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A Fiona le encantaba irse a acostar ridículamente temprano y luego pasarse horas leyendo en la cama. Recuerdo incontables veces en los viejos tiempos en que yo llegaba a casa tarde y la encontraba profundamente dormida: sentada en la cama con las luces encendidas, la cabeza ladeada y sujetando con fuerza algún grueso tomo de tedioso material oficial que su conciencia le había exigido leer. Así que cuando volví de Zúrich, ya muy entrada la noche, estaba preparado para encontrármela metida en la cama. Pero no podría haberme equivocado más; nunca la había visto más animada.

Como no tenía una llave de nuestro nuevo y lujoso hogar en la calle Mount, tuve que llamar al timbre. Fiona me abrió la puerta; llevaba puesto un delantal blanco de chef sobre un suéter de color azul cobalto muy vivo con escote en forma de uve y una falda plisada azul oscuro. Calzaba zapatillas, y llevaba el pelo prendido hacia atrás en un peinado severo que yo le había visto emplear cuando trabajaba en Berlín Oriental. Pero ahí acababa el parecido con la mujer que había tenido ocasión de ver en su despacho comunista, porque aquella noche Fiona estaba radiante y rebosante de gozo.

—Es realmente una delicia, Bernard —me dijo—. Una pura delicia. Dos plantas. Se me habían olvidado las habitaciones del piso de arriba. Es enorme.

Nos abrazamos y nos besamos.

—Te he echado de menos —le dije.

Sabía que Fiona se había fijado en las magulladuras de mi cara, pero no hizo ningún comentario. Ella sabía que yo hablaría de ello cuando me sintiera dispuesto a hacerlo; nos comprendíamos muy bien.

—Tenía muchas ganas de que nos sentáramos a cenar juntos —me confió—. Aunque probablemente habrás cenado en el avión.

—¿A qué huelo? ¿No es a ossobuco?

Colgué el abrigo en una percha y miré nuestro nuevo hogar.

—Me creerás una imbécil, Bernard —me dijo Fiona sin soltarme la mano mientras se apartaba de mí—. Es una cocina tan divina que, sencillamente, tenía que ponerme a guisar algo. ¿De verdad puedes comer otra vez?

—Sí —respondí.

Fiona nunca se excitaba de la manera frenética en que lo hacía su hermana, pero pude darme cuenta de que estar en Londres y en aquel piso ejercía un poderoso efecto sobre ella.

—Tenemos que dar una fiesta aquí —me dijo—. Una fiesta para celebrar que estrenamos casa. Mira el comedor. George ha sustituido la mesa que se llevó por otra mucho mejor.

Movió hacia atrás la puerta para poner a la vista el comedor con suelo de baldosas donde yo había disfrutado de más de una cena espectacular. Había dos cubiertos puestos, como para una cena de etiqueta.

—Se llevó la mesa porque había pertenecido a sus padres —le indiqué—. Tiene recuerdos para él.

—No he podido resistirme a usar la preciosa vajilla de china de Tessa. ¿Cenamos aquí?

—Es una idea estupenda.

—Abre una botella de vino —me pidió—. Hay un misterioso armario con control de temperatura para botellas de vino. George ha dejado seis cajas de vino, otras bebidas alcohólicas, montones de preciosa lencería y muchísima porcelana.

La seguí hasta la cocina. Fiona sacó del doble horno panecillos calientes, los dejó caer en un cesto y me lo entregó.

—Llévalo y ponlo en la mesa, en uno de los portaplatos de cerámica para poner encima fuentes calientes.

—Qué bien has calculado el tiempo.

—Llamé al aeropuerto. Sabía que ya habías aterrizado.

Mientras yo abría una de las botellas de Barolo Riserva Speciale de George y lo servía, Fiona abrió el segundo horno y, utilizando guantes de cocina, sacó una fuente de hierro de color naranja de la que emanaba un rico aroma de ternera, limón, anchoa y todos los demás ingredientes exóticos de los que se componía la receta especial que había preparado.

