Fe

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AQUELLOS grises y tormentosos días estuvieron, como mi vida, salpicados de lo que los hombres del tiempo llaman «intervalos claros». Íbamos en coche a visitar a nuestros hijos, y a mí no me importaba que la lluvia aporrease los cristales desde un cielo enojado.

—Creo que me enamoré de ti la primera vez que te vi conduciendo un coche —le dije.

Fiona me miró con suspicacia; siempre era propensa a pensar que yo la estaba pinchando cuando decía o hacía algo para lo que ella no estaba preparada.

—¿Conduciendo un coche? ¿Por qué?

—No lo sé —repuse. Tenía algo que ver con el modo tranquilo en que lo hacía. Conducía de prisa, pero mantenía el vehículo bajo control y nunca se ponía nerviosa ni se mostraba insegura—. Conduces igual que haces lo demás —añadí.

Pero luego me quedé atascado sin encontrar las palabras precisas. Fiona conducía como si estuviera dirigiendo la Filarmónica de Berlín por los pasajes en pianísimo de Ravel. Ojalá yo pudiera conducir con tal comedimiento. Pero mi estilo se parecía más a Von Karajan mientras retorcía a los músicos hacia el final de la Obertura 1812.

—Ahora prefiero los coches automáticos —me confesó—. Supongo que es señal de que me estoy haciendo vieja. Antes siempre decía que nunca me compraría un coche automático.

Puso en marcha el limpiaparabrisas, que comenzó a funcionar a la velocidad más lenta.

—No te has comprado un automático —observé—. Se lo has pedido prestado a tu padre.

Era un Jaguar V-12 casi nuevo, de color rojo metalizado con asientos de cuero color crema. A alguien hubiera podido parecerle ostentoso, pero mi suegro lo consideraba un ejemplo de su buen gusto sin mayores pretensiones. Ahora íbamos de camino para verle. Y también a nuestros dos hijos, que estaban a su cuidado.

—Sí, pero estoy decidida a devolvérselo —comentó Fiona—. Yo creía que tener licencia para aparcar como residente supondría que encontraría un sitio para dejar el coche cerca de casa. Pero anoche tuve muchísimos problemas para encontrar aparcamiento, y cuanto más te acercas a Park Lanne más difícil se pone. Me pregunto cómo se las arreglaba George. Me pregunto cómo se las arreglan todos los demás que viven en nuestra manzana.

—¡Oh, los problemas de los ricos! Los ricos tienen chófer, cariño. O van en taxi.

—Supongo que tienes razón.

Unos años antes su padre le había regalado un Porsche rojo con ocasión de su trigésimo quinto cumpleaños, pero cogió una rabieta tan grande cuando se enteró de que su hija había desertado que vendió el coche. Ahora Fiona era una heroína y David Kimber-Hutchinson manifestaba el orgullo que sentía con la resuelta generosidad característica en él: le había regalado el Jaguar de su esposa.

—¿Estás seguro de que no te importa que conduzca yo? —me preguntó Fiona.

Miré a un joven barbudo que iba en una furgoneta de reparto de pan y que hizo una finta atravesando tres carriles para perseguir a un minibús; al pasar nos empapó con una rociada de agua de lluvia sucia.

—No. Conduce tú. Detesto conducir —repuse.

No era del todo cierto, pero Fiona era una conductora obsesiva y no había tenido ocasión de conducir coches decentes durante el tiempo que había pasado en Alemania Oriental. Después, en la casa de California, Bret siempre se ponía nervioso cuando alguien decidía escapar de la prisión por unas horas. De todos modos, aquél era el coche de la madre de Fiona, y a mí no me apetecía la perspectiva de dar explicaciones sobre algún arañazo que el coche pudiera sufrir mientras estuviera bajo mi cuidado. Yo estaba contento de ir de pasajero sin nada más que hacer que mirar a mi alrededor. Me puse a juguetear con una caja de cuero que había entre los dos asientos. Contenía casetes de audio.

—¿Son tuyas? —le pregunté.

—De mamá.

—¿Wagner? —Parecía inverosímil. La madre de Fiona era una mujer chupada, de cara pálida, que parecía no tener más papel que el de constituir una atemorizada audiencia para el estilo de vida de aquel bocazas superficial que era su marido—. ¿Das Rheingold de Boulez con el Siegmund de Peter Hofmann?

