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A menudo he sospechado que mi suegro se había vendido el alma al diablo. ¿De qué otro modo podría haber hecho que todo lo que deseaba le resultara tan fácil de conseguir? Yo estaba deshaciendo la maleta que Fiona había escondido en la parte de atrás del coche, entretenido en elegir una camisa y una corbata apropiadas para la clase de cena que a David le gustaba ofrecer, cuando oí llegar un coche. Miré por la ventana a tiempo para ver al conductor de un Range Rover lleno de lodo que sujetaba la puerta abierta y ayudaba a la falstaffiana figura de Silas Gaunt mientras éste bajaba con gran trabajo del asiento delantero, junto al conductor. Silas llevaba puesto un impermeable corto de color caqui de estilo militar. En la cabeza llevaba un sombrero de pescador de ala arrugada confeccionado con una tela a cuadros.

Tratar de describir el papel de Silas Gaunt en el Servicio Secreto de Inteligencia sería como tratar de describir el papel de Irving Berlin en la historia de la música popular. Gaunt había vivido mucho tiempo y había visto pasar al Servicio Secreto británico por buenos y malos tiempos. Mayoritariamente malos; buenos no había muchos; algunos decían que no había habido nada más que un desastre tras otro. Ahora Silas estaba retirado en «Whitelands», su granja de los Costwolds, pero la influencia que seguía teniendo hacía que en la Central de Londres pocas decisiones de importancia se tomasen sin su bendición.

A Silas lo sentaron en un extremo de la mesa del comedor. Poca alternativa había, porque su volumen y sus gestos le imposibilitaban para acomodarse entre otros invitados. Una vez en posición, adoptó ademanes de anfitrión al ordenar a los demás comensales que sirvieran vino o pasaran las verduras, y exigía silencio cuando relataba alguna de sus anécdotas. En lugar del traje de tweed, que era su uniforme, parecía haberse tomado grandes molestias para aquella inusual excursión al mundo exterior. Vestía un traje oscuro a rayas, cuyas costuras habían sucumbido en ciertos lugares ante el aumento de peso que había experimentado desde que lo adquiriera. Llevaba un jersey azul oscuro que yo sabía que se lo había hecho la señora Porter, su devota ama de llaves. Jersey que estaba empezando a deshacerse por el elástico. La camisa se veía recién lavada y planchada, pero el efecto general se echaba a perder a causa de la corbata, muy gastada y manoseada, cuyo estampado consistía en un repetido escudo de armas de algún colegio o universidad a los que había asistido.

David estaba al otro extremo de la mesa. Llevaba puesto un traje azul de estambre Savile Row con chaleco, junto con una camisa de popelín rosa y una corbata de colores muy vivos. Quizá se le hubiera olvidado la conducta vociferante y gesticulante por la que tío Silas era famoso, porque David en ningún momento llegó a relajarse por completo, y rápidamente dio instrucciones a la chica que atendía la mesa para que cambiara de lugar algunas de las piezas más valiosas de porcelana y cristal tallado, a fin de que no se hallasen en el radio de acción de los exagerados ademanes que hacía Silas.

Había otros invitados en la cena: un magnate de los seguros, ya jubilado, propietario de diez caballos de carreras, y su esposa, que era magistrado. El hijo de un duque, con aspecto desastrado como se espera que sean los hijos de los duques, que llevaba el pelo largo recogido en una cola de caballo y cuya chillona esposa no dejaba de machacar impúdicamente con su club de hípica y las personas con título que llevaban allí a sus hijas. También se encontraba allí una pareja australiana, muy callada, que había hecho una inesperada fortuna gracias a un puerto deportivo construido en un extremo de la granja de caimanes de su propiedad. Al parecer estaban constantemente dando la vuelta al mundo en un serio intento por gastar sus ingresos. Ahora estaban pensando en comprar un apartamento de lujo en Monaco, apartamento en el cual David parecía tener un interés financiero.

