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—TENGO tu informe —dijo Frank Harrington—. Lo he leído con detenimiento.

Frank Harrington era el jefe de la unidad de campo de Berlín. Como los rusos llaman «rezidentura» a las unidades equivalentes a las nuestras, a él solía llamársele el «rezidente» de Berlín, y eso había pasado al uso oficial. Frank, aunque ya no era joven, tenía porte de soldado, el rostro muy pálido y un bigote cerdoso y romo, de modo que a menudo lo tomaban por un oficial de la guarnición británica. Había sido uno de los mejores amigos de mi padre.

No respondí. Dicky Cruyer, controlador de los puestos en Alemania y provisionalmente a cargo de las operaciones en Londres, había acudido presuroso a Berlín. Presumiblemente quería estar allí cuando llegase VERDI. Estaba de pie junto a la ventana, mirando por entre las persianas hacia el extenso jardín trasero de Frank Harrington, mientras chupaba la punta de su pluma estilográfica Mont Blanc e intentaba no interrumpir. Aunque últimamente se hacía cada vez más difícil distinguir a los militares de los demás, la de soldado no era la primera profesión que a uno le venía a la cabeza si trataba de adivinar la ocupación de Dicky Cruyer. Tenía el pelo rizado muy poblado, le gustaba llevar ropa vaquera descolorida y de marca y el tipo de botas de cowboy profusamente decoradas como las que llevaba puestas aquel día.

En otra parte de la ciudad, las oficinas de Berlín estaban temporalmente ocultas tras un capullo de andamiaje, pues disfrutaban de un proceso de restauración que se tenían bien merecido desde hacía tiempo. Para alejarse de los gritos de los obreros de la construcción, del regular estruendo que producen las varas de metal cuando caen desde lo alto hasta la acera y del penetrante olor a pintura, Frank había decidido quedarse en su casa, y utilizaba el despacho que había instalado en una de las habitaciones del piso superior de la grandiosa y antigua mansión berlinesa que tenía en Grunewald. No estaba encendida ninguna de las luces de la habitación, y sólo la luz diurna tenue y melancólica se filtraba por las rendijas de las persianas. La sombría luz del entorno doméstico, la quietud y el silencio en que habían caído los dos hombres producían la impresión de que compartían una pena casi abrumadora en la cual me resultaba difícil irrumpir. Estaba esperando a que uno de los dos hablase.

Miré a mi alrededor. Aquélla era la mansión que se le había proporcionado a Frank en su calidad de rezidente; yo conocía la habitación de cuando mi padre ocupaba aquel codiciado cargo. Todavía estaba allí el mismo sofá de cuero acolchado lleno de arañazos, descolorido y gastado, pero que me era tan familiar como un viejo amigo. La pared estaba adornada con cabezas cornudas de veloces cuadrúpedos. Resultaba difícil creer que Frank hubiera disparado contra alguna de aquellas afligidas bestias, porque Frank —a pesar de su melancólica actitud hacia la profesión de las armas— siempre había mostrado una curiosa aversión por las armas de fuego. Conseguir que le proporcionase a uno cualquier clase de pistola era una lucha tal que la mayoría de los agentes encontraban más fácil hacerse con una por su cuenta. En medio de los trofeos de caza había un retrato oficial de la reina, de color sepia. Estaba colgado inmediatamente por encima de un cofre militar de madera de alcanfor en el cual estaba encerrada la máquina de escribir antigua de Frank Harrington; un tótem del papel ascendente que el papeleo había tenido al servicio de la Corona.

