Fe

Fe


12

Página 18 de 28

12

PEDÍ que un coche fuera a recogerme a la oficina a las seis y media, pero a las siete menos cuarto aún no había llegado, por lo que me encontré en el crudo frío del aparcamiento subterráneo caminando en círculos por el cemento en un intento por mantener la sangre en circulación. En algún lugar fuera de mi vista, al fondo de la planta, oía un motor que intentaba repetidamente ponerse en marcha, pero al mismo tiempo mostraba una melancólica falta de disposición para encenderse y arrancar. Por fin eché a andar para ver de quién se trataba.

Era Gloria. Tenía abierto el capó del coche y estaba inclinada sobre el motor de un pequeño Peugeot 205. Dio un tirón del motor de arranque y maldijo en voz baja al ver que no arrancaba. Al oír que mis pasos se acercaban, se incorporó y me miró. Se había quitado el abrigo de ante, pero seguía teniendo puesto en la cabeza aquel enorme y esponjoso gorro de piel; tenía un gesto furioso en la cara.

—Hola, Bernard. ¿Tu coche tampoco funciona?

Llevaba puesto un jersey y una falda; se frotó las manos para calentarse.

—Estoy esperando un coche del Departamento.

—El transporte atraviesa una crisis. Hoy día todo el mundo tiene problemas para conseguir un coche.

—¿Puedo usar tu teléfono móvil? —le pregunté.

—¿No tienes uno?

—Dicky dice que los teléfonos son sólo para el personal destinado permanentemente en Londres. Por eso no tengo un despacho ni una secretaria como es debido.

—Pobre Bernard —dijo sin manifestar demasiada preocupación—. No llevo encima el teléfono. Me lo dejé en un pub la semana pasada. Sentí tanto alivio cuando lo recuperé que desde entonces lo tengo guardado bajo llave en mi escritorio.

—Maldición…

—Si los perdemos nos los hacen pagar. Y cuestan cincuenta y cinco libras.

—¿Quieres que lo intente yo? —le pregunté al tiempo que me sentaba en el asiento del conductor del Peugeot. Yo sabía perfectamente lo que había ocurrido. Cuando Gloria tenía el Mini trucado siempre se le inundaba el carburador—. Sólo tienes que dejarlo en paz durante un par de minutos.

Nunca pude hacerle entender que no se puede tener demasiada gasolina. Nunca pude hacerle entender que no se puede tener demasiado de cualquier cosa. Supongo que eso fue lo primero que me atrajo de Gloria cuando la conocí. Tenía una determinación infantil por demostrar que el axioma de Oscar Wilde de que nada tiene tanto éxito como el exceso era verdad.

—Te llevaré a dónde vayas —se ofreció.

—Todavía no he podido hacer que arranque.

—Pero lo harás, Bernard. Parece ser que a los coches les caes bien.

Cogió el abrigo y volvió a ponérselo.

Después de un intervalo conveniente hice girar la llave, y el coche, tras un par de toses titubeantes, cobró vida con un rugido. Apreté el pedal para asegurarme de que la gasolina corriera con fluidez y después dejé el motor en marcha mientras me apeaba.

—¡Maravilloso! —gritó Gloria aplaudiendo—. Sube al coche, Bernard. ¿Adónde quieres ir?

—Voy a esperar a que llegue el coche que he pedido.

—¿Ah, sí? Pues te pasarás aquí toda la noche.

Subió al coche y encendió las luces.

Flaqueé al ver que mi única oportunidad de escape estaba a punto de desaparecer.

—Quizá lo mejor será que vaya contigo hasta que encontremos un taxi.

Me monté en el Peugeot al lado de Gloria.

—¿Te va bien Bayswater? —me preguntó al tiempo que iba conduciendo a toda velocidad hacia la máquina automática de billetes.

La barrera se levantó y Gloria subió por la rampa produciendo un chirrido de neumático quemado. Se zambulló sin vacilación en el tráfico de la tarde mientras extendía una mano para averiguar si la calefacción daba calor.

—Tienes mala cara, Bernard. ¿Qué has estado haciendo durante el fin de semana?

Esbozó una sonrisa de loba.