Poco después de que nos sentásemos, surgió un tema común: los caballos. Había la suficiente conversación acerca de carreras de caballos como para hacer que yo me quedara silencioso y confuso. Incluso el tío Silas intervino para contar una vieja historia sobre los caballos del departamento de bomberos de Berlín, que fueron vendidos a las fábricas de cerveza cuando llegaron los camiones de bomberos motorizados. Cada vez que oían las alarmas de incendios, aquellos animales enormes echaban a correr al galope en la dirección de la que procedía el sonido, llevando consigo los pesados carros cargados de barriles, que derramaban por el suelo junto con los hombres que los conducían.

El menú era elaborado y consistía en caviar como entrante, faisán con guarnición, Charlotte de manzana crujiente en algún momento intermedio y un plato de ostras y bacon para terminar. Otra noche cualquiera yo habría encontrado la comida y la conversación agradables, pero no podía evitar recordar que mientras yo soportaba aquel pretencioso ritual, mis hijos estaban arriba comiendo salchichas con puré de patatas en compañía de una de las muchas criadas de David antes de que los metieran en la cama.

Era medianoche cuando los aficionados a las carreras de caballos se levantaron y fueron a buscar los abrigos; y empezó así el rito de dar las gracias y las buenas noches. Los australianos también salieron corriendo a buscar los abrigos, y resistieron con habilidad ante la insistencia de David para que se quedasen a ver las fotografías en color que tenía de Monaco. Entonces me fijé en que el tío Silas también había desaparecido sigilosamente. Subí al piso de arriba y me encontré con él cuando salía del cuarto de baño.

—¿Te vas, Silas?

—Tengo que irme, por desgracia. —Abrió la puerta de la habitación contigua al baño y encendió las luces. Era un dormitorio; se acercó al armario ropero y cogió una percha en la que estaba colgado su viejísimo impermeable—. Sí, por desgracia tengo que irme, Bernard —repitió.

Era obvio que aquella habitación era la que se le había asignado para pasar la noche. El jabón que había en el lavabo era nuevo, caro y estaba sin desenvolver; le habían abierto la cama y había media docena de best-sellers del año anterior encuadernados en cartoné y media docena de rosas recién cortadas dispuestas a cada lado de la cama.

—Confiaba en poder hablar contigo un rato —le dije.

Silas seguía teniendo en las manos el impermeable, la bufanda y el sombrero, pero al oírme decir aquello los colgó del respaldo de una silla y cerró la puerta.

—Te toca a ti empezar, Bernard.

—Le han dado la patada a una persona del Departamento. Y creo que ha sido por mi culpa.

—¿De quién se trata?

—De un hombre llamado Kent. Un historial sobresaliente.

—El dentista húngaro. Sí, lo sé. ¿Por qué piensas que eso habría de tener algo que ver contigo?

Se dio la vuelta hacia la ventana. Las cortinas no estaban echadas. Volví la cabeza para ver por qué el tío Silas miraba hacia el huerto vallado. Tenía una iluminación que deslumbraba. Supongo que eran luces para ahuyentar a los merodeadores; David tenía obsesión con los merodeadores.

—Estuve viviendo un tiempo con su hija —le expliqué—. Algunas personas creen que lo sometieron a muchas presiones para romper aquella relación.

—¿La hija? —Frunció el entrecejo mientras consideraba lo que yo le había dicho—. ¿Es ella la que sospecha que el Departamento hizo presión e interfirió en su vida amorosa?

Detrás de aquellas palabras había una brutalidad burlona; quería que yo supiera que me estaba pasando de la raya.

—No, yo —puntualicé—. Soy yo quien lo sospecha.

Me miró durante lo que me pareció un siglo.

—No seas tonto, Bernard. Tienes una esposa estupenda. Deberías arrodillarte ante ella.

—Ya lo hago, todo el tiempo —le dije—. Pero constantemente me estallan los pantalones y se me sale el culo.

—Tu amigo el dentista dejó de ser útil —dijo Silas. Cerró las cortinas con un tirón airado—. No quiero aburrirte con los detalles de las necesidades dentales que el Departamento tiene en proyecto, así que te sugiero que te fíes de mi palabra.