Algo inolvidable, aquél fue también el día en que la calefacción de la mansión de Frank tuvo una avería que desafió todos los esfuerzos de decididos especialistas en calefacción; ésa era la causa de que los tres llevásemos puestos los abrigos. La antigua estufa, de casi dos metros de altura, que se alzaba en un rincón, estaba recubierta con baldosas antiguas de un bonito estampado en colores azules, y hacía ya muchas décadas que se había puesto en uso por primera vez. El bienestar que proporcionaba era por completo ilusorio. A pesar de los esfuerzos llevados a cabo por los criados de Frank con haces de astillas y páginas arrancadas de Der Spiegel, seguidas de las hojas más inflamables de Die Welt, no se veía la menor señal de llama a través de la puerta —apagada y descolorida— de mica, pero el inconfundible aroma de papel quemado me producía espasmos en los orificios de la nariz.

—El informe es una obra maestra —dijo Frank, hablando como si aquel veredicto fuera el resultado de una larga y profunda reflexión. Estaba sentado delante de la estufa, muy erguido en una silla de madera, y llevaba puesto un abrigo de espiga de lana suave, con un tejido y corte tan hermosos que, de no haber conocido a Frank tan bien como lo conocía, habría sospechado que aquél era el motivo por el que habían apagado la calefacción—. Lo incorporaremos a las clases teóricas de la escuela de entrenamiento y algún futuro director general citará de memoria páginas del mismo.

Aquel pesado sarcasmo no era algo que formara parte de la naturaleza de Frank, amigable y más bien dado a curar las heridas que a frotarlas con sal.

El silencio que siguió sólo fue roto por el sonido que producía Dicky al dar golpecitos con la cara pluma contra sus dientes, todavía más caros. Reconocí la expresión de aquel rostro: Dicky estaba pensando, perdido en un mundo de sueños, planes y ambiciones. Al darme cuenta de que se esperaba de mí una respuesta, y con el reciente ascenso de Dicky —aunque fuera provisional—, que me recordaba que el Departamento se inclinaba a valorar el esfuerzo por encima de los resultados, dije:

—He pasado mucho tiempo escribiéndolo.

—Estoy convencido de ello —dijo Frank, al tiempo que soltaba un bufido—. Y yo he pasado mucho tiempo leyéndolo. La primera vez que lo leí quedé maravillado. Allí había un informe que, al parecer, era razonado, agudo, reflexivo e informativo.

No dije nada. Con una perversidad que le atormentaba, y que yo siempre había sospechado que era producto de los años que había pasado en un colegio privado, Frank, que estaba intentando dejar de fumar, jugueteaba sin cesar con la bolsa de hule que contenía la pipa y el tabaco preferido.

—Lo leí dos o tres veces más —indicó Frank, al tiempo que se levantaba y dejaba caer la bolsa encima de la mesa—. Para cerciorarme de hasta qué punto todo es evasivo, ambivalente y poco comprometido.

—Trato de ser empírico —observé.

—Arrogante, diría yo. Incluso cuando te encuentras con un pastor luterano lo llamas «un hombre con traje de clérigo». ¿En qué punto se convierte en evasiva una observación cauta?

Sólo porque en gran medida la irascibilidad de Frank se debía a que había renunciado al tabaco, no me resultó más atrayente ser el blanco de sus amargos comentarios. Lo miré con amable atención y no contesté.

—Sí, ya sé que has estado ausente —continuó diciendo Frank—. Sé qué opinas que el Departamento te ha tratado mal. Y que estás resentido por no habértelo dicho todo acerca de la decisión de enviar a tu esposa al otro lado con doble…

—Nada —le corregí con suavidad—. No se me dijo nada.

Dicky había estado mirando fijamente hacia el jardín sin dar muestras de haber estado siguiendo el interrogatorio de Frank ni mis respuestas. Frank hizo una pausa lo bastante larga como para que Dicky se diera la vuelta y dijera:

—¡Por el amor de Dios! ¡Un poco de discreción! Ésa es la esencia del negocio en el que estamos metidos. —Llevaba puesto un abrigo corto de cuero negro de diseño cruzado que se completaba con muchas hebillas, botones y trabillas en los hombros. Al moverse, el forro de seda de color rojo vivo quedó a la vista. Al parecer acababa de estrenarlo. Supuse que lo habría comprado en una de las elegantes tiendas de hombre del Ku-Damm; todos los que visitaban la ciudad encontraban tiempo para hacerles una visita—. Se supone que eres agente secreto, Bernard. ¿Cómo es posible que te quejes del modo en que se guardan los secretos?