—A ti te gusta encasillar a todo el mundo, ¿verdad? Y luego tenemos que acatar la clasificación que tú hagas.

—¿Tu madre y Wagner? Lo han tenido muy calladito.

—Sólo lo pone en el coche o en el walkman. Papá no soporta a Wagner.

Debía de haber al menos dos docenas de casetes de Wagner en la caja, y por las señales, no había duda de que habían sido muy utilizadas.

—Yo tenía a tu madre por alguien que se inclinaba más por cosas como ésta —dije mientras sostenía en alto la única casete que no era de Wagner y leía la etiqueta en voz alta—: Lo mejor del Mormón Tabernacle Choir.

—Oh, bueno —me explicó Fiona—. Papá ha estado mucho tiempo buscando esta casete por todas partes. En realidad, creo que ha encargado otra en Harrods.

Volví a guardarla y cerré la caja.

—Conocí a un hombre mayor, era un pastor… en Magdeburgo. Hablaba de ti como si fueras una santa. Decía que eras una gran mujer.

—Seguro que tú lo sacaste de su error, cariño.

—No seas así, Fi. Nadie puede estar más orgulloso de ti y de lo que hiciste que yo.

—Todavía queda mucho por hacer.

Nunca habíamos hablado largo y tendido de su trabajo en el Este; Fiona siempre se las arreglaba para eludir las preguntas o para tomárselo todo a broma.

—Aquel pastor te conocía. Era un viejo de cara arrugada, con gafas de anciano de montura de acero y con ese acento del sur de Sajonia tan acusado que hace que hasta un sermón parezca una historia divertida.

—Conocí a muchos pastores.

La miré fugazmente y Fiona me devolvió una mirada sin expresión. Su doble vida en el Este había proporcionado un enigmático barniz a su fría serenidad inglesa.

—Bajó la voz cuando se decidió a hablarme de ti. Me dijo que tú les habías enseñado a luchar. Sus feligreses rezan por ti regularmente.

Fiona se estremeció.

—Lo sé.

Evidentemente, habría preferido no saberlo.

—¿Les enseñaste a luchar contra el gobierno? ¿A ser más astutos que la Stasi? ¿Eso fue lo que les predicaste a aquellos pobres desgraciados?

—Movilizar a las Iglesias fue la parte más importante del proyecto.

—No funcionará, Fi. Los pulverizarán.

—¿Crees que no estoy preocupada por lo que hice? ¿Y por toda aquella gente?

—No se derriba el Muro utilizando sólo las trompetas de la Iglesia. Josué llevaba consigo un ejército.

—Tú subestimas a la Iglesia. Todos la subestiman. Bret fue el primero en ver las posibilidades… en darse cuenta de que la Iglesia era la fuerza más poderosa para iniciar el cambio.

—¿Bret? ¿La Iglesia?

—Eran luteranos. Bret hizo notar que de los veinte millones de personas que viven en la República Democrática, más del noventa por ciento seguían siendo miembros de la Iglesia.

—Aun así…

—Sé lo que vas a decir. Lo oí decir a todo el mundo cuando intentábamos obtener permiso para que yo llevase a cabo el truco de la deserción. Aquí todos pensaban que la Alemania del Este es el mismo caos agnóstico de materialismo que tenemos en Occidente. Pues no lo es. Tú ya lo sabes, Bernard.

Chaoten —dije.

Radicales, ocupas, drogadictos, asesinos en serie, terroristas con bombas de la misma opinión que la Baader-Meinhof… aquéllos eran los aspectos de la vida occidental que temían todos, hasta los más reprimidos.

—Los fieles practicantes del Este son una fuerza cohesionada y poderosa, armados de una fe profunda.

—Las creencias profundas saltan por la ventana cuando la Stasi llama a la puerta.

—No, Bernard, no. Tú tienes tu fe exactamente igual que ellos tienen la suya. Has afrontado horrores indecibles alentado únicamente por la fe en la justicia de tu causa. Concede a los alemanes el beneficio de la duda. A cada uno de los miembros de la Iglesia se les ha hecho una promesa en el bautismo: que deben ser educados en la fe cristiana. Y para un alemán, una promesa es un compromiso solemne.