—Abúrreme —le pedí.

—Muy bien. —La cortina no estaba cerrada del todo, y por el hueco que quedaba Silas volvió a mirar hacia el huerto—. Hay cierta nota triste en una parcela de coles inundada de luz —sentenció—. Y vallada. Parece el patio de una cárcel.

—Pues no lo mires —le dije; y cerré la cortina.

Al verse obligado a mirarme, Silas comenzó a hablar.

—Sacamos a Kent y a su esposa de su país y los trajimos aquí cuando las cosas estaban muy difíciles. Ese hombre tenía una curiosa afición: coleccionaba instrumentos de dentista antiguos y estudiaba la historia de la odontología europea. Escribió un artículo para una revista científica. Un joven avispado que trabajaba en Coordinación lo leyó y me lo dijo. Teníamos a un hombre cuya habilidad podía asegurar que los agentes que enviáramos a Hungría, Alemania Oriental, Polonia e incluso a las regiones más remotas de la Unión Soviética pudieran llegar allí con la odontología apropiada a su identidad ficticia.

—Cosa muy útil —observé.

—Y sorprendente. Desde luego también comportaba que el señor Kent emplease mucho tiempo con nuestros agentes más importantes. Y era inevitable que se enterase de cuándo partían los agentes y adónde se dirigían.

—Deberíais haber reclutado hombres cuyas dentaduras estuviesen en mejores condiciones.

—Tienes razón —dijo Silas—. Y eso es lo que hemos hecho. Los dientes postizos o los dientes estropeados que eran tan corrientes en mi juventud son ahora cosa del pasado. Hoy día los jóvenes rara vez tienen más que uno o dos empastes. —Echó una rápida mirada al reloj de pulsera—. El dinero escasea, Bernard, y tenemos que mirar con lupa hasta el último penique de nuestros gastos. Decidimos dejar de actuar con Kent, y le hemos indemnizado debidamente. ¿Acaso se queja del dinero?

—No, creo que está contento.

—¿Y la chica?

—Ella no quiere remover el asunto.

—¿No te ha pedido que te encargues de esto en su nombre?

—No, al contrario, me pidió que no lo hiciera. Tengo plena confianza en ella y está totalmente entregada.

—Bien. El trabajo que hace es muy importante. Puede que Hungría se esté convirtiendo al capitalismo, pero nosotros debemos tener personas que observen lo que está ocurriendo allí. —Se rascó y bostezó, como si el hecho de descubrir lo tarde que era lo hubiera dejado de pronto exhausto—. ¿Y tú, Bernard? ¿Tú también eres de plena confianza y estás entregado por completo?

—Pensaba que eso ya lo había demostrado en distintas ocasiones.

—Por supuesto que sí. La noche en que sacaste de allí a Fiona… Tú estuviste allí, Bernard. No tengo que contarte lo que ocurrió.

—Fue un buen lío. Cogí a Fiona y me la llevé de allí en el coche.

—Y mataste a dos de los suyos, Bernard.

—Todo eso está en mi informe.

—La única copia de ese informe está bajo llave. No quiero que sepan que mataste a aquellos dos hombres. Dos agentes de rango superior de la KGB. Ya sabes lo canallas que son, y lo que piensan cuando matan a alguien de los suyos. Si alguna vez llegan a averiguar lo que ocurrió… —Clavó en mí aquellos ojos grises y fríos que tan fuera de lugar parecían en aquella cara regordeta y bonachona—. Bueno, no te asignarán precisamente un abogado defensor ni te advertirán que tienes derecho a permanecer callado. No tengo que decirte lo que ocurre, ¿verdad?

—No —dije.

—Y hablando desde un punto de vista puramente egoísta, nosotros los de Londres tendremos que pagarlo caro si los de la Stasi deciden que tu impulsiva acción fue una ejecución gratuita. Me refiero a las repercusiones. Estoy seguro de que ya habrás pensado en esas cosas.