Vi que Frank hacía un movimiento como si estuviese remando con la mano lacia que le colgaba a un costado. Era una seña que le hacía a Dicky para que se callase y le dejase a él llevar la situación. Luego dijo:

—Todavía nos sigues juzgando, Bernard. Y eso no es sano.

—No, a no ser que prefieras quedarte de forma permanente detrás de una mesa de despacho en cualquier parte —dijo con voz arrastrada Dicky. Y sólo por si aquello me sonaba como la amenaza que era realidad, añadió, como si él no tuviera nada que decir en lo referente a cargos y destinos—: Ya sabes cómo son en Londres.

—Me gustaría que fueras un poco más explícito —me pidió Frank.

—Nos la jugaron —le dije.

—¿Por qué no os metieron en el saco?

—¿No sería eso lo que intentaban hacer? —le pregunté.

—¿Los hombres del coche a los que disparaste? Hum… —Frank se frotó el mentón como si se quedase pensando en lo que yo había escrito—. No parece un esfuerzo muy serio aunque se te hubiera pasado algo por alto.

—¿Ah, no? ¿Y qué tenían que haber hecho para que el esfuerzo pareciese más serio? —le pregunté sin poner de manifiesto la irritación que sentía.

Ninguno de aquellos dos hombres de despacho habían oído nunca un disparo hecho con ira, así que no me gustó que menospreciaran una acción que, en las raras ocasiones en que les ha ocurrido a hombres de mayor rango, ha sido ensalzada con floridos cumplidos y ascensos. Sonreí.

—El servicio de monitorización no oyó nada: ni órdenes de bloquear la Autobahn ni instrucciones de poner controles en Berlín. Nada.

—El coche de aquellos individuos cayó en una zanja —les expliqué—. Puede que acabaran inconscientes y los llevaran a un hospital.

—Quizá sea eso —dijo Frank en un tono que indicaba que aquella probabilidad no era de las primeras que él tenía en su lista de explicaciones posibles—. Pero VERDI… ¿por qué esperaron fuera y le dispararon por la ventana? ¿Por qué no desde dentro? ¿Por qué no en un lugar más discreto?

—Yo no he dicho que sea un hecho que le disparasen por la ventana —observé.

—Ya lo he notado —dijo Frank. Dejó que las páginas de mi informe revoloteasen en la cálida corriente que producía un calefactor de aire que uno de los criados había colocado para que se nos calentasen los pies—. ¿Por qué?

—El agujero de la ventana no lo había hecho una bala.

—¿Estás seguro?

—Sí —respondí—. Es algo que uno aprende a reconocer. No entraré en detalles.

—Pues entra en detalles —me pidió Dicky, que de repente había decidido intervenir en la conversación—. Me interesa saber cómo es posible que te muestres tan categórico sobre eso y aun así lo omitas en el informe.

Miré a Frank, que levantó una ceja.

—Un proyectil a gran velocidad que atraviesa un cristal —les expliqué—, la bala de una pistola, por ejemplo, produce fracturas radiales y varias fracturas concéntricas. En ese caso no había nada de eso. Además, el agujero hecho por una bala produce polvo de vidrio, que queda alrededor del orificio. Un proyectil que no alcance excesiva velocidad, como una piedra, arranca un pedazo de cristal y deja el borde más suave y limpio.

—¿Me estás tomando el pelo, Bernard? —me preguntó Dicky, al tiempo que movía la cabeza de un lado al otro para reforzar su incredulidad. Frank miró primero a uno y luego al otro y adoptó su papel favorito de árbitro imparcial—. ¿Esa teoría es tuya o la has sacado de algún manual de reparaciones caseras?