—Yo no lo veo así, Fi. Ojalá pudiera creer que los hombres de la Iglesia son capaces de orquestar una gran oleada de revolución popular que pueda barrer las tierras y derribar el Muro. ¿Eso es lo que esperas, verdaderamente?

—Sí.

—Gota a gota, quizá. Un proceso gradual de liberalización. Pero eso no va a derribar el Muro antes de fin de siglo. Si es que lo consigue alguna vez.

—Ya veremos —dijo Fiona.

—No se puede negar que has encendido la mecha, Fi. Pero este nuevo mundo de libertad no está esperando a la vuelta de la esquina. Cualquiera que crea eso se juega el tipo.

—No arriesgarán nada por ellos mismos que no haya arriesgado yo por ellos.

—Tómatelo con calma, Fi. Ya sé que Jesucristo era una mujer, pero no te aproveches de tu rango.

Me pegó un malicioso codazo en las costillas. En respuesta le di un beso en la mejilla. Entonces ella dijo:

—No se te ocurra trabajar contra mí, Bernard. Es lo único que pido.

—Sería el único —observé.

—¿Qué quieres decir?

—No finjas que no te has dado cuenta, cariño. Todos te tienden la alfombra roja cuando pasas. Están pendientes de cada una de tus palabras. Dicky te corteja. Tu secretaria te lleva flores recién cortadas. Los subalternos se hernian acarreando muebles para ponerte el despacho bonito. El Departamento es tuyo si lo quieres.

—Ojalá fuera cierto. Pero tú no ves la oposición a mis ideas que viene de los que están en lo alto.

—Ese asunto con Dicky… lo de intentar intervenir el ordenador central de la Stasi y hacer que Werner organice una red para recoger los datos al día. ¿Eso es algo por lo que tú estás haciendo presión?

—¿Por qué lo preguntas?

—Está pasando algo raro —dije—. Dicky fue y montó su numerito de costumbre en la sede del Consejo sin que le acompañase nadie más.

—Lo están preparando para el estrellato. ¿No sabías eso?

—Nadie del Departamento estuvo allí excepto Dicky y el asesor del Foreign Office, que en realidad no es uno de los nuestros. Eso es algo sin precedentes. El año pasado, cuando el director general estuvo enfermo y el adjunto estaba muy liado con su bufete de abogado, la sede del Consejo se negó a organizar una reunión con el controlador de Europa en la presidencia.

—Quizá se estén volviendo más condescendientes.

—Ni lo pienses.

—Entonces, ¿qué?

—Quizá el director general y el director general adjunto estén decididos a mantenerse alejados de todo.

—¿De qué?

—Sabe Dios…

—No seas tan críptico.

—De verdad que no lo sé —insistí—. Pero a juzgar por las piojosas y podridas cosas que sabemos que están dispuestos a tolerar, debe de tratarse de algo turbio de narices.

—¿Y Dicky forma parte de esta maquinación maquiavélica?

Era la manera que tenía Fiona de mofarse de mi cinismo, pero aun así le contesté en serio.

—Eso espero —dije—. Porque si no toma parte en ello, debe de estar poniendo la cabeza en el tajo.

—¿Es ésta tu retorcida manera de decirme que me mantenga alejada?

—Nunca me atrevería a hacer semejante cosa.

—Bueno, gracias de todos modos, cariño. Pero si el ordenador central de la Stasi puede arrojar alguna luz sobre la muerte de Tessa, me pondré de pie y lanzaré tres hurras por Dicky.

 

Los padres de Fiona vivían en una vieja casa situada en medio del bosque, cerca de Leith Hill, en Surrey. Los dioses de la lluvia estaban terminando su actuación cuando nosotros llegamos, y un sol compungido esparcía monedas de oro sobre la casa de mi suegro y los árboles circundantes. Fiona salió del coche, se puso a dar golpes en el suelo con los pies y corrió al interior de la casa soplándose las manos. Yo me quedé allí de pie un momento, saboreando el aire limpio del campo y contemplando el paisaje, no menos encantador por el hecho de ser casi descolorido. Los inviernos eran mucho más crudos allí que en Londres. El ornamental estanque de peces estaba cubierto de hielo, y en las sombras donde el sol nunca llegaba, la hierba y las plantas estaban erizadas a causa de la escarcha.

—Ven, Bernard. Vas a morir congelado si te quedas ahí mirando boquiabierto el estanque.

—¿Pueden los peces seguir vivos ahí, debajo del hielo?

