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DICKY llegó al trabajo sólo treinta minutos después que yo. Llegaba más temprano desde que había obtenido el control temporal de Operaciones. Cuáles eran los elementos de su rutina diaria —practicar el jogging y atravesar Hampstead Heath para volver a casa a desayunar— que había abandonado, no lo sé, pero iba ganando peso de manera constante. Supongo que llegar temprano formaba parte de su campaña para conseguir que el nombramiento en Operaciones llegase a tener un carácter permanente.

—Pasa, Bernard —dijo con brusquedad mientras entraba en la antesala y pasaba apresuradamente junto a la secretaria al tiempo que extendía una mano para coger el montoncito de correspondencia abierta que ella le tendía.

Entró en el despacho, donde se veía la alfombra de piel de león con las extremidades extendidas, la melena enmarañada y los ojos de vidrio centelleando malévolamente. Dicky evitó pisar su león —ya me había fijado en eso otras veces— y lo rodeó para situarse de pie detrás de la mesa de palisandro que utilizaba en lugar de escritorio.

Dispuestas muy juntas, y ocupando gran parte de la pared que quedaba detrás de él, se veían fotografías en blanco y negro pulcramente enmarcadas, en todas las cuales un sonriente Dicky estrechaba la mano a alguna persona rica e importante. En la otra pared se alzaba una reproducción de vitrina Chippendale con el frente de vidrio que contenía algunos libros que Dicky había comprado por sus impresionantes encuadernaciones en piel. La mantenía cerrada porque si se miraban desde más cerca se veía que eran volúmenes tales como Gloriosos días de imperio e historias incompletas de la guerra de Crimea y de Vickers Armstrong. El único que yo le había visto abrir era un gastado ejemplar de Quién es quién que Dicky solía utilizar para buscar los antecedentes de las personas que había conocido en alguna fiesta.

—¡Ajá!

Barajó rápidamente la correspondencia antes de arrojarla en una bandeja. Luego se quitó la cazadora, una réplica de las de piloto de combate de la segunda guerra mundial, y la lanzó al otro lado de la habitación hasta los brazos de su asistente, que la estaba esperando. Dicky se quedó allí de pie mientras yo tenía ocasión de admirar su jersey de punto; era el de color verde hierba, con un dibujo de manzanas, naranjas y plátanos a tamaño natural en la parte delantera.

Dispuesto delante de él, sobre el secante de color rojo brillante, había un vaso de agua y media docena de píldoras de diferentes formas y colores. Todavía de pie, Dicky cogió las píldoras una a una y se las fue tragando con un sorbo de agua.

—¿Tomas vitaminas, Bernard?

—No —respondí.

Daba la impresión de que le faltaba un poco el aliento, pero no hice comentario alguno al respecto.

—Yo tengo que tomar vitaminas en esta época del año.

Se metió una gran píldora roja en la boca.

—¿Qué debilidad te ataca en esta época del año? —le pregunté con genuino interés.

—Las obligaciones sociales, Bernard. Cenas, ceremonias en Whitehall, banquetes, reuniones oficiales, borracheras del personal y todas esas cosas. Es todo muy exigente. —Esta vez se puso un cilindro moteado de color naranja en la lengua—. Es vitamina B 12 —me explicó.

—Es duro —comenté—. Nunca me había dado cuenta de lo que supone estar en lo alto.

—Todo ello forma parte del trabajo —sentenció filosóficamente—. Es el trabajo que se hace detrás del escenario lo que mantiene en marcha este departamento. —Cuando hubo tragado la última de las píldoras, se terminó el agua y pidió a voz en grito—: ¡Café, esclavos! ¡Café!

En la antesala, al otro lado de la puerta, oí cómo la infortunada joven que trabajaba allí empezaba el frenético ajetreo de preparar el café de Dicky. Dicky les prohibía que molieran el café por adelantado; decía que perdía los aceites esenciales.

Se sentó detrás de la mesa.

—Siéntate, Bernard, y toma un poco de café. —Parecía estar practicando la sonrisa encantadora y el porte servil que solía reservar para el director general. Una invitación de Dicky para que se le acompañara tomando café era algo que no hacía de manera impulsiva, así que comprendí que quería algo—. ¿Me has traído el informe revisado?

—No —respondí.

Me senté en el sillón Charles Eames. Ahora que Dicky había tomado posesión de un extraordinario sillón de nueva «postura» que había visto anunciado en Casa y jardín, el Eames había quedado relegado como asiento para las visitas. Me hundí profundamente en el blando sillón mientras él, que observaba cómo me instalaba, centró la mirada en mi rostro. Las magulladuras habían perdido sus iniciales tonos de color morado oscuro y tenían ahora vetas carmín y naranja, como una puesta de sol.

—¿Qué demonios te ha pasado? —me preguntó con una voz llena de temor y de asombro que me hizo pensar que las magulladuras eran peores de lo que en realidad eran.

—Un borracho idiota intentó robarme.

—¿Dónde?

—En un stube en Kreuzberg.

—Deberías mantenerte alejado de ese tipo de cucarachas grasientas —me dijo Dicky. Y con encomiable preocupación por los asuntos de la nación, añadió—: Suponte que hubieras llevado encima papeles de primera categoría.

—Los llevaba —le indiqué—. Pero me los tragué.

Después de una tensa sonrisa condescendiente, Dicky dijo:

—Frank me ha dicho que habías retirado el primer informe y que estabas redactando otro.

—Sí, pero regresé ayer por la noche y no he tenido tiempo.

—¿De dónde regresaste, amigo?