—Desde luego, Dicky, hasta el más torpe colegial sabe que el vidrio es un líquido superenfriado que, bajo el impacto de un proyectil que se mueva a gran velocidad, se dobla hasta romperse en largas grietas que irradian desde el punto del impacto. Continúa doblándose hasta que acaba por producir una serie de grietas concéntricas a partir del punto del impacto. Además, un proyectil a gran velocidad produce un tipo de agujero completamente diferente. Fragmenta o pulveriza el vidrio al salir, lo cual revela la dirección del proyectil. El grado de fragmentación suele dar una idea aproximada de la distancia desde la que se ha producido el disparo; cuanto más cerca, más fragmentación.

Frank sonrió.

—Vale, listo de mierda —dijo Dicky—. Entonces, ¿por qué no dijiste que, definitivamente, el asesino no estaba esperando fuera? ¿No dijiste que estaban esperándolo fuera?

—Porque el asesino pudo dispararle por un agujero que ya estuviera hecho —observé.

—Eso tampoco lo dijiste —se quejó.

—No puedo estar seguro de lo que dije. —Si hacía falta alguna prueba para decirme que estaba metiendo la pata, allí estaba el mal momento que había elegido para dar una conferencia sobre cristales rotos. En los viejos tiempos habría tenido más cuidado al restregarle por la cara la arena de la ciencia a una prima donna como Dicky, sobre todo en presencia de Frank, un veterano al que todos respetaban o decían respetar—. El hecho es que no me quedé allí para averiguarlo.

Dicky había estudiado en la Universidad de Oxford y había salido de allí con una indiscutida fama de inteligente. Esa fama había perdurado. La inteligencia no se mide ni se cuantifica del mismo modo que los exámenes aprobados o el hecho de que uno reme con tenacidad, de manera que no constan en los archivos. La inteligencia es una vaga característica no siempre respetada por los ingleses de la clase de Dicky; sugiere astucia y la clase de trabajo duro y determinación que señala al trepador social. Y así la inteligencia de Dicky quedó como una amenaza siempre presente, pero como una promesa aún no cumplida. Me miró y esbozó una sonrisa agria.

—Pero ¿por qué cortar por lo sano y huir, Bernard? Tenías contigo a un hombre competente.

—Un muchacho inexperto.

—Intrépido —me corrigió. Aquello me sugirió que quizá el muchacho fuera uno de los protegidos de Dicky, algún amistoso graduado que habría conocido en una de las frecuentes alcohólicas visitas a su alma mater—. Ya lo habíamos utilizado en un par de trabajos anteriores; es verdaderamente intrépido.

—Un hombre verdaderamente intrépido es más de temer como camarada que como enemigo —observé.

Frank se echó a reír antes de que Dicky hubiera asimilado aquello. En la mano de Frank, junto con el informe que le había presentado de nuestra fracasada misión, vi también el informe que le había entregado el muchacho. Subrayada con rotulador amarillo divisé una frase referente a los disparos que yo había hecho con la pistola. Al margen había un largo comentario escrito a lápiz. Aún no me habían dicho nada de la pistola que yo había obtenido de Andi. Eso todavía estaba por llegar.

—El coronel muerto… ese tal VERDI… nos pidió que quería verte a ti —dijo Dicky—. ¿Qué es eso de que alguien le debía a alguien un favor? ¿Qué favor te debía a ti ese desgraciado?

—Siempre dicen eso —le expliqué—. Es el procedimiento habitual cuando pretenden hacer un trato con el otro bando.

—¿Cuándo lo viste por última vez? —me preguntó Dicky.

—No sé nada de él. El que preguntase por mí no fue más que una treta.

—Intenta recordar —insistió Dicky con una voz que indicaba con toda claridad que no me creía—. Desde luego él te conoce.

