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WERNER regresó a Berlín y comenzó a disponerlo todo para que VERDI fuera a Londres. Yo estuve trabajando mucho, y pronto despejé la mayor parte del trabajo atrasado que Dicky había descargado sobre mí. El miércoles, tomándole a Bret la palabra, fui a ver a los niños a las profundidades de la zona residencial de los bolsistas de Surrey. Amaneció como uno de esos hermosos días de invierno en que el cielo está casi completamente azul, sólo con unos pocos jirones de nubes, y no sopla más que el viento necesario para hacer temblar los árboles desnudos. El miércoles era el día que los niños no tenían colegio por la tarde, así que los recogí a mediodía y los llevé a comer a un fish and chips del pueblo. Pero cuando llegamos allí algunas nubes grises cargadas de humedad habían empezado a avanzar rápidamente por el cielo.

—Al abuelo no le gusta el pescado con patatas fritas —me dijo Sally.

Estábamos disfrutando de la comida tradicional del trabajador inglés: pescado rebozado frito, patatas fritas, cebolletas en vinagre, pan con mantequilla y té caliente con leche. De niño, como yo procedía de Alemania, encontraba aquello una comida curiosa. Pero era lo que más le gustaba comer a mi padre siempre que venía a Inglaterra, y por lo tanto yo también me aficioné a ella, aunque aquéllas temiblemente ácidas cebolletas era algo que se me seguía resistiendo.

—Dice el abuelo que el pescado con patatas es vulgar —terció Billy.

—Fijaos en lo que le han hecho a este lugar en los últimos meses —les comenté—. Tienen incluso menús impresos, y el nuevo rótulo de la puerta dice «Restaurante de pescado».

Solíamos frecuentar aquel lugar para comprar la cena hecha cuando íbamos a visitar a los abuelos. No hacía mucho se llamaba «Tienda de pescado y patatas», y tenía mostradores de madera, bancos a modo de asientos, linóleo en el suelo, y la comida para llevar la envolvían en papel de periódico.

—A mí me gustaba como era antes —comentó Billy.

Siempre intentábamos coger una mesa que estuviera al lado de la ventana para poder vigilar el coche y a los depredadores que acechaban el tráfico.

—No —le contradijo Sally—. Ahora está más bonito, con los manteles de cuadros rojos y la camarera con un delantal en condiciones.

—No es una camarera —le aseguró Billy—. Siempre ha estado aquí. El hombre que está al cuidado de la freidora la llama mamá.

—Acabarás siendo detective —observé.

—Voy a ser director de museo.

Aquélla era una ambición completamente nueva.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Porque sólo tienes que tener cuidado de las cosas —me explicó Billy como si hubiera penetrado en un secreto celosamente guardado del ámbito de los museos, cosa que bien podía ser verdad—. Y nadie sabe que no son tuyas. Probablemente incluso puedes llevártelas a tu casa por un día o dos.

—¿Qué clase de museo?

—Me lo estoy pensando —respondió Billy—. Probablemente de pistolas. Un museo de pistolas.

—No existen museos de pistolas —le dijo Sally.

—Claro que sí, Sally, no seas tonta.

—No me llames tonta. No existen. ¿A que no, papá?

—Hombre, no hay muchos —repuse con prudencia.

—Pues yo odio las pistolas —nos aseguró Sally—. ¿Por qué hemos de tener pistolas, papá? ¿Por qué no hacen algo para que no sea legal tener pistolas?

—Para que podamos dispararle a las personas malas —dijo Billy.

—¿Tú disparas a las personas malas, papá? —me preguntó Sally.

Aunque continuaron comiendo con cuidado y atención, yo sabía que los dos me estaban observando. Tuve la impresión de que habían estado hablando de ello.

—Pues claro que no —repuse—. Eso lo hacen los policías.

—¿Ves? Ya te lo decía yo —le dijo Sally a Billy. Y refiriéndose a mí, añadió—: Billy decía que tú habías disparado contra mucha gente. Pero no es cierto, ¿verdad, papá?

—No —le aseguré—. Yo no sirvo para esas cosas; me da miedo el ruido de los disparos. ¿Le apetece a alguien comerse mis patatas?

—A Billy —respondió Sally.

—El abuelo va a llevarme a cazar conejos con una escopeta —nos confió Billy—. Tiene muchas; incluso tiene una habitación para guardarlas. A mí no me importa el ruido de los disparos. —Se sirvió mis patatas fritas—. O un museo de coches. Así podría utilizarlos para irme a casa por la noche.

—Los coches son mejores —observé.

