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—NO pierdas el avión, Bernard. Toda esta operación depende de que esté bien cronometrada.

Bret Rensselaer miró con atención a su alrededor buscando un tablero indicador de las salidas; pero aquél era el aeropuerto de Los Ángeles y no había ninguno a la vista. Al parecer hubiera echado a perder el concepto del arquitecto.

—Tranquilo, Bret —le dije.

Bret no habría sobrevivido ni cinco minutos como agente sobre el terreno. Incluso cuando era mi jefe y lo dirigía todo desde un despacho en la Central de Londres, ya era así: repetía siempre las instrucciones, se humedecía los labios, bailaba al apoyarse continuamente de un pie al otro y se le formaban surcos en la frente como si estuviera aguijoneando la memoria.

—El hecho de que el camarada Gorbachov bese a la señora Thatcher y extienda por Moscú ésa sensiblería

glasnost no significa que esos cabrones de alemanes del Este se lo estén tragando. Todo lo que nos llega viene a decir lo mismo: que son más testarudos y rencorosos que nunca.

—Será como si me encontrase en casa —le dije.

Bret suspiró.

—Trata de verlo desde el punto de vista de Londres —me explicó con una paciencia exagerada—. Tu tarea consistía en traer a Fiona al otro lado de las alambradas lo más rápida y silenciosamente posible. Pero tú lo organizaste de tal manera que tu representación de despedida en aquella Autobahn pareciese el último acto de Hamlet. Disparas a dos mirones y tu cuñada resulta muerta en el tiroteo. —Lanzó una fugaz mirada a mi esposa Fiona, que aún estaba recuperándose de la impresión de ver morir a su hermana Tessa—. No esperes que en la Central de Londres estén esperándote con una medalla de oro, Bernard.

Bret había retorcido los hechos, pero ¿de qué serviría discutir? Se encontraba en uno de los estados de ánimo belicosos tan habituales en él y que yo conocía tan bien. Bret Rensselaer era un americano esbelto que había envejecido como el buen vino: se había ido haciendo más delgado, más elegante, más sutil y más complejo cada año que pasaba. Me miró como si esperase una reacción acalorada a sus palabras. Al no obtenerla, miró a mi esposa. Fiona también había envejecido, pero no por ello estaba menos serena y hermosa. Con aquella cara de amplios pómulos, el cutis impecable y unos ojos luminosos, me tenía tan embelesado como me había tenido siempre. Cualquiera diría que se hallaba recuperada por completo de la dura prueba a que se había visto sometida en Alemania. Me contemplaba con amor y devoción y no daba señales de haber oído a Bret.

Enviarme a hacer aquel trabajo en Magdeburgo no había sido idea de Bret. Yo había tenido oportunidad de ver el mensaje que éste había enviado a la Central de Londres en el que decía que yo ya no me encontraba en condiciones de trabajar sobre el terreno, particularmente en Alemania Oriental. Les había pedido que me encadenasen a una mesa de despacho hasta que me llegase la hora de la jubilación. Eso era muy considerado por su parte, pero a mí no me complacía. Necesitaba hacer algo que me devolviera a Operaciones; ésa era mi única oportunidad de ascender y conseguir un puesto de categoría superior en Londres. A menos que mi posición mejorase, acabaría con una jubilación prematura y una pensión que no me permitiría pagarme ni una caja de cartón donde vivir.

Asentí con un movimiento de cabeza. Bret siempre tenía en cuenta los detalles de la hospitalidad. Nos había acompañado en coche al aeropuerto de Los Ángeles, bajo la lluvia de una tormenta invernal, para despedirnos. Así podrían ver cómo yo subía al avión con destino a Berlín y a mi misión. Luego dejaría a Fiona en el vuelo directo a Londres. El Muro seguía en pie y las personas morían al saltarlo. Bret me estaba repitiendo las cosas que ya me había dicho antes mil veces, como hace la gente cuando se despide en los aeropuertos.

—No pierdas la fe —me dijo; y en respuesta a mi mirada inexpresiva añadió—: No me refiero a horarios, a estadísticas ni a manuales de entrenamiento. Fe. Eso no está aquí dentro. —Se dio unos golpecitos en la frente—. Está aquí.