—Estoy perfectamente —repuse.

—No estás perfectamente. He oído a varias personas comentar que no tienes buen aspecto.

—Me gustaría que no fueses comentando mi aparente estado de salud con la gente.

—Con tus amigos —precisó Gloria. Había en su tono cierto matiz de tomadura de pelo.

—Nunca me he encontrado mejor —le aseguré—. ¿Qué te parecería si yo empezara un interrogatorio acerca de cómo pasas tú los fines de semana?

—Yo ya te dije lo que iba a hacer. He participado en un rally de coches en Shropshire. Llegamos en noveno lugar entre cincuenta y tres participantes.

—¿Por qué no llegasteis los primeros? ¿Tuvisteis problemas para arrancar?

—Eso es una pulla que no tiene ninguna gracia, Bernard. No soy yo quien conduce; soy el copiloto.

—Se me había olvidado.

—La competencia es muy reñida. Algunos equipos no se dedican más que a participar en rallies; y otros eran profesionales. A mí me parece que lo hicimos muy bien.

—Claro que sí, Gloria. Sólo estaba bromeando.

—Hace falta tener un buen conductor; yo me limito a ir sentada y a darle las indicaciones a voces. —Estábamos cruzando el Támesis por el puente de Westminster—. ¿Adónde te diriges?

—He quedado con una persona en el piso franco de Notting Hill Gate.

—¿Hay un piso franco allí?

—Tú y yo estuvimos en él. ¿No te acuerdas de aquella noche? La radio estaba puesta y bailamos un buen rato.

—¿Cuándo?

—No recuerdo la fecha. Es un apartamento agradable en lo alto del edificio. Tiene una vista desde la que se divisa todo Londres. Había luna. Tú dijiste que sería maravilloso vivir en un ático como aquél.

—¿Sabes, Bernard? Debo de tener vejez prematura. Últimamente no me acuerdo de nada. Mi madre dice que debería asistir a uno de esos cursos para ejercitar la memoria que ve anunciados en las revistas de cocinas y de cuartos de baño que ella suele comprar. ¿Tú crees que sirven para algo?

—No lo sé.

—No te pongas rencoroso y retorcido, Bernard. No puedo hacer nada si no me acuerdo de haber ido contigo a un piso franco de Notting Hill. —Apretó con fuerza el acelerador y el motor rugió mientras corríamos a gran velocidad por el lado contrario de la calzada y Gloria le daba golpecitos al reloj para ver si seguía funcionando—. ¿Es esa hora? Tengo que pasarme ahora mismo por un garaje de Bayswater, Bernard. Serán sólo dos minutos. ¿Te hará llegar demasiado tarde?

—No importa.

Yo había ido mirando para ver si veía un taxi, pero todos los que había visto o bien llevaban pasajeros o se encontraban demasiado lejos para poder llamarlos. En semejantes circunstancias aceptar el ofrecimiento de Gloria parecía el único modo de llegar a tiempo a mi cita.

—Tengo que recoger los mapas del rally de la próxima semana. Vamos a recorrer toda la ruta y a hacer un buen reconocimiento antes del día de la prueba.

Torció por Bayswater Road y, después de dar la vuelta a una plaza frondosa, llegó a una estrecha entrada en forma de arco. Daba a una calle de destartaladas viviendas de dos plantas que en otro tiempo habían sido las cocheras de las grandes mansiones en cuyas traseras se encontraban situadas. La calle era oscura, y el suelo empedrado estaba iluminado solamente por un par de farolas de color naranja de escasa potencia. Se detuvo delante de uno de los varios garajes que había. Discretos letreros pintados y algunas placas de latón indicaban que las cocheras albergaban ahora talleres especializados en reparación y mantenimiento de coches de gran potencia o para dueños exigentes de coches corrientes.

—Entra si quieres.

Gloria salió del coche y, utilizando una llave que sacó del bolso, abrió un candado de latón para entrar en uno de los garajes por un portillo que formaba parte de una puerta más grande.