¿Qué clase de profesión era la nuestra, cuando mentirles a nuestros hijos resultaba obligado? Un día nos sentaríamos los tres y se lo explicaría todo… pero si las cosas transcurrían con normalidad me atropellaría un camión antes de que llegase ese día.

Después de comer desafiamos la brumosa lluvia y anduvimos a pie por las colinas septentrionales. Es un paisaje impresionante, con fuertes, campamentos y otros restos de la ocupación romana si uno sabe dónde buscar. Por suerte los niños habían visitado la mayoría de aquellos lugares en excursiones del colegio, así que pudieron ponerme en el buen camino cada vez que yo estaba a punto de extraviarme. En el tema, mucho más delicado, de corregirme los errores que cometí acerca de la historia de la Gran Bretaña romana tuvieron bastante más tacto.

Cuando los llevé de nuevo a casa de mis suegros, los niños estaban agotados, y yo también. Durante el camino de vuelta, a instancias de Sally, compramos bollos de pasas en la panadería. Después de que hubiéramos dado buena cuenta de los bollos tostados y del té delante de la chimenea con la abuela, los niños me acompañaron hasta el coche cuando decidí irme a casa. Yo llevaba un Volvo que el Departamento había autorizado como una adquisición compatible con mi graduación y rango. Billy lo estuvo admirando y luego se puso a hacer una lista de los coches que tendría en su museo. Pero cuando les di un beso para despedirme, Sally sonrió al oír los planes de Billy acerca del museo y me confió:

—Los coches son mejores que las armas.

Me limité a decirle que sí y lo dejé correr. Pero cuando iba conduciendo de vuelta a Londres, mientras escuchaba algunos conciertos para piano de Mozart en el casete del coche, tuve el incómodo pensamiento de que Sally —más joven que Billy, pero más perceptiva, más cínica y más exigente, como lo son a menudo los hijos segundos— se había dado cuenta de la mentira que les había dicho en el restaurante.

 

El viernes por la mañana, temprano, el viejo Fedosov y el muchacho pasaron a Berlín Occidental sin incidente alguno. Fueron al aeropuerto en coche y cogieron un avión que los llevaría a París. Al mismo tiempo, sincronizando los movimientos con mucho cuidado, Werner recogió a VERDI en el puesto de control Charlie. Volaron de Berlín a Colonia y luego cogieron un aerotaxi hasta el aeropuerto londinense de Gatwick.

Dicky Cruyer y yo fuimos a esperarlos a Gatwick después de haber hecho las gestiones necesarias para que las formalidades de la aduana y de inmigración fueran mínimas para Werner y su encargo. Lo hizo bien, porque las formalidades se llevaron a cabo dentro del avión y Dicky introdujo el coche hasta la «zona aérea» y lo acercó al aparato; allí estuvimos esperando a que salieran.

—No podéis utilizar Berwick House —me indicó Dicky mientras estábamos sentados en el coche esperándolos—. ¿Recibiste el mensaje que te envié?

—No —repuse—. ¿Cuándo lo enviaste?

Me resultó difícil no levantar la voz. Me enfurecía que Dicky hubiera estado a mi lado durante casi media hora y no se molestara en hablarme de ello.

—Le encargué a Jenni que te lo dijera —me comentó vagamente.

Comprendí que no lo había hecho. Comprendí que se le había pasado por alto hasta aquel preciso momento.

—Pues necesitamos Berwick House —dije.

El complejo de Berwick House comprendía varias hectáreas de terreno con una alta valla alrededor, guardas armados y dispositivos contra intrusos. No había un lugar mejor para poner a personas como VERDI a las que había que mantener ocultas y seguras.

—Está clausurada. Nadie la usa ya —insistió Dicky.

—¿Por qué? ¿Desde cuándo?

—La han cerrado mientras quitan el amianto de los techos o algo así.

—Por Dios, Dicky. No lo puedo creer. ¿Quitar el amianto? ¿Y qué van a poner en su lugar?

—No cojas una rabieta, Bernard, eso no es obra mía. Es el plan de «obras y ladrillos». Me temo que en estos tiempos no hay ningún lugar que se le parezca demasiado.

—¿Y dónde demonios vais a meterlo?

—La decisión… es decir, la decisión última… debe ser cosa tuya. Pero he dado instrucciones para que tu grupo tenga el uso exclusivo del piso franco de Notting Hill Gate. He hecho las gestiones pertinentes para que un equipo vigile las entradas delantera y trasera. Allí estaréis a salvo.

—¿Cuándo va a entender alguien lo que no hago más que repetir una y otra vez? El piso de Notting Hill está en peligro. Lo han estado utilizando incluso para que pasen la noche visitantes de fuera de la ciudad. Sabes tan bien como yo que es un lugar donde el personal subalterno lleva a sus fulanas para pasar la tarde. No es seguro y no es secreto.