—Papá dice que el hielo los mantiene calientes.

Mi suegro a veces la llamaba «la granja», quizá debido a los edificios del exterior: los establos, las perreras, la casita del jardinero y el bonito granero enmarcado con boj que había convertido en estudio de pintor. Había derribado el tejado para instalar una gran claraboya en lo alto, completada con una persiana para el sol que se accionaba con un mecanismo eléctrico. Las paredes, forradas de madera pulimentada, las había adornado con algunos de sus mejores lienzos, y el suelo estaba cubierto de alfombras, excepto alrededor del caballete, donde hubieran podido sufrir salpicaduras de pintura. Allí pintaba mi suegro los cuadros que luego podían verse colgados en posiciones excesivamente destacadas en las casas de los hombres que hacían negocios con él.

Estaba ante el caballete cuando la doncella nos hizo pasar. No estaba pintando, estaba inspeccionando un lienzo en blanco, quitándole el polvo y las hilachas y comprobando que el bastidor formase ángulos que fueran exactamente rectos.

—¡Cariño! —exclamó con la teatral voz de barítono que sabía poner a su antojo—. Y Bernard. ¡Estupendo!

Vestía un jersey blanco de cachemir de cuello alto y llevaba un pañuelo de vistosos colores atado holgadamente al cuello. Pantalones oscuros de pana y zapatillas de terciopelo con monograma completaban el efecto. Nos hizo sentar, y él tomó asiento en el sofá mientras Fiona hacía inventario y admiraba las mejoras que su padre había hecho en el estudio.

—Has hecho maravillas, papá.

El padre de Fiona no había encendido ninguna luz y estaba oscuro, como un claroscuro de Rembrandt del que hubieran escapado los burgueses. El estudio se había ido convirtiendo poco a poco en la «guarida» de David, completada con sofá, butacas y un armario siempre bien provisto de vino y otras bebidas alcohólicas. Las modificaciones que había hecho en aquel antiguo edificio, así como la meticulosa atención a los detalles y la alta calidad de las obras, eran un tributo a la energía y determinación de aquel hombre, una de las claves del carácter de David. Y también lo era el modo como permitía la entrada en aquel santuario a familiares y a colegas de negocios, con la tácita implicación de que era un privilegio que llevaba consigo obligaciones no expresas.

—Es un lugar al que suelo venir cuando tengo que pensar —dijo David.

—¿Pasas mucho tiempo aquí? —le pregunté.

Fiona me miró con cierto enojo, pero a David le pasó inadvertido. Estaba concentrado en servir las bebidas.

—No —repuso David—. Últimamente no me queda mucho tiempo para la pintura. Estoy muy ocupado intentando reunir unos cuantos peniques. —Nos entregó los vasos: ginger ale para Fiona y agua mineral para mí—. Me gustaría que tomases una copa de verdad.

—A Bernard no le conviene tomarse una copa de verdad —terció Fiona—. Ahora no bebe; está intentando perder un par de kilos antes de irse.

David retrocedió un poco para mirarme.

—No necesitas hacer régimen, Bernard. Nunca te he visto más en forma. ¿Has empezado a practicar el boxeo? Yo fui un púgil bastante competente en mis tiempos jóvenes. ¿Cómo lo consigue, Fiona? Cuéntame su secreto.

—La ira —bromeó Fiona. Pero lo dijo con tanta prontitud que un elemento de sinceridad se hizo evidente en aquel juicio.

—¿Ira? ¿Qué clase de ira?

—Una ira ciega y desenfrenada contra el mundo que lo rodea.

Se echó a reír para que pareciera una broma.

—¿Ira? Si ése fuera el secreto, yo estaría como un fideo —aseguró David con aire severo—. Este puñetero gobierno no tiene ni idea de lo que hace; no sabrían dirigir ni una tienda de pescado y patatas fritas. Lo digo muy en serio: no sabrían dirigir ni una tienda de pescado y patatas fritas.

—¿Qué es eso? ¿Han llegado los niños? —preguntó Fiona mirando hacia la puerta.

—¿No os lo ha dicho la criada? Los niños han ido al cine con tu madre.

Tuve ganas de preguntarle por qué aquella salida al cine había tenido que coincidir con nuestra visita, la primera que realizábamos desde hacía meses, pero contuve la lengua.