—Me ha pasado por la cabeza.

—Borra de la memoria los sucesos de aquella noche. No hay nada sobre el papel que diga que alguna vez estuviste en aquel tramo de la Autobahn. Tu esposa y tú ibais en un vehículo diplomático con pasaportes diplomáticos falsos. En el lado de acá os recogió un coche del ejército y os dejó en un transporte de la RAF para llevaros a América. Todo sin nombres. No hay documento alguno en ninguna parte que te sitúe en el lugar del tiroteo aquella noche. Y te sugiero que no lo admitas nunca. Que nunca hables de ello, ni siquiera pienses en ello. ¿Me expreso con claridad?

—Tú siempre lo haces, Silas.

—Eres tú quien me preocupa, Bernard. No hay duda de que el Departamento aguantaría una tormenta de esa clase, como ya ha aguantado en otras ocasiones tormentas así. Siempre son los individuos quienes sufren las consecuencias.

—Gracias, Silas.

—Tú olvida el asunto. Y olvídate de la familia Kent. Vete con Fiona esta noche y dile cuánto la amas. Todo el mundo en el Departamento os quiere bien. A los dos. Especialmente yo. Y eso tú ya lo sabes, estoy seguro.

—Gracias, Silas.

—Fiona pasó el examen médico de forma brillante. Estoy seguro de que eso te complació.

—No lo sabía —reconocí con sinceridad.

—Fue mejor que la contrataran de nuevo y pasara por los procedimientos normales de alistamiento. Sí, excelente. Fíjate, ya no es la jovencita que conocíamos. —Hizo una pausa—. El médico que la examinó cree que le vendrían bien unas cuantas sesiones con un psiquiatra. Ella se molestó ante esa sugerencia; ya sabes lo picajosas que se vuelven las mujeres con esas cosas.

—Sí.

—Ya lo creo que sí. Pero quizá cambie de opinión. Sería mucho mejor que se desahogase con un psiquiatra. Tenemos a uno realmente bueno, cuyos servicios utilizamos con regularidad: un especialista de la calle Harley. —Con un gesto que combinaba preocupación amistosa y autoridad, me cogió por el brazo y me lo apretó con fuerza—. Quiero que la vigiles de cerca, Bernard. No quiero decir que la espíes, pero si necesita ayuda de esa clase, tienes que ponerte en contacto conmigo de inmediato.

—Eres muy bueno, Silas —le dije.

Me solté de su agarrón y me pregunté a quién se referiría al decir que «tenemos» uno realmente bueno de la calle Harley.

Dejó escapar un profundo suspiro.

—Dentro de poco volverá a ser la que era. Pero mientras tanto me preocupa pensar que quizá se le ocurra ir a desahogarse con cualquier medicucho al que decida ir a visitar porque no puede dormir bien. Los secretos del Departamento que Fiona guarda en la cabeza…

Sacudió la cabeza, como si pensar en semejante cosa fuera algo que no podía soportar.

—Maldito seas, Silas —le dije sin levantar la voz—. Y malditos sean el psiquiatra y el puñetero médico que la examinó. ¿No eres capaz de pensar en nada que no sea el Departamento y sus puñeteros secretos? ¿Cuántos le quedan ya? Me da la impresión de que esos secretos pueden contarse con los dedos de una mano. Fiona nunca volverá a ser la que era. Nunca, ¿me oyes? Fuiste tú quien la envió allí; tú, Bret, el director general y el resto de esos insensibles hijos de puta. Ella ha quedado como lisiada. Yo la conozco mejor que nadie y te lo puedo asegurar categóricamente: Fiona nunca volverá a estar bien.

Me miró y sorbió con la nariz. Pensaba que yo había ido demasiado lejos.

—Sí, bueno, quizá tengas razón, Bernard.

No quería discutir conmigo; ése era un privilegio que se reservaba para aquéllos a los que consideraba sus iguales. Y yo no era más que el hijo de un colega; alguien a quien había que consentirle ciertas cosas.

