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EL martes por la mañana, como para confirmar la teoría de Gloria de que el Departamento estaba dirigido en secreto por los más mínimos deseos y caprichos de Fiona, el piso superior era un verdadero alboroto. A media mañana, escritorios, archivadores y demás muebles subían y bajaban y eran acarreados por doquier a fin de proporcionarle a ella un despacho contiguo al de Dicky.

Comparado con el miserable cuartito que se me había asignado a mí, el despacho de Fiona era espléndido, pero estar al lado de Dicky era un precio muy alto para pagar semejante comodidad. Esa proximidad al despacho de Dicky era muy importante para éste, y era también la razón por la cual al viejo Flinders Flynn, el mago de la estadística, le habían relegado sin contemplaciones a un ruidoso cuarto en el piso de abajo junto a los ascensores.

—¿Verdad que tengo suerte, cariño? —me preguntó Fiona cuando entré en su despacho para llevarla a comer.

—Anoche no me dijiste nada de este nuevo empleo.

Yo ya estaba al corriente de que ella había estado ayudando a Dicky en su trabajo, pero lo había interpretado como un decidido intento para permanecer apartada de las garras del departamento húngaro.

—Llegaste muy tarde. De todas maneras, Dicky sólo me había dicho que se lo estaba pensando. Y a mí siempre me gusta estar segura del todo.

—¿Cuál es tu etiqueta oficial?

—Soy la adjunta de Dicky —repuso—. Pero no será oficial hasta el día uno del mes que viene.

—¿En Operaciones?

Fiona sonrió con aire de conspiración y echó una rápida ojeada a la puerta que comunicaba con la antesala donde la secretaria y el ayudante de Dicky acechaban, incansablemente alertas, en espera de su próxima orden.

—Astutamente, eso no se ha especificado.

—¿De manera que Dicky espera seguir en el cargo de supervisor de Destinos en Alemania y en Operaciones al mismo tiempo?

—Me ha dicho que sólo es un arreglo temporal. Si lo sacan a él, yo también me voy.

—¿Por qué el supervisor de Europa no designó a Harry Strang para que guardase el fuerte de nuevo, como hizo durante las vacaciones de verano?

—No se lo he preguntado, cariño —repuso Fiona con altanería.

Aporté yo la respuesta:

—Teniendo a alguien tan enérgico como tú para apoyarlo, Dicky confía en separar los dos empleos y conservarlos.

—Exactamente —dijo Fiona—. Y tú crees que es tonto.

Arrugó la cara, cogió un pañuelo y estornudó en él.

—No en lo que respecta a la política de cargos —observé—. ¿Todavía estás resfriada?

—No, es el polvo.

Paseé la mirada por el despacho.

—¿Ése es el antiguo escritorio de Bret?

—Estaba en el almacén —respondió Fiona—. A todo el mundo le daba miedo reclamarlo.

Miré el extraordinario escritorio de sobre de cristal y me acordé de alguien del personal subalterno que solía decir que el escritorio de Bret era igual que sus mujeres: ultramoderno, con las extremidades brillantes, vestidos interiormente de negro y por encima un top transparente. En su momento aquello no me había hecho demasiada gracia, quizá porque yo no había eliminado a Fiona de la lista de los posibles amoríos de Bret.

—¿Y la alfombra también? —le pregunté, al tiempo que miraba la lujosa alfombra gris que había contribuido a que el despacho que Bret se había hecho diseñar fuese totalmente monocromo.

—Éste es el antiguo despacho de Bret, cariño. ¿No te habías dado cuenta? Han reformado las paredes, pero la alfombra ha estado aquí todo el tiempo.

—Ya veo.

Sólo por un instante tuve la curiosa sensación de estar recordando a Bret y a las cosas que a otros y a mí nos habían sucedido en aquella habitación. Las decisiones que se habían tomado, las operaciones que se habían aprobado, las carreras que se habían forjado, la sangre que se había derramado y las reputaciones que se habían destruido.

—¿Vas a raptarme para ir a comer? —quiso saber Fiona.