—Salud —dije levantando el vaso.

David levantó la ginebra con tónica, bebió un poco y asintió con la cabeza antes de decir:

—Yo soy socialista. Tú lo sabes, Bernard. Siempre lo he sido. Es mi naturaleza. Por eso acogí a vuestros hijos. No puedo soportar ver a nadie con problemas.

En un intento por atajar otra diatriba, Fiona intervino.

—Mamá y tú estáis bien; eso es maravilloso.

—Podría irme a Suiza —comentó David, todavía ocupado con sus pensamientos—. Y si el gobierno aprieta las tuercas todavía más, lo haré.

—¿A mamá le gustaría vivir en Suiza?

—Los negocios deben ser lo primero, Fiona. Tú sabes eso y ella también. ¿De dónde crees que salen los fondos de tu fideicomiso? Habrás notado que lo he rellenado, supongo.

—Te telefoneé —repuso Fiona.

—Pero siempre es agradable recibir una pequeña nota. Mejor que todas las charlas del mundo; una pequeña muestra de agradecimiento por escrito.

—Sí, tendría que haber escrito.

Fiona estaba totalmente dominada cuando se encontraba en presencia de su padre; resultaba difícil de creer que aquélla fuera la misma mujer que se había metido en el bolsillo a todo el Departamento.

—George está en Suiza —comentó David—. Ahí tienes a un marido. —Me lo dijo a mí, como si el viaje de George a Suiza fuera algo de lo que yo pudiera tomar ejemplo—. Está decidido a llegar hasta el fondo para averiguar lo que sucedió con el accidente de Tessa. Dice que gastará hasta el último penique si hace falta. Y yo le dije que contara conmigo.

—Sí, hablé con George. Fui a verle —dije—. Pero ¿dónde está el misterio?

David miró a Fiona. Ésta, bien recostada en el sillón, estaba casi perdida en la penumbra, pero giró la cabeza y vi que se ponía atenta, como si la mención del nombre de Tessa hubiera disparado en ella una alarma.

—¿Dónde está el cuerpo? —me preguntó David; y luego dirigió una mirada a Fiona—: Vamos, vamos, Fiona, ya sé que esto te apena. También me apena a mí. Pero hay que afrontarlo.

Esperó a que yo le respondiera.

—Supongo que está a cargo de las autoridades de la República Democrática —dije—. ¿No ha habido entierro, ni autopsia? ¿Qué os han dicho?

—A nosotros no nos han dicho nada —repuso David con resentimiento.

—Lo único que nos han dicho es que murió en un accidente automovilístico en la Autobahn —dijo Fiona.

Fiona estaba enterada de todo. Había estado presente en la salida de Brandeburgo la noche en que Tessa resultó muerta. Pero Fiona, prudentemente, no había compartido con su padre los recuerdos de aquella experiencia, y no era algo en lo que yo estuviera dispuesto a embarcarme. En cualquier caso, Bret me había hecho firmar una carta oficial reconociendo que los sucesos de la noche en que Fiona escapó de Alemania Oriental quedaban bajo los términos de mi empleo. Tomándolo al pie de la letra, no me estaba permitido hablar de ello ni siquiera con Fiona.

—Entonces, ¿dónde está el cuerpo? —quiso saber David. Se terminó la tónica con ginebra y se levantó con un movimiento que enfatizaba su frustración.

—¿A qué hora acaba la sesión de cine? —preguntó Fiona mientras su padre hacía ruido con las botellas de las bebidas.

Se oyó un siseo al abrir David la tapa de una lata de tónica. Yo a duras penas alcanzaba a verle de pie ante el armario donde guardaba las pinturas, el aceite de linaza y el aguarrás.

—Pues en realidad no lo sé —repuso David; luego, dándose la vuelta para mirar a su hija, añadió—: Tu madre suele llevarlos a tomar té con pasteles, pero no creo que hoy lo haga.

—Todo se debe sólo al paso de tortuga de la burocracia de esa gente —observó Fiona.

—Y mientras tanto, ¿qué ocurre? ¿Está enterrada? ¿O se está pudriendo olvidada en algún frigorífico de cualquier asqueroso depósito de cadáveres alemán?

—Por favor, no, papá —dijo Fiona.

—Tienes que enfrentarte a ello, Fiona. No puedes esconder la cabeza bajo el ala.