—Sí, la tengo —le aseguré—. Y otro error que cometes es creer que Kent nos debe un favor por haberlo sacado de Hungría. Un estudio más detenido de su expediente nos revelaría que trabajó para nosotros durante mucho tiempo en Hungría. Un trabajo condenadamente peligroso: nosotros hacíamos pasar por su consulta a los agentes recién llegados para que él pudiera identificarlos mediante su estructura dental. Y eso no podía durar, porque todos pasaban por aquella consulta. Con el tiempo, a alguno de ellos lo capturarían y hablaría. A Kent lo detuvieron y le aplicaron el tratamiento completo. Primero detuvieron a su hermano, se equivocaron de hombre porque tenían el mismo apellido, y éste no pudo sobrevivir al primer interrogatorio al que le sometieron en la comisaría. Kent se fugó escondido en una furgoneta de la cárcel comunista, y escapó. Estuvo escondido durante dos semanas. Luego lo sacamos del país.

—Quizá yo estuviera mal informado. —Sonrió. Silas era un maravilloso actor; la sonrisa que esbozó era cálida y amistosa, como si no hubiera oído nada de lo que acababa de decirle—. Bueno, me voy.

Se palmeó la tripa que sobresalía bajo el jersey de punto y contuvo un eructo.

—David pensaba que te quedarías.

—Las carreteras están muy tranquilas de noche, y mañana es domingo. Me gusta pasar los domingos en mi casa. —Se registró los bolsillos hasta que encontró una funda de gafas abollada. La tela que la cubría se había gastado por completo, de manera que el metal desnudo se había puesto brillante como una barra de plata pulida. Después de ponerse las gafas cerró el estuche—. Siento no haber visto a los niños. Llévalos a verme algún día.

Cogió el impermeable.

—Gracias. Lo haré.

Metió un brazo en el impermeable, lo levantó en el aire y, con mi ayuda, arrastró la prenda hasta colocársela sobre el voluminoso cuerpo.

—Han dicho algo de ir mañana todos juntos a la iglesia. Siento perdérmelo, desde luego.

—Rezaré una oración por ti.

—¿Lo harás, Bernard? —Cogió el sombrero blando y se lo colocó descuidadamente en la cabeza—. Te lo agradecería de veras.

 

Después de observar cómo los faros del Range Rover de Silas Gaunt desaparecían en la lejanía, subí al dormitorio que nos habían asignado, «la habitación rosa». Fiona estaba sentada en la cama, leyendo. Tenía un whisky con agua en la mesilla de noche de su lado. Aquél era el momento del día que más apreciaba Fiona: leer en la cama con una copa al lado. Buddenbrooks: Verfall einer Familie, un libro que había llevado consigo acompañado de un diccionario de bolsillo de alemán sobre el cual reposaba ahora la copa. Fiona se estaba abriendo camino por la gran literatura alemana. Bret le había confeccionado una lista; se consideraba a sí mismo un entendido en la cultura alemana.

—¿Qué quería el tío Silas? —me preguntó.

Como si de pronto se hubiera acordado del whisky, cogió el vaso y dio un pequeño sorbo. Apenas lo había probado. En realidad no necesitaba el whisky; le gustaba, sencillamente, tenerlo al lado. Lo mismo le ocurría con el diccionario de alemán. Y lo mismo le ocurría también con muchas otras cosas, entre las cuales quizá me incluyera yo.

—Las tonterías de siempre —repuse.

Me miró como si aquellos sentimientos acerca de tío Silas la ofendieran. Pero no me contestó. Volvió a Buddenbrooks mientras yo me desnudaba. Se había acordado de meter en la maleta mi pijama nuevo.

—¿Por qué ha venido tío Silas? —me preguntó al cabo de un rato sin levantar la mirada del libro.

—Tu padre lo invitó a cenar.

—Sí, ya se lo he preguntado a papá. Al parecer no había visto al tío Silas desde hace casi diez años. Dice que Silas lo llamó por teléfono y se invitó él solo, que luego dijo que no podía venir y que más tarde volvió a cambiar de parecer.

