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—DÉJELO de mi cuenta, señor Samson —dijo el alegre teniente de artillería.

El ejército siempre está ahí cuando se le necesita. La lealtad de mi padre hacia el ejército perduró no importa cuánto tiempo trabajase en el Foreign Office después de cumplir el servicio militar. Y la devoción de Frank Harrington por el ejército era bien conocida. El ejército cuida de sí mismo y siempre está dispuesto a acoger bajo sus alas a aquellos que comprenden las obligaciones que esto acarrea. Ahora era un joven teniente del ejército quien, sin ningún papeleo, ni siquiera una llamada telefónica, me había metido en la cabina de uno de sus camiones que circulaban por la Autobahn. Los soldados volvían a su cuartel. Era un convoy cuyo destino era Holanda, y se dirigían al ferry que salía para Harwich, en Inglaterra. Pero yo iba de camino hacia Suiza.

—Nosotros llegamos cerca del lugar al que usted quiere ir, señor —me explicó el conductor sin más preámbulos—. Desde allí hará usted autostop hacia el sur. —Tenía un acento de Newcastle tan espeso que podía cortarse con un cuchillo, y como yo me había criado en Alemania me resultaba imposible comprender las hablas regionales británicas más pronunciadas—. A casa —añadió esforzándose por hacerse entender—. Todos nos vamos a casa.

—Sí —repuse.

En el rostro de aquellos soldados se veía reflejada la alegría.

—¿Y usted, señor?

—Sí, yo también me iré a casa pronto —repuse mecánicamente.

La verdad era que yo no tenía casa; no en el sentido en que aquellos hombres tenían su casa, su patria, en Gran Bretaña. Mis padres eran ingleses y me habían educado en Berlín; me habían enviado a un colegio del barrio, recordándome con frecuencia lo afortunado que era por tener dos idiomas y dos países, dos tierras en las cuales podía pasar por nativo, dos nacionalidades. Pero al hacerme mayor descubrí cuán trágicamente equivocados estaban. En realidad incluso mis más íntimos amigos alemanes —chicos que habían sido los mejores compañeros de colegio— nunca me habían considerado más que un forastero. Mientras que los británicos —incluidos los que se sentaban detrás de las mesas de despacho en la Central de Londres— me consideraban también como un forastero que no resultaba de fiar. Yo no tenía ninguna de las credenciales esenciales para cualquiera que quisiera alistarse en sus filas. No llevaba la corbata de ningún colegio ni universidad, ni de ningún regimiento elegante. No cabalgaba formando parte de ninguna partida de caza, no ganduleaba en ningún club de la calle Jermyn, no tenía ningún sastre famoso que me persiguiera para que le pagase las facturas. Ni siquiera sabía el nombre de ningún pub de mala muerte donde poder jugar a los dardos con asiduidad y beberme una pinta de cerveza fiada.

—Le hará falta dinero —me advirtió el cabo—. Hoy día se espera que los autostopistas paguen una tarifa. Así son las cosas.

—Tengo suficiente.

—Debería haber comprado un par de botellas de alcohol libre de impuestos. Eso es lo que hacen la mayoría de los muchachos. ¿Me comprende?

—Claro —dije—. Ojalá se me hubiera ocurrido.

El ejército destinado en Alemania —exprimido cada vez con más fuerza por una prosperidad alemana que hundía la libra esterlina— había aprendido mucho en lo referente a ahorrar dinero. El conductor se lo sabía todo acerca de ir en autostop en uno de los camiones que fluyen desde Holanda, como un río interminable, en dirección al sur, atravesando Suiza para entregar la carga en los almacenes que tiene en Italia la Comunidad Europea.

—Buena suerte —me deseó el cabo—. Y persevere. No será fácil. Creerán que es usted soldado, y esos civiles desprecian a los soldados rasos hasta que hace falta que desactiven una bomba o hasta que les secuestran un avión. Insista; al final, alguien lo llevará.

Helaba aquella noche y el viento se colaba por el forro apolillado de mi vieja trenca. Durante un momento lamenté haber dejado mi equipaje personal —los útiles de afeitar, la ropa interior y un traje de repuesto— en el apartamento del muchacho, pero era necesario para darle esquinazo a la oficina de Berlín. La reserva de asiento que tenía en las líneas aéreas los mantendría contentos hasta la mañana siguiente; los de la oficina de Berlín eran unas almas encantadoramente cándidas.

La noche era glacial y oscura. El cielo, sin luna, sin estrellas e incansablemente negro.

—Hace buen tiempo —añadió el cabo—. Llegará en seguida a Italia. Vaya bien aseado. No le llevará nadie si le ven mugriento.

Supongo que hacía buen tiempo desde el punto de vista de un conductor. La carretera estaba seca, sin perspectivas de hielo ni de nieve, y había visibilidad hasta donde alcanzaba la luz de los faros delanteros.

