas de hierro forjado estaban cerradas. Estacionó junto al bordillo y bajamos del coche. Era una casa grande de dos plantas, algunas de cuyas habitaciones superiores tenían acceso a una larga terraza decorativa a través de ventanales que iban del suelo al techo. No se veía ninguna luz encendida, pero quizá se debiera a las gruesas cortinas.

Un jardín delantero de la antigua casa estaba protegido por una valla de tela metálica de dos metros de altura que se había instalado más recientemente. Estaba anclada a postes de piedra y a un par de puertas muy antiguas y elaboradas. El muchacho iluminó con la linterna la placa de bronce que llevaba inscrito el número de la casa. Por encima de la misma, un rótulo más reciente de plástico blanco indicaba cuál de los dos timbres deberían usar los visitantes y cuál los repartidores. Era de esa clase de casas.

El muchacho quitó el pestillo de la puerta de la verja y entramos sin pulsar ninguno de los dos timbres. En el aire flotaba el olor de basura de jardín quemada.

—Sólo llegamos media hora tarde —comentó el muchacho—. Seguro que esperará.

Magdeburgo estaba muy silenciosa. Ni siquiera se oía el ruido del tráfico, sólo el rumor de un avión lejano que zumbaba ininterrumpidamente como una avispa atrapada. En aquel silencio todo parecía producir ruidos desmesuradamente fuertes, por lo que nuestras pisadas crujían en la grava como una compañía de soldados marchando sobre un cuenco de copos de maíz tostados.

Tres escalones de piedra nos llevaron al porche de entrada, donde una puerta principal artesonada y con un montante de abanico estaba flanqueada por dos pequeñas ventanas de vidrio alambrado que proporcionaban a los residentes la oportunidad de asegurarse de que el repartidor no utilizase la entrada que no debía.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó el muchacho mirándome de un modo extraño.

—¿Ha estado aquí antes?

—Sí, y siempre dejan la puerta principal sin cerrar. No pasa nada.

Como para demostrarme que estaba familiarizado con aquello, empujó la pesada puerta, la abrió y entró. Le seguí. La casa estaba a oscuras, y sólo la sedosa luz de la luna que entraba por el montante nos permitía ver un poco. Una amplia escalera con barandilla de madera tallada descendía hasta un grandioso vestíbulo pavimentado con grandes baldosas cuadradas blancas y negras. A uno de los lados, un reloj de pared se alzaba quieto y silencioso, mientras sus agujas sin vida se aferraban al número doce. Ocupando la mayor parte de la pared de enfrente se veía un enorme cuadro pintado al óleo que representaba, a tamaño natural, a un general prusiano que miraba serenamente al artista mientras rugían los cañones humeantes y un ensangrentado revoltijo de hombres y monturas proporcionaban un fondo multicolor. El efecto de conjunto —de mansión de algún noble del siglo XIX— estaba sólo ligeramente mancillado por un penetrante olor a ácido carbólico y pulimento perfumado que invadía aquellas dimensiones institucionales.

Oí el ruido que hacía el muchacho al accionar los interruptores, pero no se encendió ninguna luz.

—No hay corriente —sentenció después de varios intentos—. O a lo mejor la han cortado en el abastecimiento principal.

Durante unos instantes pensé que se limitaría a esperar allí de pie a que algo pasase, pero hizo acopio de decisión, se dirigió a la puerta de una de las habitaciones delanteras y la abrió lentamente, casi como si esperase que alguien le diera una voz protestando desde dentro.

Lo seguí. La luz de la luna que entraba por las altas ventanas reveló una habitación grande con sillones y sofás rellenos en exceso y algunos muebles antiguos que habían conocido tiempos mejores. Se veía también una estufa decorada y un gran espejo que hacía que la habitación pareciera el doble de su tamaño.

—¡Mire! —me dijo el muchacho.

Pero yo ya lo había visto: un hombre se encontraba sentado en un sofá y estaba un poco caído hacia un lado, torcido en un ángulo imposible, como un muñeco abandonado. El muchacho dirigió la linterna hacia aquella figura.

—Apague la luz. Pueden verla por las ventanas.

Me acerqué al sofá. El hombre estaba muerto. Resultaba obvio por aquella postura forzada. La luz de la luna hacía que todo apareciera descolorido, pero la gran mancha oscura que tenía en el pecho era de sangre, y había otras en el sofá y también en la alfombra. Tenía la cabeza echada hacia atrás y el rostro era un caos terrible; tenía el cráneo abierto como un cascarón de huevo.

—Estese quieto un momento —le dije al muchacho.

—¿De dónde ha sacado esa Makarov?

—Estese quieto. Es sólo un juguete —le expliqué; pero el largo silenciador hacía que aquel cacharro resultase tan llamativo como un Colt.