Cogió una carpeta del escritorio. A pesar de que no había ninguna indicación en la tapa, yo estaba seguro de que era la que contenía mi informe; el ayudante de Dicky le había estampado un gran letrero de «Alto Secreto», y en el recuadro de distribución se veían las iniciales de Dicky y también las de Fiona. También distinguí la tenue marca circular de una taza de té que habían dejado encima de la cubierta delantera. Un veterano llamado Riley me había enseñado en una ocasión que hacer un pequeño doblez o dejar una mancha en los documentos que uno entregaba era una manera muy útil de identificarlos llegado el caso, por ejemplo cuando se encontraban sobre el escritorio de un superior. En el caso de Riley, yo sospechaba que éste había sido un medio para recuperar aquellas cosas de las que era autor y a las que el tiempo recomendaba que era mejor que desaparecieran de la vista. De esta manera podía meterlas en la máquina de triturar papeles.

Fiona se fijó en que la estaba mirando mientras ella guardaba la carpeta en un archivador de metal.

—¿Por qué le llenas a Dicky la cabeza con esas historias tan absurdas? —me preguntó al tiempo que cerraba el cajón y giraba la combinación de la cerradura.

—¿Lo has leído?

—Me refiero a lo que le dijiste acerca de VERDI. Lo del traje con los bolsillos vacíos —puntualizó con sorna—. ¿Han suprimido allí todas las tintorerías desde que me marché?

—Yo no hacía más que pensar en voz alta. Y así se lo dije a Dicky.

—Ha ido a la sede del Consejo de Ministros a darles una conferencia y a comunicarles la buena noticia: al ministro permanente, a todos sus acólitos y sabe Dios a quién más.

—¿A decirles qué?

—Que el muerto no es VERDI. Les está diciendo que VERDI sigue vivo.

—Oh, eso no tiene mayor importancia —le dije sin ocultar mi alivio.

—Si al acabar este asunto Dicky queda como un tonto, te acosará.

Enfatizó la advertencia con el tono de voz y la expresión del rostro.

—No pasa nada —repetí.

—¿Cómo lo sabes, cariño? ¿Sólo porque los bolsillos del muerto estaban vacíos?

—No te pongas pesada, Fi. Lo sé y basta.

—Pues dime por qué lo sabes.

—Sé el aspecto que tiene VERDI. Lo conocí bastante bien en los viejos tiempos. Lo reconocería en cualquier parte. El muerto no era VERDI.

En el rostro de Fiona se reflejó la consternación.

—Dijiste que no lo conocías. Le dijiste a todo el mundo que no te acordabas de él.

—A mí también me gusta estar siempre completamente seguro —le dije.

Fiona asintió discretamente con la cabeza.

Touché, Bernard. Pero ¿en serio?

—VERDI sólo adquirió ese nombre cuando se puso en contacto con nosotros. Verdi es el nombre en clave. Así es como debe funcionar, ¿no? Nombres en clave de músicos para aquellos hombres acreditados a los que se ha reclutado o alistado, pero cuya lealtad no se ha puesto a prueba en ningún caso. Pero VERDI no es en modo alguno amigo mío; es más, tengo serias dudas sobre Verdi. Necesitaría que me convencieran de que verdaderamente quiere pasarse a nuestro bando. Yo tuve ocasión de conocerlo. Y cuando lo conocí él se estaba esforzando mucho en hacer cosas desagradables para probar así su lealtad a Moscú.

—¿Y reconociste al hombre que iba en el Mercedes como a VERDI? ¿Es eso?

—Estaba oscuro. Pero adiviné que era VERDI por el contexto.

—¿Por qué eres siempre tan difícil, Bernard? —me preguntó Fiona al tiempo que dejaba escapar un suspiro—. ¿Por qué hay que sacártelo todo con pinzas?

—Lo vislumbré ligeramente en una oscura carretera vecinal mientras yo estaba tendido en el suelo, con la cabeza escondida debajo de un radiador y apuntaba a una rueda con una pistola de juguete.

—Dicky cree que puede ser un paso enorme para nosotros —me confió Fiona.

—¿El qué?

—Este asunto de VERDI. Esto es extraoficial hasta que Dicky te lo diga. El año pasado la Stasi empezó a informatizarlo todo: detenciones, objetivos, incluso a su propio personal. Si Verdi nos ayudara, quizá pudiéramos piratear su sistema principal por teléfono… sin salir de este despacho.

—Te escucho.

—No habrá mucho material acumulado. Se remontará sólo hasta enero… Bueno, verás…

—Pero cuando VERDI se pase a nosotros cambiarán todos los códigos y artimañas electrónicas, ¿no te parece?