El cabo me dejó en el que decía que era su cruce favorito: dos grandes carreteras principales que atraviesan Europa y que se encuentran y entrelazan en una extensión desolada de la Alemania rural. El complejo estaba iluminado como un estadio de fútbol, el feroz resplandor iluminaba una neblina blanca de polución de diésel que entraba y salía retorciéndose como madejas de seda de las bombas de gas y de los edificios. De lejos el complejo parecía un enorme y malévolo vehículo interplanetario que hubieran hecho aterrizar por la fuerza en el desierto y negro paisaje alemán. Pero al llegar a él se veía que no era más que un oasis de plástico, una tierra olvidada ocupada por amodorrados y alicaídos Gastarbeiter, emigrantes extranjeros. Nadie vivía allí, nadie dormía allí, ningún peatón estaría lo bastante loco como para ni siquiera intentar llegar hasta allí. Era simplemente una «parada», un lugar donde viajeros cansados y apretujados pagaban precios desorbitados por las necesidades básicas de la vida viajera —combustible, comida caliente, cigarrillos y aspirinas— antes de continuar viaje.

Después de comprar jabón, una maquinilla de afeitar desechable, un cepillo de dientes, ropa interior limpia y una camiseta en la silenciosa tienda, iluminada por tubos fluorescentes, adquirí una bolsa de plástico brillante con bandolera que estaba adornada, por razones que sólo conocen las tortuosas mentes de los expertos en mercado, con un rascacielos toscamente dibujado y las palabras New York New York. Me afeité y me lavé. Luego, siguiendo el consejo del cabo, entré en una cantina especial reservada para camioneros de largo recorrido. Era un lugar sin alegría, con largas mesas con mantel de plástico, para hombres con monos sucios que querían no perder de vista el aparcamiento para camiones profusamente iluminado, y asegurarse así de que sus cargamentos estaban a salvo.

Allí, en el mostrador del autoservicio, el Este se encontraba con el Oeste. Un enorme surtido de idénticos estofados condimentados y solidificados con harina se salvaba del anonimato solamente por las exóticas etiquetas que prometían curry de Madrás, goulash húngaro, estofado irlandés y chile mexicano. Como no tenía deseos de emprender un viaje hacia un mundo culinario desconocido, cogí un tazón de sopa de fideos y un sándwich de queso antes de trasladarme de mesa en mesa solicitando que me llevasen. Al cabo de un rato tuve suerte. Después de recibir media docena de respuestas negativas, un holandés de pelo ondulado me hizo señas con un dedo desde la otra punta de la sala, indicándome con un gesto casi imperceptible que me acercase.

—¿Adónde se dirige, forastero?

El uso que hacía de la lengua coloquial americana era forzado y poco convincente. Se trataba de un hombre musculoso con la cara hinchada y la piel rubia enrojecida en las mejillas y en la nariz a causa del viento y de las inclemencias del tiempo. El pulcro bigote y las cejas, igual que el ondulado pelo, eran rubios, así que de lejos parecía un ángel regordete que hubiera bajado revoloteando desde el desván de alguna iglesia barroca. Debajo de la desgastada cazadora de cuero marrón llevaba lo que reconocí como una cara camisa de seda a rayas con los colores del arco iris. Delante de él, encima de la mesa y alineados como para pasar una inspección, había un manojo de llaves, una bolsa de cuero, una linterna y una carpeta de plástico rojo que contenía un montoncito de albaranes, registros y documentos de aduanas que necesitaba para llevar el camión y su cargamento por la Europa «sin fronteras».

—Al sur. A Suiza. A cualquier parte de Suiza —repuse.

—¿Y después pagará el viaje? —me preguntó en tono de burla.

—Le pagaré —ofrecí—, si no es demasiado.

—Guárdese la pasta en el bolsillo. Siéntese y descanse. Me llamo Wim. Transporto coches a Milán. Me viene bien la compañía; charlar me mantiene despierto.

Me senté frente a aquel hombre y me tomé la sopa y el sándwich mientras él se acababa un bistec.

—No se me permite recoger autostopistas —me comentó, al tiempo que echaba una mirada furtiva por encima del hombro—. Esta noche hay mucho bocazas por aquí. Será mejor que me espere a la salida del aparcamiento de camiones.

Partió en dos un panecillo, rebañó el plato con la corteza y luego se puso en pie para beberse lo que le quedaba de café. En la mano llevaba un grueso anillo de sello y un tatuaje que mañosamente incorporaba los dedos en un diseño continuo que hacía resaltar el reloj de pulsera de oro. Conducir camiones pesados de largo recorrido era un trabajo bien pagado. No era extraño ver a aquellos nómadas gastándose el sueldo semanal en lujos personales en lugar de equipar las casas que apenas veían.

De pie, se sacudió las migas de la pechera de la camisa y cogió la linterna después de guardar el resto de sus pertenencias en la bolsa de cuero.

—Vámonos —me dijo—. Montemos el espectáculo en la carretera.

Tenía el suave acento de estilo americano que a menudo adoptan los que se educan hablando holandés y alemán. Después yo habría de descubrir que toda su educación y experiencia procedían de las películas de Hollywood. De ellas era capaz de repetir sin esfuerzo, al pie de la letra, episodios y diálogos con la misma seguridad con que un predicador recita textos de la Biblia. Supuse que iba a utilizarme para obtener algunas clases de conversación de inglés, pero me parecía un trato justo.

—Usted váyase ahora. No tendrá problemas para encontrarme. Conduzco esa plataforma que lleva encima los Saab nuevecitos.

Jugueteaba con la linterna, y la encendió para asegurarse de que funcionaba. Lo hizo de modo automático, más como una costumbre neurótica que para probar las pilas.