Rápidamente registré los bolsillos del muerto. El cuerpo todavía estaba caliente. La sangre, húmeda, se iba volviendo pegajosa. Olisqueé el aire, pero no advertí el olor a aceite o a pólvora quemada que dejan los disparos de las armas de fuego. Aun así, era obvio que los disparos se habían hecho justo antes de que nosotros hiciésemos acto de presencia. Yo no era un experto, pero era improbable que el asesino hubiera abandonado los alrededores.

—Del tipo del bar —dijo el muchacho cuando cayó en la cuenta de dónde había sacado yo la pistola—. Debí adivinar que usted no quería cigarrillos… Él se la dio…

—Cierre la boca —le ordené. Aquélla era la clase de descuido estúpido que pone en aprietos a hombres buenos—. Domínese. Compruebe las ventanas y el pasillo.

Debió de darse cuenta de lo que había dejado escapar impulsivamente, porque comenzó a mirar a su alrededor, como si quisiera descubrir un micrófono o cables. Fue el nerviosismo que sintió al pensar que alguien pudiera oírle lo que hizo que se fijase en la ventana rota.

—El disparo ha venido del exterior —me indicó.

Sujetaba abierta la cortina y señalaba hacia un gran agujero redondo que se veía en el vidrio. Estaba aproximadamente a la altura adecuada para que un merodeador le disparase a un hombre que se encontrara sentado en el sofá.

—Apártese de la ventana… y cierre la cortina. ¿Puede cortarse la corriente desde el exterior?

—Sí. Los fusibles están en la escalera del sótano.

—Cierre la cortina. —El muchacho seguía junto a la ventana mirando hacia el jardín. Entonces, sin previo aviso, le oí emitir un profundo sonido de arcadas, y a continuación vomitó abundantemente, salpicándolo todo. Vaya, aquello era lo único que me hacía falta—. Vámonos, Kinkypoo —le dije con rencor mientras él seguía tosiendo, escupía y se limpiaba la cara con un pañuelo.

Oí que venía detrás de mí cuando salí al pasillo y abrí la puerta principal. Miré por el jardín. No había signos de movimiento, pero aquellas grandes sombras oscuras eran suficientes para ocultar a un batallón.

—Corra hacia el coche. Le cubriré lo mejor que pueda. Suba al asiento de atrás. Yo conduciré.

Supongo que era la manera que tenía de asegurarme de que no se fuese sin mí, pero para entonces ya tenía la desagradable impresión de que un grupo de recepción nos estaría esperando junto al coche.

—Lo siento —dijo.

No respondí.

—Váyase —le pedí.

Echó a correr por la hierba, abrió la puerta de hierro forjado de la verja y se lanzó a toda velocidad hacia la oscura calle. Lo seguí, aplastándome contra la pared al salir. El viento sacudía los árboles y producía sombras sobre los guijarros. No se veía a nadie en ninguna dirección, únicamente se veían los silenciosos coches estacionados junto a la acera. Tranquilizado, subí al asiento del conductor, cerré la puerta y puse en marcha el motor. El muchacho dio un portazo al cerrar la puerta con todas las fuerzas de que pudo hacer acopio, lo que produjo un ruido que se oyó a dos o tres manzanas de distancia.

—¿Qué sucede? —me preguntó con ansiedad.

Yo me cubría la cara con ambas manos, buscando un momento de oscuridad para poner en orden mi ingenio. Comprendí la ansiedad que había en la voz del muchacho. Cuando yo era joven había visto a algunos de los viejos agentes de la época de la guerra recurrir a aquella clase de gestos, y los había considerado casos perdidos, personas quemadas e inútiles.

—Estoy bien —le indiqué.

Arranqué con suavidad y avancé. Volví la cabeza para echar una mirada al asiento de atrás. El muchacho tenía manchas y marcas en toda la parte delantera del abrigo. Me miró y se limpió la boca, avergonzado. Apestaba a vómito agrio.

—Vaya embrollo. Pobre VERDI. ¿Cree usted que saldremos bien de ésta? —me preguntó.

—Quédese en el asiento trasero y vigile la carretera detrás de nosotros. Probablemente nos seguirán y nos detendrán en el puesto de control. Es así como les gusta trabajar. Querrán ver qué hacemos.

—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber—. ¿Quién le ha matado?

—¿Cómo sabe que VERDI vivía ahí?

—¿Cree que me recibía allí pero que ésa no era su casa? No lo sé. Sólo lo suponía.

—¿Siempre le recibió en esa misma habitación?

—Sí, siempre en esa habitación. Creo que estaban sobre él. Lo dejaron acudir a la cita y luego lo mataron.

—Es posible.

