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—DÍGAME… ¿le duele aquí?

Noté que la sonda dental me tocaba la muela.

—No —respondí.

—Pues ya está —me indicó el dentista—. No hay nada que esté mal. —Sostuvo la sonda en alto durante unos instantes, como hacen los prestidigitadores con la varita mágica, antes de volver a colocarla en la bandeja junto a los demás instrumentos. Luego apartó el cristal de aumento iluminado del sillón de dentista—. Ahora haga el favor de enjuagarse la boca.

La muchacha, con la inescrutable máscara profesional que se ponen las enfermeras en el trabajo, tendió la mano para darme una toalla de papel, una toalla de color rosa para que no se notase en ella la sangre.

Yo no tenía deseo alguno de enjuagarme la boca, pero lo hice con mucha aplicación, sin duda igual que los pacientes suizos se enjuagaban cuando el dentista se lo ordenaba. Parece ser que los dentistas de Zúrich tienen la agenda muy llena; éste sólo había accedido a visitarme porque le había dicho que se trataba de una urgencia. Y en mitad de la noche, en la habitación del hotel, verdaderamente me había parecido una urgencia. Me había despertado presa del pánico, incapaz de recordar dónde estaba. Me dolía la mandíbula y pensé que estaban a punto de caérseme todos los dientes.

—Siento mucho haberle molestado —me excusé al recordar las malas caras y las miradas llenas de odio que los pacientes de la sala de espera me dirigieron cuando se me hizo pasar a la consulta antes que a ellos.

—Los dientes están en buen estado —sentenció el dentista mientras se lavaba las manos—. Eso sí, les hace falta una limpieza y quitarles el sarro. También hay dos empastes que habrá que renovar pronto. —Le hizo una seña con la cabeza a la enfermera y añadió en alemán-suizo—: ¿Quién hay ahí afuera?

Al verme así despedido, salté del sillón de dentista y saqué la billetera con un antiquísimo gesto de arrepentimiento.

—Frau Metter es la siguiente, Herr Doctor; la de la fisura.

—¿Cómo se ha hecho esa herida, señor Samson? —me preguntó el dentista.

—Me atracaron —repuse.

—No le cobraré nada —me dijo mirándome primero la cara, la magulladura que se había vuelto negra y púrpura y se me había extendido por las mejillas hasta llegar casi a las orejas, y mirando luego el dinero de Werner.

—Doctor, estoy seguro…

—Ha escuchado demasiadas historias sobre los dentistas suizos, señor Samson. Lamento que haya tenido una experiencia tan mala en mi país. Que tenga unas buenas vacaciones.

—Gracias —respondí—. Pero me ha ocurrido en Alemania.

—En ese caso son cien francos —me indicó.

Desde la recepción de la consulta del dentista llamé otra vez por teléfono a la agencia de viajes, pero mi situación en la lista de espera no había variado. Seguía confirmado en el último vuelo para Londres. Llamé a Fiona y le dije que me esperase tarde.

Con un día entero a mi disposición, decidí ir en busca de mi cuñado y de ese modo hacer realidad la explicación que le había dado a Frank Harrington para justificar mi visita a Suiza.

No era un trayecto largo el que llevé a cabo hacia el sur bordeando el lago, pero el taxímetro iba avanzando y la tarifa creció hasta alcanzar un total alarmante, pues hice que el taxista condujera por carreteras secundarias que terminaban en el lago para poder ver la ribera. Por fin divisé el lugar que estaba buscando: una casa moderna y pulcra, y al lado, amarrada a un característico embarcadero, la lustrosa lancha de motor con cabina de la cual en otro tiempo George se sintiera tan orgulloso.

Llamé al timbre y mi cuñado acudió a abrir la puerta; mostró sorpresa al verme.

—¿Vienes solo? —me preguntó.

—¿Qué esperabas, George? ¿Un grupo turístico de la American Express?

Durante unos instantes guardó silencio, sin responder. George estaba atisbando por encima de mi hombro, y no volvió a hablar hasta que el taxi que me había conducido hasta allí hubo dado la vuelta y se hubo alejado.