No era más que una burla, desde luego. Me estaba demostrando lo bien que se le daba mantener la tapadera puesta sobre la ira que sentía mientras permitía que una pequeña cantidad echase vapor y se desbordase por la parte externa de la olla.

—Fui a Zurich.

—A Zurich. ¿Y qué asunto tan apremiante te llevó allí?

Comprendí entonces que los corresponsales de Dicky en Berna habían fracasado en su intento de localizarme en Suiza, y obtuve un placer infantil al haber sido más listo que él y sus fisgones.

—Estuve hablando con Werner.

—¿Con Werner? ¿Con Werner Volkmann? Ojalá no lo hubieras hecho, Bernard.

—¿Por qué, Dicky?

—Es estos momentos tu viejo compañero es persona non grata para nosotros. —Se oyó el chirrido súbito de un lejano molinillo de café eléctrico. Dicky dirigió la mirada hacia la puerta, levantó un brazo y gritó con aquella rabia fingida que, según él, tanta gracia hacía a sus subordinados—: ¡Café! ¡Café, por el amor de Dios!

—Se trataba de un asunto particular —le informé—. Me tomé dos días de las vacaciones que se me deben y pagué el viaje con mi dinero. Había ciertos asuntos de los que tenía que ocuparme.

—Tu cuñado. Sí, me he enterado de que se ha convertido en exiliado a causa de los impuestos.

Entonces llegó el café. Beber café era un ritual que le proporcionaba a Dicky uno de los momentos más apreciados del día. No era un café cualquiera: se trataba de un café selecto, de importación, que le traían de la tienda del señor Higgins, el famoso comerciante de café de Londres. Se lo traía a gran velocidad en motocicleta uno de nuestros mensajeros oficiales, y se molía en la misma antesala de Dicky sólo unos minutos antes de hacerlo, utilizando para ello un molinillo eléctrico especial que Dicky había encontrado en Berlín. Todo ello merecía la pena, desde luego. El café de Dicky gozaba de renombre. No había posibilidad de que le reprendieran por utilizar a los mensajeros para sus asuntos personales. Todo el personal del piso de arriba, incluso el viejo director general, acudía a toda prisa por el pasillo para compartir el café con Dicky.

Puso ante mí una taza del mismo y se quedó mirando con desprecio cómo le echaba crema.

—Eso estropea el café —me aseguró—. Éste es el mejor grano de café que se puede comprar. El sabor es tan delicado como el de un buen clarete. ¿Sabes? Me parece que empiezo a distinguir una plantación de otra.

Después de servirse café, no volvió a situarse detrás de la mesa, sino que se apoyó en el borde de la misma y se quedó mirándome inquisitivamente.

—Asombroso —repuse—. Incluso la plantación, ¿eh?

—Siempre he tenido el paladar delicado. —Me miró—. El café realmente bueno, como éste, se estropea por completo si se le añade crema o azúcar.

—Azúcar. Sí, muy bien. ¿Tienes azúcar?

Se llevó la mano detrás de la espalda y, sin necesidad de buscarlo, alcanzó el azúcar que había en la bandeja; Dicky ya sabía lo que yo iba a decir.

—Aquí tienes, bárbaro.

Quizá me hubiera tomado el café solo y sin azúcar, como Dicky tomaba el suyo, pero ello le habría privado de la oportunidad de explicarme el paladar tan delicado que poseía.

—Tendrás que volver allí otra vez, Bernard —me indicó—. Tendrás que volver para ver qué pasa.

—Acabo de llegar a Londres —me quejé—. Y aquí hay muchísimo que hacer.

—No tengo a nadie más.

—¿Y el muchacho que vino conmigo?

—Esto no es para él.

—¿Por qué?

—Te diré por qué, Bernard. Porque no me estás diciendo toda la verdad, por eso. Estás jugando conmigo.

—¿Yo?

—Frank opina que te muestras reacio a decirnos lo que realmente crees que ocurrió la semana pasada. ¿Quiénes eran aquellas personas del coche que os persiguieron? Sé que tienes una teoría, Bernard. Compártela conmigo. No perdamos el tiempo dando rodeos. ¿Quiénes eran?

—Es posible que uno de ellos fuera VERDI.

—¡En el coche que iba detrás de ti! —Yo sabía que mi sugerencia serviría para encender a Dicky y no quedé decepcionado. Dejó el café, derramando parte del mismo a causa de la excitación. Luego me miró, esbozó una amplia sonrisa infantil y se golpeó la palma de la mano con el puño—. ¡VERDI! —Se acercó a la ventana y miró hacia el exterior—. Entonces… ¿el muerto era otro?

—Deberíamos mantener la mente abierta.

—¿Lo dices por algo que encontraste en sus bolsillos? —me preguntó apresuradamente—. Me fijé en que no hiciste una lista de lo que encontraste en los bolsillos del muerto.

—No tenía nada en los bolsillos.

—¿Nada? —Todo el fuego que inflamaba a Dicky se enfrió de repente y éste se desinfló; empezó a roerse la uña del dedo meñique buscando consuelo—. ¿Nada de nada?

—Eso es lo que me pareció más raro —le dije.

Asintió un par de veces con la cabeza.

—Todavía estaba caliente, pero alguien había encontrado tiempo suficiente para vaciarle por completo los bolsillos —comentó Dicky meditando en voz alta.

—Es difícil hacer eso, Dicky —observé con intención de conducir con suavidad sus pensamientos—. Es más probable que ese alguien misterioso le obligase a vaciar los bolsillos previamente.

—Y luego le dispararon. Sí, en efecto.