—Más de temer como camarada que como enemigo —repitió Frank como para aprendérselo de memoria; luego soltó una risita—. Eso ha estado bien, Bernard. Bueno, si no te acuerdas de VERDI quizá sea mejor dejar así las cosas. Querrás volver a Londres a ver a tus hijos. He oído que tu mujer va a reunirse allí contigo.

—Así es.

Dicky me disparó una fugaz mirada. No le gustaba el modo como Frank me estaba desenganchando del anzuelo, y durante un instante creí que iba a sacar a colación a Gloria, la mujer con la que yo había estado viviendo durante el tiempo en que estuve convencido de que mi esposa era una desertora que trabajaba para el Este.

—Entonces, ¿por qué hay un asiento reservado a nombre de Samson en el vuelo a Zúrich? —me preguntó Dicky.

Me puse en pie.

—Samson es un nombre bastante corriente, Dicky —respondí sin alterarme.

—Los agentes secretos son todos unos taimados. —Frank sonrió y agitó una mano lánguida en el aire—. El trabajo los hace así. ¿Cómo podría Bernard ser tan bueno en su trabajo si no se mostrara precavido constantemente?

—¿A quién conoces en Zúrich? —me preguntó Dicky como si el hecho de conocer a alguien en Zúrich fuera de por sí una situación siniestra.

—A mi cuñado. —Frank miró a Dicky como si se esperase alguna reacción ante aquello, pero éste se limitó a asentir con la cabeza—. Se mudó allí después de que asesinaran a su esposa. Tendré que acabar viéndolo… Hay asuntos familiares que tendrán que resolverse. Tessa asignó propiedades y una parte del fideicomiso a Fiona.

Frank sonrió. Por supuesto, él sabía por qué iba yo a Zúrich. Sabía que cotejaría con Werner Volkmann todo lo que el Departamento me había contado. Y Dicky también lo sabía. A ninguno de los dos le gustaba la idea de que hablase con Werner, pero Frank era bastante más sutil, capaz de disimular sus sentimientos.

Dicky había estado paseando por la habitación, y de pronto giró sobre sus talones y se fue diciendo que volvería al cabo de un momento.

—Dicky dio una pequeña fiesta anoche en un restaurante nuevo que encontró en Dahlem. Por lo visto sirven comida india, y sospecha que el bhindi bhaji le ha sentado mal —me contó confidencialmente Frank una vez que Dicky hubo salido—. ¿Sabes lo que es un bhindi bhaji?

—No, no estoy muy seguro, Frank.

Éste asintió con un gesto de aprobación, como si tal conocimiento nos hubiera separado.

—¿Te dijo Bret Rensselaer que fueras a ver a Werner en Zúrich?

Titubeé, pero el hecho de que Frank hubiera esperado a que Dicky saliera me animó a confiarme a él.

—No, Bret me dijo que me mantuviera alejado de Werner. Pero Werner consigue oír las cosas que se rumorean por ahí mucho antes de que nosotros lleguemos a saberlas por nuestros conductos. Quizá me diga algo útil.

—Dicky ha invertido mucho tiempo y trabajo para conseguir que VERDI viniese a Londres y se pusiera a cantar de plano para nosotros. VERDI muerto significa que todo lo que Dicky había planeado se ha acabado con él. Andará buscando a alguien a quien echarle la culpa; asegúrate de que no seas tú.

—Yo no estaba allí —expliqué por enésima vez—. Ya estaba muerto cuando llegamos.

—El padre de VERDI fue un famoso veterano del Ejército Rojo; uno de los primeros en entrar en Berlín cuando cayó la ciudad.

—Eso me dice todo el mundo. —Miré a Frank—. ¿A quién le importa? Eso fue hace más de cuarenta años, y él no fue más que uno entre miles.

—No —dijo Frank—. El padre de VERDI era el comandante de la Bandera Roja número 5.

—Ahora sí que me has pescado —confesé.