—No van a tirar a la basura varios millones de dólares en equipo informático. Sólo cambiarán los códigos y las contraseñas. VERDI tendrá a alguien allí para que le proporcione los nuevos. ¿Lo entiendes ahora?

—Sí, claro que lo entiendo. De eso es de lo que están hechos los títulos nobiliarios.

—No todo el mundo está convencido. Al director general no le parece nada bien. Sólo cuando Dicky invitó al adjunto a una larga comida y medio lo emborrachó en White’s logró el permiso para seguir adelante. Tenía que ponerse a ello rápidamente porque el adjunto nos deja antes de Navidad.

—¿Y quién lo notará? —observé.

—No seas tan duro con él —dijo Fiona—. Su mujer está enferma. E intenta dirigir su bufete de abogado al mismo tiempo que el despacho que tiene aquí.

—¿Por qué está en contra el director general?

—Es demasiado viejo para que esos artilugios modernos como los ordenadores le caigan simpáticos. Nunca ha permitido que su secretaria disponga de uno; ni siquiera para llevar la correspondencia. Tiene miedo de que esas cajitas negras se apoderen de su precioso y anticuado departamento.

—Conozco esa sensación.

—Harry Strang también tiene sus dudas. No hace más que decir que los datos electrónicos se pueden manipular. Cree que en general es posible ver si se ha alterado o falsificado un documento impreso o escrito a mano. Pero las hojas hechas por una impresora a partir de datos electrónicos siempre son recientes y limpias. Y en ese caso resulta difícil distinguirlos.

—¿Y tú? —le pregunté, aunque era evidente que su carrera dependía del éxito de aquella nueva operación.

—Estoy impulsando la operación VERDI con todas mis fuerzas.

—¿De veras? —le pregunté, un poco sorprendido al percibir en aquella voz un tono de devoción que iba mucho más allá de su lealtad hacia Dicky.

—Los datos de la Stasi alcanzarán hasta enero pasado. Eso bastará para proporcionarnos todos los informes y cualquier material relevante sobre la muerte de Tessa.

De modo que aquello era lo que Fiona seguía teniendo metido en la cabeza en primer plano.

—No contengas la respiración —le dije—. Intervenir las comunicaciones es el sueño de toda persona que se sienta detrás de una mesa de despacho. Acumular información sin tener que correr con todos los gastos, las molestias y los problemas que comportan los agentes independientes. Debe de ser una idea preciosa para todos los que están arriba.

—Es comprensible —dijo Fiona—. Las personas que están en la zona de peligro siempre son difíciles e intransigentes. Pero intervenir las comunicaciones no es algo que no se haya hecho nunca antes, hay precedentes. ¿No excavaron debajo de la carretera que va a Berlín-Karlshorst allá en los años cincuenta y conectaron con las líneas telefónicas del ejército soviético?

—Sí, la Operación Príncipe. Y en Viena, en 1950, cuando el cuartel general del Ejército Rojo estaba en el Hotel Imperial; la Operación Señor.

—¿Y no se hicieron así algunas reputaciones?

Adiviné que Fiona ya lo había consultado.

—Pero conseguir el material de grabación que se necesitaba en Berlín fue el trabajo que se le encomendó a George Blake, quien, mientras trabajaba para nosotros, había estado haciéndolo al mismo tiempo como agente de la KGB. Y se lo contó a Moscú.

—Y George Blake era agente. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Fiona, por favor. Claro que no. Eso contravendría la Ley de alabanza del enemigo de 1836, ¿no es así?

—Pero nosotros no necesitaremos material de grabación —dijo Fiona, que no sabía encajar los chistes acerca de los fracasos del Departamento—. Lo recibiremos todo por la línea telefónica, y las hojas impresas facilitarán la valoración, la clasificación y la evaluación.

—Pero ¿queda eso dentro de nuestras atribuciones en el Departamento? Los del cuartel general dirán que las comunicaciones son trabajo suyo. Se pondrán furiosos.

—Ésa será una decisión del más alto nivel, Bernard. Y eso es lo que Dicky está haciendo en estos momentos. Me he pasado los últimos días preparando su informe.

Así que yo estaba en lo cierto al pensar que Fiona había estado leyendo los libros de historia.