La colocó sobre el portaplatos de metal que estaba sobre la mesa y se sentó.

—Sírvelo tú, cariño —me pidió.

Cogió la copa de vino y bebió un pequeño sorbo. Cuando empecé a servir, ella utilizó un interruptor oculto para amortiguar las luces del salón contiguo, de manera que la única iluminación procediera de los pequeños puntos de luz que había situados por encima de la mesa.

—Así es más romántico —me explicó.

Y se inclinó para darme un beso en la mejilla. Vi la imagen de los dos reflejada en el gran espejo del fondo del salón, que estaba a oscuras; era como encuadres de la película que había sido nuestra vida.

—Qué sorpresa —dije mientras la miraba a los brillantes ojos—. Si hubiera sabido lo feliz que ello iba a hacerte, hace años que te habría comprado un apartamento de lujo en Mayfair. —Utilicé un cucharón de plata para servir las rodajas de ternera. Una para cada uno—. ¡Vaya! ¿Cuánto tiempo hacía que no probaba esto?

Serví también el arroz y la col.

—¿Cuántos años hemos desperdiciado, cariño? —me preguntó Fiona retóricamente.

Probó un bocado de ternera, pero parecía tener más interés en observarme mientras yo comía, como si su satisfacción la proporcionase por entero mi placer, como una madre le daría de comer a su hijo predilecto que vuelve a casa tras una larga ausencia.

—He visto a George —le comenté—. Tuve que ir a Zúrich, así que fui a hacerle una visita.

Bebí un poco del espléndido vino. George siempre servía vino caro. Nos íbamos a llevar una desilusión cuando se terminaran las botellas con que nos había obsequiado.

—Querido George… —dijo Fiona—. Es un londinense típico; no consigo imaginármelo instalado en aquella casita tan graciosa de Suiza.

—Tiene un consuelo —observé.

—¿En qué forma?

—En la exuberante forma de una veinteañera rubia llamada Úrsula. —Como respuesta a las inquisitivas cejas levantadas de Fiona, añadí—: Jura que ella sólo está allí para removerle el muesli.

—¿Y tú no le crees?

—Creo que está mojando en la fondue de esa muchacha —comenté con solemnidad.

—Te odio —dijo Fiona; e hizo amago de darme un juguetón tortazo, pero se reía mientras lo hacía—. En serio —añadió—, ¿se encuentra bien George?

—No. Dice que está estupendamente, pero cualquiera puede darse cuenta de que lo está encajando mal. Muy mal.

—Es un hombre apasionado —observó Fiona—. Pero su religión debe de ser un consuelo para él.

—Pues no me ha hablado de religión para nada. —Me acordaba de las irrefrenadas promesas de venganza de George—. ¿Te ha escrito? —le pregunté.

—¿George? Oh, sí.

—¿Sobre Tessa?

—Claro.

—Me ha hablado de cierta locura acerca de llevar a cabo una especie de vendetta.

—Tessa era muy joven, Bernard. Quizá no tanto de edad, pero sí muy joven en su forma de ser. Hacía que todos nos sintiéramos un poco protectores.

—George jura que seguirá el rastro de los asesinos.

—Pobre hombre —dijo Fiona.

La miré, pero no conseguí leer sus pensamientos. ¿Pensaría Fiona que una de las balas que yo disparé aquella noche fue la que mató a su hermana? ¿O habrían quedado sus recuerdos arrinconados y le resultaba imposible recordar?

—Dice que tú le estás ayudando —le comenté para intentar sonsacarla.

—Claro que sí —respondió Fiona con suavidad—. Haría cualquier cosa por él. Al fin y al cabo es mi cuñado.

—Sí, bueno, también es cuñado mío —observé—. Pero yo no me he puesto a animarle para que declare la guerra a Moscú sin ayuda de nadie.

—No le pasará nada.