—Veré lo que puedo averiguar —me ofrecí—. Voy a ir allí la semana que viene. Veré qué es lo que puedo descubrir, pero de manera extraoficial.

—Ojalá lo hagas, Bernard. George ha contratado a un abogado de Berlín y a cierto detective que cobra un montón de dólares al día, pero no tengo muchas esperanzas de que nadie pueda conseguir que esos cerdos se muevan. Últimamente no he sabido nada de él. ¿Has tenido noticias tú, Fiona?

—¿De George? —preguntó Fiona con aire ausente.

—De quien sea —dijo con brusquedad su padre con aquella ira especial que los padres reservan para los hijos que no prestan atención.

—No —respondió Fiona—. De nadie.

De repente se abrió la puerta y los niños entraron dando botes, gritando y riendo. Billy tenía catorce años, la edad en que los niños experimentan grandes cambios físicos. Sally era dos años menor. Por más que yo le había intentado explicar en repetidas ocasiones que los dos seguíamos queriéndola, Sally nunca había aceptado ni se había hecho a la idea de que su madre se marchase tan repentinamente, sin una despedida ni una explicación.

—¿Por qué estáis sentados a oscuras? —preguntó Sally; pero no recibió respuesta. Mientras tanto el pragmático Billy fue encendiendo las luces.

Billy llevaba puesto un blazer oscuro y unos pantalones grises; Sally llevaba un bonito vestido.

—Pantalones largos —anunció Billy cuando hubo suficiente luz para que todos viéramos lo que llevaba puesto. Por eso era por lo que llevaba el uniforme del colegio durante el fin de semana. Señaló con el dedo la insignia del bolsillo—. Y éste es el lema del colegio en latín. Ahora estudio latín. Y francés. Soy el tercero de la clase.

—Eso está muy bien —dije yo—. El latín es muy necesario para aprender idiomas.

—Todavía falta mucho para que Sally haga latín —dijo Billy.

—Pero estoy en el equipo de natación —apuntó Sally.

Los dos estaban de pie muy cerca de mí, esperando que los abrazase como lo hacía siempre para saludarlos. Pero no los abracé. Me di cuenta de que Fiona estaba tensa y asustada de aquella confrontación.

—Id a darle un beso a mamá —les dije—. Hace mucho que no la veíais, ¿no es cierto?

Se dieron la vuelta y miraron a Fiona, pero no se acercaron a ella.

—Hola, mamá —la saludó Billy con timidez—. ¿Te han ido bien las cosas?

—No —dijo Fiona; y sonrió. Había temido aquel primer encuentro y había hecho lo posible por posponerlo.

—¿Vamos a ir a casa a vivir con vosotros? —preguntó Sally a su madre en un susurro.

Fiona dirigió una fugaz mirada a su padre y luego me miró a mí.

—Claro que sí —respondí—. Voy a hacer espaguetis en nuestra nueva casa de Londres. Ya he preparado la salsa. Y podréis probar vuestros dormitorios. Luego, mañana por la noche, volveré a traeros aquí, a casa del abuelo.

—¿Por qué? —preguntó Billy con voz quejumbrosa a causa de la desilusión que sentía—. ¿Por qué no podemos quedarnos con vosotros para siempre?

—Sólo hasta que acabe el trimestre —le aseguré—. Creemos que podría ser malo sacaros del colegio ahora, estando tan cerca los exámenes.

—Haré los exámenes —prometió Sally—. Haré lo que sea.

Eran unos niños maravillosos; conformistas y confiados. Y resueltamente alegres a pesar de los constantes contratiempos a que se habían visto sometidos. Pronto, algún día, cuando nos juzgasen por lo que les habíamos hecho, ¿podríamos nosotros aducir circunstancias atenuantes? Ya eran mayores; muy mayores. De pronto caí en la cuenta de que eran ya tan mayores que nunca más podría volver a tomarlos en brazos, no volvería a lanzar a Sally por los aires o a llevar a Billy a cuestas y galopar escaleras arriba con él. Al hacerme de pronto consciente de aquello sentí dolor, una profunda y desesperada sensación de pérdida.