—Puede que me vieran la última vez que vine —dijo el muchacho. Luego añadió con voz más aguda—: Hay un coche…

—Ya lo veo.

—Un gran Mercedes oscuro. Giró cuando lo hicimos nosotros.

—No lo pierda de vista.

No quería cometer un error. Es muy fácil creer que le siguen a uno. ¿Qué porcentaje de coches que atravesaban el centro de la ciudad se dirigirían a la rampa de la Autobahn? Muchos, diría yo.

—Dé la vuelta a la manzana —me sugirió el muchacho.

—Eso les pondrá sobre aviso de que los hemos descubierto, y hará que parezca que estamos huyendo.

—Reduzca la velocidad y pare.

—No. Vamos a ver qué hacen.

—Redúzcala velocidad poco a poco.

—¿Para qué nos adelanten y bloqueen la carretera delante de nosotros?

—Tiene razón —reconoció el muchacho—. Entonces, ¿qué piensa hacer?

—Quiero que crean que se han equivocado de coche. Quiero ser muy inocente… muy respetuoso de la ley.

Al tiempo que lo decía me di cuenta de que sonaba como un plan basado en la desesperación; y lo era.

—Siguen detrás de nosotros. Y más o menos a la misma distancia.

Ya estábamos fuera de la ciudad, y viajábamos por un paisaje iluminado por la luna. La situación era desastrosa. Era más de medianoche. No era aquél un lugar para estar, allí, en medio de los nabos. Se podía extender una cortina de fuego de artillería y traer un par de excavadoras para enterrar los cadáveres sin peligro de atraer a ningún testigo.

—Voy a elegir un tramo de carretera apropiado y enfrentarme a ellos —le dije al muchacho—. Cuando me detenga y salga del coche, quiero que salte por encima del asiento y se ponga al volante en el asiento delantero. Mantenga el motor en marcha, pero no acelere. Mantenga la cabeza agachada. Cuando yo grite «vámonos», queme neumáticos… ¿Sería capaz de hacer eso por mí?

—Apueste lo que quiera a que sí.

—Me detendré. Luego echaré a caminar hacia ellos, dirigiré la luz de la linterna a sus ojos y actuaré como si fuera un turista algo bebido. Si son la clase de personas que yo creo que son, se bajarán del coche.

—¿Por qué?

—Porque no se puede hacer puntería disparando a través del parabrisas. Y asomarse por la ventanilla de un coche y disparar un arma es algo que sólo aprendió a hacer Humphrey Bogart.

—¿Va usted a parar, ir hacia atrás y salir de este lío hablando?

—Obsérveme y no espere demasiado tiempo.

—De acuerdo.

—Y no tome la ruta de la Autobahn. ¿Ve esa colina ahí delante, en el horizonte? Me detendré cerca del puente que hay al pie de la misma. Cuando yo grite «vámonos», meta una velocidad corta… tuerza bruscamente y gire cuando arranque. ¿Entendido?

—Lo haré bien —me aseguró.

La carretera era estrecha. Cuando llegamos a un puente de piedra que cruzaba un arroyo, aminoré la velocidad y me detuve; dejé el coche estacionado de tal modo que no había sitio para adelantarlo. Ellos también se detuvieron. Escondí la pistola en el bolsillo de la gabardina y luego, haciendo tanto ruido y barullo como me fue posible, abrí con energía la puerta del coche, me puse en pie, miré con los ojos entornados hacia los faros delanteros del coche que nos seguía y agité un brazo como si fuera un viajero inocente que no era capaz de encontrar la Autobahn y quisiera preguntar el camino hacia Helmstedt, el punto de cruce hacia el oeste. El suelo estaba helado, pero el agua del arroyo todavía corría: yo la oía a pesar del sonido de los motores de los coches.

El conductor del otro coche saltó inmediatamente de su asiento. Pude ver que había alguien en el asiento de atrás, pero las puertas traseras permanecieron cerradas.

Mientras caminaba hacia ellos, iluminado de lleno por el haz de luz de los faros delanteros, les pregunté a voces:

—¿Cuántos kilómetros faltan para Helmstedt?

Hablé con un estridente acento austríaco que no habría engañado a la mayor parte de las personas que se sentaban debajo de los árboles del Wiener Wald, pero que allí, entre los «prusianos», lo más probable era que resultara bastante convincente.

Articulé la pregunta para causar una confusión momentánea, y obviamente así fue, porque el conductor se inclinó para decirle algo al pasajero del asiento de atrás.