—Espera un momento —me interrumpió Dicky—. De eso no sé nada. Lo de… ¿Quién lleva furcias allí?

—Pues debes de estar comatoso, Dicky. ¿No te has fijado en que cuando se necesita la llave por todas partes hay miradas de preocupación, llamadas telefónicas internas y personas con la cara roja corriendo por todo el edificio para encontrarla?

—Pues no, no me he fijado. Quiero decir que como prueba eso es muy poca cosa, nada decisivo, ¿no te parece? No demuestra que se esté utilizando por miembros del personal subalterno para revolcarse con alguien.

—No quiero discutir contigo, Dicky. Pero Notting Hill nunca ha sido un piso franco en condiciones, sólo un local de la oficina del Departamento. ¿Cómo se te ocurre pensar que es un local seguro para esconder, alojar y proteger a alguien como VERDI?

—¿Y adónde quieres llevarlo? —me preguntó Dicky.

Parte del pavoneo se le había esfumado al ver que yo tenía buena parte de razón.

—Tendremos que arreglarnos con eso por esta noche. Pero, por Dios, mañana coge el teléfono y busca un lugar que esté protegido como es debido para poner a VERDI. La policía o el ejército deben de tener lugares seguros.

—¿Es cierto que el personal subalterno lo usa como picadero para llevar a chicas?

—Pregúntale a Jenni, con i latina —le dije.

Me miró para ver si le estaba tomando el pelo.

—Veo que te gusta remover la mierda —dijo con una voz no exenta de admiración.

Así que me llevé a Werner y a VERDI al piso franco de Notting Hill. Alguien le había hecho una buena limpieza a fondo desde mi anterior visita. Lo que realmente me fastidiaba de la estupidez de Dicky era que, privado de los guardas y del personal doméstico que constituían los servicios rutinarios en Berwick House, yo tendría que quedarme a pasar la noche con Werner. Y era necesario que fuésemos dos. Tendría que haber alguien despierto a todas horas para vigilar las cosas mientras Verdi dormía. Y aunque VERDI se estaba portando bien y cooperaba en todo, no podíamos correr el riesgo de que saliera por la puerta y desapareciera en las bulliciosas calles del centro de Londres.

Llamé a Fiona por el teléfono del coche y le dejé un mensaje en el que le decía que Dicky me había encomendado una misión para toda la noche y que la vería al día siguiente en la oficina. Era un mensaje vago, pero Fiona comprendería con facilidad lo que estaba ocurriendo cuando lo escuchara. Y si no era así, siempre podía preguntarle a Dicky.

—Mira esto, Bernard. Y no es más que el comienzo —me indicó Werner. Estaba extendiendo sobre el mostrador de plástico de la cocina parte del material que VERDI había traído consigo—. Mira, Tessa Kosinski.

Las luces fluorescentes instaladas en el mostrador iluminaban una serie de grandes fotografías en blanco y negro satinadas. Brillantemente iluminado, un cuerpo con grandes quemaduras estaba tendido sobre la mesa de un depósito de cadáveres. Un primer plano de la vista frontal de la cabeza, otro de perfil, primeros planos de las manos y diferentes tomas durante la disección.

—¿Una autopsia del ejército? —preguntó Werner.

—Sí, son los que tienen los mejores patólogos —explicó VERDI, que estaba de pie detrás de Werner bebiéndose un whisky—. Tienes que leer la autopsia y el informe del forense.

Había media docena de páginas; hojas mecanografiadas muy densas, de la clase acostumbrada. Pero las fotocopias eran de mala calidad y no resultaba fácil descifrar el texto.

—¿Cuál fue el veredicto? —le pregunté.

—Que no murió por quemaduras. —Sin soltar el vaso de whisky, VERDI comenzó a pasar las páginas hasta encontrar lo que quería—. No había rastros de humo ni de carbono en la tráquea ni en los pulmones. —Puso el dedo sobre el párrafo en concreto—. Aquí está: la muerte la causaron las heridas producidas por los disparos de una escopeta. Se utilizó una escopeta del calibre 12 a quemarropa. Quedaba plomo en el cuerpo… perdigones… perdigones grandes… muchos perdigones.

—¿No habrían tenido que derretirse los perdigones al arder el cuerpo? —le pregunté.

—Sí —respondió. Y de nuevo comenzó a pasar las hojas hasta encontrar la referencia apropiada—. Aquí está: el forense observó indicios de metal procedentes de proyectiles derretidos. —En el fondo de la cartera encontró una tarjeta a la que se había grapado una bolsita de plástico. Dentro de ésta había media docena de bolitas de metal: los perdigones. VERDI me miró—. Diría que se trata de proyectiles del número 4 —indicó.