Aquel inmenso transportador de coches se balanceó y gimió a medida que avanzaba cruzando el aparcamiento hacia el lugar donde yo me encontraba, a la salida. Se detuvo con un chirrido de frenos y yo subí, cerré la puerta de golpe y miré a mi alrededor. Aquél era el mundo de Wim, y venía completo, con aire acondicionado, cojines de seda bordados y pin-ups. Fue cambiando de marcha y giró el volante con un solo dedo, sonriéndome mientras avanzábamos a toda velocidad por la rampa y nos deslizábamos entre la corriente de tráfico que se dirigía al sur. No tenía que preocuparme porque él fuera a interrogarme o a pretender que le entretuviera con la historia de mi vida. El tal Wim no era así; su idea del entretenimiento era tener una audiencia para la historia de su vida.

Era la clase de cuento que se oye en los bares de casi todas las grandes ciudades del mundo moderno. Con dificultades para la lectura, confesaba que solía hacer novillos cuando iba al colegio y que era un poco ladrón, que era capaz de defenderse en inglés hablado y también en alemán y en italiano, según me contó. Con la misma desenfadada facilidad manejaba el enorme camión de transporte. Condenado a tres años de cárcel por robos de coches a gran escala y atacar, armado, a un policía, había cumplido siete meses de condena antes de que le pusieran en libertad debido a un tecnicismo, y le habían borrado los antecedentes policiales y carcelarios. Con treinta y un años de edad, tenía cinco hijos de dos madres diferentes. «Un pedazo de culo dispuesto y complaciente en Estocolmo y otro en Turín», era como el impenitente Wim describía su situación actual. Se había casado con ambas, pero no entregaba dinero a ninguna de las dos familias porque pensaba que era deber del Estado correr con todos los gastos. «¿O acaso no pago mis impuestos?», me preguntó retóricamente.

—Ella es capaz de hacerte una súplica que te parte el corazón a fin de pedirme dinero para alimentar a los niños. Yo le dije: «Dales comida para perros, así por lo menos tendrán un buen pelo y unos buenos dientes». —Se echó a reír al recordar aquella ocurrencia—. No se case nunca —me aconsejó—. Una vez que uno se casa, ellas lo exigen todo; y nunca, haga uno lo que haga, dicen una palabra de gratitud. Las novias esperan muy poco o nada. Y se deshacen en amor y besos cuando les llevas una caja de bombones.

Yo lo escuchaba con la cabeza recostada en el asiento e intentando amodorrarme durante sus largos monólogos acerca de los fallos de la sociedad en cuidar de sus víctimas, entre las que se contaba él mismo. Su monótona voz resultaba soporífera, pero sus cáusticos chistes me producían sobresaltos que me despertaban de vez en cuando. A pesar de mis reservas acerca de casi todo lo que él decía, Wim tenía una personalidad atractiva; yo comprendía por qué tantas mujeres habían caído bajo su hechizo. Y sin embargo su diatriba me causó una creciente concienciación de cuánto había cambiado yo desde aquella noche fatídica en que salí de Alemania en dirección a California. No me había desmoronado como el médico me advirtió que podía ocurrirme, pero el forzoso tedio de la época que pasé allí, en el extremo más remoto del mundo occidental, y las despiadadas repeticiones de mis informes, habían amortiguado mi mente y habían hecho más lentas mis reacciones, como había observado que les ocurre a menudo a aquellos que sobreviven al psicoanálisis. Peor, yo estaba tomándome la vida día a día… tomándome las cosas como venían. Y siempre había despreciado a las personas que se toman las cosas como vienen.

Por supuesto, Frank Harrington se había percatado del cambio producido en mi persona. Lo leí en sus ojos en cuanto hubimos intercambiado los saludos. El cambio de actitud hacia mí que yo había percibido en Frank durante la incómoda entrevista que acababa de celebrar en Berlín tenía su origen en algo nuevo e inadecuado que Frank detectaba en mí.

Y los líos domésticos de Wim no dejaban de tener eco en mi conciencia.

—¿Y usted vive en Londres y se dirige al sur? —me preguntó utilizando ese instinto animal que informa a esa clase de semianalfabetos callejeros.

Quizá la expresión que yo tenía en la cara reflejaba en cierto modo la confusión que había en mi cabeza.

—¿Huye usted de su mujer y va al encuentro de otra? —quiso saber—. ¿O va huyendo de las dos, como yo?

Respondí con una suave risa irónica, pero en cierto modo Wim tenía razón. Quizá yo estuviera haciendo aquella excursión a Zúrich para obtener información vital de Werner. Quizá fuera allí para posponer el terrible momento en que llegara a Londres y tuviera que empezar a poner en orden mis asuntos personales. ¿Qué me quedaba de mi relación con las dos mujeres que amaba, con Fiona, mi esposa, y con Gloria, que había recompuesto con paciencia una vida para mí cuando me encontraba con el ánimo bajo? ¿Y qué quedaba de mis relaciones con mis dos hijos, que sin duda estaban tan confusos como cualquiera de nosotros?