Cuando estuve lo bastante cerca como para ver lo que hacía, me tumbé sobre el vientre y disparé al neumático delantero que tenía más cerca, apuntando de manera que la entrada y la salida de la bala arrancase un fragmento de la banda de rodaje lo bastante grande como para desinflar incluso el mejor de los neumáticos resistentes a los pinchazos. Como todas las pistolas rusas, la que los alemanes orientales llaman Pistola M es una maquinaria toscamente diseñada con un sencillo sistema de retroceso y un ángulo de culata en forma de letra L, pero sus diseñadores soviéticos le dieron una exactitud legendaria que en situaciones apuradas compensa todas las deficiencias. ¡Bang! El ruido fue ensordecedor, pues el antiquísimo silenciador no proporcionó reducción alguna de sonido. Era demasiado tarde para quitarlo. Apreté el gatillo y se produjo la rigidez habitual justo antes de que el arma se encasquille. Lancé una maldición y tiré del gatillo con más fuerza. Debía de tratarse de falta de aceite, porque la pistola funcionó y vi arrancarse un trozo del segundo neumático.

El sonido del aire al escapar pareció durar eternamente. Me puse en pie de un salto y corrí hacia mi coche. El muchacho aceleró el motor. Los disparos habían hecho salir del coche al pasajero del asiento de atrás, que se agachó en un intento de ver los neumáticos. El conductor seguía en la misma posición: de pie, con los pies separados, y mirándome como petrificado por los repentinos acontecimientos. Me detuve y, para mantenerlos con la cabeza baja, disparé un último tiro para que pasara por encima de la cabeza del conductor. Pero mi mano no estaba firme y lo que intentaba ser un susto lo tumbó. El pobre cabrón giró sobre sí mismo y cayó apretándose el pecho con las manos; luego rodó por el suelo gimiendo, pataleando y meciéndose boca abajo, apretándose contra la helada carretera como si eso pudiera aliviarle el dolor.

—¡Mierda! —exclamé—. Vámonos, vámonos.

Me lancé sobre el asiento del lado del conductor. El coche pegó un bote y salió disparado antes de que yo hubiera cerrado la puerta, y cuando lo hice de un portazo me golpeé la cabeza contra el cristal de la ventanilla, lo que produjo un agudo crujido. El muchacho oyó el ruido y me miró fugazmente para ver si seguía consciente. Pero yo tengo la cabeza dura; es una de las pocas cualificaciones que se requieren para el trabajo que hago.

—¡Pisa a fondo! —le dije.

El motor rugió cuando el muchacho apretó el pedal con el pie y salimos colina arriba en velocidad corta, lo que produjo un gran estruendo.

—El pasajero está subiendo al asiento del conductor. Nos está siguiendo —me informó el muchacho a voces.

—Mantenga los ojos puestos en la carretera —le dije.

El segundo hombre estaba haciendo un valeroso intento por perseguirnos, a pesar de las chispas que salían de la superficie de la carretera mientras los neumáticos aleteaban alrededor de las llantas.

Cuando el Volvo culminó la colina el muchacho cambió de marcha. Miré hacia atrás y vi que el Mercedes se atravesaba en la carretera sin control, mientras negras serpientes de caucho revoloteaban al hacerse pedazos los neumáticos. A pesar de los desesperados esfuerzos del conductor del Mercedes, el coche se fue parando, titubeó y luego rodó lentamente hacia atrás hasta dar contra una zanja. El coche quedó inclinado hacia arriba de manera que los faros brillaban hacia el cielo. Más allá, al pie de la colina, vi al otro hombre, que seguía retorciéndose en el suelo sin dejar de apretarse el pecho. Pero mientras lo observaba sus movimientos fueron haciéndose más lentos. Luego la cima de la colina me impidió seguir viendo aquella horrible escena.

—¡Ha estado usted fantástico! —me dijo el muchacho, presa de una gran excitación—. ¡Qué demonios, ha estado increíble! Se lo ha cargado.

—Sí, hay que ver qué listo soy. Eso era exactamente lo que trataba de evitar.

—¿Qué intentaba evitarlo? ¿Qué?

—Ellos no nos lo perdonarán —le dije en tono fúnebre—. Y hay un testigo que sigue vivo. Con toda seguridad se trata de hombres de Moscú, no alemanes. Usted no sabe hasta dónde son capaces de llegar con tal de hacérnoslo pagar.

—¿Quiere volver y matarlo?

Me humedecí los labios. Durante unos instantes estuve a punto de decir que sí. Era lo más lógico y sensato, aunque fuera la clase de solución que pasan por alto en la escuela de entrenamiento. Pero en aquel momento yo no estaba seguro de estar preparado para matar a un hombre a sangre fría. Me sentía agotado, y la experiencia me decía que el muchacho no sería capaz de hacerlo.

—Siga adelante —le dije.

Viajamos a toda velocidad a través de la noche, como atracadores de banco borrachos; el muchacho tomaba las curvas de las estrechas carreteras secundarias a velocidades peligrosas. Estaba sofocado y excitado, y conducía muy por encima de sus habilidades. De pronto dijo:

—¿Qué le parece si echamos un vistazo por la Autobahn?