—Sí —convine.

Los combates en la selva durante la guerra del Vietnam convencieron al ejército de Estados Unidos de que las escopetas con munición del número 4 eran las que tenían más efectos letales al ser utilizadas contra blancos humanos.

—Pero ¿quién lo hizo? ¿Y por qué? —quiso saber Werner.

VERDI se encogió de hombros. Lo fácil nos lo dejaba a nosotros. Se sentó. Nos miró a los dos y sonrió. Todos sabíamos cómo sería la cosa. Durante los días siguientes VERDI iría extendiendo las mercancías que tenía delante de nosotros, como un vendedor ambulante en un mercado oriental. Y nosotros cogeríamos en la mano cada uno de los artículos, los inspeccionaríamos con atención y luego nos pondríamos a regatear.

—¿Satisfechos? —preguntó VERDI.

—Es un comienzo —dije yo.

Asintió con la cabeza y tomó un sorbo de whisky.

—No es la Kosinski —musitó en voz baja—. Está bien hecho, ¿verdad? A conciencia. Es la mujer a la que mataron en la salida de Brandeburgo, pero no es la Kosinski.

No dije nada. Estaba mirando a VERDI con mucha atención. Entonces comprendí que me había equivocado con respecto a él. Había permitido que mis sentimientos influyeran en mi capacidad de raciocinio. VERDI había cambiado. Ya no era aquel hombre terco y desalmado que yo había conocido en los viejos tiempos; ahora era un profesional educado e ingenioso.

—¿Quién es? —le preguntó Werner.

—Es una teniente de la Stasi. La enviaron allí aquella noche cuando se enteraron de que Fiona Samson escapaba por la Autobahn. Nuestro oficial de guardia llamó a la oficina de Brandeburgo y ordenó que fueran a buscar a Fiona y la devolvieran a toda costa. Ésa era la orden: que la devolvieran a toda costa. Brandeburgo envió un equipo de tres personas del cuerpo de guardia. La mujer era la de mayor graduación.

—Yo estuve allí, en la Autobahn, aquella noche —le dije.

—Pues ya sabes el lío en que se convirtió todo. Todo salió mal. El mensaje ya se había modificado dos veces cuando Berlín recogió los datos de los hechos que habían tenido lugar. Al equipo de Brandeburgo le habían dicho que capturase a Fiona Samson, una mujer que viajaba en una furgoneta Ford Transit con matrícula diplomática. Llegaron a las obras de la carretera e identificaron la furgoneta. Había una mujer en la parte de atrás. La cogieron, la metieron en el maletero del coche que llevaban y se largaron de allí. Pero la teniente de la Stasi se quedó atrás. Dijo que ella se encargaría de retrasar las cosas. Estaba oscuro como boca de lobo. Dijo que, mientras sus hombres huían, haría creer que ella era Fiona Samson. Supongo que lo que pretendía era hacer méritos. Las mujeres siempre quieren probar lo mucho que valen, ¿no es cierto? Estaba armada y era la persona de mayor rango. Los dos hombres hicieron lo que ella les ordenó.

VERDI me miró, pero yo permanecí inexpresivo.

—¿Qué ocurrió entonces? —le preguntó Werner.

—Pregúnteselo al señor Samson —repuso VERDI—. Él estaba allí. Hubo un gran tiroteo. Nunca he podido averiguar cuántas personas resultaron muertas. La teniente sí murió. Samson sobrevivió. Subió a la furgoneta Ford y se marchó llevándose de allí a su esposa. ¿No es así, Samson?

—Le estoy escuchando —le dije. Podía adivinar lo que vendría después.

—Alguien metió a la teniente de la Stasi en un coche y le prendió fuego —explicó VERDI—. Fui allí a la mañana siguiente, a primera hora. Era una escena dantesca. Di órdenes de que el cadáver carbonizado no fuera identificado como el de la teniente de la Stasi y puse una restricción de seguridad durante setenta y dos horas en aquel asunto. La restricción se fue alargando y todavía está vigente.

—¿Qué pasó con la Kosinski? —quiso saber Werner.

—La confiné en Normannenstrasse. Se negó a decir una palabra a nadie. Yo no había visto nunca a Fiona Samson, así que la fotografiaron y se le tomaron las huellas como Fiona Samson. Eso ayudó a aclarar el error, pero pasaron un par de días antes de que pudiéramos hacer que nos enviasen los papeles de Fiona Samson. Yo sabía que lo de Fiona Samson era un asunto delicado, así que no quería ni pensar en someterla a un interrogatorio hasta que me dieran el visto bueno los de arriba. Al final, a la prisionera se la identificó como la hermana, Kosinski.