La miré sin apenas creer lo que oía. Allí estaba Fiona, una de las personas más maduras que yo había conocido. Rara vez la había visto de otro modo que no fuera profesional y comedida, reticente y cauta. Aquélla era la mujer de la que constantemente se me había hablado como posible directora general, y ahora toleraba un alocado embrollo ilegal llevado a cabo por un hombre que no sabía nada de los peligros a los que se enfrentaba.

—Mira, Fiona, ¿lo has puesto en contacto con alguno de esos tipos de la KGB que los dos sabemos?

—Deja de darle tanta importancia, Bernard. Se te está enfriando la cena.

—Está deliciosa —dije mientras mojaba pan en la salsa.

Fiona dedicaba toda su atención a partir en pedazos el panecillo. Pronto todo alrededor del borde del plato estuvo cubierto de migas de pan.

—¿Qué esperas que haga? —me preguntó de pronto—. Tessa era mi hermana.

—Llorar por ella, cariño. Todos lo hacemos. Pero no tiene sentido animar a George en sus extravagantes ideas.

—Dale tiempo —dijo Fiona—. Confío en que tú no lo hayas puesto más nervioso. Es mejor dejar que piense que puede vengarse. Se irá calmando. Lo conozco mejor que tú.

—Espero que sea así. Me asustó mucho.

Después continuamos cenando en silencio. Me tranquilizó ver que Fiona se lo comía todo.

—Ha sido maravilloso, cariño —comenté al terminar; y le di un beso—. ¿Has llorado?

Se tocó la mejilla con un dedo y sonrió valientemente.

—¿Lo dices por los ojos? Han sido las cebollas.

—El ossobuco tarda horas en hacerse. ¿Cuánto tiempo hace que picaste las cebollas?

—Oh, por Dios, Bernard. No voy a quedarme aquí sentada para que me interrogues.

—Me preocupo por ti. Quizá este piso no sea el mejor lugar para ti.

—¿A causa de Tessa, quieres decir? —Cogió un pedazo de pan y, alargando la mano, empezó a mojarlo en la salsa que quedaba en el fondo de la fuente—. Sí, antes de llegar aquí estaba preocupada. Creía que la idea de que todo lo que había aquí era suyo, sus muebles, sus cuadros, todo, sería quizá más de lo que podría soportar. Pero no ha sido así. La primera noche no pude dormir, por supuesto, pero luego me dije que no tenía nada que temer del fantasma de Tessa. Ella no va a volver para hacerme daño, ¿verdad, Bernard?

Después de mojar el pan en la salsa innumerables veces, se lo metió en la boca y lo masticó con aire distraído.

—Claro que no, cariño —le dije.

Y sonreí, sin estar seguro de hasta qué punto aquella metafísica era señal de que Fiona se estaba desmoronando.

—Desde luego su fantasma está aquí. La veo en todas partes. Me está vigilando. Incluso la oigo reírse…

Fiona frunció el entrecejo.

—No hay nada que temer, cariño —le indiqué.

—Eso le dije a ella —observó Fiona.

—Tessa no querría que George partiera a una cruzada en su nombre, ¿no?

—¿Por qué no? Tú no conocías a Tessa tan bien como yo. Eso es exactamente lo que ella querría. Piénsalo. ¿Crees que podría descansar alguna vez si su muerte quedase sin venganza?

—Espera un minuto, cariño —le dije—. Tessa está muerta. Está muerta y no podemos hacer nada para devolverle la vida. Es imposible que la oigamos reír, ni sabes qué quiere a modo de venganza. No puede oírnos, y nosotros no podemos oírla a ella. Tienes que aceptar que ésa es la realidad.

—Pero es que sí puede, Bernard.

—Estar sola en un lugar como éste puede hacer que la imaginación nos juegue malas pasadas —continué—. Este edificio es muy viejo. Hay ruidos extraños. Tuberías de agua caliente que se enfrían, maderas que crujen y esas cosas. Puede ser engañoso. Deja que Tessa descanse en paz.

Fiona se puso en pie.

—De eso se trata precisamente, Bernard. Hasta que se vengue su muerte no podrá descansar. Eso es exactamente lo que me dijo George y estoy de acuerdo con él.