—¿Y Dicky va a asegurarse de que nuestros colegas del cuartel general queden definitivamente a un lado?

—A nivel interno ya se ha aprobado en todos los ámbitos; incluso lo han aclarado con el tío Silas. Esta mañana el asesor del Foreign Office acompaña a Dicky para exponérselo al subsecretario y al presidente del JIC. Si ellos dan la aprobación, será ya un asunto político.

Yo estaba impresionado. Así era como iban las operaciones importantes. En lugar de estar sujetas sólo a decisiones internas, tenían que gozar del beneplácito del Servicio Civil. Eso significaba la aprobación de vicesecretarios, secretarios, del titular del gabinete y de todos los altos cargos del comité conjunto. Pero sólo las operaciones realmente delicadas se convertían en «asuntos políticos», y necesitaban la aprobación de los propios políticos. Por eso había muchos éxitos insignificantes, pero en general se lograban muy pocas cosas de importancia.

—¿Has tenido ocasión de ver una muestra de ese material? —le pregunté.

—Todavía no. Pero será bueno, muy bueno, créeme.

Fiona había trabajado allí; sabía qué clase de material meterían en el ordenador. Pero también tenía que saber que aquella gente era la más paranoica del mundo. No debía de haberles pasado inadvertido que el módem proporciona formas de piratear ordenadores de muchos millones de dólares sólo dejando caer una moneda en cualquier cabina telefónica de cualquier calle. En lo referente a proteger el material de inteligencia, se mostraban perceptivos y eficientes hasta límites temibles.

—Y ese idiota de Dicky añadirá esta operación a largo plazo a sus deberes oficiales en otros puestos, ¿no es así? —le dije—. Dios nos ayude.

—Tú podrías estar dirigiendo este Departamento desde hace años si hubieras hecho unas cuantas concesiones a personas que no te son simpáticas —apuntó Fiona.

—¿Quieres decir que ya es demasiado tarde?

—A ti todo el mundo te hace muchísimas concesiones, cariño. No creo que seas consciente de cuántas personas hay aquí que te las hacen.

—La semana que viene empezaré a tomar vitaminas —observé.

—Y te convertirás en el doctor Jekyll. Suena muy bien, pero yo seguiré siendo la señora Hyde, ¿no? ¿Adónde vamos a comer?

Cogió el bolso, lo puso en la mesa que tenía delante y comenzó a revolver en su interior.

—Podríamos ir a casa —sugerí—. Ahora que vivimos en la ciudad, nos queda muy cerca.

Se echó una rápida mirada en el espejo de la polvera y luego la cerró.

—En casa no hay nada de comer —dijo.

—¿Quién quiere comer?

Cinco minutos nos habrían salvado. Cinco minutos más y habríamos estado en el ascensor camino del vestíbulo de la entrada principal. Pero cuando Fiona estaba cogiendo el abrigo, Dicky irrumpió por la puerta de comunicación al tiempo que pedía a gritos café por encima del hombro.

—¡Fiona, cariño! Hombre, Bernard, también estás tú —dijo mientras nos miraba—. ¡Magnífico! Precisamente las dos personas que deseaba ver.

Llevaba una gran carpeta de lona, de esas que usan los artistas, que dejó caer encima de una silla; luego comenzó a frotarse las manos. La carpeta era la que utilizaba Dicky para llevar sus presentaciones: grandes tarjetas de colores con diagramas, gráficos redondos divididos en porciones, mapas con flechas encima, ideas simples reducidas a un eslogan e individualizadas y numeradas de manera que incluso los hombres a los que informaba en el despacho del Consejo fueran capaces de comprenderlo todo. No es que Dicky se sirviera de aquellos informes preparados con esmero para revelar cuánto fuera posible; al contrario, el objetivo era siempre vender la idea. Dicky me había explicado eso muchas veces cuando le había hecho notar algunos errores en sus palabras y dibujos.

—Hola, Dicky —lo saludó Fiona sumisamente, al tiempo que volvía a colgar el abrigo en el perchero.

—¿Ibais a alguna parte? —preguntó Dicky como si no fuera la hora de comer.

—No —repuso Fiona—. Sólo estaba cogiendo el pañuelo.

—Estás resfriada —observó Dicky—. He notado que estornudabas.