—¿No viene nadie contigo?

—¿Qué ocurre, George?

—¿Qué te ha pasado en la cara?

—Un malentendido.

Asintió con la cabeza y decidió no insistir en el tema.

—¿Cómo has conseguido esta dirección? ¿Te la he dado yo alguna vez?

Parecía molesto de que lo hubiera encontrado, y un llano acento cockney se hacía notar de vez en cuando entre el inglés afectado que hablaba.

—No sé la dirección. Pero me acordaba de la casa cuya fotografía tenías enmarcada en la pared de tu despacho. ¿Vas a invitarme a entrar o no?

—Entra, Bernard —me dijo mecánicamente—. ¿Mi despacho?

—El despacho de Southwark.

—Oh, aquel basurero. ¿Tenía una fotografía de esta casa en la pared?

—Una gran fotografía en color enmarcada.

—Claro. —Chascó los dedos; era muy dado a chascar los dedos—. Me he preguntado muchas veces dónde habría ido a parar esa foto. —Se rascó la cabeza con la punta de un dedo, como para demostrar su extrañeza—. Aquel idiota de director debió de dejársela olvidada cuando nos trasladamos.

—Sí —conviene.

George era un londinense bajo y enérgico de origen polaco. Llevaba unas gruesas gafas de montura de pasta que le gustaba apoyar en el extremo de la nariz. Tenía el pelo canoso y ondulado, y siempre lo llevaba cortado con pulcritud, lo mismo que las camisas y los trajes que vestía. Porque George era una de esas personas dignas de envidia para las cuales la forma de hacer dinero no representaba ningún secreto.

—¿Y has encontrado la casa sólo por lo que recordabas de aquella foto?

Me daba cuenta de que no acababa de creerme.

—No ha sido demasiado difícil, George —le expliqué—. Además de verla en aquella foto aérea que tenías enmarcada, la había visto en las fotografías de tus vacaciones. El tejado verde, la embarcación y el embarcadero han sido fáciles de divisar desde la orilla del lago. Y con las puertas del garaje abiertas, tu Rolls, con matrícula británica, se ve perfectamente desde la calle.

—Olvidaba que eres un puñetero detective —dijo al tiempo que esbozaba una amarga sonrisa—. No te quedes ahí de pie. Y, por Dios, quítate el abrigo. ¿Quieres beber algo? ¿No me has telefoneado? ¿Whisky? ¿Ginebra? ¿Vodka?

—¿Qué tal una taza de café? —le pregunté mientras él me ayudaba a quitarme el viejo abrigo y se lo daba a una joven con delantal de criada que apareció de la nada.

—Claro —repuso George—. Dos tazas de café, Ursi. ¿Sabes cómo funciona esa máquina nueva, querida? —La muchacha respondió que sí—. Acabo de comprar una máquina enorme de café exprés. —Se había dado la vuelta hacia mí para explicármelo—. Pensé: «Heme aquí cada mañana cogiendo ese maldito coche y conduciendo siete kilómetros para conseguir una taza de café decente. Me compraré una máquina como es debido, como las que tienen en los hoteles». Ahorra tiempo. Ahorra dinero.

—Y es mejor para el medio ambiente —dije yo.

—¿Por qué? —Frunció el ceño, como sospechando que aquél era un comentario sobre la bonita doncella rubia—. Ah, sí, la polución, el tubo de escape del coche y todo eso. —Se relajó—. Tienes razón, Bernard.

Se estaba relajando, pero seguía buscando un motivo oculto detrás de mi aparición no anunciada.

George y Tessa Kosinski habían sido los dueños de aquella casa durante varios años, pero hasta hacía poco había sido sólo un lugar para pasar las vacaciones. George se había marchado de Inglaterra para siempre y había anunciado su intención de quedarse en aquella casa. Nos encontrábamos en un gran salón, con una pared de cristal que proporcionaba una vista panorámica del lago y del embarcadero donde estaba amarrada la lancha motora de George. El muelle era moderno, y sobre el bien cuidado parqué había alfombras de lino, de brillantes colores, toscamente tejido. Las únicas conexiones visibles con su vida anterior eran algunos muebles antiguos que yo ya había visto en el piso de Mayfair que George había dejado inmediatamente después de la muerte de su esposa.