—¿Dónde está ahora?

—La trasladaron a la prisión de alta seguridad de Leipzig. Están esperando una disposición política que les diga qué deben hacer con ella.

—¿Está viva? —preguntó Werner.

—Está sana y salva. Supongo que a su debido tiempo será canjeada por uno de los nuestros.

—¿Es por eso por lo que ha venido usted aquí? —quiso saber Werner.

—En parte, sí —respondió VERDI. Se volvió hacia mí y añadió—: No ha dicho nada usted, Samson.

—Volveremos a ello mañana por la mañana —le dije.

Me harían falta un vídeo y una grabadora si aquello iba a formar parte del archivo oficial.

Tan sólo unos minutos después sonó el teléfono; la llamada era de Duncan Churcher. Al principio comenzó a hablar en un tono muy arrogante.

—Súbete los pantalones y da las buenas noches a la chica. Estoy en la calle Praed. Ven a reunirte conmigo en la entrada de taxis de la estación de Paddington dentro de treinta minutos. Supongo que tienes una varita mágica que te permitirá dejar el coche allí sin que se lo lleve la grúa. ¿Vale?

Duncan estaba a punto de colgar.

—Espera un minuto —le pedí—. No creo que pueda irme de aquí ahora.

Los juguetones modales de Duncan cambiaron.

—Estés haciendo lo que estés haciendo, Bernard, no es más urgente que esto. Y no podré tener la tapadera puesta encima más allá de una hora.

—¿Qué ha pasado?

Hubo un largo silencio mientras decidía cuidadosamente cómo expresarlo.

—Necesitarás el equipo de limpieza. Quizá quieras alertarlos antes de que vengan.

—¡Cielos!

—Donde los taxis dejan a los pasajeros. Llevo puesta una trenca blanca.

—Allí estaré.

A lo mejor no lo dije muy convencido. Supongo que Duncan quería confirmarlo, porque me dijo:

—¿Estás muy lejos? Me han hecho llamarte ya a tres números diferentes. ¿Es que ni siquiera tu secretaria sabe dónde te encuentras?

—¿Has preguntado a mi esposa?

Touché, Bernard. No; debió ocurrírseme llamarla a ella.

—¿Has estado bebiendo, Duncan?

—Como hay Dios que no, Bernard. No, te lo juro. Hace semanas que no bebo.

—Pues no empieces ahora.

Colgué sin decirle adiós.

Werner me estaba mirando.

—Werner, tengo que salir —le expliqué—. Cuida de su señoría. Yo volveré antes de una hora.

—¿A dónde vas?

—A la calle —repuse.

—¿Y si Dicky o Bret quieren saber dónde estás?

—Diles que me he caído por la escalera y he salido a comprar tiritas.

—¿Necesitas una pistola?

—No, gracias —dije—. Parece que ya es demasiado tarde para explosiones ruidosas.

 

Era una habitación pequeña y mezquina en un edificio viejo y desvencijado que olía a podrido. Esa clase de hotel sórdido y pequeño que abunda en los alrededores de las estaciones de ferrocarril y de las terminales de autobuses. Estos edificios, con un breve contrato de arrendamiento antes de que les llegue la hora de ser demolidos, son la inversión favorita de los caseros depredadores. Seguí a Churcher escaleras arriba. Delante de nosotros iba un hombre con un manojo de llaves; tenía barba de varios días y el aliento le olía a ginebra, lo que sospeché era cosa de Churcher. Era un tipo delgado, sin duda consecuencia de acarrear aquel manojo de llaves por la escalera arriba y abajo agarrándose con frecuencia a la barandilla para no perder el equilibrio.

La pobreza trae consigo la falta de alternativas, y por ello la pobreza urbana tiene un carácter melancólico y monótono que es común a los alojamientos baratos de una punta a la otra del mundo. Manchas de vómito, colillas de cigarrillos y botellas vacías; aquellas habitaciones pequeñas podían haber estado igual en un edificio de viviendas de Nueva York, en una pensión de la Ciudad de México o en un edificio cuadrado y de poca altura de Berlín.

La cama de metal con la pintura saltada y los muelles torcidos, las ventanas sucias, el colchón viejo, manchado y maloliente, dos sillas de cocina y unos cuantos utensilios abollados en un hornillo viejísimo para justificar el letrero que anunciaba «habitaciones en alquiler» que se veía desde la calle.