Suavemente se golpeó el corazón con la palma de la mano y al hacerlo el anillo de sello brilló en su mano, de manicura perfecta, y por detrás del almidonado puño de lino asomó un reloj de pulsera de oro.

—Sí, ya lo entiendo. No es un dolor de cabeza; se parece más a una indigestión —le apunté.

Fiona nos miraba y sonreía.

—Están llamando a los viajeros —dijo Bret.

—Cuídate, cariño —se despidió Fiona. La tomé en mis brazos y nos besamos decorosamente, pero luego sentí un dolor repentino cuando me mordió el labio. Dejé escapar un gritito y me separé de ella. Fiona volvió a sonreír. Con cierto nerviosismo, Bret paseó la mirada de mí a Fiona y luego me miró otra vez, intentando decidir si debía sonreír o decir algo. Me froté el labio. Bret llegó a la conclusión de que, al fin y al cabo, aquello quizá no fuera asunto suyo; sacó del bolsillo de la gabardina una bolsa de papel rojo brillante y me la dio. Estaba atada con una cinta a juego formando un lazo de los de envolver regalos de lujo. El paquete estaba un poco fláccido; como si fuera un libro de bolsillo.

—Lee esto —me pidió Bret al tiempo que me cogía la bolsa de mano y me guiaba hacia la puerta donde los demás pasajeros hacían cola.

Parecía que el avión iba al completo aquel día; había mujeres con niños que lloraban y muchachos de pelo largo que llevaban pendientes, mochilas muy tronadas y chaquetas con bordados de las que se pueden comprar en Nepal. Fiona venía detrás de nosotros y observaba a la multitud que nos rodeaba con ese divertido aire distante con el que ella realizaba la travesía de la vida. Con una llamada telefónica, Bret habría podido hacer que dispusiéramos de una de las salas de espera para VIP del aeropuerto, pero las directrices del Departamento exigían que los agentes que viajaban de servicio pasasen inadvertidos, así que eso es lo que hizo. Por eso había dejado al chófer en casa y había conducido él mismo el Accord. Como otros muchos americanos, tenía un respeto exagerado por lo que la gente de Londres consideraba la manera correcta de hacer las cosas. Llegamos a la puerta. Yo no podía traspasarla hasta que él me entregase mi bolsa de mano.

—Puede que estas prisas de Londres sean para bien, Bernard. Los días en que tú estés recorriendo Alemania Oriental le darán a Fiona la oportunidad de preparar el apartamento de Londres. Ella quiere hacerlo por ti. Quiere instalarse y empezar de nuevo desde el principio.

La miró y esperó a que Fiona asintiera con la cabeza para poner de manifiesto que estaba de acuerdo.

Sólo Bret podía tener la cara tan dura como para darme explicaciones en nombre de mi esposa mientras ésta estaba de pie a su lado.

—Sí, Bret —repuse.

No tenía sentido decirle que se estaba pasando de la raya. Unos cuantos minutos más y me vería libre de él para siempre.

—Y no vayas a la caza de Werner Volkmann.

—No —le dije.

—No contestes de forma rutinaria, para que me calle, con frases como «no, desde luego que no». Lo digo en serio. Sea lo que fuere lo que les hiciera Werner, los de la Central de Londres lo odian con una pasión desmedida.

—Sí, eso ya me lo habías dicho.

—No puedes permitirte el lujo de salirte de la raya, Bernard. Si alguien te ve tomando un café con tu viejo amigo Werner, todo el mundo en Londres dirá que formas parte de una conspiración o algo así. Sabe Dios qué les haría, pero ellos lo odian.

—No sabría dónde encontrarlo —le indiqué.

—Eso nunca te ha detenido. —Bret hizo una pausa y miró el reloj—. Compórtate como un empleado modelo. Deposita tu fe en el Departamento, Bernard. Trágate el orgullo y muéstrate servil. Ahora que están recortando tan drásticamente los fondos de la Central de Londres, andan buscando excusas para despedir a las personas en lugar de jubilarlas. Nadie tiene seguro el empleo.