—Pórtese como un verdadero hombre —me animó Wim al tiempo que flexionaba el brazo en un gesto obsceno de machismo—. El hombre es el que toma las decisiones; y las mujeres esperan a que él decida. Eso es lo que dicta la naturaleza. Así es la vida. —Me ofreció un trago de una botella de Old Jenever que llevaba en el interior de una caja de herramientas situada detrás de su cabeza. Lo rechacé y volvió a guardar la botella—. Beber y conducir son dos cosas que no se llevan bien —observó con ese aire presumido de satisfacción con el que todos usamos los clichés en una lengua que no es la nuestra.

Estaba empezando a llover. Gruesas gotas de lluvia golpeaban el cristal y luego resbalaban lentamente hacia abajo, aplastadas por el aire que les hacía formar dibujos ondulados. Wim puso en funcionamiento los enormes limpia-parabrisas, que empezaron a deslizarse por el cristal con un sediento sorber y un satisfecho chirrido procedente del motor. El tiempo había cambiado. Ya no hacía buen tiempo para conducir, para hacer autostop ni para ninguna otra cosa.

La calefacción estaba puesta al máximo en la cabina del camión. Me fui amodorrando y, con los ojos cerrados, cada vez me resultaba más difícil contestar los comentarios de Wim y las preguntas que me hacía de vez en cuando. Quizá él también estuviera sucumbiendo al calor, porque cuando le pregunté a qué hora le parecía que cruzaríamos la frontera suiza, repuso:

—Vuelva a dormirse, todavía falta mucho. —Metió una marcha más corta para afrontar la larga pendiente que teníamos delante—. A la primera oportunidad que se presente pararé y comprobaré el cargamento. Me parece que oigo un traqueteo. A veces se abren las puertas de los coches. Sólo me llevará un par de minutos.

Aminoró la velocidad cuando vio un lugar apropiado y llevó el camión hasta uno de esos amplios espacios para emergencias que proporcionan las autopistas. Apagó el motor. Estaba oscuro, la lluvia golpeaba contra la carretera y corría en torrentes desde los altos abetos, tamborileando ruidosamente contra el techo de la cabina como si se tratase de dedos impacientes.

—Quédese ahí, así no se moja —me recomendó al tiempo que metía los brazos en un corto impermeable de plástico provisto de capucha.

Abrió la puerta y saltó al suelo sin dejar de soltar tacos. Vi el haz de luz de la linterna y le oí dar una vuelta alrededor del largo vehículo, comprobando si los seis Saab sin estrenar estaban bien asegurados. Al cabo de un rato volvió a subir a la cabina por el lado del conductor, agitó la linterna, la apagó y dio un suspiro de satisfacción.

Noté la corriente de aire frío y algunas gotas de lluvia cuando se quitó el impermeable. Con los ojos medio cerrados, yo estaba arrellanado en el rincón, con la cabeza descansando en el respaldo del asiento, cuando Wim se inclinó sobre mí como para comprobar que la puerta de mi lado estuviera bien cerrada. Fue la tensión y el repentino movimiento de su brazo lo que me hizo mover la cabeza. Rodé hacia un lado y el golpe que hubiera debido dejarme inconsciente sólo me arrancó el lóbulo de la oreja. La pesada linterna de metal que Wim blandía descargó casi toda la fuerza en el reposacabezas tapizado, aterrizando allí con un golpe sordo.

—¡Cabrón! —gritó Wim, cuya rabia yo ya hacía mucho que me había figurado que podía estar dirigida contra cualquiera que se interpusiera entre él y sus deseos inmediatos.

Lancé golpes a diestro y siniestro para defenderme cuando se abalanzó de nuevo contra mí. Era diestro, y desde la posición que ocupaba en el asiento del conductor, en el lado izquierdo de la cabina, aquello era una desventaja. Descargué el puño derecho y le golpeé con tanta fuerza como pude. Luego lo golpeé de nuevo. Pero en aquel espacio reducido resultaba difícil moverse. El primer puñetazo sólo le dio en el hombro y el otro hizo poco más que despellejarme los nudillos con el pendiente que Wim llevaba. Los dos lanzábamos golpes enfurecidos mientras nos debatíamos en los confines de la cabina, aporreando, empujando y agarrándonos como luchadores de lucha libre. Dos veces traté de sujetarle los brazos, pero era un hombre fuerte y no pude sujetarle más que un momento antes de que él se soltase de nuevo. Trató de golpearme con la cabeza, pero yo lo vi venir, levanté el puño y le di de lleno en la cara, lo cual le hizo bufar y sacudir la cabeza.

Cuando se tambaleó hacia atrás a causa del puñetazo le vi la cara ensangrentada y los ojos brillantes y enloquecidos. Se volvió contra mí y me lanzó un golpe con todas sus fuerzas alzando la linterna desde su hombro izquierdo, de manera que me propinó un certero golpe. Hizo que la cabeza me zumbase y me dejó paralizado de la conmoción. Oí un lejano grito de dolor sin darme cuenta de que era yo quien lo producía. La ira se apoderó de mí. Lancé un puñetazo a aquella cara de tonto. Mi puño le acertó, pero Wim era un muchacho curtido en la calle y había alcanzado esa etapa de locura en las peleas en que los golpes no significaban nada para él. Wim ya había pasado antes por todo aquello; se le notaba en la confiada persistencia.

Alargué los brazos para agarrarlo por la garganta.