Era tentador, desde luego. Estábamos cerca de la ruta principal que va desde Berlín hasta los rótulos luminosos de la libertad. En la Autobahn habría muchos alemanes occidentales, viajantes de comercio y camiones que rodaban pesadamente por lo que nosotros llamábamos «la zona soviética» en su ruta normal entre el sector oeste de Berlín y Alemania Occidental. Pero aquel atajo era demasiado tentador, demasiado lógico, demasiado conveniente para que fuera seguro.

—No. Es el primer lugar que bloquearán.

—Tengo más papeles —me indicó el muchacho—. En una cajita soldada a la parte inferior del coche.

Era el señor Supereficiente.

—No —le dije—. Y vaya más despacio. A su gato pulgoso no le pasará nada porque esté un día sin comer. Olvídese de la Autobahn. No vale la pena correr el riesgo. El ordenador de tráfico de la parte oeste capta a los conductores que tienen multas de hace cinco años impagadas en su ciudad de residencia.

—Tiene razón.

Se serenó un poco.

—Siga el plan —le pedí.

—El plan se ha deshecho. VERDI está muerto; un hombre de la oposición está muerto… puede que sean dos. No tenemos a ningún tránsfuga que necesite papeles falsos y un medio de transporte.

—Siga el plan —repetí—. Suponga que VERDI no sea el muerto; suponga que VERDI haya escapado.

—Está loco. Nos vamos a jugar el cuello para nada.

—Puede que esté loco. Usted no ha estado nunca ahí fuera, donde todos nos volvemos locos; si no, estaría loco también. —Recordé las muchas veces que las cosas se habían puesto mal para mí. El agente de campo siempre confía desesperadamente en que la operación pueda salvarse. Se agarra como a un clavo ardiendo a la esperanza de que los hombres asignados a encontrarse con uno no corten por lo sano y echen a correr—. Iremos al piso franco y esperaremos una hora hasta que los equipos de alerta de la Stasi hayan realizado los controles preliminares. Viajar en coche a estas horas de la madrugada por carreteras rurales hace que me sienta muy llamativo. En cualquier momento mandarán un helicóptero para que vuele por encima de nuestras cabezas.

—Hay una iglesia rural a unos doce kilómetros de aquí. El pastor es uno de los nuestros, un hombre con experiencia.

—De acuerdo —le dije—. Salgamos de la carretera. Volveremos a ella cuando empiece el tráfico de la gente que se dirige al trabajo. Aquí, en un lugar tan apartado y de noche, resultamos demasiado llamativos.

 

Antes de la guerra aquella aldea había sido pulcra y próspera, una perspectiva deslumbrante de paredes blanqueadas, flores, granjas bien cuidadas y la iglesia en su mimado centro. Ahora era un pequeño racimo de casas miserables. La antigua iglesia había sido destruida, al igual que la mitad de la aldea, por un bombardeo de la RAF en 1944. Cuando la guerra terminó, el comandante de la guarnición del Ejército Rojo permitió a los aldeanos construir una cabaña en el mismo lugar y continuar celebrando los servicios. Los políticos comunistas alemanes de posguerra fueron bastante más hostiles hacia la Iglesia de lo que lo habían sido las tropas rusas, y aquella estructura temporal —parcheada y apuntalada— seguía siendo el único lugar de culto de los aldeanos.

Aparcamos el Volvo en el granero, al lado de un tractor oxidado, y el muchacho encontró unas llaves escondidas en las entrañas del motor del tractor. Debajo de la cabaña provisional se había vuelto a poner en uso la cripta de la vieja iglesia. Me hizo bajar con él por un tramo de escalones de piedra, y cuando encendió las luces apareció a la vista toda la cripta, una extensa zona subterránea abovedada. Una parte se había convertido en capilla, con un altar permanente y un extraño surtido de sillas que probablemente se habrían reunido durante aquellos años, donadas por la congregación. Al parecer, un altar grande y austero y un candelabro se habían salvado del naufragio de la iglesia arrasada; los habían reparado y puesto allí de nuevo para convertirse en la pieza central de aquel improvisado santuario.

El pastor llegó cinco minutos después. Saltar de la cama completamente despierto y despejado en mitad de la noche forma parte del trabajo de un buen pastor, igual que para un agente, un bombero o un policía.