No dije nada. Fiona fue a la cocina a buscar un recipiente de fruta fresca.

—¿A ti te fue bien todo? —me preguntó Fiona cuando volvió con la fruta.

—Todo se fue a pique —respondí—. El hombre que íbamos a buscar estaba muerto. Todavía están recogiendo los pedazos. Y a mí me dieron una patada en la cara.

Me miró y asintió.

—Tienes que ir a ver un médico mañana por la mañana.

—Ya he ido a un médico. Estoy bien.

—Sabía que algo habría salido mal —dijo Fiona—. Dicky llegó a la oficina echando chispas y diciendo que alguien había traicionado la operación. Te vio en Berlín, pero dijo que te habías largado. ¿Qué pasó?

—Cuando Dicky tiene que afrontar las consecuencias de su incompetencia, siempre ruge diciendo a voces que lo han traicionado.

—Convocó una conferencia inmediatamente. Y entró como una tromba en una reunión del comité de presupuestos en la sala de conferencias, les dijo que había una emergencia y los echó de allí. Tuvieron que celebrar la reunión en la antesala del director general. Era el único lugar disponible. Cogieron un cabreo de narices.

Fiona me contaba todo aquello sin concentrarse en Dicky. Hablaba de él como si fuera alguien a quien apenas conociera. Y sin embargo estaba seguro de que ella culpaba a Dicky por haber llevado a Tessa a Berlín. Si Tessa se hubiera quedado en casa con George, aún seguiría viva, Fiona me lo había dicho más de una vez.

—¿Cuándo fuiste por primera vez a la oficina?

Fiona se dio la vuelta y me miró.

—Bernard, tienes que hablar con ella.

Yo no tenía que preguntar con quién. Se refería a Gloria Kent, con la que yo había estado viviendo hasta que descubrí que el hecho de que Fiona desertara al Este era todo parte del plan a largo plazo del que nunca me habían hablado.

—Sabes que tengo intención de hacerlo, cariño —le prometí una vez más.

—Creía que ella iba a la universidad.

—El Departamento la abandonó. Le prometieron seguir pagándole mientras estudiaba, pero luego cambiaron de opinión.

—Debe de haber muchas otras clases de becas —dijo Fiona, pensativa.

—Estoy seguro de que la situación actual… contigo aquí, se le hace igualmente difícil a ella —observé.

—Está esperando a que te cases con ella —comentó Fiona con una valiente sonrisa que le resultaba difícil sostener.

—Claro que no. Sabe que estoy casado contigo.

—Si papá no le hubiera quitado a los niños…

Se interrumpió, pero yo rellené los huecos que faltaban. Estaba pensando en la situación en que se encontraría ahora teniendo que pedirle a Gloria que le permitiera ver a sus propios hijos. Probablemente había pasado mucho tiempo pensando en eso.

—No seas ingrata, cariño —le dije—. ¿Qué habría sido de los niños si Gloria no los hubiera cuidado?

—Papá quiso tenerlos desde el principio.

Apreté los labios con fuerza. Lo cierto era que David Timothy Kimber-Hutchinson, el padre de Fiona, se había mostrado reacio a cooperar, como siempre, cuando le pedí que me ayudase con los niños. En cualquier caso, si Fiona llegase a admitir la verdad tendría que reconocer que entre tener a sus hijos al cuidado de Gloria Kent o exponerlos a la influencia de aquel viejo loco malhechor que tenía por padre, no había elección posible.

—Podría haber hecho cosas peores que dejarlos al cuidado de Gloria.

—Me dijo que se estaban volviendo cerriles.

—Lo dudo. Gloria estaba intentando trabajar en la oficina y cuidar a los niños a la vez —le indiqué con suavidad—. Lo hizo lo mejor que pudo.

—¿Eso es lo que ella te dijo?

—No he hablado con ella, sabes que no lo he hecho. Una vez que me enteré de que tu padre le había arrebatado los niños como un ave de presa, no había nada que hablar.