—Es todo negativo —admití; e intenté pensar en alguna otra cosa que le complaciera—. Pero eso me llenó de turbación en aquel momento. Es algo que no recuerdo que me sucediera otras veces. Siempre hay algo en un traje viejo… billetes usados, una moneda, un lápiz, un pañuelo…

—A menos que alguien se haya tomado grandes molestias para asegurarse de que no haya nada —gruñó Dicky con la llama de su corazón ardiendo vivamente otra vez—. Sí, claro que sí. ¿Y los tipos del coche?

—No contestaron a los disparos —le dije.

—Quizá no fueran armados.

Sonreí.

—Tú nunca has estado allí, Dicky; de lo contrario no sugerirías siquiera esa posibilidad.

Frunció el entrecejo mientras buscaba otra explicación.

—Esos tipos no disparan. ¿De manera que se trata de VERDI?

—No es seguro, Dicky. Por supuesto que no. Pero uno no dispara contra el otro bando cuando está intentando negociar.

No sonrió, pero aquella línea de pensamiento le complacía y estaba dispuesto a reconocerlo.

—Tú no eres sólo una cara bonita, Bernard.

Me pregunté si yo no habría ido demasiado lejos en mi improvisación, aunque entre los secuaces de la Central de Londres existía la teoría de que, al retorcer la realidad para complacer a los superiores, no era conveniente pasarse de la raya.

—Esto es más que una difusa suposición, Dicky. No es una teoría según la cual debamos fijar nuestro modo de actuar. Por eso no quise ponerla por escrito.

Dicky estaba perdido en sus pensamientos.

—Sí, por eso le dispararon en la cabeza. Ninguna identificación. Luego Verdi te persigue. Tú crees que es… y le disparas. Todo encaja.

Yo no quería decirle que no, que no encajaba, porque eso habría enturbiado la evidente satisfacción que él sentía. Pero una vez que alguien empezase a dar golpecitos en aquella frágil hipótesis y utilizase algún razonamiento, la hipótesis se rompería en mil quebradizos fragmentos. Pero de momento mi teoría era lo único que mantenía aquella sonrisa en el rostro de Dicky, y yo necesitaba de su buena disposición para lograr introducirme en el centro de datos.

—Deberíamos guardar esta idea entre nosotros dos —le dije—. Si acaba por resultar errónea no nos conviene quedar en ridículo.

—No te preocupes, Bernard, hijito —dijo Dicky al tiempo que me palmeaba el hombro en un nada característico gesto de apoyo y se reía entre dientes de lo que pensaba era el motivo que había detrás de mi aprensión—. No te robaré el mérito de tu teoría.

—No es eso lo que me preocupa, Dicky —le dije—. Tú eres bien venido a la teoría, pero creo que de momento deberíamos guardarla entre nosotros.

—Siento haberte puesto en ese despacho encajonado rodeado de esos archivadores —me indicó Dicky con lo que casi parecía auténtica contrición—. Ya te buscaremos algo mejor… algún sitio que tenga ventana… cuando me confirmen en el cargo al frente de Operaciones.

—No importa —le dije.

Aunque resultaba difícil pasar por alto el hecho de que la oficina de Dicky, con dos ventanas y vista sobre el parque, era una de las más grandes del edificio, y además se le había añadido el grandioso despacho contiguo como antesala para su secretaria, junto con otra zona dividida en compartimentos que los visitantes podían patearse arriba y abajo mientras esperaban a que él los recibiera. No existía la menor posibilidad de que en el suelo de mi pequeño sancta sanctórum yo tuviera una alfombra de piel de león como la del despacho de Dicky, por la sencilla razón de que mi cuartito era más pequeño que el espacio que suele ocupar un león de tamaño normal con la patas extendidas.

—Supongo que no tendrás más intuiciones.

—Ahora mismo no, Dicky.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Me gustaría pasar un par de horas en el centro de datos —le sugerí.

—¿Para qué?

—Tengo interés en probar una cosa con el ordenador.

—¿Sobre Verdi?

—Sí. Puede que haya algo que tenga que ver con eso.

—Muy bien, Bernard. Mi secretaria te dará un pase para el centro de datos. Ahora tenemos racionado el tiempo que podemos pasar allí. Supongo que ya te has enterado.

—Sí, lo he oído decir.

—¿Más café?

Era una señal para que me fuera.

Me puse en pie.

—No. Está exquisito, pero mi ración es una taza.

Sonrió. Su capacidad para beber litros de café era algo de lo que a Dicky le gustaba alardear.

Cuando llegué a la puerta y la abrí, Dicky vino corriendo a grandes zancadas detrás de mí. Agarró la puerta y la empujó cerrándola con un gesto de confidencialidad, aunque no había nadie detrás de la puerta que pudiera escuchar.

—Lo que tú no sabes —me dijo Dicky— es que lo que me acabas de decir encaja con lo que yo sé.

—¿Qué sabes?

—Por lo que respecta a la oposición, VERDI ha desaparecido por completo. No hemos oído nada en ningún sitio acerca de que le hayan disparado a alguien en Magdeburgo, y VERDI no ha respondido a ninguna de nuestras señales.

—Pero eso no es una confirmación, Dicky.

—Claro que lo es, no seas tonto. Hemos cuidado a ese hombre como a nuestra más querida posesión; hemos asignado códigos de despedida, escondrijos para correo secreto y pisos francos. Lo único que tiene que hacer es levantar una ceja. Pero hasta el momento lo ha ignorado todo.

—¿Se me permite saber por qué VERDI es tan importante para nosotros? —le pregunté—. ¿Es que sabe algo especial?

