Fe

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—¿Y Frank espera que la falta de entusiasmo por VERDI podría hacer que lo trasladasen de Berlín a Londres?

—Quizá. Y que el único lugar donde pueden ponerlo es en el cargo de adjunto.

—No. No creo que se trate de eso —le indiqué—. Frank no es tan rebuscado, ¿no te parece? Él iría directamente a sir Henry y le pediría el puesto de adjunto.

—Frank es demasiado viejo —observó Fiona.

—Sí. Pero ¿no te das cuenta? Si hiciera eso se jubilaría de adjunto. Se muere por tener un título. Ha perdido la ocasión una y otra vez. Esto podría proporcionarle todo lo que quiere: un título y una pensión mejor. Y Dicky podría poner en Berlín a alguien que apoyase la operación VERDI.

—¿Y tener en Londres un adjunto contrario a ella? ¿En qué favorecería eso a Dicky?

—Tienes razón —concedí.

Fiona debía de haber estado hablándolo con Dicky; ella no solía estar tan al día en la política de la oficina.

—A Frank no le quedará más remedio que cooperar —dijo Fiona—. Han archivado la protesta. Tendrá que continuar con ello tal como se ha planeado.

Aquélla era la voz de la Central de Londres en su punto más inflexible.

—Sí —convine.

Me pregunté si Fiona sabría que Timmermann estaba muerto. Debía de haber estado esperando que él la informase. Decidí que era más oportuno esperar a que ella sacase el tema.

—¿Por qué fuiste a hablar con VERDI? No es propio de ti mostrarte tan temerario.

—Es agradable que lo digas.

—¿Por qué?

—Quería ver si seguía siendo el mismo hombre de mano dura que conocí hace veinte años.

—¿Y sigue siéndolo? —quiso saber Fiona.

—Sí. Sólo que ahora tiene camisas y trajes mejores. A los hombres de mano dura como VERDI les resulta difícil adaptarse a una vida de sigilo. Si la operación fracasa, seguramente se deberá a que VERDI es un bocazas.

—¿Eso es lo que piensas? ¿Que no se puede confiar en él?

—Sólo espero no estar cerca de él cuando estalle —le aseguré.

—Pero ¿va a acudir a nosotros? ¿De verdad?

—Yo pienso que lleva en nómina muchos años.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo va a estar en nuestra nómina sin que lo sepamos?

—A su padre, desde luego, sí lo tuvimos en nómina. Tengo el convencimiento de que el dinero se le enviaba a una cuenta bancaria de Zúrich. A nombre de madame Xavier. Es posible que se siga pagando a madame Xavier, pero en lugar de pagar al viejo, ahora se paga a VERDI.

—¿Eso te ha dicho él?

—No, él no. VERDI se limita a chillarme y a exigirme que le diga al director general que no es más que un castor avaricioso. Está lleno de mierda.

—¿En nuestra nómina?

—Me encantaría meterme en esa cuenta bancaria y ver si se siguen abonando en ella los pagos a nombre de madame Xavier —le indiqué—. Aunque puede que no esté metido concretamente en nuestra nómina. Algunos de nuestros agentes en Berlín fueron entregados a los americanos, otros a Bonn.

—Me parece que no te comprendo.

—Sospecho que está en la nómina de otros: de los americanos, de los franceses o de Bonn. Ha visto la manera de venderse dos veces. Le ha puesto a Dicky delante de los ojos la trama de los ordenadores, y Dicky ha mordido el anzuelo.

—¿Crees que deberíamos romper el contacto con él?

—Si pudiéramos encontrar pruebas de que VERDI lleva años en la nómina de alguna potencia occidental, podríamos hacerle bailar al son que nosotros quisiéramos.

—¿Quieres decir chantajearle?

—Eso es. Podríamos tenerlo en la palma de la mano. Ojalá yo supiera de cuántas cosas está al corriente su padre; es obvio que no conoce toda la historia.

—¿Por eso fuiste allí?

—Fui a mostrarle al viejo que tenemos pruebas suficientes como para acarrearle una sentencia de muerte. Tenía la esperanza de que VERDI captase el mensaje de que él también podría pillarse los dedos.

—¿Y dio resultado?

—No de la manera en que lo había planeado. Pero sí, VERDI lo captó perfectamente. Está acostumbrado a las insinuaciones y a las medias verdades.

—Bueno, empecemos por el principio —me pidió Fiona—. Supongamos que alguien en alguna parte le sigue pagando. Deberíamos poder seguir el rastro de los pagos o de las transferencias. Si dejamos que un agente se vaya a otra parte, en algún lugar debe de quedar constancia de ello.