Me dirigí al baño para lavarme y cepillarme los dientes. Cuando regresé le dije:

—Entonces, ¿a qué se debe? ¿Quería ver a tu padre?

—No. Yo estaba abajo cuando llegó. Le abrí la puerta y estuve con él mientras se tomaba una copa con mamá y charlaba un poco con papá. Me acompañó al comedor. Luego, después de cenar, cuando los demás se marchaban, subió a la habitación, y entonces te oí preguntarle si podías hablar con él.

—Lo has tenido vigilado de un modo muy eficiente, cariño —le dije. Era una broma, pero Fiona tenía que rechazarla.

—Nada de eso. Yo estaba vestida y arreglada antes que tú, así que bajé. Quizá Silas sólo quería volver a visitar a papá y a mamá; son de la familia. Es evidente que no quería decirle nada a nadie en particular.

—Evidente —convine.

Fiona me miró, pues juntos habíamos llegado a la única conclusión posible sobre por qué tío Silas había querido presentarse allí.

—¿Qué es lo que acaba de decirte ahora mismo?

—Nada que no hubiera oído un millón de veces —le expliqué—. Que mantenga la fe, que guarde los secretos y que siga trabajando duro.

—¿Nada más?

—Que olvide el pasado, y la acostumbrada matraca de que mantenga la cabeza agachada cuando esté en el Este.

—Quizá sólo haya querido evitar el pollo de goma de la cena de la convención —observó Fiona.

—No ha habido ninguna convención de anticuarios en Guildford —le indiqué a Fiona—. Lo he comprobado esta tarde; llamé por teléfono. Pensé que una exposición de antigüedades podía ser una excusa entretenida para que tú y yo saliéramos un rato. Pero no había ninguna exposición de antigüedades. Silas ha hecho el viaje ex profeso para venir aquí.

La miré y me quedé esperando una reacción por su parte, pero no la hubo. Continuó leyendo durante un rato y luego, tras poner el dedo como señal en la página, dijo:

¿Weib no significa también esposa?

—Sólo en la Biblia y en otros escritos de fantasía. O cuento de comadres… die Altweibergeschichte.

Aparté el edredón y me metí en la cama, entre las sábanas.

Fiona siguió leyendo hasta el final de la página, puso un punto y dejó Buddenbrooks en la mesilla de noche. Supongo que la pregunta que me había hecho fue un modo de cambiar de tema, ella era experta en eso.

Cuando apoyó la cabeza en la almohada, le comenté:

—Quizá sea mejor dejar que a Tessa la entierren allí.

—Cariño, ¿cómo puedes decir una cosa así?

Estaba muy tranquila y parecía dispuesta a hablar del asunto con sensatez.

—Traerla podría hacer que, sencillamente, todo el mundo se pusiera histérico —le dije. Fiona soltó un gruñido—. George pedirá la autopsia —insistí—. O será tu padre quien lo haga, da igual. Eso se ve venir.

—No quiero tomar parte en ello.

—Tú estabas allí, Fiona.

Como respuesta alcanzó el interruptor que había en la cabecera de la cama y apagó las luces. La habitación quedó a oscuras, excepto por un trazo de luz que se filtraba por las cortinas procedente de algún lugar de los jardines. Me volví del otro lado e intenté dormir. Lo dejé todo sin decir. En realidad yo no sabía qué interpretación hacía Fiona de los hechos de aquella noche, pero lo que sí sabía era que traer el cadáver de Tessa a Inglaterra destrozaría a la familia, y no estaba seguro de que Fiona pudiera soportar tal cantidad de discordia familiar.

—¿No querías leer?

—No —repuse.

No me dormí. Me quedé pensando en lo que se había dicho. A veces es mejor dejar las cosas sin decir; una vez que se expresan en voz alta, las ideas empiezan a endurecerse y acaban convirtiéndose en recuerdos. Hasta mucho rato después Fiona no volvió a hablar. Oír su voz me produjo un sobresalto, porque estaba seguro de que se había dormido.