—Ha quedado muy claro, Bret —le dije; e hice ademán de quitarle mi bolsa.

Sonrió y se humedeció los labios, como si estuviera intentando resistirse a darme más consejos y hacerme recordatorios.

—Me han dicho que Tante Lisl ha pasado un chequeo. Si le van a realizar un trasplante de cadera, o lo que sea, es una tontería intentar ahorrarse en ello unos cuantos pavos.

Aquélla era su manera de decir que él había pagado las facturas del médico de la anciana Frau Hennig. Yo conocía bien a Bret. Habíamos tenido altibajos en nuestra relación, sobre todo cuando yo creía que andaba detrás de Fiona, pero luego tuve oportunidad de conocerlo mejor durante mi larga estancia en California. Por lo que yo sabía, Bret no era un traidor. No mentía, no hacía trampas ni robaba, a menos que le ordenasen que lo hiciera, y eso hacía que formara parte de una pequeña minoría entre las personas con las que yo trabajaba. Me entregó la bolsa y nos dimos la mano. Donde estábamos, nadie podía oírnos, ni Fiona ni ninguna otra persona.

—Ese ruso que anda preguntando por ti, Bernard —me dijo en voz baja—, asegura que te debe un favor, un gran favor.

—Eso dices…

—VERDI: ése es su nombre en clave, naturalmente. —Asentí solemnemente con la cabeza. Me alegré de que Bret me lo aclarara, pues si no quizá hubiera llegado esperando oír un aria de La traviata—. Un coronel —añadió para halagarme—. Su padre era teniente en una de las primeras unidades del Ejército Rojo que entraron en Berlín en abril del cuarenta y cinco, y permaneció allí hasta convertirse en oficial de Estado Mayor del cuartel general del Ejército Rojo, a la larga un destino político en Berlín-Karlshorst. Se casó con una linda

fraulein alemana, y VERDI se educó más como alemán que como ruso… así que la KGB echó mano de él. Ahora es coronel y quiere hacer un trato. —Después de hacer esa descripción, que llevó a cabo hablando atropelladamente, hizo una pausa—. ¿No eres capaz de adivinar de quién puede tratarse?

Bret me miró. Seguramente sabía que yo no iba a empezar esa clase de juego; ello abriría una lata de lombrices que yo deseaba mantener firmemente cerrada.

—¿Tienes idea de cuántos tipos hay por ahí que responden a esa descripción? —le pregunté—. Todos tienen historias parecidas. Al parecer unos cuantos Ivanes que fueron los primeros en llegar a la ciudad engendraron a la mitad de la población.

—Eso es cierto. Ve con cautela —me recomendó Bret—. Ése siempre ha sido tu estilo, ¿no?

Bret deseaba tanto estar en Londres y formar parte de todo aquello de nuevo, que en realidad me envidiaba. Era casi de risa. El pobre Bret estaba pasado; incluso sus amigos lo decían.

—Y tu amiga Gloria… —me susurró Bret—. Asegúrate de que eso ha acabado para siempre. —Su voz tenía ese matiz de indignada ira que todos sentimos por los flirteos de otros hombres—. Si intentas conservarlas a las dos, perderás a Fiona y a tus hijos. Y puede que también tu trabajo.

Sonreí sin alegría. La empleada de las líneas aéreas rompió por la mitad mi tarjeta de embarque y yo, antes de bajar por el túnel, me di la vuelta para decirles adiós con la mano. ¿Quién habría imaginado que mi esposa era una reverenciada heroína del Servicio Secreto de Inteligencia? Y con todas las probabilidades de convertirse en directora general, si había que atenerse a la opinión de Bret. En aquel momento Fiona parecía una foto de alguna revista de sociedad inglesa. La vieja gabardina Burberry con el cuello subido le enmarcaba la cabeza y, junto con el pañuelo de Hermes que llevaba anudado bajo la barbilla, la hacían parecer una madre inglesa de clase alta contemplando a sus niños en una

gymkhana. Se llevó un pañuelo a la cara como si estuviera a punto de llorar, pero lo más seguro es que se tratase del resfriado de nariz que arrastraba desde hacía una semana y que no lograba quitarse de encima. Bret seguía allí, de pie, con su gabardina negra y corta; tan quieto e inexpresivo como una estatua de piedra. El pelo rubio se le había vuelto blanco casi por completo y tenía el rostro de color gris. Me miraba como si estuviera imprimiendo aquel momento en su memoria; como si nunca más fuese a volver a verme.