—Como un ave de presa —repitió Fiona—. Por lo que veo estamos en deuda con Gloria por haberlos cuidado, pero cuando mi padre los rescata, les consigue plaza en un buen colegio privado sin tener casi tiempo para solicitarla, paga las mensualidades y hace todo lo que puede, se dice de él que ha arrebatado a los niños como un ave de presa.

—No discutamos acerca de los niños —le dije. Volvía a dolerme la cara, supongo que tendría algo que ver con la magulladura y con la circulación de la sangre—. Los dos queremos lo mejor para ellos.

—Igual que mi padre.

—Sí, desde luego —convine. Fiona me miró. Sabía que yo estaba a punto de estallar de ganas de añadir que Gloria también quería únicamente lo mejor para ellos. Conté hasta diez y luego añadí—: Pero debes admitir que fuiste tú quien abandonó a los niños. No fuimos ni Gloria ni yo quienes creamos el problema.

—¿Cómo te atreves a decir que los abandoné? Los tenías a tu cargo. Fuiste tú quien se los dio a una extraña.

Los dos estábamos incapacitados, con esa incapacidad inglesa para discutir cualquier cosa que sea verdaderamente importante. Quizá yo hubiera debido ser más brutal y decirle que ahora ella tendría que vivir con las consecuencias de su heroica escapada, aunque ello supusiera ser una extraña para sus propios hijos. Le rodeé los hombros con el brazo, pero Fiona se puso rígida.

—Todo se arreglará —le dije—. Cuando vayamos a ver a los niños este fin de semana lo resolveremos.

Fiona bebió un sorbo de vino y luego se limpió los labios.

—Lo siento, Bernard. Me he pasado todo el día diciéndome que cuando llegases no entablaríamos una pelea acerca de papá y los niños.

Se puso en pie y empezó a quitar la mesa, recogiendo los platos y los cubiertos.

—Todo el mundo actúa con buena intención —le dije—. Todos intentan ayudar.

—Yo no puedo trabajar junto a esa mujer —comentó Fiona—. Y no quiero hacerlo.

—No tendrás que hacerlo.

—¿Y si me destinan al departamento de Hungría?

—Sí, bueno… Hungría es el lugar donde va a ocurrir todo —le dije—. Si logramos que los húngaros abran la frontera, la República Democrática Alemana tendrá que fortificar esa frontera de cabo a rabo para evitar que sus habitantes la crucen. Ésa podría ser la gota que colmase el vaso para el régimen.

—Es una hipótesis que está en el aire —observó Fiona, decidida a no dejarse animar—. Y mientras tanto la señorita Kent dirige el departamento de Hungría.

Dejó los platos y los cubiertos y se quedó allí de pie, como si se le hubiera olvidado lo que estaba a punto de hacer.

—¿No…?

—No, en realidad no ha conseguido la plaza; sólo trabaja allí. Pero habla húngaro como si fuera nativa. ¿Qué oportunidad tengo yo, que trabajo en un departamento con un jefe ya establecido? Mientras que Gloria es una enciclopedia viviente sobre Hungría y todo lo húngaro.

—Dile a Dicky que quieres trabajar en otra parte —le recomendé—. Él es el jefe supremo de momento; podría ponerte donde quisieras.

—Solicité ir a Irlanda del Norte, pero Dicky dijo que de eso no quería ni oír hablar.

—¿Por qué? Según tengo entendido, esa plaza la puede solicitar cualquiera.

—Ya sabes por qué. Forma parte de la red del viejo. Allí irá a parar algún borrachín que tenga compañeros de borrachera en el ejército y en la Policía Real del Ulster. En los tiempos que corren, Belfast está reservada para candidatos políticos.

—Puede que sea mejor así. No me gustaría verte metida en todo el alboroto y la violencia irlandeses. Belfast es demasiado peligroso para una mujer.

—Hablas igual que Dicky.

—Dicky debe de tener razón alguna vez, aunque sólo sea por la ley de las probabilidades.