—Es el polvo —dijo Fiona; y, cogiendo un pañuelo que había sacado del abrigo, se sonó ruidosamente la nariz para demostrar que no es que estuviéramos a punto de salir a comer.

—Es un virus; todo el mundo lo pilla. Deberías tomarte un whisky escocés bien grande y meterte en la cama —dijo Dicky.

—Eso es precisamente lo que le estaba diciendo cuando has entrado —le indiqué.

Fiona frunció los labios y me dirigió una mirada asesina.

—¿Dónde está el chiste? —preguntó Dicky mirando inquisitivamente a Fiona, luego a mí y luego otra vez a Fiona. Al ver que ninguno de los dos respondíamos, se encogió de hombros, como proclamando al mundo su perplejidad—. Bueno, me alegro de que estés aquí, Bernard —dijo sonriendo y haciéndome una inclinación con la cabeza con un desacostumbrado despliegue de buena voluntad que a veces es resultado de una gran excitación. Se puso a pasear arriba y abajo con su abrigo nuevo de invierno (una prenda que le llegaba hasta los pies) de piel de oveja de color crudo pálido y coronado con un gran cuello de pieles—. Hace un frío del demonio en la calle —comentó mientras se desabrochaba el abrigo; luego, con ambas manos en los bolsillos, comenzó a aletear ruidosamente por la habitación como un polluelo de albatros que aprendiera a volar. Cuando llegó hasta la puerta de comunicación sin elevarse en el aire, la abrió de golpe y gritó—: Tráiganos el café aquí: tres tazas y unas galletas. —Cerró la puerta y volvió a abrirla—. Y crema —añadió a voces—. El señor Samson lo toma con crema y azúcar.

—Entonces, ¿ha ido todo bien? —le preguntó Fiona cuando Dicky se dio la vuelta hacia nosotros. Ninguno de los dos estábamos pendientes de la respuesta de Dicky, porque estaba claro que todo había ido bien. Dicky se hallaba en un estado de euforia que yo imaginaba que solamente le podía ocasionar un título nobiliario o un nuevo álbum de Lloyd Webber.

—¿Se lo decimos a tu maridito? —le preguntó a su vez a Fiona—. Sí, todos creen que es una oportunidad maravillosa. —Arrojó el abrigo sobre una silla y se quedó parado en una pose de estatua, con los pulgares metidos en el cinturón de piel—. En cierto modo tengo que agradecérselo a Bernard —anunció—. Después de recabar de él informes en Berlín, me pareció correcto hacer circular un memorando para informar a todo el mundo de que a VERDI había que darlo por muerto. —Esbozó una sonrisa astuta—. Eso debió de quitarles el viento de las velas a mis oponentes más gárrulos, porque hoy, cuando anuncié que un agente había regresado con la noticia de que Verdi estaba vivito y coleando, volví a pasar por la misma rutina. Esta vez, al final prácticamente se pusieron en pie para darme una ovación.

—Bueno, esperemos que VERDI esté vivo —dije.

—Estoy exagerando, desde luego —admitió Dicky—. Nuestros amos mantienen abierta cualquier opción. Siempre lo hacen; así es como llegan a la cima. Pero si después de todo resulta que VERDI está muerto, nadie va a sacarme de Operaciones mientras esto siga en marcha.

Fiona lo miró con admiración manifiesta. Dicky tenía razón, desde luego. Mientras mantuviera en el hervidero la operación VERDI, nadie querría trastocar las cosas sustituyéndole. Y si Dicky conseguía llevarse un éxito significativo con VERDI durante su período de prueba, no les quedaría más remedio que confirmarlo en el cargo. La confianza en sí mismo y el poder crecientes se ponían en evidencia por la ropa que llevaba puesta: cazadoras y pantalones vaqueros hechos a medida. Hubo un tiempo en que Dicky reservaba sus disfraces para la oficina y para sus iguales y subalternos. Ahora era un hecho que había ido a ver a aquellos tipos estirados de la sede del Consejo de Ministros llevando puesta aquella ropa vaquera gastada y descolorida.