—¡Vaya, vaya! El experto de Berlín admite una derrota —dijo Frank con aire presumido—. Permite que te cuente la historia. A mediados de abril de 1945, cuando avanzaba sobre Berlín, el 79° Cuerpo de Fusileros recibió órdenes del Consejo Militar del Tercer Ejército de Choque de que había que plantar una bandera roja en lo alto del Reichstag. Y Stalin había ordenado personalmente que debía estar colocada el primer día de mayo. El treinta de abril, con el plazo a punto de expirar, nuestro hombre y un equipo de sargentos de infantería se abrieron camino a tiros hasta el interior del edificio del Reichstag: fueron de habitación en habitación, planta por planta, hasta que treparon al tejado y, con sólo cuatro hombres todavía con vida, completaron la tarea cuando sólo quedaban setenta minutos para el uno de mayo.

—No, si ya he visto la película —comenté.

—Haz chistes si quieres. Para los bebés de la guerra como tú, puede que eso no signifique nada, pero te garantizo que los comunistas de todas partes habrían quedado sumidos en la tristeza al enterarse de que el hijo de un hombre así, un símbolo muy importante de los logros estalinistas, se pasase a nuestro bando.

—¿Sí? ¿Lo bastante hundidos como para matarlo con tal de impedírselo?

—Eso es lo que queremos saber, ¿no es cierto?

—Yo lo averiguaré —le aseguré con poca seriedad.

—No te vayas corriendo a Suiza para preguntárselo a Werner —me dijo Frank—. Ya conoces a Dicky; seguro que habrá pedido a los de la oficina de Berna que asignen a alguien que vaya a esperar el avión y averigüen discretamente adónde vas. Trata con cuidado a Dicky, Bernard. No puedes permitirte crearte más enemigos.

—Gracias, Frank —le dije.

Y lo decía de corazón. Pero aquellas promesas dejaron a Frank insatisfecho, y me dirigió una mirada penetrante como si intentase ver el interior de mi mente. Mucho tiempo atrás, Frank había prometido a mi padre que cuidaría de mí, y se tomó aquella promesa en serio, igual que se tomaba en serio todo, y eso era lo que hacía que resultase tan difícil de complacer. Y como un padre, Frank era propenso a tomarse a mal que yo tuviera una mente propia y disfrutase de pensamientos íntimos que no compartía con él. Supongo que todos los padres tienen la idea de que cualquier cosa que no sea un acceso abierto y sin obstrucciones a los pensamientos y emociones de sus retoños es un equivalente al parricidio.

—En cuanto Dicky supo que VERDI había muerto aseguró que alguien debía de haber hablado —me dijo Frank.

—A Dicky le gusta pensar que la gente conspira contra él.

—¿No eres capaz de ver lo que resulta obvio? —me preguntó Frank con un inusitado despliegue de exasperación—. No han enviado aquí a Dicky en calidad de mensajero. Dicky es un hombre importante hoy en día. Cualquier cosa que piense se convertirá inevitablemente en la opinión que prevalezca en Londres.

—Nadie habló en Londres ni en ninguna parte. Es absurdo. Acabarán por descubrir que están en un error.

—Oh, no, no lo harán. Los de Londres nunca descubren sus propios errores. Ni siquiera los admiten cuando los descubren otros. No, Bernard, ellos harán que sus teorías se conviertan en verdaderas, cueste lo que cueste en tiempo, problemas y engaños.

Hice una mueca.

—Y eso significa —continuó diciendo Frank— que a ti te pondrán ante el microscopio. A no ser, naturalmente, que tú consigas llevarte aparte a Dicky y convencerle de que está equivocado. —Hundió un dedo en la bolsa de hule donde guardaba el tabaco, como si le pareciera mal el tormento que le ofrecía—. El contrato de Werner fue rescindido, y comenzaron a acosarlo sólo porque, por lo visto, a alguien de arriba le resulta molesto. Por lo poco que he oído, Werner está muy resentido por todo ello. Pero no trabaja para nosotros.