—Y aunque Dicky se oponga a que se lleve a cabo una investigación, tú puedes averiguarlo —le insinué.

—No estoy segura —se apresuró a decir Fiona.

—Tú eres la ayudante de Dicky, su asistente y su mano derecha, ¿no es eso?

—¿Por qué iba a oponerse Dicky a una investigación?

—Todo se hace como quiere Dicky. Si descubrimos que VERDI trabaja como agente de otros, de los americanos por ejemplo, ellos querrán sacar tajada. O incluso reclamarán como propio a Verdi y querrán que nosotros nos retiremos.

—Dicky tiene muchas cartas escondidas. Pero si tienes algo concreto que yo pueda tomar como punto de partida, intentaré sacarlo a la luz sin hablar de ello con Dicky. En algún lugar de la tesorería debe de haber constancia.

—Allí, en la tesorería, no; manejan millones. Y esto no es más que una cuenta secreta. Estará bien escondida, Fi. No es una tarea fácil.

—Pero ¿no tienes ninguna prueba a partir de la cual pueda ponerme a trabajar?

—Sólo pruebas circunstanciales.

—Lo que quieres decir es que todo esto no es más que una corazonada tuya.

—Sólo es una corazonada —confesé.

—Pues tienes demasiadas corazonadas —me sugirió Fiona. Miró el reloj. Comenzó a ponerse el abrigo y añadió—: Creo que ahora te van a hacer una radiografía.

—Estoy perfectamente —le dije.

Se inclinó sobre la cama y me dio un beso.

—Claro que sí, estás maravilloso. Hasta mañana.

—Me iré a casa esta noche —le dije.

—Vamos, sé bueno —me pidió Fiona—. Mañana tienes que hacerte los análisis de sangre. Pero habrás terminado a primera hora de la tarde. —Estaba revolviendo en el armario, entre mi ropa—. Me llevo el traje para mandarlo a la tintorería. Te traeré una chaqueta y unos pantalones cuando venga a buscarte.

 

Yo sabía que mi relación con Gloria Kent había acabado para siempre. Y creo que Gloria también lo sabía. Y me había prometido a mí mismo que no volvería a empezar. Ni ahora ni nunca. La nuestra nunca había sido una relación sensata; Gloria era lo bastante joven como para ser mi hija. Yo estaba felizmente casado con una esposa maravillosa y triunfadora.

Así que lo sensato era suponer que no recibiría ni una palabra ni una flor de parte de Gloria. Y no me sentí decepcionado por ello. Gloria era una chica sensata y yo confiaba en que aceptase la situación como un asunto perteneciente al pasado, que evidentemente es lo que era.

Acababa de regresar de hacerme las radiografías y me encontraba dormitando sobre una taza de té cuando oí que se abría la puerta.

—¡Hola, cabeza de hierro!

—¡Gloria!

Entró contoneándose en la habitación con una botella de vino y una caja de cartón caliente que olía a queso tostado. Puso la caja en la mesa, junto a mi cama, y la abrió para dejar a la vista dos pedazos de pizza caliente.

—Pensé que quizá no te dieran bien de comer aquí —me explicó al tiempo que sacaba del bolso un sacacorchos y lo lanzaba hacia mí.

—Tienes razón —reconocí al acordarme de la triste ensalada de pollo que me habían servido a la hora de la comida.

—Pues entonces abre el vino. —Arrojó el abrigo de ante sobre el sillón. Gloria llevaba debajo un jersey

beige de cuello vuelto, una falda a juego y botas de montar de cuero pulido. Cogió uno de los pedazos de pizza con su envoltorio de papel y empezó a comer. Con los codos hacia afuera, se inclinaba hacia adelante dificultosamente y sujetaba la pizza con una mano mientras con la otra se protegía el suéter. Entre un bocado y otro dijo—: Las hacen dos hermanos españoles en la calle Marylebone High. Son las mejores pizzas de Londres.

—Está muy buena —le dije.

Cogió los dos vasos que estaban junto a la botella de agua Perrier que me habían asignado y los colocó ante mí mientras yo descorchaba el vino.

—Date prisa —me pidió con impaciencia—. Tengo un taxi esperando abajo.

—¿Por qué no lo has despedido?

Serví vino para los dos.