También había una chimenea, donde un brillante tronco marrón, semejante a un cigarro puro olvidado y con un extremo vuelto hacia la ceniza gris, perfumaba el aire con un humo tan dulce como el incienso. Sobre la chimenea había un gran cuadro al óleo: una impresión modernista de los Alpes realizada con grandes y apresurados trazos que entonaba exactamente con los colores de las alfombras y de las cortinas. Dos sofás de piel formando ángulo, cubiertos con piel de cebra de imitación, estaban colocados a ambos lados de una gran mesa de café de obra donde había dispuestos varios libros y revistas en forma de abanico. Me senté y acerqué las manos al fuego. George paseaba a zancadas por la habitación, pero yo ya estaba habituado a aquellos despliegues de energía sobrante, que supongo era la misma que él canalizaba hacia la acción en los tratos de negocios cuando quería hacer dinero. Por lo menos eso era lo que en una ocasión había dicho Tessa de él cuando se quejaba de que la tenía descuidada.

—¿Has venido sólo por si acaso? —me preguntó—. ¿A ver si por casualidad yo estaba en casa?

—Sí, eso es. Tengo reserva en el avión de esta noche. He ido al dentista esta mañana, y cuando me dijo que no me hacía falta tratamiento alguno se me ocurrió venir a ver si te encontraba.

—No tengo residencia oficial —dijo—. La he solicitado al cantón, pero en estos tiempos no es fácil conseguir el permiso de residencia. Quieren estar seguros de que no eres un cabecilla del tráfico de drogas o un terrorista.

—Cosa bastante razonable —observé.

—Así que te dijeron que me tienen intervenido el teléfono, ¿no es eso?

—No. ¿Acaso es verdad? ¿A quién te refieres? ¿Quién me iba a decir eso?

—Esos tipos para los que trabajas. Por eso no me has llamado, ¿no es así?

—Esta visita no tiene nada que ver con la gente para la que trabajo —le indiqué—. No saben que estoy aquí.

—¿No se lo has dicho?

—Pues sí, en realidad lo mencioné.

—¿Por qué?

—Porque tu nombre salió en la conversación. Yo estaba buscando una excusa para venir, pues no quería decirles cuál era el verdadero motivo.

Llegó la doncella y puso una bandeja sobre la mesa. George interrumpió su intranquilo paseo a zancadas para inspeccionar la alta capa de espuma que la leche formaba sobre el café exprés en las tazas de fina porcelana. Cortó la espuma con una cuchara para probar la textura. Luego cogió una Brunsli, las pequeñas y sabrosas galletitas de chocolate que los suizos comen en invierno, y mordió un trocito. Satisfecho, dejó caer todo su peso en el sofá de cuero que quedaba frente a mí y estiró las piernas para poner los mocasines Ferragano cosidos a mano encima de la mesa.

—Gracias, Ursi —dijo sin volver la cabeza hacia ella y con una indiferencia tan malhumorada que me pregunté si aquello no iría dedicado a mí—. Desde dos semanas después de llegar yo aquí —añadió en tono acusador con las manos entrelazadas detrás de la cabeza—. Se pueden oír los chasquidos. —Se introdujo el resto de la galleta en la boca—. Sírvete tú mismo, Bernard.

—Puede que ése no sea el motivo, George. Se consiguió eliminar los chasquidos en los teléfonos intervenidos hace más de una década. Y los suizos no son gente que use tecnología anticuada. ¿Te has fijado en las pistolas que les dan a los soldados y a los policías? SIG. Son el Rolls-Royce de las pistolas. El ejército de Estados Unidos se puso de rodillas para pedirlas y sustituir los Colt, pero el tío Sam compró pistolas Beretta por la cuarta parte del precio que pedían los suizos. No, no oirás ningún chasquido si los muchachos de Berna te han pinchado el teléfono.