—¿Cómo era ella, Bernard? —me preguntó de pronto Fiona sin previo aviso—. ¿Se parecía a mí?

—No hablemos de eso ahora.

—Tenemos que hacerlo. Me paso toda la noche despierta imaginándomela en la cama contigo.

—Pues toma pastillas para dormir —le recomendé; luego lamenté mi mal genio. Con palabras comedidas le dije—: Fue una situación que tú creaste, cariño. Fue una elección tuya, tu plan, tu decisión. Yo no estaba en absoluto preparado para ello. La pena y la consternación que sentí eran una parte vital del plan. No me eches la culpa de que saliera tan bien.

—¿Estabas enamorado de ella?

—No lo sé.

—¿Lo estás todavía?

—No, no, no.

—¿Le dijiste que estabas enamorado de ella?

—Puede ser. No me acuerdo. Eso pertenece al pasado.

—Para mí no pertenece al pasado, Bernard.

—Fiona, todo ha terminado entre Gloria y yo. No es mala persona, y me gustaría que aceptases que no alberga animadversión hacia ti ni hacia nadie.

—La detesto —dijo Fiona—. Está decidida a que vuelvas con ella. Eso ya lo sabes, ¿verdad?

—No, no lo sé. Ni tú tampoco.

—Es joven, y los jóvenes tienen una astucia instintiva.

—Deberías probar con el tío Silas.

—Desde luego a ti te halaga ser objeto de las atenciones de una mujer joven, que además es una esposa leal. ¿Por qué no iba a ser así? Eres humano.

Conté hasta diez, debatiéndome en la duda de si debía preguntarle o no si ella había sido consecuente con los votos matrimoniales. Luego dije:

—Si continúas haciéndonos sufrir a los dos, a ti y a mí, todo lo que más estimamos se irá a paseo.

—No me amenaces, Bernard.

—No es ninguna amenaza. Te estás destruyendo con todos esos celos, sospechas y odio infundados.

Dejó escapar un suspiro.

—Son mis hijos, Bernard.

—No, Fiona —la corregí—. Son nuestros hijos. Y pronto ya no serán niños; se habrán convertido en personas adultas. Y nos harán preguntas que quizá resulten difíciles de responder sin decirles que fueron relegados, que para nosotros el trabajo era más importante. Ese sentido de posesión que sientes hacia ellos, y también hacia mí, no es natural. Y te está consumiendo.

—Son mis hijos —repitió Fiona—. Y no puedo tener más.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunté. Había algo en su voz que me hizo saber lo que Fiona estaba a punto de decir—. ¿Cómo puedes decir eso con tanta seguridad?

—Fui a visitar al ginecólogo el jueves. Me están haciendo varias pruebas. Pero me ha dicho que no sería prudente tener más hijos ahora.

—Lo siento, Fi.

—¿Que lo sientes? —Se echó a reír con amargura—. ¿Y a ti qué demonios te importa? Creía que estarías encantado.

Noté el movimiento de los muelles de la cama cuando Fiona se alejó de mí todo lo que pudo. Supongo que yo debía haber alargado la mano para consolarla, pero no lo hice. No tenía suficientes emociones como para dedicar una parte a Fiona.

En aquel momento yo tenía la cabeza llena de ira al darme cuenta de que le había servido el juego en bandeja al tío Silas. Su fama de ser el hombre más astuto y tortuoso que el Departamento había tenido nunca no sufriría ningún menoscabo por el modo en que me había manejado aquella noche. Había llevado a cabo una elaborada puesta en escena para ir allí, desnudar sus largos colmillos y decirme que me echara atrás. Si yo no hubiera ido corriendo a su encuentro escalera arriba, quizá se hubiera visto obligado a cogerme aparte y amedrentarme para que no me pasara de la raya. Pero Silas me conocía, y sabía que yo querría hablar en privado con él. Tuve que enterrar profundamente la cabeza en la almohada para ahogar el sonido de sus carcajadas.

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