—Ven a verlo —me indicó Churcher mientras atravesaba la primera habitación y entraba en el sombrío dormitorio contiguo.

Inclinado hacia adelante, doblado como una navaja y con la manta mugrienta apartada a un lado, estaba el cuerpo escuálido de un hombre de edad indeterminada, entre los veinte y los treinta años. Tenía el pelo ondulado largo hasta los hombros y llevaba una camiseta mugrienta y calzoncillos bóxer a rayas. Como un diagrama anatómico, las marcas de las inyecciones seguían el dibujo de las venas a lo largo de los brazos y de las piernas. Contra la cabecera de la cama había apoyadas un par de almohadas donde aquel hombre había estado recostado hasta que se había tomado un frasco de píldoras, había vomitado, aunque no lo suficiente, y había muerto.

—¿Para esto me has traído aquí? —le pregunté.

—Quería que lo vieras —me dijo Churcher.

—¿Por qué?

La cara se le puso tensa de preocupación.

—Oh, no, no quiero decir eso, Bernard. Tú no tienes nada que reprocharte. Nada en absoluto.

—Entonces, ¿por qué?

—Era el modo más rápido y efectivo de mostrarte que este tipo no podía ser de ninguna manera lo que tú creías.

—¿Lo que quieres decir es que no podía ser el amante de Daphne Cruyer?

—Ni tampoco una sonda de la KGB. Ni el amante de Daphne Cruyer. Ya ves. Él no era nada, Bernard. No era más que un montón de desechos de la gran ciudad.

—¿Cuándo ha ocurrido esto?

Observé a Churcher mientras tiraba del cuerpo de aquel hombre hacia atrás; lo sentó en la cama el tiempo suficiente para que yo pudiera ver el rostro, blanco y ojeroso, y los ojos muy abiertos del cadáver. Cuando Duncan lo soltó, el peso del cráneo venció la rigidez de los músculos del cuello, por lo que la cabeza cayó hacia adelante como si cobrase vida.

—Hace varias horas, a juzgar por el rigor.

—¿Has registrado la habitación?

—Lo he hecho mientras te esperaba.

—No me gustaría que en la investigación del forense saliera algún diario íntimo de este tipo y Daphne Cruyer apareciese en sus páginas.

—No hay nada de eso, te lo aseguro. Estuve hablando con él largo y tendido el miércoles por la tarde. Sin presionarle en absoluto, Bernard, te lo juro. No hizo falta. Acababa de ponerse un pico. Estaba lúcido y racional, pero no había nada detrás de sus ojos, Bernard.

—¿Y por qué no puede ser el querido de Daphne Cruyer?

—¡Míralo! Mira los pinchazos en las venas. ¿Iba alguna mujer medianamente inteligente a irse a la cama con este tipo? —Arrugó la nariz como si oliera el aire por primera vez—. He visto a Daphne Cruyer una vez o dos, hace un par de años. La recuerdo de un cóctel en el Instituto Alemán, o en una de esas reuniones gratuitas. Iba vestida con un traje largo estampado con flores y llevaba collares, brazaletes y zapatillas de ballet. Una mujer muy aficionada al arte, ¿no?

—Creo que sí —convine.

El cuerpo del hombre había continuado moviéndose y, de repente, resbaló del todo hasta volver a adoptar aquella posición doblada sobre sí mismo, como un hombre cuando intenta tocarse los dedos de los pies. Churcher lo vio, pero no por ello interrumpió lo que estaba diciendo.

—Me pareció una mujer muy creativa. Muy imaginativa.

—No creo que ella se lo inventase, Duncan.

—Pues yo creo que sí, Bernard. Era una fantasía que tenía que expresar de algún modo, eso es lo que yo creo. Quizá la ayudara a controlar la ira que sentía contra su marido. Seguro que esa mujer no pensaba que tú llegaras a verlo nunca, ¿verdad? —Al ver que yo no respondía, añadió—: ¿Estaba bebida? ¿Estaba enfadada? ¿Estaba celosa?

—Las tres cosas —admití—. ¿Causa de la muerte?

—Pues hay causas para elegir, Bernard. Tiene aquí píldoras suficientes para poner una farmacia. La mitad de esos frascos están vacíos; por lo que sé, se las tragó todas de golpe. Consumía crack y toda clase de mierda. Aunque hubiera ingresado en una granja de salud ayer por la mañana, sus esperanzas de vida no hubieran sobrepasado el año.

—¿Por qué no me explicaste todo esto la primera vez que lo viste?