Abrí la puerta, pero Dicky puso en ella una mano y la cerró de nuevo. Cuando estaba determinado a algo podía hacer acopio de una cantidad de fuerza considerable.

—Sí —repuso Dicky seriamente—, VERDI sabe algo muy especial. Lleva consigo un montón de datos. Tenemos que conservarlo con vida y de una pieza porque es él quien tendrá que descifrarlo todo. Hemos hecho planes especiales para él. Los jefazos me preguntan cuánto va a tardar todo el asunto.

—¿Y tú qué les dices? —le pregunté, pues sospeché que fuera lo que fuese lo que Dicky les había prometido a los jefazos, alguien como yo sería quien se iba a partir el pecho para conseguirlo.

—Yo no les prometo nada, Bernard.

Solté un suspiro de alivio.

—La única cosa sensata que se puede hacer es esperar a que VERDI se considere lo suficientemente a salvo como para volver a establecer contacto.

—¡Ja! —exclamó Dicky como si yo intentase hacerle una jugarreta—. Y seguiremos esperándole en Navidad.

—No lo presiones, Dicky. A lo mejor estás hurgando en un nido de avispas.

—Le concederé un par de días —me comunicó Dicky como si estuviera regateando conmigo—. Luego tendrá que ir alguien a seguirle la pista y a ver qué ocurre.

¡Un par de días! La sangre se me heló en las venas.

—Un café estupendo, Dicky —dije cuando por fin conseguí abrir la puerta—. Pero dicen que algunas personas, si toman demasiado, se ponen nerviosas.

—Pues yo no —dijo Dicky mordiéndose una uña—. Estoy acostumbrado.

 

El dinero para construir el centro de datos de Londres había sido aprobado cuando la URSS estaba en su momento más belicoso. Se habían sugerido varias sumas como presupuesto; quinientos millones de libras fue uno de los cálculos más modestos.

El «submarino amarillo» ocupaba tres niveles recientemente excavados bajo los sótanos de Whitehall. La entrada estaba en el Foreign Office, así que era difícil que algún intruso pudiese ver o filmar a aquellos que visitaban regularmente el gran ordenador. Entregué mi pase debidamente firmado al guarda de seguridad. En aquella época el guarda no sólo debía identificarme como usuario autorizado pasando por la pantalla de vídeo mi fotografía y mi descripción, sino que además tenía la obligación de apuntar mi nombre en un registro de entrada, de manera que el tiempo que yo pasara en el centro de datos se cargaba en horas y minutos al tiempo asignado al Departamento.

—¿Ha estado de vacaciones en algún lugar bonito, señor Samson? —me preguntó el guarda de seguridad cuando la pantalla de vídeo me confirmó como persona grata, al tiempo que me indicaba con la mano que pasara.

—No, es que ganamos en el bingo una lámpara solar —repuse.

Me prendí en la solapa la gran placa roja en la que se veía mi fotografía, cuyo borde rojo vivo anunciaba que yo tenía derecho a estar en el tercer nivel, el más profundo y secreto. Desde el vestíbulo tomé el ascensor, reluciente y nuevo, y pasé por los ordenadores centrales y por el almacén de software hasta que llegué abajo, al acceso a los datos secretos. Salí y me vi obligado a parpadear ante el fiero e implacable resplandor que procedía de la iluminación oculta en el techo. Había despachos alrededor de todo aquel nivel. El acceso a ellos se hacía desde un pasillo cuyas paredes eran de vidrio transparente. A través de la pared de vidrio se veía una zona abierta donde sesenta lugares de trabajo, que zumbaban, tarareaban y producían chasquidos, estaban dispuestos en cubículos cuya altura llegaba hasta la cintura, cada uno de ellos a la altura justa como para proporcionar intimidad a quien estuviera allí sentado. Casi todos los cubículos estaban ocupados, y su estado quedaba indicado por las diminutas luces rojas que brillaban en lo alto de cada una de las consolas ocupadas cuando el ordenador estaba encendido.

Seguí caminando hasta que vi a Gloria. Ocupaba uno de los mejores cubículos, los que había en los rincones, y lo había convertido en una especie de gabinete privado. Estaba encaramada en una de las primitivas sillas de mecanógrafa que los contables insistían en que eran muy buenas para la espina dorsal, aunque ellos no las utilizasen. Los sillones del departamento de cajeros eran blandos, caros y nocivos para la salud.

En el regazo, Gloria sostenía en equilibrio un par de libros de consulta y un cuaderno engalanado con banderas amarillas. La papelera rebosaba hojas impresas desechadas y había memorandos, informes, vasos de café de papel, latas de Cola-cola y bolígrafos esparcidos alrededor como si hubiera estado trabajando allí sin parar durante una semana.

Era la primera vez que la veía desde hacía muchas semanas, y ahora, al mirarla, recordé. Gloria debió de sentir mis ojos puestos en ella, porque levantó la mirada repentinamente. Cargada aún con los libros, levantó el brazo y agitó la mano en el aire, ondulando los dedos en un gesto que me sorprendió y me causó un súbito dolor al reconocerlo.

Me acerqué a ella.

—Hola, Gloria —la saludé con timidez.

Al decirlo, un movimiento en la fila contigua me reveló los inquisitivos y hostiles ojos de un hombre llamado Morgan que curioseaban por la parte superior del cubículo.

Morgan era un ocupante del último piso; trabajaba para sacarse un doctorado en Filosofía y estaba especializado en cotilleos.

Gloria puso los libros en el suelo y se levantó.