George no se dejaba distraer con tretas como aquélla.

—Sé lo que está pasando, Bernard. Si no son los suizos, serán los rusos, o los alemanes, o los de tu pandilla. Pero hay alguien escuchando.

—¿Y crees que yo formo parte de ello? —le pregunté poniendo en evidencia la suficiente cantidad de guasa como para resultar fastidioso.

—Dime, ¿es así?

—Pues claro que no.

—¿Sabes cuánto tiempo tuve que esperar antes de que alguien me dijera que Tessa estaba muerta?

—Créeme, George…

—Un mes. Más de un mes. Treinta y dos largos y miserables días. E incluso entonces se negaron a decirme dónde había muerto o quién lo había hecho.

—Murió en Alemania Oriental, George. En la Autobahn de Berlín. Los comunistas lo hacen todo a paso de caracol. Lo más probable es que las investigaciones aún continúen. Pero eso no es algo siniestro en sí mismo.

—Insinuaron que Tessa había huido contigo. ¿Lo sabías?

—Sí —respondí.

—Otros dijeron que se había ido a Berlín con ese tal Cruyer. Llegaré al fondo de ese asunto aunque tenga que emplear toda mi vida y gastarme hasta el último penique en hacerlo.

—No digas esas cosas, George —le dije.

—Pues las digo. Lo prometo. Los haré caer, quienquiera que sea el responsable, los encontraré. Y si has venido aquí para disuadirme, estás malgastando tu tiempo.

—No he dicho que no lo hagas, George. Te advertía que no vayas por ahí diciendo que lo estás haciendo.

Dejé que asimilara lo que le decía. George cogió la taza y, poniendo la otra mano para proteger de las gotas la camisa de algodón, comenzó a sorber el café con aire reflexivo. Yo también me tomé el café.

—¿Has comido? —me preguntó George.

No había manera de pasar por alto el significado de aquella pregunta. Era un armisticio. Había conseguido tocarle la fibra sensible.

—Peso casi noventa kilos —le dije—. Estoy a régimen.

—Ursi nos hará algo que no engorde: muesli casero con manzanas ralladas y copos de avena. Una receta de la madre de Ursi… O un sándwich de ese jamón enlatado tan malo que venden en una tienda del barrio; no podrás comer una gran cantidad, créeme.

—Eso es muy considerado, George. Jamón. Sí, gracias.

—¡Ursi! —la llamó a gritos.

Cuando se oyó la voz de la muchacha, George le dijo que nos preparase unos sándwiches, y que después podía llevarse el Honda y tomarse un par de horas libres.

—Es mejor que comamos aquí —me explicó George—. No puedo hablar en el restaurante del barrio ni en ningún otro sitio de comidas de por aquí. La gente está escuchando todo el tiempo. En estas comunidades pequeñas todo el mundo quiere enterarse de los asuntos de los nuevos vecinos.

Nos tomamos el café y estuvimos hablando de lo buena que era la espuma de la leche, de cuánto tiempo tardaba George en llegar al aeropuerto, de qué tiempo había hecho, del buen aspecto que teníamos ambos. Escuchamos los ruidos del abrelatas eléctrico, del cuchillo de pan eléctrico, de la tostadora y del microondas donde se ablandaba la mantequilla. Cuando llegó la comida continuamos hablando de cosas sin importancia mientras masticábamos los sándwiches tostados de jamón. Yo quería observar a George. Quería saber cómo se estaba tomando la muerte de Tessa.

—Adiós —nos dijo a gritos la doncella.

—No es lo que imaginas —me indicó George después de que hubiéramos visto al Honda evitar por poco la puerta de la verja, salir a la carretera y alejarse con las luces de freno encendidas—. Úrsula y yo. No es lo que crees.

—No he venido a espiarte, George.

—Entonces, ¿para qué has venido?

—Fiona está de vuelta en Londres. Los dos queremos agradecerte que estés de acuerdo en que utilicemos el piso de Mayfair.