—Estuve comprobando su historial médico, y eso es un asunto lento. Salió de un hospital psiquiátrico hace unos tres meses. Ya sabes cómo va en estos tiempos, nadie quiere firmar una orden de internamiento para retener a nadie. Podrías cortar en rodajas a una vieja con una sierra mecánica, y aun así no te encerrarían bajo candado. —Miró a su alrededor—. No es que éste fuera a hacer nunca nada parecido. Era un hombre educado, considerado y amable con todo el mundo. Médicos, pacientes, incluso las personas que viven en esta ratonera dicen lo mismo de él. El pobre diablo, sencillamente, ya no aguantaba más.

—¿Crees que dirán que ha sido un suicidio?

—¿Un suicidio? Pero ¿dónde pones tú los límites, Bernard? En Rusia a los alcohólicos los llaman «suicidas parciales». Y así es, ¿no?

—No lo sé —le dije.

—Pues tienes suerte. —Miró el reloj—. Si tú no quieres llamar a vuestros chicos de la limpieza, será mejor que llame pronto a la ley, Bernard. ¿Has visto lo suficiente?

—Entonces, ¿no había nada de lo que te dije, Duncan?

—Este tipo asistía a las clases de arte. No había que pagar, se estaba caliente y había luz. Era mejor pasar allí la tarde que hacerlo aquí. Tal vez quisiera conocer gente… no lo sé. Estaba solo, sin blanca y desesperado. Cuando hablé con él la otra tarde ni siquiera recordaba quién era Daphne Cruyer. Le pedí que me dijera quién estaba en la clase con él, y sólo pudo recordar a otros tres estudiantes de los doce que eran, y Daphne Cruyer no era uno de ellos.

—Pobre Daphne —dije.

—Quizá ella también se encuentre sola, Bernard. No se puede juzgar a la gente por las apariencias. La soledad es la otra cara de la moneda del amor. La misma energía, poder y pasión que te eleva hasta la estratosfera del amor, cuando estás solo te arrastra hasta el fondo del mar y te retiene allí bajo una pesada roca hasta que los pulmones te estallan de tristeza.

—¿Has estado bebiendo?

—No, te lo juro.

—Bien, llama a la policía. Yo tengo que volver al trabajo. ¿Y ese Hitler de abajo?

—No habrá problema con él. Entregaré una declaración a la policía y él les echará encima el aliento a ginebra. Harán caso de lo que yo les diga, porque les ahorro un montón de trabajo. Déjalo de mi cuenta. Me gano la vida así.

—¿Tenía algún familiar próximo?

—Ninguno. El hospital trató de encontrar a los padres cuando ingresó la primera vez, pero descubrieron que no tenía ningún pariente.

—Entonces no hay que preocuparse por esa cuestión —dije.

—Cuando yo era niño, rezaba cada noche para pedirle a Dios que me muriese antes que mis padres. No podía soportar la idea de seguir vivo sin ellos, ya ves.

Churcher se estaba identificando con el joven muerto, y aquello no iba a mejorar las cosas.

—¿Y Belostok? —le pregunté—. ¿Habría que decírselo?

—No te culpes, Bernard. Lo que me pediste que hiciera no cambia las cosas. Esto habría ocurrido aunque Daphne Cruyer no hubiera nacido.

—Belostok lo esperará el martes. Puede que Daphne Cruyer se alarme.

—Vete a hacer puñetas, Bernard. Me pagas por hacer esto, y soy cojonudo haciéndolo. Todavía no soy demasiado viejo, digan lo que digan de mí.

 

Cuando regresé a Notting Hill Gate, VERDI y Werner estaban sentados a oscuras. Las cortinas estaban abiertas de par en par y ambos tomaban whisky con agua mientras contemplaban el lento movimiento del tráfico por Bayswater Road.

Había suficiente luz para ver que VERDI llevaba puesto un jersey blanco de cuello vuelto; Werner estaba casi perdido en la penumbra, y lucía una camisa negra de punto.

Parecía como si los dos se hubieran hecho a la idea de pasar un largo tiempo allí. Yo me aferraba a la esperanza de que Dicky encontrara un lugar más apropiado para retener a VERDI y así yo pudiera escapar de aquel papel de carcelero.

—Uno de nosotros dos debería acostarse, Werner —le sugerí.

—¿Van a montar guardia para vigilarme? —nos preguntó VERDI, divertido.

—Duerme tú primero, Bernie —me dijo Werner—. Pareces agotado.

Entró en la cocina y desde allí dijo:

—Estoy preparando un sándwich y café. ¿Alguien quiere?

—No —repuse.

VERDI indicó que él sí acompañaría a Werner en aquel tentempié.

Werner seguía en la cocina cuando ocurrió. Yo estaba en la habitación delantera con VERDI. Me encontraba arrodillado en la alfombra, revolviendo en mi maletín para buscar la pasta de dientes.