—Sí. Y ojalá te esforzaras más en ver eso. Te metes en problemas tú solito al poner de manifiesto abiertamente tu desprecio hacia él. Ello mina su autoridad.

—Hablaré con Gloria mañana —le dije—. Lo prometo.

—La encontrarás en el centro de datos. Están trabajando duro para enterrar los errores dentro de uno de esos informes muy densos para el ministro, con la esperanza de que éste no tenga tiempo de descubrir los fragmentos que ellos necesitan ocultar.

—Dondequiera que esté, la encontraré y hablaré con ella. Lo prometo.

—Visita a los niños todas las semanas. ¡Todas las semanas! Les lleva regalos y les envía postales. A veces su padre la acompaña; los niños lo llaman «tío».

—¿Va a casa de tu padre a verlos?

—Papá no consiente que se diga una palabra contra ella —observó Fiona—. Se lo ha ganado por completo.

—Vaya, vaya.

El padre de Fiona se volvía totalmente gagá en presencia de una muchacha, pero era fácil comprender por qué Fiona se sentía aislada.

—Dile que todo ha terminado, sencillamente. Agradécele que haya cuidado a los niños. Pero asegúrate de que se entere de que todo ha terminado. Tú estás felizmente casado. Casado conmigo. Y yo no quiero que ella visite a mis hijos.

Asentí. Las historias de Fiona referentes al fantasma de Tessa puede que hubieran sido meros espejismos pasajeros o puede que no, pero sus sentimientos hacia Gloria eran inconfundiblemente sinceros.

—Dime una cosa, cariño —le pregunté—. Cuando Tessa hizo testamento y te asignó a ti este piso y su contenido, tú estabas en Berlín trabajando para la República Democrática Alemana. ¿Qué habrías hecho tú con un apartamento en Londres?

—Venderlo, supongo —respondió Fiona mirándome con precaución.

—¿Y habrías echado a George?

—Es posible que Tessa supiera que George no querría quedarse aquí si a ella le ocurría algo. Quizá hubieran hablado de ello. O quizá fuese un abogado quien dispusiera los términos del testamento. De todos modos, ¿quién habría podido imaginar que Tessa moriría antes que George y que yo? —Fiona me ofreció el frutero—.

Las peras están maduras. ¿Quieres que te traiga un plato limpio?

—No, gracias —le dije—. ¿De modo que a Tessa sí le habías dicho que tu deserción era un truco? ¿Le insinuaste que con el tiempo esperabas volver a tu trabajo y a tu vida normal en Londres?

—Y sin embargo a ti no te conté mi secreto. ¿Es eso lo que te molesta?

—Bueno, ¿se lo dijiste?

Cambié de idea sobre el postre, de modo que cogí el plato que había utilizado para la carne del lugar donde ella lo había apilado; luego escogí una pera y empecé a mondarla con el mismo cuchillo que había utilizado para la ternera.

—Te hace falta un plato limpio y un cuchillo de postre.

Fiona había dejado preparados dos platitos, y cogió uno de ellos y me lo dio junto con un cuchillo de postre. Me cogió la pera de la mano, la puso en el plato limpio y luego quitó el plato de la carne. Fiona lo planeaba todo con cuidado y se atenía a sus planes, ya se tratase de peras en platos de postre o de cualquier otra cosa. Me miró.

—Claro que no se lo dije. Casi nadie lo sabía. Fue el secreto mejor guardado que había tenido nunca el Departamento. Ojalá dejaras de darle vueltas a ese asunto.

—No le doy vueltas a ese asunto… ni a ningún otro —le contesté haciendo un esfuerzo para no preguntarle por qué yo no debía seguir dándole vueltas a la traición de ella, aunque ella sí podía hacerlo sobre las consecuencias de su traición.

—Oh, hay unas cartas para ti.

Las cogió de un soporte de plata para tostadas que había sobre el aparador y que George siempre había utilizado para la correspondencia.

—¿Quién conoce esta dirección?