—¡Cabrón inglés! —me espetó.

Logró agarrarme de la chaqueta, cogiendo la tela con fuerza para poder darme el golpe decisivo con la linterna. Como estaba hecha de metal pesado, resultaba un arma contundente, pero dentro del espacio reducido de la cabina, y con el estorbo del volante, no pudo echar el brazo lo bastante atrás como para poner en ello la fuerza necesaria. Le asesté un golpe con el brazo levantado y luego le di un golpe seco en la garganta con el canto de la mano. Pero él ya había vuelto la cabeza lo suficiente como para que el músculo del cuello le protegiera la tráquea. Durante unos instantes ambos hicimos una pausa, vencidos por el esfuerzo. Wim respiraba pesada y ruidosamente, y tenía una mancha de sangre en la sien, y más sangre que le salía de la nariz. Tenía la boca entreabierta y un hilo de baba espumosa se le había formado en los labios. ¡Lo que no habría dado yo por la pistola Makarov de 9 mm que había tirado a la zanja en Alemania Oriental sólo veinticuatro horas antes!

El primer pródigo intercambio de golpes había terminado y yo había conseguido sobrevivir. Ahora Wim se mostraba más cauto, y estaba decidido a no cometer más errores de apreciación. Utilizó la linterna como empuje y arremetió para golpearme la cara. Conseguí desviarlo dos veces, y al darme la vuelta para esquivarlo busqué algo que usar como arma, pero no había nada a la vista. Cuando se lanzó contra mí por tercera vez, golpeé la linterna con ira y con temerario descuido, y le di con la fuerza suficiente para que se le cayera de la mano. Cayó ruidosamente al suelo y rodó debajo de mi asiento, un lugar en el que ninguno de los dos podía cogerla sin volverse completamente vulnerable. Wim se limpió la sangre de la boca con el revés de una mano y me dirigió una fugaz sonrisa.

Moví la espalda para alejarme de él y meterme en el rincón, donde me enrollé formando una bola. Mi postura —con las rodillas dobladas hasta la barbilla y los brazos cruzados sobre el pecho— le indicaba a Wim que yo ya daba por perdida toda esperanza y resistencia. Quizá fuera eso lo que había ocurrido con sus anteriores víctimas, que se habrían retirado acobardadas suplicando clemencia. Pero Wim no era de los que se apiadan de nadie.

—Voy a matarte —me dijo a gritos.

Y a pesar de la ira que hervía en mi interior, me fue fácil imaginar el modo en que esa clase de amenaza habría acabado efectivamente con el último asomo de resistencia de cualquier asustada muchacha o de algún muchacho delgaducho, que sin duda eran la clase de víctimas que él buscaba.

Se acercó a mí con las manos extendidas y los dedos separados. Tenía intención de estrangularme. Si me estrangulaba no habría derramamiento de sangre. Y si se deshacía del cuerpo tirándolo entre la maleza y los helechos en aquel tramo solitario de la carretera, ¿quién iba nunca a imaginar dónde había desaparecido la víctima, o qué había ocurrido? Sólo Wim lo sabría, y él tendría en el bolsillo dinero en metálico y todas las cosas de valor que un autostopista pueda llevar encima.

—¡Socorro! —grité con voz estrangulada y con una nota de terror que era fácil simular.

Wim esbozó una amplia sonrisa. Era un sádico, y la perspectiva de una víctima aterrorizada y paralizada por el miedo era exactamente lo que le excitaba. Eché los codos hacia atrás y me afirmé contra el asiento. Mi lloriqueo bastó para relajar la tensión que le había causado a Wim su ensangrentado rostro. Yo necesitaba que se acercase más, y se acercó más. Me dijo en un susurro:

—Aquí no hay nadie para socorrerle, jefe.

No acabó la frase, porque al pronunciar la última palabra le disparé la patada más fuerte que había dado nunca, más fuerte incluso que las que daba cuando jugaba en el equipo de fútbol que mi padre había organizado para los niños alemanes y en el que me obligaba a jugar. La suela del grueso zapato alemán oriental que yo llevaba —con tacón de metal— dio de lleno en el sonriente rostro de Wim. El momento que elegí fue el adecuado, y también la distancia. Salió lanzado hacia atrás, la columna vertebral dio contra el volante y la cabeza chocó contra el cristal de la ventanilla con un ruido lo bastante fuerte como para que la cabina metálica tintinease con el sonido.

Entonces me eché sobre él. Busqué la linterna bajo mi asiento y, tomándome todo el tiempo que hizo falta, le golpeé en un lado de la cabeza. Supongo que durante unos instantes me volví loco. La liberación del miedo que había pasado me hizo perder el control. Al segundo golpe cerró los ojos al tiempo que gritaba de dolor. No me detuve. Seguí golpeándole una y otra vez hasta que sus gritos se convirtieron en gemidos; luego se hizo el silencio y el cuerpo de Wim se derrumbó, quedando con las rodillas en el suelo de la cabina y el cuerpo inclinado de lado sobre el asiento mientras los brazos seguían atrapados en el volante, lo que hacía que pareciera un hombre postrado en oración.