Agaché la cabeza, la seguí a través de la puerta y esperé a que Gloria encendiera las luces. Media docena de tubos fluorescentes azules cobraron vida para dejar a la vista la inclinada parte trasera de un Saab 900 turbo de edad imprecisa pintado con todos los números y anuncios que suelen llevar los coches de rallies. Al fondo del garaje se alzaba un banco de trabajo y un torno de trabajar metales. En la pared había llaves de tuercas, llaves inglesas, sierras y otras herramientas. Los estantes contenían latas de diferentes recambios, etiquetadas y dispuestas en perfecto orden a lo ancho de la pared. Había un armario decorado con la fotografía en color de un exuberante desnudo aceitado de una chica que abrazaba una bujía de encendido; la clase de calendario sin el cual ningún taller está completo. En el clavo del que colgaba el calendario había una hoja de papel manchado de aceite sobre el que alguien había garabateado: «Gloria, cariño, los mapas están en la cocina. Coge un juego y el impreso para la solicitud. Yo me ocuparé de las gestiones del seguro, que es un trabajo muy pesado. Besos. P.». Gloria cogió el mensaje y lo dobló con esmero antes de tirarlo a la papelera. Me sonrió.

—¿De quién es este taller?

—El dueño es el conductor de mi coche. Un mecánico muy bueno que trabaja aquí a jornada completa. Paga el alquiler poniéndonos el coche a punto sin cobrar.

—¿Y este Saab es de tu compañero?

—Se está haciendo viejo —me dijo Gloria—. En verano los Porsches pueden ir describiendo círculos alrededor nuestro, pero en invierno un Saab tiene muchas probabilidades de ganar.

—Va en serio este asunto de los rallies, ¿verdad?

Gloria sonrió.

—No voy a dejar el trabajo, si es eso a lo que te refieres.

¡Anda! —exclamó mientras miraba hacia el banco—. Mira lo que está haciendo.

Encendió la luz del banco.

El motor del coche estaba totalmente desmontado; aquellas grasientas entrañas aparecían diseminadas por el banco. Pistones, varillas de conexión, tuercas y tornillos estaban dispuestos de tal manera que volvieran a encajar de nuevo en el mismo sitio del que procedían. Misteriosos muelles y algunos pequeños objetos de metal se encontraban colocados sobre tapas de latas y sumergidos en adobos grasientos.

Era un lugar viejo y extraño. Algunas marcas en las paredes mostraban los lugares donde antes habían estado fijados los establos para los caballos, y los ladrillos estaban estropeados en los lugares de los que se habían sacado los abrevaderos. El suelo era de ladrillos que se habían puesto lisos a causa del desgaste, y también se veía un desagüe que iba a dar a un decorativo sumidero central. Todo estaba casi igual a como había sido cuando aquellos mismos locales contenían un carruaje y un par de caballos.

—Voy a coger los mapas. ¿Quieres ver el piso de arriba?

—Desde luego.

La seguí por las empinadas escaleras de madera, que crujieron bajo el peso de ambos. Aquellas casas tenían cerca de ciento cincuenta años. La cocina era lo justo para que cupiera una mesa sin pintar, dos sillas y un «fregadero de mayordomo», junto con un calentador de agua a gas de aspecto temible que estaba situado por encima.

—¿Aquí vive tu amigo?

—No, claro que no. Esto no son más que almacenes para guardar repuestos de motor y cosas así. —Cogió los mapas que estaban dispuestos sobre la mesa junto con un sobre grande que contenía cartas e impresos de solicitud enviados por los organizadores de los rallies—. ¿Tienes tiempo para tomar una taza de un café verdaderamente asqueroso?

—No —le dije.

—No tardaré ni un minuto —me indicó Gloria.

Mientras llenaba la hervidora con agua del calentador a gas, éste dio un suave estampido y cobró vida con una llamarada de colores azul y naranja. Gloria metió la mano en el armario para coger una lata de espesa y empalagosa leche condensada, un frasco de café en polvo y dos jarras de cerámica decoradas. Luego se sentó y esperó a que hirviera el agua.

—Supongo que no habrás hablado con nadie… con Silas Gaunt, con Dicky o con algún otro… de lo que te conté el otro día acerca de mi padre.

Empezó a echar cucharadas de la leche, que chorreaba, en las tazas.