El viejo pastor me resultaba extrañamente familiar: el rostro curtido, con arrugas, y unas anticuadas gafas de montura de acero. Recordé que lo había visto un par de veces en Berlín, en casa de conocidos mutuos. Exhibía una ilimitada energía mientras daba zancadas por la habitación encendiendo luces y colocando en su lugar tazas de café, panfletos, libros de oraciones y flores secas con la dedicación que despliegan los neuróticos cuando necesitan tiempo para pensar. Llegó una mujer que llevaba una bata sin mangas y con un estampado de flores, y sin decir palabra nos preparó una jarra de café maloliente mientras el pastor hablaba de naderías sobre la aldea y resistía cualquier tentación de hacernos preguntas.

—Hemos perdido a nuestro contacto —le explicó el muchacho mientras tomábamos el café—. No creo que nuestro hombre haya revelado, lo más seguro es que a él no se lo dijeran, que ésta sería nuestra primera parada, pero yo quería actuar de acuerdo con las reglas.

Se dio la vuelta hacia mí para incluirme en su discurso, como si yo pudiera contradecirle y contarle al pastor que nuestro hombre estaba muerto en un sofá empapado de sangre en Magdeburgo. Y que éramos fugitivos que acabábamos de matar a un funcionario del gobierno y que lo más probable era que trajésemos el merecido castigo pisándonos los talones.

—Pobre diablo —dijo el pastor sin mostrar una preocupación realmente convincente. Se volvió por completo, como si hubiera llegado el momento de prestarnos toda su atención—. Si está ahí fuera mientras una alarma general le suena en los oídos, espero que Dios le proteja.

Me pregunté cuánto le habrían dicho al pastor. Me fijé en un traje oscuro y ropa de abrigo colgados de una silla, que olían fuertemente a naftalina. Si aquellas ropas estaban destinadas a disfrazar a nuestro desaparecido tránsfuga, al pastor debían de haberle contado muchas cosas, incluso el número de zapatos que usaba VERDI.

—Han matado a una persona —dijo el muchacho—. Podría ser nuestro contacto… Y hemos tenido problemas en la carretera. Deben estar preparados para posibles registros casa por casa.

—No es frecuente que las cosas salgan según lo planeado —dijo el pastor, que permanecía demasiado tranquilo, de un modo poco natural en aquellas circunstancias. La única muestra de ansiedad se manifestó en el modo en que sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con la firme determinación del adicto. Exhaló el humo—. Está dentro de la naturaleza del trabajo clandestino que muy a menudo ocurra lo inesperado. Se hacen planes para cubrir tres eventualidades diferentes, pero ocurre la cuarta. —Sonrió y cogió la jarra de café—. Lo dijo Moltke; lo dijo hablando de la guerra.

—No quiero más café.

Puse la mano sobre la boca de la taza de porcelana.

—Aquí tiene lugar una guerra —continuó diciendo—. De nada sirve negarlo. Los hombres siempre están en guerra. Siempre estamos en guerra porque cada hombre está en guerra consigo mismo.

—¿Es otro dicho de Moltke? —pregunté.

Me había estado mirando con intriga y ahora, con la jarra en la mano, se aventuró.

—Nosotros ya nos conocíamos. ¿Se acuerda? Nos vimos en una especie de celebración en una casa particular, en Kopenick… No, espere… fue en un hotel cerca del Ku-Damm, en una fiesta de disfraces. ¿Conozco a su esposa?

Lo formuló como una pregunta.

—Es posible —repuse con cautela.

—Sí, trabajé con ella. Es una gran mujer.

Lo dijo con tal reverencia y respeto que me sobresaltó.

—Sí —convine.

Quizá mi apagada respuesta lo animó a seguir.

—Ella nos puso en marcha en nuestros primeros pasos hacia la libertad. Desde luego, nos queda aún mucho camino por recorrer, pero fue su esposa quien nos enseñó que debemos luchar. Nunca habíamos luchado. Fue una lección difícil de aprender.

Yo debía de parecer desconcertado. No era un secreto que mi esposa había desertado hacia el Este en un elaborado plan, que tuvo éxito y que había alentado una extensa oposición popular a los gobernantes comunistas. Yo había oído hablar a otras personas de los profundos logros de mi esposa, y siempre había dado mi aprobación sin más. Pero esta vez no lo hice.

—¿Qué hizo ella? —le pregunté.

El pastor sonrió. Tenía por cara una de esas máscaras de goma que se relajan de un modo natural al sonreír. Era una cara anticuada, del tipo que Hollywood suele utilizar para los personajes de sacerdotes que tocan la armónica y le dicen cosas profundas a Bing Crosby.