—¡Bernard! ¡Es maravilloso! Esperaba… había oído decir que habías llegado. —El saludo era cálido, pero sus modales eran reservados. Aunque luego se suavizó un poco—. Pobre cara. ¿Qué has hecho, Bernard? —Se inclinó hacia adelante y me tocó las magulladuras con ternura, acercando mucho el rostro al mío de manera que pude oler su perfume y sentir su aliento y el calor de su cuerpo—. ¿Te duele mucho?

¿Es que tenía que acercarse tanto? ¿Era aquello una especie de test de mi pasión? ¿O lo que estaba poniendo a prueba era su propio control? Aún indeciso acerca de sus motivos, y sabedor de que Morgan nos estaba mirando, opté por darle a Gloria un breve y fraternal beso en la mejilla. Sonrió y se tocó la cara en el lugar donde yo había puesto los labios. Tenía los dedos esbeltos y elegantes, pero la punta estaba manchada de tinta, lo que me recordó a la colegiala de sexto curso que había sido hacía muy poco tiempo.

—Tienes muy buen aspecto —le dije.

Era una estupidez decir aquello, pero dudo que me oyera; todo lo que estaba ocurriendo entre nosotros tenía lugar en la intimidad de nuestros recuerdos.

Gloria era esbelta y pasmosamente joven, ambos atributos enfatizados por los tejanos negros ajustados y el jersey blanco igualmente ceñido. Apenas podía creer que aquélla fuera la misma criatura con la que me había acostado y con la que había vivido como si fuera mi esposa. No era de extrañar la consternación que el reajuste doméstico había causado entre mis amigos y colegas. Gloria sonrió con nerviosismo y dio la impresión de que estuviera a punto de tenderme la mano para estrechármela. Había en ella cierta torpeza. Tenía la cara suave y sin arrugas, y la expresión que se le reflejaba en el rostro era más de perplejidad que de confianza; y por encima de todo rezumaba atracción sexual. Parecía por completo ajena al efecto que producía en mí, aunque eso quizá tuviera una explicación más racional como medida de mi incapacidad de toda la vida para entender a las mujeres. Así que mientras me encontraba sucumbiendo ante aquella embriagadora atracción sexual, había otra mitad de mi cerebro, sobria, que veía lo que estaba sucediendo y se preguntaba por qué, aconsejándome en contra.

Quizá Gloria se diera cuenta de que Morgan se encontraba en un cubículo cercano, porque bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro.

—Iba a ir a California a rescatarte —me dijo con una sonrisa—. Creí que te tenían prisionero.

Llevaba el cabello rubio bastante corto y lo sujetaba con un clip de plástico barato. Aquello aumentaba su aspecto de colegiala. Me pregunté si ella lo sabría.

—No estaba prisionero —repuse.

Aunque, pensándolo bien, supongo que Gloria tenía razón. No creo que me hubiera sido fácil abrirme camino para salir de allí, gritarle adiós a Bret y marcharme.

—Te mandé una postal. ¿La recibiste?

—No.

—Van Gogh. El cartero del uniforme azul.

—No la recibí.

—Me permiten trabajar en el departamento de Hungría.

—Eso me han dicho. Supongo que te estás haciendo un nombre.

—Trabajo mucho —me dijo Gloria—. Pero casi se me ha olvidado el húngaro. La gramática. Mi padre me está ayudando.

—¿Vuelves a vivir con tus padres?

—No me escribiste nunca —dijo ella, aunque sin hacerlo en tono de acusación ni de reprimenda.

—Lo siento. Intenté hacerlo…

—Las esposas son lo primero, Bernard. Las «otras mujeres» sabemos eso. En el fondo de nuestro corazón, lo sabemos. —Seguía sin haber rencor perceptible en aquella voz, pero Gloria echó hacia atrás la cabeza e hizo un breve puchero, aunque luego se acordó de sonreír—. Te fuiste aquel viernes por la mañana y me dijiste que sólo te ibas durante el fin de semana. Dijiste que volverías el lunes o el martes… y nunca regresaste. Todavía tengo maletas con tu ropa y otras cosas.

—No me dijeron que planeaban sacar a Fiona de allí aquel fin de semana. No me quedó más remedio que ir. Dijeron que ella sabría que no era una trampa si yo estaba allí.

—No te culpo, Bernard, de verdad que no. Es el trabajo. Son los hombres que dirigen este puñetero y podrido Departamento. Nos tratan a todos como basura.

—Pero ¿estás bien? —le pregunté—. He metido algo de dinero en tu cuenta.

—Tú te comportaste de una forma bastante decente, Bernard. Pero ellos estaban decididos a separarnos. Primero renegaron de su promesa de mantenerme en nómina con la paga completa si lograba obtener una plaza para realizar estudios eslavos en Cambridge. Nada de dinero, dijeron. Cuando vieron que tú y yo seguíamos juntos, convencieron definitivamente a papá.

—¿Qué quieres decir?

—Lo intimidaron hablándole de nosotros. Odiaban que tú y yo viviéramos juntos. Ya puedes comprender por qué, ahora que sabemos que la deserción de Fiona era un ardid. Sabían que ella iba a volver. Y atemorizaron a mi padre con ello.

—¿Quién?

—¿Cómo pueden ser tan hipócritas? ¿Qué daño le hacíamos a nadie? Éramos felices juntos, ¿no es cierto, Bernard?

Miró por encima del tabique de separación para asegurarse de que nadie la oía.

—¿Quién? —repetí—. ¿Quién sabía que Fiona iba a volver y que todo era una treta?

—Papá no quiere hablar de ello.

—Entonces, ¿cómo lo sabes tú?

—Mi padre estaba contento haciendo trabajos para el Departamento hasta que tú y yo nos pusimos a vivir juntos. Luego, de repente, pierde el arriendo de la consulta y le cierran el taller que tenía en casa.