—Tengo cosas que hacer. ¡Trabajo! —exclamó con desprecio—. No voy a ingresar en la clínica prenatal. —Agarró el vaso y bebió un trago de vino entre dos mordiscos de pizza—. Es de salchicha caliente con queso extra.

—No está muy caliente la salchicha —observé.

—No está muy caliente —convino Gloria.

La estuve observando mientras ella cruzaba la habitación a paso largo, repasaba las tarjetas que me deseaban una pronta mejoría y olía los tulipanes, todo ello sin dejar de comer. Gloria era alta, de piernas largas y esbeltas y brazos delgados, y exhibía el vacilante porte desgarbado de un antílope joven. Pero no era torpe. En realidad nunca se había derramado tomate en el suéter, ni se caía de bruces cuando corría detrás de un autobús de aquel modo desgarbado, ni conducía de un modo que fuera demasiado peligroso… sólo parecía que iba a hacerlo. ¿O acaso mi preocupación por ella era paternal y protectora, de un modo que no era propio de un amante?

—Enséñame tus heridas de guerra, boxeador —me pidió. Con la mano libre me agarró por el pelo y me echó la cabeza hacia adelante para ver el lugar que me habían afeitado. Pude oler el jabón con el que se había lavado las manos y su contacto me hizo estremecer. Si ella notó el efecto que aquel contacto físico ejerció en mí, no dio muestra de ello—: Es poca cosa. ¿Cómo ocurrió?

Me soltó el pelo, mordió la pizza y lamió un chorro de salsa que estaba a punto de caer.

—¿Qué has oído decir? —le pregunté con la secreta esperanza de que se tratase de alguna impresionante hazaña.

—¿No dicen que te echaste de cabeza a una piscina seca? —me dijo—. Apuesto a que rompiste algunas baldosas.

—¿Qué ha sido de aquella ternura y amorosa preocupación que siempre otorgabas a los débiles y cansados?

—Desechada.

—Ay. —Vaya, vaya. Cogí el vaso de espeso vino tinto para ver cómo la luz que entraba por la ventana se transparentaba a través. Gigondas, un suculento y denso vino del Ródano—. Es un vino estupendo, Gloria. Debe de haberte costado una fortuna.

—Es de la bodega de mi padre. Me dijo que cogiera lo que quisiera.

—Hum… ¿Está bien tu padre?

Dudaba que el padre de Gloria hubiese aprobado que ella y yo engulléramos su esmeradamente almacenado vino viejo con una pizza industrial.

—Aún no hemos tenido noticias de él. Seguro que tardará unos días en instalarse. No quiero ponerme nerviosa, y mi madre tampoco, pero ella sale corriendo cada vez que suena el teléfono. Te lo puedes imaginar.

—Espero que todo le salga bien.

Terminó lo que le quedaba de pizza y tiró la servilleta de papel a la papelera. Luego se chupó los dedos.

—Escucha, Bernard. Fue una tontería lo que te dije la otra noche. —La miré sin decir nada—. Estaba borracha.

—No estabas borracha, Gloria. Nunca te he visto borracha.

Nunca había mostrado mucha inclinación por el alcohol. El vaso de vino seguía casi lleno.

—Sé aguantar cuando bebo —me aseguró con seriedad; pero, incapaz de mantener la cara seria, estalló en carcajadas—. Estaba preocupada porque mi padre se iba. Me comporté como una tonta.

—Sí, desde luego.

—¿Te he dicho que conservo bastante ropa tuya? Te la iba a llevar a la oficina, pero no sabía a quién dejársela. La gente cotillea. Y ya sabes cómo se ponen los de seguridad con las bolsas y las cajas abandonadas. Las fuerzan para abrirlas si creen que puede haber alguna bomba dentro.

—Mandaré a alguien a tu casa a recogerla.

—Hay docenas de camisas. Y aquella preciosa cazadora vieja de ante. Te sienta de maravilla, Bernard. Me encantabas con ella puesta, siempre estabas tan…

—¿Joven?

—No empieces otra vez.

—No debemos empezar nada otra vez —le indiqué. Y quizá lo dijera con excesiva prisa.

—No. Ya sé que no debemos hacerlo. Trato de evitar crearte dificultades, Bernard, de verdad. En realidad el verdadero motivo por el que he venido ha sido para preguntarte si te parece bien lo de la cena.

—¿La cena?

—Sí, me imaginé que no lo sabrías. Los Cruyer me han invitado a cenar el sábado. Sé que tú vas a estar allí con Fiona. ¿Crees que ella se va a sentir molesta? De que yo esté allí, quiero decir.