—No me lo agradezcáis a mí. Ése fue el legado que Tessa le dejó a su hermana.

—Pero tú compraste el contrato de arrendamiento —le recordé.

—Se lo di a Tessa como regalo de cumpleaños, de modo que estaba en su derecho de disponer de él como deseara. Cogí los muebles, que eran de mi propiedad. —Luego, de pronto, añadió—: De todos modos me gusta que lo tengáis, Bernard. Espero que Fiona y tú seáis muy felices viviendo allí.

—Es muy generoso de tu parte, George. Fiona tiene pensado guardar una de las habitaciones exclusivamente para tu uso, para cuando vengas a Londres.

—No hagáis eso, Bernard. —George estaba tan alarmado que se inclinó como si fuera a levantarse, pero luego se relajó y volvió a recostarse en el sofá—. No. A mi contable le daría un ataque. Me he ido de Inglaterra para siempre. No me permiten volver allí… cuestión de impuestos, quiero decir.

—El padre de Fiona quiere convocar una reunión familiar para hablar del fideicomiso de Tessa. Tú, yo, todos.

—Ya lo sé. Hablé con él por teléfono. Pero no puedo ir a Inglaterra. —Se inclinó ligeramente y añadió—: El día después de que llegase la notificación oficial, por fin se decidió a enviarme un abogado a la calle Mount exigiéndome que le dijese dónde estaba enterrada Tessa. Yo le dije: «¿Qué cree usted que he estado preguntándole cada día al puñetero Foreign Office, con una docena de cartas a modo de recordatorio y más llamadas telefónicas de las que puedo contar? Dese la vuelta y vaya a exigírselo a esos cabrones del Foreign Office». Aquel hombre consiguió sacarme de quicio. Pero no sirve de nada gritarle a un abogado.

—Supongo que el viejo estaba fuera de sí —comenté para mitigar la ofensa, aunque mis sentimientos hacia nuestro suegro común eran tan vehementes como los de George.

—Lo único que le preocupaba era el certificado formal de defunción. Supongo que había puesto a Tessa en las juntas directivas de algunas de sus empresas ficticias y en toda clase de embrollos. Ya sabes que raya la delincuencia. Lo odio, pero acabó por ver las cosas a mi manera.

Mientras George decía esto noté que la mano le temblaba. Dejó la taza de café en la mesa, pero no sin derramar un poco en el plato.

—Tranquilízate, George —le dije.

—No me digas que me tranquilice. —Tenía los ojos, centelleantes y medio cerrados de ira, fijos en mí—. Tú no has perdido nada ni a nadie. Por lo que sé, te han ascendido. ¿Qué hice yo para merecer que me la quitasen? Me pasé la vida trabajando sin parar y lo único que conseguí fueron problemas. —Se limpió los labios con la servilleta de lino—. Tessa se metía en la cama con el primero que encontraba —me confió; y me di cuenta de que aún no me había eliminado de la lista de sospechosos.

—Creía que habíamos dejado eso claro, George —protesté—. Nunca hubo nada entre Tessa y yo. Nunca.

—Y cuando ya estaba convencido de que sus traiciones habían llegado a su fin, me la quitaron.

Nunca había visto tan disgustado a mi cuñado.

—Debes esforzarte por mirar hacia adelante —le dije con la esperanza de que quizá unas cuantas perogrulladas le ayudarían a recuperar el equilibrio—. No puedes pasarte el resto de tu vida llorando por Tessa.

—Puedo y lo haré —me dijo—. Y también los demás.

—¿Los demás?

—Fiona y el viejo.

—¿Fiona?

—¿No es por eso por lo que estás aquí? —me preguntó George; y durante unos instantes no supimos qué decir; ambos estábamos confusos.

—¿Fiona? —repetí.

—¿No has visto las cartas?

—¿Qué cartas?

—Fiona ha accedido a ayudarme a seguir el rastro del asesino. Nos hemos escrito largas cartas sobre ello y estamos en contacto por teléfono. Esta mañana he hablado con ella, y me ha asegurado que, ahora que vive en Londres de nuevo, mantendrá a su padre informado.