—¿Por qué?

—No sabes hasta dónde son capaces de llegar. Y el poder que tienen es sobrecogedor. Papá recibió la visita del funcionario, inspector o lo que sea, de Salud Medioambiental. Dijo que el taller de papá contravenía la normativa de edificios de viviendas. Le dijeron que estaba en una zona residencial.

—¿No había solicitado tu padre un permiso de construcción cuando edificó?

—El Departamento le recomendó que no lo solicitase por escrito. No querían que se llamase la atención hacia el modo en que papá realizaba en casa trabajos secretos para el Departamento, por si la KGB se daba cuenta y se ponía a fisgonear. El Departamento le dijo que adelante, que lo construyera, y le prometieron arreglarle un permiso especial a través del ministerio.

—No es una conspiración. Parece más bien como si se tratase de un hijo de puta de cualquier oficina en alguna parte. ¿Lo sabe el director general?

—Entraron en la consulta y se lo sacaron todo; desde las escayolas hasta las fresas, el torno, el instrumental y toda la documentación. Todo. Mi padre no quiere hacer nada para enfrentarse a ello. Aceptó la indemnización que le ofrecieron. Pero le han arruinado la vida, Bernard. Es joven y todavía le gustaba trabajar de dentista.

—Puede empezar de nuevo.

—No, eso forma parte del trato. Perderá la pensión que le pasa el Departamento si vuelve a trabajar para alguien.

—Pero eso no puede haber sido sólo porque nosotros viviéramos juntos —le dije—. Es absurdo.

Me miró, me cogió la mano y la retuvo en la suya.

—Quizá no, Bernard. No te culpes.

—En serio, Gloria. No tiene sentido.

—Tiene sentido y mucho, Bernard. Tu mujer dirige este Departamento. No podría tener más poder ni aunque la hicieran directora general. Lo único que tiene que hacer es levantar el dedo meñique y todo el mundo sale corriendo a cumplir hasta el menor deseo que tenga.

—Tonterías —dije.

Y me eché a reír ante aquella exageración. Pero me daba cuenta de que era natural que a la pobre Gloria le pareciese que las cosas eran así.

—No son tonterías, Bernard. Si tú fueras un humilde empleado, un don nadie como yo, verías la clase de reverencias que Fiona recibe en el Departamento. La tratan como a una santa. No iban a permitir que una muchachita tonta como yo les echara a perder todos los planes. Por eso te enviaron a California, para que estuvieras con tu esposa. Y en cuanto estuviste allí me quitaron a los niños, hicieron una víctima de mi padre y se aseguraron de que yo quedase sin ningún poder.

—No es una conspiración, Gloria. Ya conoces a mi suegro. Debes comprender lo entrometido que puede ser el viejo idiota. Y no tiene relación alguna con el Departamento.

—Tú me dijiste que era como una especie de pariente.

—Del tío Silas. Sí, es primo suyo, pero lejano. Son amigos, aunque no íntimos. No podría haber confabulación entre ellos, créeme.

Con aire distraído pasó los dedos por el teclado y sacó un directorio de nombres en clave.

—Ojalá no te hubiera hablado de ello —me confió—. No pensaba decírtelo.

—Pues me alegro de que lo hayas hecho. Iré a ver a tío Silas y le diré lo que ha ocurrido.

—No balancees la barca, Bernard. Papá dice que es mejor dejar las cosas como están.

—Le pediré a tío Silas que me dé consejo sin hablarle de ti ni de tu padre.

—Te meterás en problemas. Me meterás a mí en problemas y no conseguirás hacer nada por ayudar a papá —predijo ella con aire de fatalidad. Se agachó, cogió uno de los libros del suelo y buscó una página que estaba marcada—. Además disgustarás a tu mujer. A ella no le gustará.

—Iré a la casa de campo de tío Silas y hablaré con él —repetí—. ¿Vienes aquí cada día?

—Vendré un par de días o más. Tengo mucho trabajo que hacer.

—Y por lo demás, ¿todo va bien?

Me miró un largo rato antes de responder:

—Sí, estoy en un equipo de rallies de automovilismo. Soy copiloto, navegante. Tengo como pareja a un conductor realmente soberbio. Es divertido.

—¿Rallies de coches? Siempre fuiste una conductora un poco alocada, Gloria.

—Eso solías decirme. Pero nunca he tenido un accidente, ¿no es así?

—No, en efecto, he sido yo quien ha tenido todos los accidentes —reconocí.

Permanecimos indecisos durante unos instantes, ninguno de los dos tenía nada más que decir y tampoco ninguno sabía cómo despedirse. Por fin le envié un beso con la mano, me fui a un puesto de trabajo situado al otro lado del pasillo y me puse a hurgar en el ordenador central. Desde donde estaba sentado podía ver cómo trabajaba Gloria. Supongo que esperaba que se volviera o hallase algún modo de echarme una mirada con disimulo. Pero quizá Gloría se daba cuenta de que yo la estaba contemplando, porque no dio la menor muestra de ser consciente de que yo estaba allí hasta el momento en que, tras recoger los libros y los papeles, se fue. Al pasar junto a mí me saludó con la mano moviendo los dedos del mismo modo en que lo había hecho a mi llegada.

—Mañana quizá —me dijo.

—Sí, mañana.