—Ten cuidado con el abrigo —le advertí—. Los abrigos de ante y la leche condensada no se llevan bien.

—Porque todo ha salido muy bien.

—¿En qué sentido? —le pregunté.

—Para mi padre. Lo han votado para un prestigioso empleo en la universidad. Se irá dentro de un par de días.

—¿Qué se va? ¿Adónde?

—A Budapest. A la Universidad de Budapest. Es lo que siempre ha deseado, Bernard. Está contentísimo.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—Le enviaron la carta oficial hace un mes. Equivocaron la dirección y les devolvieron la carta. Afortunadamente uno de los decanos… un hombre que conocía a mi padre, decidió llamar por teléfono. No se han acostumbrado a hacer llamadas internacionales para cosas así. Tendrá que adaptarse a muchas cosas.

—¿Le llamaron por teléfono?

—Anoche. Consiguieron localizarle anoche.

—Es maravilloso.

—Figúrate. Podían habérselo pedido a otro cuando les devolvieron la carta sin entregar.

—¿Está relacionado con la odontología?

—Sí. Investigación, enseñanza y esas cosas. Formará parte de un programa que financian los americanos. Controlará su propio presupuesto, según le dijeron por teléfono. Claro que el presupuesto no será gran cosa, pero eso no importa.

—No, claro que no.

—No importa cuando uno piensa que ya está acabado. Tendrías que haberlo visto.

—¿Y tu madre?

—Finge que eso es lo que siempre ha querido. Yo sé que a ella le asusta un poco volver, pero se da cuenta de lo mucho que significa para mi padre.

—Los echarás de menos…

—Ya no está tan lejos como antes. Y no venderán la casa hasta que estén completamente seguros.

El agua comenzó a hervir. Gloria vertió agua sobre la leche y el café en polvo y se puso a remover la mezcla con furia antes de pasarme una de las jarras.

Lo olfateé.

—Está delicioso —comenté.

—¿Siguen aplicando a la gente el FO, el «fallecimiento oportuno»? —me preguntó Gloria de improviso.

Me puse rígido. Era una de esas preguntas tabú que yo creía que todos los que trabajaban en la Central de Londres sabían que era mejor no hacer. El fallecimiento oportuno, el asesinato deliberado de un enemigo operativo, es una acción que nunca se reconoce oficialmente ni se hace referencia a ella de palabra ni por escrito.

—No —respondí con firmeza—. Todo eso acabó hace muchos años, si es que llegó a pasar alguna vez.

—¿Es ésa tu manera de decirme que cierre la boca?

—¿Qué es lo que te preocupa, Gloria?

—Nada. ¿Qué te hace pensar que me preocupa algo?

—Este asunto de tu padre… No pareces muy complacida al respecto.

—Claro que lo estoy.

—Te conozco muy bien, Gloria. Y hay algo que te ronda por la cabeza.

—¿Has hablado de mi padre con alguien?

—Sí. Casualmente vi a Silas el sábado por la noche. Le mencioné a tu padre. Quizá cogiera a Silas de mal humor, porque no saqué nada en claro de él.

—¿El sábado por la noche? —repitió Gloria. Se le puso la cara tensa.

—¿Y tu padre recibió la llamada el domingo por la noche?

—Sí, de la Universidad de Budapest. Justo el tiempo suficiente para que Silas Gaunt hiciera los arreglos convenientes —comentó Gloria con cinismo.

—¿Qué quieres decir? ¿Crees que esa carta que dicen que les devolvieron no existió nunca?

—No lo sé —repuso Gloria.

—Pero ¿qué es lo que te molesta?

—Tengo miedo por mi padre, Bernard. Si estuviera en algún remoto lugar de Hungría… allí hay lugares muy desolados. Y le han dicho que el trabajo exige viajar y dar conferencias.

—Tienes que decirme de qué se trata realmente, Gloria. ¿Qué me estás ocultando?

—Ya sé que se supone que no debemos utilizar el ordenador más que para las tareas que se nos asignan, pero yo estaba preocupada por mi padre. El día que te vi allí abajo saqué su fichero en pantalla, y al principio todo parecía normal: el acostumbrado listado de ficheros operacionales, ficheros de continuidad, notas «personales» reenviadas y cosas así. Me dispuse a mirar todos sus ficheros, uno a uno. Todo estaba en orden hasta que llegué a una referencia operacional fechada este verano… la habían borrado, Bernard.