Entonces me detuve y me recosté en el asiento para poner en orden mis pensamientos. ¿Qué me pasaba? Todo lo que había aprendido lo había olvidado en un momento de rabia. Lo último que necesitaba era verme involucrado en la investigación de un asesinato. Cogí el brazo del holandés; tenía el pulso débil, pero se le iba haciendo más firme. Probablemente acabaría por volver en sí; era difícil precisar cuánto tardaría. Tenía la cara ensangrentada, la mandíbula rota, había perdido varios dientes y tenía cortes profundos. Lo toqué con mucho cuidado, evitando mancharme de sangre la ropa.

Abrí la puerta del lado del conductor. Empujé lentamente con el pie el cuerpo inconsciente, hasta que perdió el equilibrio y cayó al suelo. Luego le registré los bolsillos para buscar las llaves. Las cogí y me cercioré de que todas las puertas de la cabina estuvieran firmemente cerradas y la alarma antirrobo conectada antes de lanzar el manojo de llaves entre la maleza lo más lejos que pude. No sería fácil encontrarlas a menos que los policías utilizasen un detector de metales.

Le registré los demás bolsillos. A la altura de la cadera llevaba un billetero. En él encontré un par de carnets de conducir, unos cuantos billetes en dinero holandés, alemán e italiano, una carta escrita a mano en holandés, cuatro fotografías de diferentes mujeres desnudas —sin duda conquistas recientes de Wim— y algunas tarjetas de crédito. Le quité todo aquello que pudiera revelar su identidad y lo enterré en el barro. El dinero me lo embolsé. Motivo: el robo. Luego le quité a Wim los tejanos, la cazadora de cuero y la camisa de seda, hice un fardo con todo ello y también lo escondí. Cuando volví vi que se removía, pero no recuperó el conocimiento. Lo arrastré hasta sacarlo del asfalto y lo dejé en un charco frío y lleno de fango.

Después de hacer todo lo que pude para retrasar el regreso de Wim al mundo real, me colgué del hombro la bolsa, salí a la carretera y empecé a hacer señales con la linterna a los coches y a los camiones que pasaban.

La lluvia me empapaba la piel, y los coches y los camiones, que ni siquiera reducían la velocidad al verme, me salpicaban de agua con barro al pasar. Empecé a creer que me quedaría allí plantado para siempre. El hecho de pelearme con Wim y el haber escapado de la muerte por los pelos me habían causado una conmoción. La fría lluvia me golpeaba la cabeza y la decisión que mostraba unos momentos antes estaba disminuyendo hasta casi desaparecer. Me encontraba magullado y maltrecho; la cabeza todavía me zumbaba como resultado de los golpes de la linterna de metal. Pero todavía peor era el golpe mortal que se me había asestado en la confianza en mí mismo. ¿Cómo había podido dejarme coger desprevenido tan fácilmente por un cerebro de pájaro forrado de músculos como Wim? Sólo un año antes yo habría reconocido a primera vista a un bestia de aquella especie y lo habría dejado seco antes de que él pudiera levantar una mano contra mí.

Quizá por primera vez en mi vida vi a Bernard Samson como tantos otros lo habían visto siempre. No estoy hablando de ninguna clase de simbolismo: mi desesperación era práctica, no filosófica, como lo había sido siempre mi alegría. Pero me encontraba en aquella situación apurada únicamente porque me había salido de mi camino al desobedecer las órdenes de la Central de Londres en lo concerniente a contactar con Werner. Había golpeado a Wim con más ferocidad de la necesaria para escapar de él, y sin duda había dejado pruebas suficientes para que una enérgica investigación policial me siguiera el rastro hasta el momento en que emprendí viaje desde Berlín. Y peor aún era el hecho de que no tenía a nadie a quien recurrir en busca de ayuda. ¿Quién iba a estar dispuesto en Londres a arriesgar su carrera para encubrirme? Ni siquiera Frank iría tan lejos. Las dos mujeres que había en mi vida no tenían nada que agradecerme, y Werner parecía haberse tomado muchas molestias para hacer que contactar con él me resultara difícil. Me hallaba totalmente solo, metido en profundos problemas y sin amigos. Pero a pesar de todo tenía que llegar hasta Werner; él era la única persona que comprendería el apuro en que me encontraba. El hecho de que no se hallase en posición de ayudarme era una consideración secundaria.

Los codazos, los guiños, las indirectas y las calumnias que yo había oído durante las últimas semanas acerca de la súbita salida de Werner de la nómina del Departamento no me habían engañado. Si alguna de aquellas historias, que hablaban de que Werner había malversado dinero o lo había echado todo a perder de algún modo, fuera cierta, el Departamento habría dado la alarma en todo el mundo, lo habrían encontrado y le habrían hecho pagar sus delitos. Pero no habían hecho eso, lo habían dejado en Suiza para que se marchitase en la cepa. Y eso sugería una cosa por encima de todas las demás. Yo sólo sabía de un pecado con el que Londres contemporizase, transigiese y por el que estuviese dispuesto a negociar: la traición. Werner debía de haber dejado escapar algo cuando estuvo allí en uno de sus últimos viajes de negocios. Era fácil hacerlo. No me gustaría nada que me llamasen para rendir cuentas por todas las veces en que había corrido el riesgo de provocar un escándalo. Pero de momento Werner no estaba en disposición de ayudarme en mi carrera, ni siquiera aunque se sintiera inclinado a hacerlo.