—Tiene usted que comprender cómo han sido siempre las cosas para la Iglesia en Alemania Oriental —dijo—. Incontables y pequeños principados, cada una de cuyas religiones era decidida por el príncipe o el obispo gobernante. Eso aseguraba que la Iglesia y el Estado fueran indivisibles. Incluso en la época nazi los funcionarios que cobraban los impuestos del Estado recogían también los derechos de la Iglesia de todos los ciudadanos y se los pagaban a la Iglesia. No es de extrañar que a nosotros, los hombres de la Iglesia, nos resultase tan difícil enfrentarnos a los nazis. Y luego, después de la guerra, fue aún más difícil resistirse al institucionalizado anticristo del comunismo. Nos independizamos del Estado. Pero su esposa les dijo a las Iglesias de todas las denominaciones que si alguna vez había que resistirse e intentar derrocar a ese monstruoso régimen que sufríamos, los lugares de la resistencia deberían ser santuarios ofrecidos por la Iglesia: los templos alemanes. —Dio un sorbo al café. El muchacho y yo asistíamos en silencio a aquel despliegue de emoción. El pastor añadió—: Lenin dijo: «Quienquiera que controle Alemania será el dueño de Europa». Éste va a ser el último lugar al que renuncien los comunistas.

Aquel apasionado discurso me había llenado de intranquilidad, pero cualquiera que se enfrentase a los comunistas en su estado policial necesitaba albergar ese tipo de sentimientos en lo más profundo del corazón. Porque últimamente los políticos locales habían empezado a darse cuenta de lo que les estaba ocurriendo a sus colegas —los comunistas corruptos que gobernaban los países vecinos—, y comenzaban a identificar a las Iglesias como el más peligroso de los enemigos.

—Yo rezo por ella —concluyó el pastor—. Toda mi grey reza por ella. Cuídela.

—Sí —dije yo.

—Pronto amanecerá —intervino el muchacho.

Había estado paseando sin dejar de arrastrar los pies, como si aquella conversación de altos vuelos le hubiera hecho sentirse incómodo.

—Usted es demasiado joven para comprenderlo —le indicó el pastor con suavidad—. Sólo los viejos sabemos lo bastante para llorar.

De pronto recordé dónde había visto al pastor por última vez. Él había asistido a una gran fiesta de disfraces en el hotel de Lisl Hennig, en Berlín Occidental. Fue la noche en que todo pareció estropearse. A mi mujer la trajeron del Este aquella misma noche. Nos vimos implicados en un estúpido tiroteo en la Autobahn y vi cómo asesinaban a mi cuñada Tessa. Aquella noche salí de Alemania e hice la solemne promesa de que no volvería nunca. Nunca.

—Sí, ahora lo recuerdo a usted —le dije al pastor—. La fiesta en el hotel cerca del Ku-Damm.

En medio de aquella frenética colección de juerguistas, yo había tomado al pastor —que iba vestido con el traje de clérigo y el alzacuello— por un invitado más que había decidido ponerse aquel disfraz. Quizá su presencia allí aquella noche constituía una de las piezas que faltaban en el rompecabezas, que distaba mucho de estar completo.

—Sí, yo estaba allí aquella noche —admitió.

Había estado a punto de añadir algo más, pero se detuvo de pronto cuando oímos el sonido de unos vehículos que se acercaban por la carretera. Eran varios. Redujeron la velocidad y se metieron en el patio de la iglesia, empedrado con guijarros, donde estaba el granero en el que habíamos dejado el Volvo. Confié en que no se les ocurriera registrar por allí, porque si veían el Volvo con matrícula de Alemania Occidental empezarían a destrozarlo todo.

—¡Recen! —nos recomendó el pastor, al tiempo que se postraba de rodillas. Ahora yo oía con mayor claridad. Eran dos vehículos: uno con motor diésel, muy pesado, y otro de gasolina. Se oyeron fuertes chirridos y el rechinar de los frenos hidráulicos. La puerta de un coche se abrió y se cerró de golpe. Eso significaba una persona. Mala señal. No me cabía la menor duda de que el camión pesado contenía un equipo armado de asalto de la policía, cuyos componentes estarían sentados en silencio y alerta en espera de órdenes—. ¡Recen! —repitió el pastor; y me hundí de rodillas delante de él; lo mismo hicieron el muchacho y la mujer que había preparado el café.

El pastor comenzó una sibilante letanía de plegarias mientras las tachuelas de metal de las botas resonaban en los escalones de piedra. Sofocando un gemido de dolor, la mujer se puso en pie, se frotó la rodilla artrítica y salió al encuentro del visitante con un saludo suave y deferente en los labios y una taza de café caliente en la mano.

—¿Ocurre algo? —le preguntó.

—Sí —respondió el policía sin dar más explicaciones. Tomó un sorbo de café.

—Una noche de continua oración —dijo la mujer.

Explicó nuestra presencia allí diciendo que éramos feligreses afligidos de un pueblo vecino. Tenía un fuerte acento local, y cuando continuó dando explicaciones tuve graves dificultades para entenderla.

