Fe

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—¿Puedo preguntarte qué planeas? —quiso saber Churcher.

—Me gustaría librarme de él. Quiero que tú te libres de él. Que lo asustes, quiero decir.

De la sala contigua llegó el ruido conjunto de un par de docenas de personas que reaccionaban a un movimiento de ajedrez inesperado sin articular palabra.

—¿Aunque todo sea legítimo?

—¿Legítimo? Tienen una aventura, Duncan.

—Qué anticuado eres, Bernard. ¿Cómo sobrevive un puritano como tú en este nuestro mundo grande y malvado? —Me miró e intentó discernir un motivo en mi rostro—. ¿Sabe Cruyer el buen amigo que tiene en ti?

Era una pregunta a modo de sondeo.

—Mierda, Duncan. No quiero que Dicky se entere de lo que está pasando. Quiero desbaratarlo porque eso es más fácil que decidir a quién he de informar de ello.

—A todos nos gusta jugar a ser Dios, Bernard —dijo Duncan moviendo la cabeza con cálida aprobación. Era un cabrón sarcástico; se me había olvidado eso.

—¿Cómo empezarás? —le pregunté.

—Le diré que soy de Aduanas y Arbitrios. Le explicaré que una persona a quien se ha detenido en posesión de drogas duras ha mencionado su nombre al hacer la confesión. Eso deja abiertas todas tus opciones.

—Me parece bien —le dije.

—Probablemente acabará por largarse del país —señaló Duncan—. Lo digo por experiencia.

—¿Aunque sepa que todo es un invento?

—Oh, sí, sobre todo en ese caso. Si es extranjero, se figurará que el departamento gubernamental que más miedo le dé le está tendiendo una trampa.

—¿Y si tiene un pasaporte del Reino Unido? ¿Y si no cede?

—Mira, Bernard, amigo mío. Si es probable que nuestro Romeo lleve una AK-47, creo que éste es el momento apropiado para que me lo digas.

—Nunca te enviaría desprevenido a una confrontación que resultase peligrosa.

—¡Tú fuiste quién me mandó al hospital Guy’s durante tres semanas el año pasado!

—Espera un minuto, Duncan. Ese trabajo no procedía de mi Departamento. Te llamé por teléfono. Me jugué el cuello diciéndote que te lo quitases de encima; pero tú insististe en hacerlo personalmente. Y no fue el año pasado, fue el anterior.

—¡Huy! Perdona, Bernard, tienes razón. No debería quejarme; es parte del trabajo. Y me descuidé. Pero no has respondido a mi pregunta.

Yo comprendía las vacilaciones de Duncan. Él no quería rechazar el trabajo porque temía que lo tachara de la lista. Pero aquél era un trabajo de los que Churcher pensaba que debían hacerse con gran precaución, paso a paso. No le gustaba que le metieran prisa, y en otras circunstancias quizá me hubiera mostrado de acuerdo con él.

—Es un trabajo rápido, de rutina, Duncan. Sólo utilizo tus servicios porque tengo prisa. Aunque sea un sondeo por parte del otro bando, sólo será un niño bonito estableciendo el primer contacto. Llévatelo aparte, agárralo por los tobillos y sacúdelo hasta que se le caigan los dientes. Entonces el otro bando se echará atrás. ¿Has captado la idea?

—El cliente siempre tiene razón. Lo mandaré fuera del país en el ferry del martes por la noche y te traeré un mechón de pelo de ese tipo al romper el alba el miércoles por la mañana —me aseguró Duncan con voz inexpresiva.

Quizá no hubiera terminado en un cargo de categoría superior en la policía de Leeds.

—Puede que no te guste, pero no tenemos tiempo para ponernos sutiles, Duncan.

—Estoy empezando a captar tu mensaje, viejo.

Sonrió. Reconocí aquella sonrisa como la misma que yo le dirigía a Dicky cuando me enviaba a mí a hacer algo que él no era capaz de hacer. Y aquello yo tampoco podía hacerlo.

Miré el reloj para ver cuánto faltaba para mi cita con Bret. Los dos nos pusimos en pie.

—Ésa es una buena jugada, ¿no te parece? —inquirió Churcher.

Estaba apuntando hacia un dibujo enmarcado que había en la pared. El dibujo representaba a un viejo muy turbado escribiendo en una postal. El mensaje decía: «Reina blanca a caballo del rey 6 y jaque mate». El viejo estaba escribiendo: «Desconocido en esta dirección» a lo largo de la postal.

—Sí —convine—. El jaque mate no funciona si no hay alguien que salga a abrir la puerta.

Churcher asintió con la cabeza; cogió del perchero el abrigo de

tweed y el paraguas y me pasó mi abrigo.

—Mensaje para la mano de obra. ¿Es eso lo que quieres decir, Bernard?

—Quizá.

Se oyeron más ruidos apagados procedentes de la sala de ajedrez al empezar el siguiente gambito devastador. El campeón iba a ganar; todos sabían eso, incluso el perdedor.

Duncan me siguió escalera arriba y salimos a la calle exenta de vida. Ni siquiera el Ártico ofrece un paisaje más desolado que el Soho un domingo por la mañana. Bolsas negras que contenían los platos especiales del

chef de la noche anterior se apilaban en altos montones a la puerta de los restaurantes, y a la cruda luz del día los relucientes cines quedaban en evidencia como pequeños e indignos tugurios.

—En Charing Cross Road podremos coger un taxi con más facilidad —sugirió Duncan. Cuando nos encaminábamos en aquella dirección, comentó—: No puedes soportarlo, ¿verdad, Bernard? —Sonreí y esperé a que dijera el resto—. No puedes soportar pasarle esta clase de trabajo a otro, ¿verdad?

—Me gustaría ver qué aspecto tiene ese tipo —confesé—. Pero no puedo hacerlo, ella me reconocería.

—Exacto. Ése es el único motivo por el que dejas que lo haga yo. —Mientras subíamos a pie por la calle Old Compton se acercó un taxi. Churcher lo detuvo con un bramido capaz de romper los tímpanos, el mismo que utilizan los jugadores de rugby de los colegios privados cuando piden una cerveza. Insistió en que lo cogiera. Abrió la puerta del taxi y me hizo subir—. No lo echaré a perder, querido muchacho. Le haré bailar el vals por el suelo con mi acostumbrada y exquisita delicadeza. No haré que te despidan, Bernard, si eso es lo que te preocupa.

—Deja que me preocupe yo por la seguridad de mi empleo —le indiqué—. No quiero que lo invites a bailar; pisotéale los dedos de los pies.

—Te has expresado con suficiente claridad, Bernard —dijo Duncan al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

—Y ponte los zapatos de clavos.

Cuando el taxi se alejaba miré por la ventanilla y vi a Churcher que sostenía en alto el paraguas cerrado en un silencioso gesto de despedida en el que no había ni rastro de mofa. Yo sabía leer en él como en un libro. Duncan tenía todos los signos de ser demasiado viejo para aquella clase de trabajo; yo había dejado ver mis dudas acerca de su capacidad y él se había ofendido.

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