Volvió la cabeza hacia mí y añadió:

—Hay mucho trabajo que hacer, Bernard. No es sólo cuestión de que el viejo Verdi cruce a pie el control con el número de teléfono de la Stasi garabateado en su agenda. Estos ordenadores son animales altamente excitables. Ellos tendrán en comunicaciones gorilas de seguridad que pondrán toda clase de protección en las líneas. Habrá códigos, desafíos y todo un montón de conjuros electrónicos. Y todo ello lo estarán cambiando muy a menudo. VERDI debe tener a alguien allí que nos ponga al día y nos dé los detalles de los cambios en el equipo para que podamos seguir adelante con el plan.

Como a Dicky se le iban agotando los conocimientos técnicos, la voz se le fue apagando hasta que acabó haciendo una pausa y se puso a mirar por la ventana como si se le hubiera olvidado lo que estaba a punto de decir.

—La mejor manera de hacerlo sería conseguir todo el material complementario y los cambios a través de tu nuevo hombre en la embajada de Londres —observé.

Durante un momento se hizo la clase especial de silencio que le indica a uno que se ha tirado una plancha.

—¿Cómo es que tienes noticias de su existencia? —me preguntó Dicky.

—Porque he asistido a las reuniones de Notting Hill. Órdenes escritas tuyas, Dicky.

—Oh, sí, tienes razón. Se me había olvidado. —Se humedeció nerviosamente los labios—. Bueno, guárdalo debajo del sombrero, Bernard. «Cinco» todavía está quejándose y lamentándose de la última vez que entramos en una embajada.

«Cinco» reclama como territorio suyo todas las embajadas y consulados del Reino Unido. De todos modos nuestro nuevo muchacho de la embajada es demasiado nervioso para una cosa tan importante como ésta.

—Está nervioso porque se ha asustado de que vayamos a estropearle las cosas.

—Sólo es inexperto —dijo Dicky.

—Hemos utilizado ese piso franco demasiadas veces —le indiqué—. En principio no estaba pensado como piso franco; no era más que un lugar para que el personal extranjero y las personas que no queríamos traer aquí pasaran la noche. La verdad es que nunca ha sido algo secreto. Estoy seguro de que los del otro bando conocen su existencia, y tu nuevo muchacho tiene motivos para estar nervioso.

—No voy a utilizarlo a él —me aseguró Dicky en tono petulante—. Así que dejémoslo correr. Quiero hacerlo a través de Berlín. Es mejor y más limpio que se dirija a los nuestros en Berlín.

—A mí se me conoce demasiado en Berlín —me apresuré a decir.

—No te preocupes, Bernard. No estaba pensando en que te encargases tú. Debe hacerlo alguien que esté allí todo el tiempo. Alguien que conozca la ciudad y tenga instinto en el supuesto de que las cosas salgan mal. A ti se te necesita para otras cosas, Bernard. Quiero que estés libre para ir y venir. Además deberías estar aquí con tu esposa.

Dirigió una sonrisa a Fiona.

—Podríamos volver a poner en nómina a Werner Volkmann —apuntó Fiona—. Reúne todos los requisitos.

—No, no, no —repuso Dicky.

Entonces llegó el café, que trajo Jennifer, una joven nerviosa y desgarbada cuya venerable familia de terratenientes la había protegido para que no aprendiese ortografía, mecanografía ni a tomar escritos al dictado. Pero con encomiable celeridad había aprendido el arte de hacer café de la manera que más le gustaba a Dicky. Aquel día había decidido rápidamente que el tono de triunfo que se reflejaba en la voz de Dicky merecía la porcelana Spode y la jarra de plata para la crema.

—Eso está muy bien —le dijo Dicky al tiempo que examinaba la bandeja—. Diez sobre diez, Jenni.

La muchacha sonrió radiante.

—Huele bien —observó Fiona.

—No es más que Nescafé —dije yo, molesto porque Fiona tuviera también que unirse a aquellos absurdos juegos para calentarle el corazón a Dicky—. Se les ha acabado el café de Higgins —añadí en tranquilo tono desenfadado—. Jennifer ha pedido prestado café instantáneo en la cantina.

—No, no es café instantáneo de la cantina —repuso Dicky con calma. Ya le había gastado ese tipo de bromas demasiadas veces como para que surtieran el efecto deseado—. Es chagga ligeramente tostado. A tu marido le gustan las bromas juveniles, Fiona. —Luego, volviéndose hacia mí, alargó una mano, me alborotó el pelo y añadió—: Pero a pesar de todo lo queremos igualmente, ¿verdad, Bernard? —Supongo que lo miré con mala cara; volví a ponerme el pelo en su sitio—. No importa, Bernard. Pronto será Navidad. Piensa en todas la bromas que encontrarás en los paquetes sorpresa y en los anuarios de los chiquillos.