—No seas tan reservado.

—Yo no le he dado esta dirección a nadie —observé.

—Abre el correo y quizá lo averigües —me dijo Tessa; y empezó a quitar la mesa.

Las cartas eran una colección de circulares y facturas de teléfono y gas, y también una carta informal de mi tío de Chicago. Cosa que no tendría mayor importancia de no ser porque yo no tenía ningún tío en Chicago.

—¿Buenas noticias, querido? —me preguntó Fiona mientras llevaba los platos a la cocina y empezaba a llenar el lavavajillas.

—Sí, van a cortar el teléfono.

—Pues lo he pagado —me dijo Fiona desde la cocina.

Miré la carta de Chicago. Al cabo de dos páginas de palabrería banal había dos renglones de números de teléfono. La caligrafía era apretada y angulosa, supongo que para disimular la identidad, pero yo ya había adivinado de quién se trataba antes de llegar a la lista de números.

—Me parece que voy a darme un baño —le indiqué a Fiona—. ¿Hay agua caliente?

—Sírvete tú mismo. Hay montañas de toallas nuevas y te he comprado una maquinilla y crema de afeitar por si llegabas sin la maleta.

—Piensas en todo.

Mi «tío», naturalmente, era Bret Rensselaer. Los falsos números de teléfono constituían un mensaje. Había utilizado el código más tosco de todos, y sin embargo, como tantos inventos toscos —desde las bombas caseras hasta el truco de las tres cartas—, podía ser lo bastante efectivo como para derrotar gran cantidad de esfuerzo sofisticado. El primer número era la página, el segundo número el renglón y el tercer número indicaba de qué palabra se trataba. Lo único que se necesitaba para leer el mensaje era tener la misma edición del mismo libro que el remitente había utilizado. Puesto que el código estaba basado en palabras y no en letras, no se proporcionaba frecuencia de letras, que es lo que resquebraja por completo los códigos de aficionados. En una era en que había infinidad de libros impresos al alcance de todo el mundo, estos códigos no eran fáciles de descifrar. Y yo tenía el libro adecuado: la biblia de Bret. La había llevado conmigo como Bret me había recomendado que hiciera. Supongo que algún instinto me había dicho que alguna vez la necesitaría.

En cierto modo me sentí como un tonto al llenar la bañera en un cuarto de baño lleno de vapor mientras contaba las páginas de la pequeña biblia, unas páginas tan delgadas que eran casi transparentes. No había descifrado un mensaje codificado desde que dejara los boy scouts. O quizá desde que salí de la escuela de entrenamiento; no había mucha diferencia entre una cosa y otra.

Cada página de la pequeña y viejísima biblia tenía dos columnas, pero pronto me di cuenta de que Bret sólo utilizaba la columna de la izquierda. Iba pasando las páginas y las palabras emergían una tras otra en extraña secuencia, proporcionándome la misteriosa sensación de que Bret hablaba desde más allá de la tumba; algo así como si las palabras fueran una comunicación espiritual que salía de un tablero de oüija.

 

Muerto desconocido no obstante resulta reconocible como servidor esposa.

 

Imaginé a Bret recorriendo la biblia buscando las palabras que necesitaba. Debió de ser una tarea frustrante, y además allí no disponía de los nombres de las personas y de las ciudades. Era típico de Bret que, habiendo prodigado un «no obstante» en su texto, al final se hubiera impacientado lo suficiente como para usar números en lugar de palabras.

«No me llames por teléfono —decía mi tío en la carta—. No estaré en casa». Pero yo más bien pensé que aquello era para recordarme que el teléfono de Bret no era del todo privado. Pobre Bret. Era el último de los guerreros del piso superior, y había abandonado sus esperanzas de regresar al servicio activo en Londres.

—¿Está caliente el agua? —me preguntó a gritos Fiona desde el otro lado de la puerta.

—Sí, ya estoy metido en ella —le respondí con énfasis; luego tiré de la cadena para que el mensaje de Bret desapareciera por el retrete.

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