No permitas que te convenza de lo contrario.

—Ya sabes cómo somos nosotros, los agentes secretos —comenté.

—No estoy seguro de haberte convencido.

—Vuelve a decírmelo, Frank.

Éste tenía todavía en la mano la bolsa de hule. Le dio la vuelta.

—Admítelo. Alguien ha hablado, ¿no es así? No fue sólo una coincidencia que tú llegases a Magdeburgo y hubiera un cadáver caliente esperándote.

—¿Ha hablado de lo de VERDI?

—No seas tan estúpido. Pues claro. Le tendieron una trampa y lo mataron. Y si lo hubieran exprimido antes de matarlo, te habrían cogido a ti también.

—¿Eso es lo que piensa Dicky?

—¿Tienes otra teoría?

Tenía la bolsa de tabaco en la mano; la sostenía en alto como si estuviese admirando sus líneas, pero manteniéndola al alcance del olfato.

—Es una manera de considerarlo —reconocí de mala gana.

—Sí, lo es —dijo Frank mientras olía la bolsa de tabaco—. Alguien prefería que VERDI estuviera muerto antes que vivo y hablando con nosotros.

—Puede ser.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis retenidos en aquel control de la milicia a las afueras de Magdeburgo?

—Una media hora.

—¿Dirías que cuando vosotros llegasteis VERDI llevaba muerto una media hora?

—¿Adónde quieres ir a parar? ¿Estás sugiriendo que el retraso fue un montaje para que VERDI pudiera llegar a la cita, y así interceptarlo y matarlo antes de que nosotros llegásemos?

—Todo encaja, ¿no? —dijo Frank.

—No. —Me miró y yo dudé—. Bueno, es posible. Pero no hay ninguna prueba que apoye esa teoría. A menos que tengas alguna prueba que añadir.

—O… considerar este asunto desde otro punto y fingir que no conocemos a los agentes involucrados… —La voz de Frank se apagó—. ¿Comprendes lo que quiero decir, Bernard?

—Sí, me doy perfecta cuenta. Quieres decir que si ese muchacho y yo nos inventamos lo de la retención en el control, podríamos haber llegado allí y haber matado a VERDI nosotros mismos.

—Utilizando para ello una pistola que salió de la nada —añadió Frank por si fuera poco—. La cosa podría ponerse fea si alguien quisiera echaros barro encima.

—Pregúntale al muchacho. Él es un hombre de Dicky, ¿no?

—Muy de Dicky —convino Frank en tono amistoso—. Y quiere complacer a Dicky; éste no hace más que decirle que con el tiempo habrá un lugar para él en Londres.

—Es un muchacho íntegro. No creo que mintiera. En una investigación diría la verdad y destrozaría por completo la teoría de Dicky.

—Me alegra que tengas tanta confianza en ello —dijo Frank—. Eso tranquiliza mis inquietudes. Pero, desde luego, no se le puede garantizar a nadie un puesto en Londres. Hoy día un joven como ése puede encontrarse destinado en cualquier lugar dejado de la mano de Dios, en Asia o en África. Algunos permanecen fuera de escena durante años.

Abrió la portezuela de la estufa y empujó delicadamente el papel con un atizador. Durante un momento pensé que iba a echar allí mi informe. Gestos tan teatrales no eran raros en Frank. Pero en lugar de eso trató de nuevo de encender el fuego utilizando pedazos de papel arrancados de un periódico. Se vio recompensado por una súbita llama y empujó hacia ella una astilla.

—Entendido, Frank —le dije.

Levantó la mirada y esbozó una fugaz sonrisa, quizá complacido con el éxito obtenido con el fuego.

—Por supuesto he mantenido este asunto bajo la más absoluta discreción. Sólo estamos enterados Dicky, tú, yo y, naturalmente, ese joven que fue contigo, como quiera que se llame.