Con los ojos entrecerrados conseguí ver al policía; estaba de pie con las piernas separadas y nos miraba fijamente. El uniforme revelaba que se trataba de un policía local, al que sin duda habían enviado para guiar a un equipo de forasteros de Magdeburgo —quizá reclutas— que no conocían los distritos rurales. Impacientes bocinazos de uno de los coches hicieron que el policía mirase el reloj. Luego se oyó el sonido de otra puerta de coche y el estruendo apresurado de botas al acercarse.

—No hay tiempo para una taza de café —le gritó alguien desde lo alto de los escalones de piedra.

El invisible comandante, desconcertantemente acertado en lo referente al café, tenía la voz dura y con un acento parecido al berlinés, el que los hombres cultos de ciudad utilizan para dar órdenes a los que consideran unos palurdos campesinos.

Sobresaltado por aquella observación, el policía volvió a poner bruscamente la taza de café en la mano a la mujer.

—Aquí todo está en orden, capitán —voceó el policía.

Y echó a andar para ir a reunirse de nuevo con su jefe. La República Democrática Alemana —que más bien era una dictadura no democrática gobernada por los soviéticos— estaba cambiando. Allí, en los distritos rurales, algunos de los oficiales más cautos habían empezado a hacer apuestas sobre el día en que ocurriría lo impensable y su competencia empezara a formar parte de una república verdaderamente democrática, con todas las peligrosas consecuencias que semejante giro pudiera acarrear para los que se encontraban en aislamiento rural.

—No hace falta que sigan fingiendo que rezan —nos indicó el pastor cuando el ruido de los dos vehículos se hubo apagado por completo.

—Yo no estaba fingiendo —observé.

El viejo me miró y se puso en pie.

 

Había sólo una fina línea púrpura en el horizonte cuando volvimos a salir a la carretera. Conducía el muchacho; yo quería mirar el entorno.

—El pastor es un viejo decente. Su familia tenía grandes propiedades aquí. Eran terratenientes desde sabe Dios cuándo. Durante la guerra se alistó voluntario en los submarinos alemanes —me explicó el muchacho—. Una vez que acabó la guerra, cuando lo liberaron del campo de prisioneros de Inglaterra, regresó y se encontró con que habían confiscado, sin compensación alguna, las propiedades de la familia. Fue realmente mala suerte. Los rusos sólo se apoderaban de las granjas que tenían más de cien hectáreas y la suya sólo tenía unas cuantas más.

—Y entonces encontró a Dios —observé.

—No, eso es lo más curioso. Al principio se convirtió en un ferviente comunista. Fue más tarde cuando regresó a la Iglesia y empezó a trabajar contra el régimen.

—Esas cosas pasan.

—Decía que antes pensaba que Karl Marx era economista. Pero que cuando se dio cuenta de que Marx era un moralista empezó a ver que sus teorías tenían muchos defectos. —Al ver que yo no decía nada, me preguntó—: ¿Ha leído usted a Marx?

—Karl Marx era un chiflado —repuse—. Debió mantener la boca cerrada, como Harpo.

—Llegaremos temprano a Berlín. ¿Quiere devolverle la pistola a su amigo?

—¿No le he dicho que se olvide de la pistola?

Había dejado que se me notase el enfado.

—Perdone, jefe.

—Tengo que librarme de ella. Gracias por recordármelo.

—¿Es por el tiroteo por lo que está preocupado?

—¿Quién ha dicho que estoy preocupado?

—Lo ha hecho todo a la perfección —dijo con un calculado énfasis para darme ánimo—. Ha sido fantástico.

—Pero huele como si todo hubiera salido mal —dije—. ¿Quiénes eran aquellos matones?

—¿Los del Mercedes SEL 500 nuevo? Debían de ser de la Stasi, rezagados de la KGB o algo parecido. No eran inocentes campesinos de camino hacia la iglesia, si eso es lo que le preocupa.

—No hacían más que transitar por una carretera pública. Y yo les disparé.

—¿No hablará en serio?

—Lo que me preocupa es que no respondieron a los disparos. Éste es su territorio. En un coche así siempre meten toda clase de armas… y gorilas como aquéllos, siempre disparan primero.

—Pero…

—Me da la impresión de que nos han tomado el pelo. Tengo la desagradable sensación de que, aparte de dispararle al conductor, hemos hecho todo lo que los de la otra parte querían que hiciéramos desde el mismo momento en que nos detuvieron en el control de la milicia.

—Pues si está usted en lo cierto, la hemos hecho buena.

El muchacho no pensaba privarse de su jubilosa satisfacción.

—Y no mencione en su informe el bar de Krohn ni la maldita pistola.

—Puede fiarse de mí, viejo.

—Puedes ahorrarte lo de viejo, Kinkypoo.

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