—Espera un momento, George. ¿Tú has hablado con Fiona esta mañana? ¿Quieres decir que Fiona te está animando en esta cruzada para vengar la muerte de Tessa?

—¿Cruzada? —Durante unos instantes pareció que fuera a ofenderse, pero luego añadió—: Muy bien. Cruzada. Sí, llamémoslo cruzada. Es la hermana de Tessa, ¿no? Cuando me has dicho que no habías venido oficialmente pensé que Fiona te había enviado con un mensaje. Por eso me he librado de Ursi.

—Nadie me ha enviado. Ya te lo he dicho.

—El viejo está dispuesto a poner cien de los grandes en el sombrero.

Convencer a mi suegro para que contribuyese con una cantidad tan grande en un proyecto que no tenía perspectivas de recuperación era una hazaña asombrosa. Ahora me sentía aún más confuso.

—¿Cómo recompensa?

—Recompensa, soborno, cabildeo, cualquier tipo de presión política. Hará falta dinero. Tenemos que intentarlo todo. La muerte de Tessa no fue un accidente. Las autoridades no jugarán limpio a menos que se les presione. Tú ya sabes eso, Bernard.

—¿A quién te piensas dirigir?

George no me oyó.

—Sí, Fiona tiene tanto interés como yo. —Hizo una pausa para reflexionar sobre aquella exagerada afirmación—. Al menos no está poniendo demasiadas objeciones.

—Pero ¿a quién vas a abordar?

De pronto se mostró cauto.

—No puedo darte nombres ni otros detalles, Bernard. Estoy seguro de que lo comprenderás. Pero tenemos un abogado muy competente trabajando para nosotros en Berlín. Fiona me proporcionó los contactos y yo acabé encontrando un hombre con experiencia, de modo que eché la pelota a rodar. Le he prometido cincuenta de los grandes si hay un testigo, un culpable con nombre y pruebas convincentes.

—Estás jugando con dinamita, George. ¿Cómo sabes que no van a estafarte?

—Fiona sabe quién es quién. Trabajó en el Este, ¿no? Estamos utilizando a un hombre con el que ella trabajó.

—¿Un hombre con el que trabajó? Espero que no, George. He pasado toda mi vida tratando con esa gente: la KGB, la Stasi y todos esos gorilas. Juegan duro, George. No es un juego para que se meta en él un aficionado.

Sonrió.

—Ya lo sé, Bernard. Lo he visto en el cine.

—Sí, pero estos tipos no utilizan especialistas con salsa kétchup en vez de sangre.

—Me crié en el East End de Londres, Bernard. Sé cuidarme.

Se pasó una mano por la cabeza, como alisándose el cabello, que no estaba desordenado. Ahora estaba más tranquilo, pero yo sabía que era inútil intentar hacerle ver las cosas con sensatez.

—Tengo que irme ya —le dije—. ¿Puedes pedirme un taxi?

—No hay ningún problema. —Marcó un número de teléfono—. En cinco minutos estará aquí —me informó—. ¿Quieres una tirita para ese corte tan feo?

—Yo me curo de prisa —le dije—. Mira, si las cosas se ponen feas, llámame. Pienso estar en Londres en las próximas semanas.

—Gracias, Bernard. Y como parece que Fiona me ha tomado al pie de la letra en lo de no decírselo a nadie, quizá deberías esperar hasta que ella te informe de algo.

—Sí, tal vez sea mejor así. —Miré a George y me sentí preocupado—. Y olvídate de lo que te he dicho acerca de los chasquidos, George. Puede que tengas razón.

—Ya lo había olvidado, Bernard. De todos modos, pasado mañana va a venir un experto en electrónica para comprobar la línea.

Se echó a reír. Hablar de sus planes parecía ejercer un efecto muy saludable en él. Ahora parecía estar muy animado, relajado y confiado, pero en sus circunstancias ése era el peor modo en que podía estar.

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