—¿Y qué?

—¿Y qué? Los ficheros nunca se borran, Bernard. Y este fichero se ha vaciado. Y el número de fichero se ha vuelto a introducir en la lista para un nuevo uso.

—¿Y por qué te preocupa tanto eso?

—No entiendes lo que estoy diciendo, Bernard. Si trabajases con esos ordenadores en el centro de datos te darías cuenta de que es algo sin precedentes. Y sabrías cuánto trabajo lleva limpiar los ficheros, y lo mismo cada fichero reenviado. Incluso han limpiado los mensajes numerados a los que se hace referencia en cada uno de los ficheros.

—Si los han limpiado, ¿cómo es que tú lo distingues? No puedes verlos, ¿verdad?

—Porque todos los números de referencia, ficheros personales, etcétera, se han puesto en lista para volver a ser asignados. —Tomó un sorbo de café—. Deja que te explique una cosa, Bernard. Cuando abres un fichero, o incluso cuando envías un simple mensaje, la máquina automáticamente proporciona un número. Automáticamente; tú no lo seleccionas. Ahora sé qué han estado haciendo, porque puedo sacar en pantalla los ficheros vacíos. Y cargo el fichero, pero no hay nada que ver más que un número; la pantalla está en blanco, todas las copias de seguridad están en blanco, incluyendo las copias de seguridad originales del ordenador central. Pero lo más preocupante es la manera en que esos números de ficheros están listados para volver a ser asignados. Uno a uno, el ordenador proporcionará esos números a documentos nuevos, y no habrá manera de distinguir que nada haya sido borrado.

—De acuerdo, no sé nada de ordenadores. Pero ¿no llevan todos los ficheros la fecha? Estos números de ficheros nuevamente asignados tendrán fechas que no serán las que les corresponde.

—Eso no significará nada. Muchos ficheros se abren prematuramente. Tienen la fecha de cuando se asigna el dinero, de cuando a alguien se le concede permiso para empezar a trabajar. Ningún operador que entre en el Submarino Amarillo puede seguirle la pista a nada basándose en la fecha; sería inútil. No sigue un orden cronológico. No, una vez que esos ficheros se asignen no hay manera de ver la trampa.

—Pero… ¿qué tiene que ver eso con tu padre?

—Tres de sus números operacionales han sido borrados.

—¿Por qué me cuentas todo esto, Gloria?

Ella titubeó y abrió uno de los mapas sobre la mesa.

—No darás un informe sobre mí, ¿verdad?

—Claro que no.

—Cuatro de tus ficheros también están borrados. Uno de ellos era un fichero operacional con prefijo de categoría A. La misma referencia que uno de los ficheros de mi padre, así que se trata de algo que hicisteis juntos.

—Sólo que yo nunca he trabajado con tu padre.

—No tendría que haberte dicho nada.

—Quizá haya una explicación simple y racional —le dije—. Puede que sólo estén limpiando los datos electrónicos, igual que hacen con los documentos en papel. Puede que se trate de un error; hay muchos errores.

—Olvídalo, Bernard. Olvida que te he contado todo esto.

Se levantó y se bebió el café apresuradamente.

—Mira, Gloria. Si lo que has averiguado prueba que hay un complot para matar a tu padre, ¿no significaría eso también que hay un complot para matarme a mí?

El efecto que tuvo mi pregunta fue dramático.

—¡Oh, vete al infierno, Bernard! —dijo Gloria con un destello de aquella ira santurrona verdaderamente terrible que era capaz de mostrar. Luego cogió un mapa de la mesa y comenzó a hablar con voz tranquila—. Mira esta ruta. —Extendió el mapa sobre la mesa. Era uno de los mapas hipsométricos a gran escala del Estado Mayor que muestran todas las cotas, los senderos para recorrer a pie e incluso la última casita de campo—. Recorreremos toda la ruta el próximo fin de semana. Y quizá volvamos a hacerlo el fin de semana siguiente. Conocer la ruta es lo que marca la diferencia.