No había modo de fingir ante mí mismo o ante nadie que me hubiera olvidado de sacar el tema de las visitas que Gloria realizaba a los niños. Lo tuve en la cabeza, en primer plano, durante todo el tiempo que estuve sentado ante la consola. Intenté con todas mis fuerzas que se me ocurriera algún modo de pedirle que se mantuviera alejada de ellos, pero no conseguí encontrarlo. Cualquiera que la hubiera visto con los niños sabría que ella los quería tanto como pudiera quererlos cualquier otro. Supongo que eso precisamente era lo que había convencido a mi insensible suegro de que las visitas de Gloria eran buenas para los niños.

Hasta que Gloria se marchó del centro no empecé mi auténtica investigación. Sólo tardé diez minutos en descubrir que el ordenador no me proporcionaría la información que estaba buscando. Inicialicé y respondí a la petición de menú de programa con KABOG, la sección de datos de la KGB. Puse otro menú y apreté el ratón en PAÍSES ROJOS para obtener las biografías. Pero cuando tecleé VERDI, la pantalla me respondió con el siguiente mensaje: «Todos los nombres en clave de agentes requieren una contraseña para obtener el acceso».

¡Maldición! Nunca pasaba un mes sin que los datos estuvieran mejor guardados que el anterior. Pronto sólo el director general tendría permiso para entrar allí. Probé con un par de contraseñas que había utilizado para obtener datos en mis visitas anteriores al ordenador, pero a la máquina no se la engañaba tan fácilmente. Naturalmente yo sabía cuál era el verdadero nombre de Verdi, lo había sabido desde el principio. Pero la primera lección que había aprendido de mi padre era que proporcionar la verdadera identidad de un agente estaba absolutamente verboten. Aunque fuera el nombre de un agente enemigo. Yo recordaba a VERDI demasiado bien, exactamente igual que lo recordaba Werner. Mi padre lo había detenido en los años setenta, pero Verdi había alegado inmunidad diplomática y lo habían soltado en menos de una hora. Su apellido era Fedosov y el nombre de pila Andrei, Aleksei o quizá Aleksandr. Cuando regresé al primer menú, tecleé el nombre de Fedosov y pedí un «Global», la máquina tardó mucho en responderme, por lo que creí que iba a tener suerte, pero finalmente me dijo: «Archivo retirado en el traslado de referencia con fecha 1-1-1865».

Apreté la tecla para salir. Vale, ordenador. Una buena broma. Tú tienes la última palabra. Y aquella fecha errónea no era el único error que se había encontrado en los datos del ordenador. Cuando se inauguró el centro de datos no existían cosas como máquinas ópticas de lectura de salida, así que durante semanas y semanas todas las mecanógrafas acreditadas de Whitehall estuvieron allí en un momento u otro trasladando los expedientes mecanografiados al ordenador central. Las mecanógrafas se iban a casa con los sobres de la paga bien abultados, pues algunas de ellas trabajaban setenta horas a la semana. No creo que Whitehall haya conocido nunca semejante despliegue de energía en el lugar de trabajo. Pero había que pagar un precio, y éste era la inexactitud, y ahora todo el mundo se había acostumbrado a errores de aquel tipo, como que las fechas tuvieran cien años de retraso respecto a la realidad, además de muchísimas otras cosas al servicio del gobierno.

Me acordé de cuando algunos quejicas iban diciendo por ahí que había millones de páginas de material mecanografiado y escrito en aquellos montones de abultados expedientes, y profetizaban que la tarea de introducirlos en el ordenador no acabaría nunca. Se equivocaban, por supuesto. Finalmente todo el material estuvo metido en el disco, en los chips o dondequiera que sea que van a parar las palabras cuando las engulle el ordenador. Y ahora todos los expedientes antiguos estaban abandonados acumulando polvo, abajo, en la planta que servía de almacén. Naturalmente, nunca se había añadido nada a aquellos viejos expedientes, pero quizá el joven VERDI se hubiera procurado un lugar en nuestros archivos antes de la conversión.

Bajé al subsuelo, donde se encontraba el almacén. Era un lugar tenebroso de hormigón, desnudo, en el que constantemente resonaba el eco de bombas y generadores. Aparte de la maquinaria, sólo se utilizaba para guardar mesas y sillas que no se necesitaban, archivadores abollados y paquetes de papel, todo ello sobre estantes que llegaban hasta el techo. Hubo una época en que se empezó a triturar aquellos antiguos documentos secretos, pero cuando las fichas atascaron las cuchillas de las máquinas rompepapeles, habían decidido detener temporalmente el proyecto. Y después las máquinas rompepapeles se habían necesitado en los pisos superiores y los expedientes habían sido convenientemente olvidados. Ahora sólo los guardas de seguridad y los ingenieros bajaban allí, y ni siquiera ellos se quedaban mucho tiempo.

No tuve que buscar mucho los expedientes antiguos. Estaban sobre los mismos anaqueles de metal donde se colocaron cuando fueron almacenados en el registro. Estaban rotos y polvorientos. Algunas carpetas se habían reventado, y las habían vuelto a atar como papel de desecho listo para la máquina de reciclaje. Allí no existía nada parecido a la moqueta de lujo de color plateado y antiestática que cubría el suelo del nivel 3, por lo que mis pisadas hacían eco en las paredes grises.

Me costó un poco de tiempo orientarme por entre los estantes, pero en los viejos tiempos había utilizado mucho los expedientes. Allí estaba la historia de posguerra del Imperio Británico escrita con sangre. ¿Palestina? No. ¿Kenia? No. ¿Chipre? No. ¿Malasia? No. ¿Suez? No. Me había pasado un año en la Central de Londres haciendo de todo, y traer y llevar cosas del registro era la tarea que todo el mundo quería adjudicarle a los demás.