—Gracias —dijo Fiona cuando Dicky le pasó la taza de café.

—Mejor será que te sirvas tú el tuyo, Bernard —dijo Dicky—. Ya que te gusta ponerle tanto azúcar y crema…

Yo no quería aquel asqueroso café, pero rechazarlo habría parecido infantil, así que me serví una taza, me senté en el viejo sofá de Bret y lancé un suspiro. A diferencia del escritorio con el sobre de vidrio, el sofá de Bret había recibido un buen vapuleo desde que él nos dejara. Lo habían puesto en la sala de espera, y allí era donde el guarda nocturno de servicio se tumbaba, a altas horas de la noche, cuando todo estaba tranquilo. Le faltaban la mitad de los botones y tenía rascaduras y quemaduras en los brazos, en los lugares donde algunos cigarrillos abandonados se habían caído de los ceniceros.

—No tardarán mucho en caer en la cuenta de que les estamos leyendo el ordenador central —comenté—. Buscarán a VERDI. Registrarán hasta los confines de la Tierra para encontrarlo y le darán en el cogote.

—No lo creo así, Bernard —dijo Dicky, que estaba preparado para eso y que quizá había tenido que afrontar la misma cuestión en la reunión—. Cuando descubrieron que habíamos tendido un cable por debajo de la calle en Berlín para acceder a sus secretos de Karlshorst, hicieron circular el rumor de que era propaganda, rumor dirigido a todos sus amigos y aliados, y también a sus enemigos. Y esto será igual. Lo utilizarán en todo el mundo para poner en evidencia las cosas tan malvadas que hacemos.

Fiona me miró antes de decir:

—Suena bien, Dicky. Va a ser un gran adelanto.

Supongo que cualquier otra reacción habría hecho parecer que la preocupación que Fiona pudiera sentir por mí se interpondría en su camino para hacer bien su auténtico trabajo, que era apoyar a Dicky contra viento y marea.

Éste me miró y esperó mi reacción.

—Es ingenioso, Dicky —admití—. Podría funcionar.

—Bueno, gracias —dijo Dicky—. En realidad, viniendo de ti, eso es un elogio, Bernard.

Agitó ante mí una cucharilla de plata.

—Deberíamos dejar que Bernard lo pensara —indicó Fiona—. Quizá pueda recordar algo más acerca de quién es ese VERDI.

—¿Por ejemplo? —quiso saber Dicky al tiempo que me dirigía una mirada—. ¿Qué es lo que no recuerdas acerca de VERDI?

—Será mejor que compartas conmigo los verdaderos hechos, Dicky. Todo este asunto acerca de que VERDI esté desesperado por pasarse a nosotros no me lo acabo de creer. Esas historias de que quiere hablar con algún viejo amigo que conozca, y que está rabiando de ganas de desertar con una caja llena de disquetes. Todo eso son tonterías, Dicky. ¡Admítelo! La verdad es que tú has puesto a VERDI en el punto de mira porque tiene todos esos conocimientos electrónicos. Puede que no demuestre interés por desertar. Puede que tenga una oferta mejor de los americanos. Tú has estado mandándole cajas de bombones, haciéndole la pelota y todo lo que les haces a esos memos, pero no es Verdi el que nos está camelando a nosotros, somos nosotros quienes lo estamos camelando a él. ¿Admites que eso es así? Necesito saberlo.

Dicky se puso nervioso; le estaba haciendo precisamente todas las preguntas que no debía hacerle. Se acercó a la carpeta de lona como si estuviera a punto de sacar de allí todos sus diagramas y gráficos y dedicarme una representación digna de Broadway en toda su amplitud.

—VERDI está indeciso —admitió Dicky cediendo un poco de terreno—. Es algo paranoico. Sólo hará tratos con personas a las que reconozca.

—Ya veo —dije.

—Tiene miedo de que la KGB envíe a un par de gorilas a verle haciendo ver que son de los nuestros. —Luego se volvió hacia Fiona y añadió—: ¿No me dijiste que ésa es la táctica que la KGB emplea normalmente para probar la lealtad de un hombre? Por eso él preguntaba por Bernard.