La madre de Fiona entró por la puerta. El abrigo y el vestido le llegaban casi hasta el tobillo, y llevaba puesta una pamela con flores de seda. La ropa de tonos pastel le daba el aspecto de una fotografía de la época victoriana, y quizá fuera ésa su intención. Detrás de ella iba una doncella ataviada con un delantal de volantes almidonados y que llevaba una bandeja. Los Kimber-Hutchinson tenían empleadas a un montón de lugareñas; llegaban de la aldea cada una de ellas con la tarea asignada individualmente. Una hacía las camas, otra limpiaba los baños, otra hacía la colada, y así sucesivamente. Hacían que la casa fuera un constante hormiguero de mujeres de todas las edades que iban y venían, y en conjunto constituían un motivo suficiente para refugiarse en aquel estudio o guarida donde a esas trabajadoras les estaba vedado el acceso.

—Ah, aquí lo tenemos —anunció David con voz muy fuerte mientras miraba la bandeja—. Esto es lo que les gusta a vuestros hijos, ya lo creo.

La bandeja estaba dispuesta con un servicio de té de porcelana de Staffordshire y dos enormes copas de vidrio con helado de colores primarios rociados de salsas de vistosos colores, nata montada, frutos secos partidos y otras golosinas. Clavadas en aquellas copas de helado iban dos palitos de madera: uno con un recorte de colores de Mickey Mouse y el otro con uno de Pluto. Solemnemente, David entregó los helados a los niños.

—Éste es su preferido —nos dijo por encima del hombro con voz conspiradora.

—No os lo comáis todo; os estropeará la cena —les pidió Fiona, que había empleado muchos años en enseñar a los niños a no comer caramelos, galletas y chocolate.

—No les estropees la diversión, mamá —la amonestó David al tiempo que utilizaba una cucharilla de té para saborear los brebajes—. Comed, niños. Sólo se es joven una vez.

La señora Kimber-Hutchinson sonrió tristemente y se quitó el sombrero y el abrigo. Captó la mirada de Fiona y formó silenciosamente la pregunta con los labios:

—¿Has traído las cintas?

Fiona asintió con la cabeza.

David se alisó el pelo con la palma de la mano y dijo:

—¿Qué te he oído decir, Bernard? ¿Espaguetis? Eso no es una comida como es debido. No podemos permitir que salgáis corriendo otra vez nada más llegar. La carretera de circunvalación de Kingston es un tramo muy peligroso los sábados por la noche. La llaman «el kilómetro asesino». Vi un documental por televisión que mostraba los accidentes múltiples y fatales que ocurrieron allí el año pasado. Os quedaréis aquí a tomar una cena de verdad. Es una celebración en honor de Fiona.

Ahora me miraba a mí de frente.

—Tenemos que volver —le dije con firmeza.

—Fiona me prometió que os quedaríais —insistió David—. Hemos hecho todos los preparativos. Vienen unos amigos desde Richmond. Están preparando la comida y vuestra habitación está dispuesta.

Miré a Fiona con alarma. Ésta, poniéndose un poco a la defensiva, dijo:

—Eso fue cuando se esperaba que viniera también tío Silas. Creí que querrías saludarlo.

¿Se suponía que era una oportunidad para que me congraciase con Silas Gaunt, y en consecuencia consiguiera un ascenso decente? Cuando volví bruscamente a la realidad, me encontré con que había estado mirando con enfado a Fiona sin ni siquiera verla.

—Silas no ha dicho que no vendría —la corrigió David—. Dijo que lo intentaría. Se encuentra en Guildford en una importante feria de antigüedades. Y después hay una reunión de anticuarios. Y eso sólo está a un tiro de piedra de aquí. No querrá hacer todo el camino de vuelta a su casa en coche desde Guildford. ¿Habéis traído vuestras cosas, Fiona?

Mi mirada debía de haber surtido en ella algún efecto, porque Fiona me estaba mirando con la expresión más contrita que yo pueda recordar. En voz baja, tanto que fue casi inaudible, dijo:

—Es cierto que le dije a papá que nos quedaríamos, Bernard. He traído una maleta con nuestras cosas. Quizá se me haya olvidado decírtelo.

—Así me gusta —intervino David, muy jovial ahora que era el ganador del día—. Y mañana iremos a la iglesia. —Y dirigiéndose a mí, añadió—: Vamos a la iglesia todos los domingos. Espero que vengas con nosotros, Bernard.

—Sí, iré —le contesté—. Tengo una lista entera de cosas que quiero empezar a tratar con Dios.

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