El sonido no fue más que el seco crujido de cristales que se rompen y el grito estrangulado de VERDI, un ruido semejante a las gárgaras que uno hace cuando se enjuaga la boca. Yo sabía lo que era. El vidrio era el de la ventana; las gárgaras, el sonido que se produce cuando el corazón estalla y el individuo se traga una buena cantidad de su propia sangre.

Werner oyó la rotura del vidrio y también la reconoció. Entró corriendo desde la cocina.

—Le han disparado —dijo Werner.

—¡Agáchate! ¡Quédate quieto, Werner! Inmóvil. Estarán vigilando por si hay algún movimiento. —Yo estaba en cuclillas sobre mi bolsa de cremallera en la parte de la habitación más alejada de la ventana—. Agáchate todo lo que puedas. No intentes mirar por la ventana, Werner. Ven a este lado y vigila la puerta. Ten mucho cuidado.

Esperé, y luego gateé por la habitación para acercarme a VERDI.

—¿Está muerto? —preguntó Werner desde la otra punta de la habitación.

—Sí —afirmé.

Una mirada a la cara fue suficiente.

—Se está moviendo.

—Sí, pero está muerto —le aseguré—. Le han atravesado el pecho. ¡Mierda!

Estaba pasando la mano por la espalda de VERDI para buscar el orificio de salida, y me encontré con un terrible agujero abierto y muchísima sangre que salía bombeada. El jersey de cuello vuelto estaba empapado, y ahora también mis manos aparecían cubiertas de sangre.

—¿Has podido ver de dónde procedía el disparo?

—No te acerques a la ventana.

Saqué el pañuelo del bolsillo y me limpié las manos. No sirvió de mucho.

—Está demasiado oscuro para ver.

—Un francotirador —le dije—. Es culpa mía. Debería haber pensado en eso. Alguien ahí fuera, en los tejados, con balas hechas a mano, un rifle de francotirador en un bípode y una mira nocturna de infrarrojos.

—No puedes saber con certeza cómo lo han hecho.

—Esto no ha sido un disparo fortuito, Werner.

—Pero tú has estado cerca de la ventana. Yo he estado cerca de esa ventana. Y cuando aprietan el gatillo le aciertan a él. Tenían que estar en condiciones de distinguirlo.

—Sí. Nadie prepara un golpe así y luego deja en manos de la casualidad a cuál de los tres hombres hay que acertarle.

—Una mira telescópica nocturna.

—Éste es un golpe profesional muy caro, Werner. Un tiro en el pecho, con un proyectil que le da en el corazón y le cercena la espina dorsal. No podría haberlo hecho mejor un cirujano en la mesa de operaciones de un quirófano.

—Debí cerrar las cortinas —comentó Werner.

—Quédate ahí quieto y agachado —le ordené—. Si es alguien que trabaja por su cuenta, alguien a quien le pagan según el resultado, ya estará a muchos kilómetros de distancia. Pero si ésta es una operación de la KGB, puede que les hayan dado órdenes de esperar a ver qué sucede.

—Incluso con las luces apagadas podían ver el jersey blanco cuando él se acercó a la ventana, ¿no es eso?

—Exactamente, Werner.

—Pero si hubiéramos encendido las luces habríamos corrido las cortinas.

—La vida está llena de alternativas.

—Aun así… ¿Cómo sabían cuál de los tres llevaba el jersey blanco? Eso es lo que me gustaría saber.

—Puede que pensaran cargársenos a los tres, uno a uno.

Werner soltó una risa nerviosa.

Me acerqué a las cortinas y las cerré.

—Quizá nos estuvieran vigilando cuando llegamos —sugerí—. Tal vez se lo dijera alguien.

—¿Crees que nos esperarán en la entrada principal? ¿Te parece que llame al equipo de limpieza? Nos hará falta un hombre de la Seguridad Especial y un médico, ¿no?

—Puede ser. Esperemos un momento y pongamos las ideas en orden.

—¿Todavía sangra?

—Un solo disparo, Werner. Deben de haberse figurado que no habría tiempo para un segundo disparo. Trayectoria horizontal. Le da al cristal, se desvía ligeramente y se lo carga a él. Incluso admitiendo que pueda haber un factor suerte, ¿a cuántos pistoleros a sueldo conocemos con semejante pericia?

—A ninguno.

—Lo encontraré, Werner, encontraré a ese hijo de puta —le aseguré expresando mi ira más que mi opinión razonada.

—¿Crees que éste es el final de la Operación VERDI? —quiso saber Werner.

—Es el final de muchas cosas.

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