—¿Eso es lo que él te ha estado vendiendo? —le pregunté—. Escucha, Dicky, un hombre así, un alto oficial de la Stasi entrenado en Moscú, tiene cada mañana encima de la mesa de su despacho una lista de todos los empleados contratados, de los contactos, de los informadores y de los parásitos utilizados por la oficina de Frank. Con nombres y direcciones; con los nombres de sus novias y de sus esposas; con sus costumbres y preferencias. Y todo ello acompañado de fotografías e informes médicos. —Desde luego estaba exagerando. Dicky se había puesto pálido ante aquella idea—. No tiene que preocuparse en absoluto porque le enviemos a visitarle a alguien que él no reconozca.

—Está nervioso —insistió Dicky—. Ya hemos pasado por esto antes, ¿no es cierto?

—Puedes apostar a que sí —le dije.

Un tipo duro de la KGB llamado Stinnes se había dirigido a nosotros con una bolsa llena de material publicitario y todos se lo habían tomado en serio. Tan en serio que el MI5 había enviado a un equipo K-7 de registro y arresto para detener a Bret. No hay que decir el daño que se habría cometido, de no ser porque Bret consiguió escapar a Berlín y, ayudados y protegidos por Frank Harrington, provocamos un encuentro para poner en claro las cosas.

Supongo que Dicky adivinó lo que pasaba por mi cabeza, porque dijo:

—VERDI es la persona adecuada, Bernard. Hemos hecho averiguaciones con los americanos; no están negociando con él ahora, ni tienen intención de hacerlo. Lo compartiremos con los yanquis. Créeme, él es lo que necesitamos y está dispuesto a ponerse de nuestro lado.

—Espero que tengas razón, Dicky —observé—. Porque algunas personas que saben distinguir me dicen que es una especie de cabroncete desagradable dispuesto a morder jugosos bocados de cualquiera que se le acerque. Creo que nos llevará al huerto todo lo que pueda, y luego hará sonar el silbato.

—No lo creo así —dijo Dicky.

—Cogerá nuestro dinero y se reirá de nosotros en nuestras narices. Y a cualquiera que tenga la desgracia de encontrarse al otro lado del Muro cuando ello ocurra, lo enviarán hasta aquí metido en una caja.

—No será así, Bernard.

—No, para ti no —le indiqué—. Tú no estarás allí.

Vi que la cara de Fiona se ponía tensa. Ella odiaba las disputas, y supongo que le pareció que se había visto atrapada injustamente en medio de aquélla.

Pensé que Dicky se enfrentaría a mí con un ultimátum de lo tomas o lo dejas. Pero Dicky no solía precipitarse en los momentos de la verdad en los que quizá tuviera las de perder. Aunque sólo fuera a perder por puntos.

—Piénsalo bien, Bernard —me dijo con un ademán suave y amistoso. Luego, como si de la nada se le hubiera ocurrido de pronto la idea, añadió—: Creo que Werner Volkmann y tú trabajando juntos en este asunto formaríais un equipo perfecto.

—¿Y cómo funcionaría eso exactamente? —le pregunté.

—Necesitaríais una nueva red. —Era evidente que Dicky estaba utilizando sobras y recortes desechados de la conferencia que había dado—. Pero que sean personas de confianza; personas que tú y Volkmann conozcáis desde hace mucho.

Dicky me dirigió una mirada burlona. ¿Qué se pensaría que iba a hacer yo? ¿Ponerme a saltar encima de la mesa? ¿Ponerme firme y silbar Rule Britannia? La idea de darle en bandeja a Dicky mis viejos contactos me resultaba aterradora sólo de pensarlo. Le devolví aquella mirada fija sin permitir que se me reflejase reacción alguna en la cara.

—Y Volkmann nos estaría agradecido por tener la oportunidad de volver a trabajar para nosotros. Le daríamos carta blanca por completo —dijo Dicky.

—¿De verdad, Dicky? —le pregunté.

—En la medida en que se le da carta blanca a cualquiera —se corrigió Dicky—. Y, desde luego, se le rehabilitará. Con franqueza, no está en posición de negarse.

—Lo pensaré —le indiqué.

—Estupendo —dijo Dicky—, estupendo. Sabía que yo accedería. Con franqueza, yo tampoco me encontraba en posición de poder negarme.

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