—No lo sé. No creo —le dije.

Aunque estaba completamente seguro de que la presencia de Gloria fastidiaría muchísimo a Fiona. Me sorprendía que Dicky no lo supiera también. ¿O era ésa la manera de Dicky de meterme en problemas?

—Daphne me ha llamado esta mañana. Tienen un hombre de más en la cena, y quieren cuadrar los números. Fue idea de Daphne.

—¿Y no le importará a tu novio? —le pregunté agarrándome a un clavo ardiendo con la esperanza de que Gloria, de pronto, decidiera no ir.

—¿Novio? No tengo novio fijo.

—¿Ha acabado tan pronto?

—¿El qué?

—Lo de tu piloto. Tu compañero de rallies.

—¡Cerdo! Somos un equipo de mujeres.

—¿Tu conductor es una chica?

—No, es una mujer de cuarenta años. ¿Crees que me hace falta un hombre para conducir en un rally?

—No, claro que no.

—Estabas celoso —me indicó esbozando una lenta sonrisa.

—No seas ridícula.

Inmediatamente se enfadó.

—¿Ridícula?

—Ya sabes lo que quiero decir. Ahora todo es diferente.

—Ya lo sé. Mira, te voy a dejar la tarjeta de la pizzería encima de la mesilla de noche. Te traerán todas las que quieras si las pides por teléfono.

—Gracias, Gloria. Eres muy considerada.

—¿Bernard?

Se detuvo y me dirigió una fugaz sonrisa.

—¿Qué?

—No es cierto… eso de que la CIA se vaya a hacer cargo de nosotros, ¿verdad?

Me eché a reír.

—¿Quién te ha dicho eso?

—¿Ni que vayamos a fundirnos con la CIA?

—Puedes estar tranquila a ese respecto, Gloria —le indiqué—. ¿Con quién demonios has estado hablando?

—Una chica tontita que está en el Registro me lo dijo hace meses. No me lo creí, por supuesto. Pero luego, cuando me enteré de que el señor Rensselaer iba a volver a Londres, pensé que quizá hubiera algo de cierto.

—¿Bret Rensselaer en Londres?

—Sí. Vuelve para trabajar en la oficina. ¿No lo sabías?

—¿Estás segura? ¿Quién te lo ha dicho?

—Precisamente él es el hombre de más en la cena de los Cruyer del sábado. Tengo que estar con él.

—Sí, pero no se va a quedar a vivir en Londres —le dije con poca convicción—. Supongo que sólo está de visita. O que ha venido a alguna reunión.

—No, vuelve para trabajar con Dicky. Ya tiene casa para vivir y le han asignado una secretaria. El problema es el despacho. No hay nada para él en el piso de arriba, a menos que echen a tu mujer y le devuelvan a él su antiguo despacho. Dicky Cruyer nunca se avendría a hacer eso.

—¿Cómo sabes tú todo esto?

—Las chicas hablan mucho —me informó Gloria—. Date una vuelta por el lavabo de señoras y podrás averiguar cualquier cosa que quieras saber.

—Probaré a hacerlo —le dije.

—Entonces, ¿no te importa que vaya a la cena del sábado?

—Estoy seguro de que Fiona lo comprenderá.

Las sienes volvían a latirme.

—Daphne está muy nerviosa. Ya sabes cómo es. Está convencida de que Bret Rensselaer es vegetariano. Ha pensado en darle tomates rellenos de trigo bulgur de primer plato y queso de coliflor de segundo.

—No, a Bret no. A él no le gustaría eso.

Se inclinó sobre la cama para darme un beso de despedida, pero se detuvo justo antes de hacerlo. A unos centímetros por encima de mí, dijo:

—¿Puedo decirle eso a ella, decididamente?

—¿A Daphne? Desde luego.

—Porque si no a lo mejor vamos a estar comiendo panecillos de nueces y enormes montones de ese puñetero trigo bulgur y

tabbouleh y toda esa basura que Daphne dice que es tan sana. —Me dio un beso en los labios y luego limpió los restos de carmín de mi cara con un pedazo de pañuelo de papel mojado con saliva—. No nos conviene que tu mujer haga preguntas embarazosas, ¿verdad?

—Fiona ya ha estado aquí. Antes que tú.

—Sí, lo sé. La he visto en la oficina con tu traje.

—Quería asegurarse de que no voy a escaparme de aquí.

—Es muy lista —sentenció Gloria con una admiración que era inconfundiblemente auténtica.

—Sí, es muy lista —convine.

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