—Más las secretarias, los descifradores de códigos y los mensajeros… cualquiera de ellos podría haber sido el autor de la filtración —añadí, decidiendo tomar parte en aquel juego tonto, en un esfuerzo por demostrar hasta qué punto era absurda la teoría que sostenía de una conspiración—. Y además está VERDI. Él sabía que íbamos, ¿no?

—Claro que lo sabía. Y cualquiera sabe quién más llegó a enterarse. No tengo intención de empezar una caza de brujas, Bernard. Ese asesinato quizá no tuviera nada que ver con los deseos de VERDI de desertar. Un hombre así, que está profundamente al tanto de los secretos de la KGB y de la Stasi, seguro que tiene muchos enemigos. Por lo que nosotros sabemos, el motivo por el que deseaba pasarse a nuestro bando era que su vida estaba en peligro, un peligro que procedía de quienquiera que sea el que lo ha matado.

—Exactamente —dije. Me levanté dispuesto a marcharme.

—Sé que no puedo impedirte que vayas a ver a Werner —me dijo Frank—, pero será mejor que controles tu lengua cuando estés con él. Si Londres llega a enterarse de que has compartido con él secretos del Departamento, aunque sean de poca importancia, te acusarán de todo lo que puedan.

—Tendré cuidado, Frank. De verdad.

Cuando me dirigía hacia la puerta, Frank desató la bolsa y se llevó a la boca la pipa vacía mientras manoseaba el tabaco. Percibí el olor del mismo cuando cogió un puñado. Me quedé mirándolo, convencido de que iba a llenar la pipa, pero no lo hizo. Abrió la portezuela de la estufa y echó al fuego todo el contenido de la bolsa. El tabaco ardió, siseó y una serpiente de humo gris de olor penetrante retrocedió hacia la habitación.

—Esta vez estoy decidido —dijo Frank mirándome por encima del hombro con los ojos muy abiertos, semejantes a los de un ave.

Yo ya estaba del lado de fuera de la puerta, a punto de cerrarla, cuando Frank me llamó y volví a mirar hacia dentro.

—La pistola, Bernard. No te he preguntado todavía por la pistola. —Frunció los labios. En opinión de Frank, cualquiera que usase una pistola traicionaba al Departamento y a todo lo que representaba—. Les destrozaste a tiros los neumáticos, según dice el informe. Pero ¿de dónde salió la pistola?

—Pensaba que te lo había contado el muchacho —respondí con cautela.

—No, él estaba tan sorprendido como nosotros —dijo Frank mientras me miraba con gran interés.

—La encontré en el cadáver —dije.

—¿Completamente cargada? —me preguntó Frank con formalidad, como si estuviera a punto de anotarlo y pedirme que lo firmase.

—Así es, completamente cargada. Una Makarov de fabricación alemana; una Pistola M, para ser precisos. Me la guardé en el bolsillo y es la que utilicé cuando nos persiguieron en el coche.

—No recuerdo haber visto nada de eso en tu informe.

—Pensé que el muchacho ya se habría ocupado de esa clase de detalles.

—Vuélvelo a escribir todo —me sugirió Frank—. Incluye unos cuantos de esos detalles que faltan… la Pistola M, lo del vidrio que se dobla y esas cosas. Ya sabes cómo son los de Londres. Podrían pensar que la pistola te la proporcionó uno de tus amiguetes de Berlín Oriental. Y entonces no me dejarán en paz hasta que averigüe quién pudo haber sido.

—Tienes razón, Frank —reconocí mientras me preguntaba con cuánta rapidez podría cerrar la puerta y salir de allí sin ofender a Frank, y cuánto tardaría en volver Dicky con varios miles de preguntas más.

—Fíjate cómo huele el tabaco —observó Frank regodeándose con el humo que salía de la estufa—. Estoy empezando a pensar que es mejor que fumar.

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