La lluvia me lavaba la cara, magullada y ensangrentada, y chapoteaba dentro de mis zapatos. La carretera estaba completamente silenciosa y el acre y apestoso olor de los humos de los motores diésel se hacía más débil a medida que la lluvia los alejaba. A aquella hora de la noche incluso los conductores de largo recorrido se sienten tentados a buscar un lugar a propósito en la carretera para cerrar los ojos una hora. No me quedaba otra alternativa que esperar, pero estaba pasando tanto tiempo que decidí retroceder hasta más allá del tramo de carretera que conducía al camión de Wim. Varias veces se me antojó que lo veía dando la vuelta a pie bajo los árboles, pero no eran más que sombras conjuradas por mi conturbada imaginación. De todos modos, como no quería correr el riesgo de que Wim me viera al lado de la carretera, caminé un trecho más, por el mismo camino por el que habíamos venido. Todavía iba caminando cuando un coche me iluminó con el haz de luz de los faros delanteros y redujo la velocidad para recogerme.

Era un Audi abollado que conducía un alemán de mediana edad; llevaba una gabardina empapada. Cuando bajó la ventanilla el humo de un cigarrillo me llegó formando ondas hasta la cara.

—¿Qué hace usted aquí a estas horas de la noche? —me preguntó en tono peleón.

—He tenido una avería —le dije—. ¿Podría llevarme hasta el próximo pueblo?

—Suba —me indicó.

Pero no subí. De pronto, en aquel preciso momento, la mente me hizo explosión, y los acontecimientos de la última hora asumieron una nueva y aterradora faceta. ¿Cómo había podido tomar a Wim por un psicópata que mataba a muchachos debiluchos y a chicas temerarias sólo para divertirse, o para apoderarse del escaso dinero en efectivo o de las pertenencias que llevaban? Había escapado por los pelos de un golpe dado por un profesional de la KGB. A Wim lo habían enviado para matarme. Todo encajaba. Me había estado esperando en el cruce preciso de la Autobahn a la hora precisa, y me había elegido en la cantina de conductores. Me había hecho señas para que me acercase, y cuando me hizo subir a bordo del camión se había detenido en la rampa, en un lugar donde estaba seguro de que ningún testigo andaría por allí para ver que me recogía. Todo estaba cuidadosamente planeado: el ofrecimiento de un trago de la botella de ginebra y la calefacción encendida al máximo para que me amodorrase. Nada de armas de fuego: las balas dejarían agujeros y demasiada sangre.

Sentí un estremecimiento. Había escapado por los pelos. Si no hubiera tenido tan buena suerte, Wim habría acabado por enterrarme en una tumba poco profunda al lado de la carretera, donde un cadáver puede yacer sin que lo descubran durante años, quizá para siempre. Wim no era un maníaco homicida; era un asesino profesional.

El conductor del Audi miraba el abrigo gastado que yo llevaba puesto y la bolsa barata con el dibujo del rascacielos.

—¿Quiere que lo lleve yo o prefiere esperar a que pase un Rolls-Royce?

De pronto caí en la cuenta de que estaba plantado en medio de la intensa lluvia y miraba a aquel hombre con los ojos inexpresivos.

—Sí. Sí, gracias —le dije.

—Suba —me repitió.

Eché la bolsa dentro del coche y luego me subí a él.

—Ya pensaba que nadie pararía —le comenté.

El hombre no contestó. Tendría unos cuarenta años, un poco pasado de peso, y tenía el pelo alisado hacia atrás y un bigote pulcramente recortado.

—Usted no es alemán —me dijo en tono acusador.

—Sí lo soy.

Me temblaban las manos al acordarme de Wim y de los hombres que quizá lo habrían enviado. De no haber estado pensando en otra cosa, no habría afirmado que era alemán. Me habría resultado más fácil hacerme pasar por un soldado británico de permiso.

—Puede que sí. ¿Y de dónde ha sacado ese acento? —me preguntó mientras me examinaba la cara con atención. Demasiado confiado, yo había cometido un descuido. Aquel hombre había oído una nota falsa, y con una sola nota falsa bastaba. Entornó los ojos—: ¿No le conozco a usted de alguna parte?

—No, no me conoce. He estado en Canadá.

Si a Wim le habían encargado matarme después de recogerme con el camión, seguro que tendría algún apoyo, algún refuerzo. Si el lugar elegido para atacarme había sido concertado de antemano, ¿por qué no podía ser que este otro gorila viniera siguiéndonos por la misma carretera para asegurarse de que todo había salido de acuerdo con el plan? Y si no había salido todo según lo planeado, si yo seguía vivo, el tipo de apoyo podía detenerse y ofrecerse para llevarme y así poder encargarse de mí.

—Tonterías —dijo el hombre—. Canadá. Tonterías. ¿Y qué demonios ha estado usted haciendo en Canadá? ¿Peleándose?

A pesar de la oscuridad podía verme la cara, las señales y magulladuras. Un ojo se me estaba hinchando tanto que me impedía la visión.

—Pero he vivido en Berlín la mayor parte de mi vida.

Ahora me esforzaba mucho en el acento. Sabía que él estaba poniendo atención en mi voz y examinando cada sílaba con la precisión de un osciloscopio.