—¿Estará a punto el Saab?

—Lo haremos con mi coche, tonto… —Sacó el pañuelo, se limpió los ojos y se sonó—. Te llevaré a Notting Hill Gate —dijo al tiempo que cogía los mapas y los impresos.

Antes de bajar utilicé el cuarto de baño. Dotado de antiquísimos grifos, una bañera oxidada y linóleo agrietado, era tan estrecho y estaba tan gastado por el tiempo como el resto. Pero Gloria había dejado allí su huella inconfundible. Había salpicaduras de maquillaje en el espejo, una mancha gris alargada de máscara de pestañas en el lavabo y media docena de bolas de algodón manchadas de sombra de ojos y de colorete. Cualquier duda que me quedase de que aquél era un lugar que Gloria compartía con alguien se disipó a causa del perfume que flotaba suavemente en el aire. Y lo que llegó hasta lo más profundo de mi memoria fue la casi cómica, absurda, pesada, penetrante y totalmente inapropiada fragancia que ella insistía en ponerse para las ocasiones especiales; Gloria solía llamarlo perfume Noches Árabes.

—Vámonos, Bernard —oí que me decía desde el exterior del edificio; cuando bajé a la calle empedrada, Gloria ya estaba de pie con el candado en una mano y la llave en la otra, esperando para cerrar.

El corto trayecto por Bayswater Road nos llevó sólo unos minutos. Estuvimos hablando de trivialidades hasta que detuvo el coche ante la puerta principal del bloque de apartamentos.

—Bueno, ya llegamos —dijo—. Te he traído sano y salvo.

Permanecimos sentados en el coche durante unos instantes. Podía oler el perfume Noches Árabes. Tenía ganas de besarla, pero sabía que no lo haría.

—Gracias por traerme, Gloria.

Ella miró hacia la entrada del bloque de apartamentos.

—Te he dicho una mentira; nunca he olvidado aquella noche.

Estuvimos bailando. Recuerdo todas las notas de la música. Sólo fingía cuando te dije que lo había olvidado.

—Ya lo sé.

—Será mejor que te vayas —me dijo—. Cuídate mucho, Bernard.

Como una niña, alargó una mano y pasó lentamente un dedo por la manga de mi abrigo. Los dos estuvimos contemplando cómo se movía el dedo, que parecía tener vida propia. Sentí un estremecimiento cuando Gloria estaba a punto de rozarme la muñeca, pero retiró la mano antes.

—Sí —convine—. Será mejor que me vaya. —Ninguno de los dos se movió—. Que tengas buena suerte en el rally. Buena suerte a los dos.

—Gracias, señor Samson. Es usted muy amable.

Me dirigió una breve sonrisa nerviosa; yo abrí la puerta y salí. Cerré la puerta con fuerza y le dije adiós con la mano. Pero no creo que Gloria me viera hacerlo; se encontraba ya a cinco manzanas de distancia.

 

Había cogido la llave del apartamento de Notting Hill, así que abrí la puerta yo mismo. Supongo que alguien había intentado decorar el lugar en un estilo que fuera acogedor y cómodo, pero había cierto aire kitsch que lo inundaba todo, desde los espejos dorados del recibidor hasta las velas eléctricas de los apliques de las paredes o los borlones de las cortinas.

Cuando entré en el salón, Fiona se encontraba de pie junto a la ventana; llevaba puesto un abrigo de visón. Era un legado de su hermana Tessa.

—No he visto llegar el coche —me dijo.

—El coche no llegó. Me han traído.

—Pues has tenido suerte —me indicó Fiona—. Yo tuve que coger un taxi en Hampstead; me ha costado muchísimo llegar hasta aquí. ¿Todavía sigue lloviendo?

Colgué el impermeable, me hundí en un sillón y suspiré. Fiona me miró con aire burlón.

—No —dije—. Dejó de llover hace mucho. ¿Dónde está Dicky?

—Se ha cancelado la reunión. Nuestro hombre no se ha presentado. Me he quedado a esperarte. Creí que traerías un coche.

—Está nervioso —observé—. Vamos a perderlo.