Encendí otra luz. Berlín. Allí había algunos expedientes que reconocí. Naturalmente, los dichosos expedientes de los agentes estarían en el estante de más arriba. Fui a buscar una escalera y trepé por ella para alcanzarlos. Mientras caía el polvo de algunos expedientes secretos que no se habían tocado desde hacía décadas o tal vez más, me sentí como Howard Carter al profanar la cámara interior de la tumba de Tutankamon.

Los expedientes estaban colocados por orden alfabético. Pero no según el nombre de los agentes o de los nombres en clave que tenían. Estaban colocados por el nombre de los funcionarios que se habían encargado de los casos, o más exactamente de las personas que mandaban a los agentes. Suspiré. Si necesitaba alguna prueba del valor de un ordenador y de las facilidades de acceso que representaba, aquella tarea era esa prueba. Era lógico que los expedientes estuvieran organizados de aquel modo, porque cada director encargado de varios agentes los protegía celosamente —igual que los policías cuidan con cariño a sus informadores— y ocultaba los expedientes a sus colegas y superiores. Miré la larga fila de carpetas que tendría que repasar para localizar a Fedosov, aunque bien podría ser que no figurase en ningún sitio. Allí había más de cuarenta carpetas con expedientes, y algunas tenían un peso capaz de romper la espalda.

Bajé la primera de ellas y la puse en una mesa, bajo la luz. Peter Andrews. Me acordaba de él, un amistoso antiguo agente de SOE que en 1944 sobrevivió a un interrogatorio de la Gestapo en Lyon. Aún más sorprendente era que hubiera sobrevivido a los tribunales de selección del Servicio Secreto de Inteligencia; porque los artríticos intransigentes del antiguo Foreign Office estaban decididos a mantener fuera de «su» servicio a aquellos «aficionados de los tiempos de guerra». No era un expediente muy largo. Había tenido a su cargo a cuatro agentes en Alemania Oriental, pero como yo entonces era un niño, lo que más vívidamente recordaba era que en la pared de su despacho tenía enmarcada la portada de una revista satírica de preguerra: «El archiduque Francisco Fernando vivo. ¡La Gran Guerra, un error!». En 1963, una orden procedente de Whitehall lo envió repentinamente a Iraq para llevar diez mil dólares de plata al grupo revolucionario encabezado por el coronel Aref. Cuando llegó, al comienzo de la rebelión, envió un mensaje en el que decía que había establecido contacto. Pero Andrews era demasiado viejo para ser un revolucionario. El siguiente mensaje decía que su cuerpo, mutilado, estaba enterrado en el desierto, a ciento cincuenta kilómetros al norte de Bagdad, y preguntaba si el gobierno de Su Majestad querría pagar por su traslado a la patria.

A medida que avanzaba por los expedientes me volví más hábil para encontrar las listas de agentes sueltos. Pero, por lo que pude ver, no había ningún Fedosov y tampoco ningún VERDI, así que a VERDI debía de habérsele asignado otro nombre a modo de tapadera después de que se hubieran transcrito los datos. Cuando miré el reloj me encontré con que había tardado dos horas en registrar sólo la mitad de los expedientes, pero intentar que Dicky accediera a que yo bajase allí al día siguiente llevaba consigo toda clase de discusiones absurdas, así que continué con la tarea que me había impuesto y terminé el último expediente a las nueve cincuenta y dos de la noche. Tenía hambre y sed, las manos sucias y los pulmones llenos de polvo y porquería.

La luz parpadeante me había producido dolor de cabeza, y el fuerte zumbido de un fluorescente que funcionaba mal, lo mismo que los sonidos del resto de aquella maquinaria martilleante, me perforaban el cerebro cuando me acerqué al final del último archivo. Billy Walker, otro hombre que yo recordaba muy bien; siempre iba pulcramente vestido con oscuros trajes londinenses, y llevaba un alfiler de corbata de brillantes y un grueso reloj de pulsera de oro. Era un poco mayor que mi padre, y cuando el cargo de rezident de Berlín quedó vacante se convirtió en uno de los rivales más feroces de mi padre. Algunas personas decían que Billy Walker había seguido a uno de sus agentes en un trabajo imposible, pues pensaba que cierto reconocimiento a la valentía le ayudaría a lograr la posición que anhelaba más que ninguna otra cosa. Otros contaban que su ostentoso estilo de vida homosexual estaba salpicado cada cierto tiempo de peleas con hombres jóvenes y peligrosos. Fuera cual fuese la verdad que había en todo ello, a Billy lo sacaron del canal Landwehr tras haber muerto a causa de múltiples heridas de arma blanca. Según aquel expediente, al mejor agente de Billy Walker no se le volvió a ver nunca más.

La cabeza me daba vueltas llena de recuerdos mientras subía con el expediente por la escalera de mano y volvía a ponerlo en el estante correspondiente. Rozaba con la cabeza las tuberías y los conductos de metal llenos de telarañas. A pesar de lo avanzado de la hora no pude resistir la tentación de bajar uno de los expedientes personales de mi padre. Ver su caligrafía en aquellos viejos y aburridos informes me trajo recuerdos de las cartas que solía escribirme. Se sentía culpable de no haberme presionado más para que fuera a la universidad. De no haber sido porque a él le disgustaba tanto, quizá yo no hubiera pensado tanto en ello. Le había dicho que no lo habría pasado bien si tenía que irme de casa, y que probablemente no habría conseguido plaza. Pero mi padre insistía en que toda la culpa era suya. Me había permitido que empezase a trabajar en el Departamento, donde una formación universitaria, por poco oportuna e inadecuada que fuese, era el único camino para llegar al piso más alto.

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