—¿Cuál es la verdadera historia? ¿Por qué está usted temblando? No ha tenido una avería. No se veía ningún coche.

Tenía la voz ronca de un fumador empedernido.

—Es que ahí fuera hace un frío de cojones, por eso estoy temblando.

Para entonces yo ya había tenido tiempo de echar un vistazo al interior del coche: una maltrecha radio transmisor-receptor, ceniceros a rebosar de colillas y ceniza. ¡Aquel tipo era policía, un policía de paisano! Una mirada al coche y al aspecto descuidado de aquel tipo habrían debido bastar para identificarlo como un vehículo policial sin distintivos. Pero eso no excluía la posibilidad de que fuera el apoyo de Wim en el intento de matarme.

—No, no fue una avería —admití—. Un camionero… un camionero de largo recorrido me ha dejado tirado en la carretera.

—¿Porqué?

—Es una larga historia.

—Tengo tiempo de sobra.

Sin quitar los ojos de la carretera cogió un paquete de cigarrillos, se puso uno en la boca y apretó el mechero.

—Quería dinero —dije.

—¿Y usted no quiso dárselo?

Me echó otra mirada furtiva. Tenía los ojos rodeados de un cerco rojo; eran pequeños y brillantes, negros y recelosos. El encendedor saltó y el hombre encendió el cigarrillo.

—Ya le había dado doscientos marcos.

—¿Era maricón? —No era de la clase de hombres que emplean eufemismos al hablar—. ¿Se trata de eso? —Y se le ocurrió de pronto otra idea—: ¿Se prostituye usted?

—¿Quiere que le dé un puñetazo en la nariz?

—No, ya veo que no lo es. —Me miró y dejó escapar unas volutas de humo—. De no ser así no habría parado para recogerle. Puedo distinguir a un homosexual a cien metros. Odio a esos pervertidos, y le aseguro que no se cruzan en mi camino dos veces. ¿Dice usted que es berlinés?

—Al principio fui allí para evitar que me reclutasen —le dije—. Y luego me quedé.

Eso no me granjearía las simpatías de aquel tipo, pero yo nunca conseguiría salir airoso si me hacía preguntas acerca del servicio militar obligatorio en el Bundeswehr.

—Prófugo.

Golpeó con un puño la salida de la calefacción.

—Supongo que eso es lo que soy —concedí, aturrullado por el modo como aporreaba el coche—. Hace mucho tiempo de eso. A veces me arrepiento de no haber ido al ejército. ¿Estuvo usted en el ejército? —le pregunté para dar la vuelta al interrogatorio.

No contestó. Como un horno ardiendo en el bosque, un segmento de sol rojo oscuro dibujaba una línea a lo largo del perfil de aquel hombre. Sacó un pañuelo del bolsillo y limpió el vaho del interior del cristal del parabrisas.

—Algo le ha pasado al clima —dijo como si intentase empezar una discusión—. Normalmente, en esta época del año tenemos un metro de nieve por estos parajes.

—Son las pruebas de las bombas lo que lo produce.

—Muy gracioso. Así que usted es de esos fanáticos que están a favor de prohibir las bombas, ¿no es así?

—No, a mí me gustan las bombas.

—Hum… ¿Por qué no echa un sueñecito?

—No estoy cansado —respondí.

Dio una chupada al cigarrillo, exhaló el humo, tosió, se golpeó el pecho y luego se quedó mirando la colilla como si tratase de leer la marca.

—¿Lleva usted encima algo… algo que haga más corto un largo viaje? Algo que fumar, ¿sabe a qué me refiero?

—Sí, sé a qué se refiere —le dije—. Pero yo no uso drogas, crack, ni smack ni ninguna de esas mierdas. Ni llevo encima una pistola ametralladora ni medio kilo de Semtex. Usted y yo nunca nos hemos visto antes. Y no vendo el culo. No soy nada más que un obrero hijo de perra que intenta que lo lleven al sur en coche. ¡Así que déjeme en paz! ¿Vale?

Durante largo rato viajamos en silencio. El sol se volvió anaranjado y luego amarillento; parecía que incendiase todo el paisaje boscoso. Ese efecto se vio aumentado por el hecho de que mi compañero, fumando sin parar, había llenado el interior del coche con una asfixiante neblina de acre humo azul.

—Soy policía —dijo de pronto y sin preámbulos—. Inspector de policía.

—¿De veras?

—Hay una estación de autobuses de largo recorrido cerca del lugar al que me dirijo. Le dejaré allí. —Lo dijo como si, de mala gana, estuviera renunciando a la alternativa de llevarme a la comisaría y matarme de una paliza—. A partir de ahí seguirá usted solo. Pero permítame decirle algo: si uno de mis muchachos le agarra por holgazanear, por importunar o por molestar a los automovilistas para que le lleven gratis lo llevarán a la comisaría, y yo haré que se arrepienta de haber pasado por aquí.

—Vale —gruñí.

—¡Hable más alto! ¿Es eso una forma de dar las gracias o ha sido sólo un eructo de borracho? Voy a desviarme un kilómetro de mi camino para llevarle a esa maldita estación de autobuses. ¿No le parece que soy un detective?

—Sí —respondí—. Parece demasiado blando de corazón para ser inspector de policía.

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