Al hombre con el que teníamos que habernos reunido allí se le describía en la lista diplomática como Tercer Secretario de la embajada de Alemania Oriental. Pero su auténtico trabajo era el de ayudante del jefe de códigos y claves cifradas. Era una buena pieza, pero aún no había sido capturado. Yo había estado presente en la reunión anterior, por lo que adivinaba que aquel hombre se lo estaba pensando mejor.

—Lo que le dijiste a Dicky era cierto —observó Fiona.

Estaba enfadada porque Dicky no le había dicho nada de la cancelación y le había hecho hacer un viaje en balde atravesando Londres. Pero no la tomó con Dicky, sino que le echaba la culpa al piso.

—Es este condenado piso franco… Es comprometido. Ya no debería usarse para reuniones operacionales.

—Es por el dinero —le indiqué—. No hay bastante dinero para instalar pisos francos nuevos. Ni siquiera para calentar éste como es debido.

—No he encendido la calefacción. Pensé que vendrías directamente desde la oficina.

—Me pregunto por qué hace tanto frío aquí. ¿Quieres que salgamos a cenar?

—No quiero pescado con patatas fritas de Geale’s, si es a eso a lo que te refieres.

El piso franco de Notting Hill quedaba convenientemente cerca de uno de los mejores restaurantes de pescado con patatas fritas de Londres, pero supongo que Fiona no iba vestida adecuadamente para eso.

Me acerqué al teléfono del vestíbulo y pedí un coche oficial para que nos llevase a casa. Mientras estaba al teléfono hice indagaciones en la oficina del depósito de coches a fin de averiguar por qué no había llegado el coche que había pedido.

—La petición que usted hizo fue cancelada, señor Samson —me informó el funcionario de transportes que estaba de servicio.

—¿Que se canceló? No creo.

—Una señora llamó… —Se hizo una pausa y le oí pasar las páginas del libro de registro de reservas—. Aquí lo tenemos: seis treinta. Coche para Notting Hill Gate; cancelado a las seis y cinco. Yo mismo recibí la llamada. Era la voz de una señora joven. Creí que sería su secretaria. ¿Se encuentra usted ahí ahora?

—Yo no tengo secretaria —le dije—. Sí, estoy aquí.

—Lo siento, señor Samson. Me pareció una llamada oficial. Le mandaré un coche inmediatamente.

Naturalmente, aquel hombre había reconocido la voz de Gloria. Él sabía quién había hecho la cancelación.

—Gracias —le dije; y colgué.

Así que Gloria había fingido que no le arrancaba el coche para tener la oportunidad de contarme lo de los ficheros borrados. Había llegado a la conclusión de que cualquiera que se hubiera tomado tantas molestias para eliminar los ficheros también querría eliminar a todo aquel que supiera lo que había en ellos. Lo que Gloria me contó me había parecido una teoría persecutoria, pero Gloria era una chica lista.

Entonces, ¿había estado a punto de contarme más cosas? ¿Era que mi lentitud para comprender adónde quería llevarme le había hecho desistir en su intento de explicarme una teoría más elaborada? ¿O eran las sospechas de Fiona de que Gloria quería casarse conmigo el auténtico motivo? ¿Se habría inventado aquella «persecución» a fin de poder verme con regularidad?

—¿Qué ocurre? —me preguntó Fiona cuando volví a entrar en el salón. Estaba de pie al lado de la ventana, todavía con el abrigo de visón puesto, enmarcada por las cortinas estampadas de flores y el ridículo volante que las coronaba.

—Mandarán un coche inmediatamente —le dije.

Me miró y, utilizando las dos manos, se subió el enorme cuello de pieles, alisándoselo en torno a la cabeza como si no quisiera oír nada más.

Yo conocía al funcionario de transportes. Era un joven escocés pelirrojo. A mí me resultaba simpático porque siempre se reía de los chistes que yo le contaba. Pero ¿cuánto tiempo tardaría en correr por el Departamento la voz de que yo me encontraba con Gloria al salir del trabajo? ¿Y cuánto tiempo tardarían esos rumores en llegar hasta Fiona?

Ir a la siguiente página

Report Page