Mientras caminaba por el pasadizo cerrado hacia el avión, una serie de ventanas de plástico rayadas, que chorreaban agua, me proporcionaron un atisbo de las palmeras azotadas por la lluvia, de la cubierta lustrosa de los motores, de la cola lisa y de una sección del fuselaje. La lluvia barnizaba el aparato y hacía que la pintura brillase como si se tratara de un enorme juguete nuevo; era un modo impresionante de decir adiós a California.

—¿Primera clase?

Las líneas aéreas arreglan las cosas como si no quisieran que uno descubriera que está subiendo a bordo de un avión, así que te salen con algo parecido a un restaurante de carretera abarrotado de gente que huele a café frío y a transpiración rancia y que tiene salidas a ambos lados del océano.

—No —respondí—. Turista.

Dejó que yo me buscase mi propio asiento. Coloqué la bolsa de mano en el armario superior, elegí un periódico alemán de los que se ofrecían y me acomodé en el asiento. Miré por la diminuta ventanilla para ver si Bret tenía la nariz pegada al cristal de la sala de embarque, pero no había ni señal de él. Así que me acomodé y abrí la bolsa roja que contenía su regalo de despedida. Era una biblia. Las páginas tenían el canto dorado y estaba encuadernada en piel suave. Parecía antigua. Me pregunté si sería alguna clase de reliquia de familia de los Rensselaer.

—Eh, Bernard.

Un hombre llamado Tiny Timmermann me llamaba desde el asiento que ocupaba al otro lado del pasillo. Lingüista de origen indeterminado —quizá danés—, era como un luchador de ciento diez kilos de peso, cara de bebé y ojos porcinos; llevaba el cabello casi rapado y gruesas joyas de oro. Lo conocí en Berlín en los viejos tiempos, cuando él era una especie de asesor bien pagado que trabajaba para el Departamento de Estado estadounidense. Corría el persistente rumor de que había estrangulado a un capitán de barco ruso en Riga y después había regresado a Washington con una caja llena de manifiestos y documentos que daban detalles sobre los vertidos nucleares que la marina rusa estaba llevando a cabo en el mar, frente a la costa de Arcángel. Sea lo que fuere lo que hubiera hecho para ellos, los americanos siempre lo habían tratado generosamente, pero ahora, si se hacía caso a los rumores, incluso los servicios de Tiny estaban en alquiler.

—Me alegro de verte, Tiny —le dije.

—Hals und Beinbruch! —respondió él, deseándome buena suerte como si me estuviera enviando a un recorrido particularmente arriesgado por el cielo.

Eso me causó cierta inquietud. ¿Habría adivinado que yo estaba cumpliendo una misión? Y si la noticia le había llegado a Tiny, ¿quién más lo sabría?

Le dirigí una aturdida sonrisa y luego nos abrochamos los cinturones mientras la azafata de vuelo hacía como que inflaba un chaleco salvavidas; después Tiny sacó del maletín un ordenador portátil y empezó a trabajar en él como si quisiera dar a entender que no tenía ganas de conversación.

El avión se había remontado en el cielo con gran estruendo, se había inclinado brevemente sobre el océano Pacífico y había puesto rumbo nordeste. Estiré las piernas todo lo que me permitía la clase turista y abrí el periódico. Al final de la primera página, un discreto titular, Erich Honecker proclama que el Muro seguirá existiendo dentro de cien años, iba acompañado de una borrosa fotografía del estadista. Aquel optimista punto de vista expresado por el secretario general del Comité Central del SED, partido gobernante en Alemania Oriental, parecían las palabras sinceras de un tirano abnegado. Yo lo creía.

No seguí leyendo. La letra del periódico era pequeña y la grisácea luz del día no mejoraba mucho con la ayuda de la bombilla de lectura que había encima de los asientos. Además me temblaba la mano al sujetar el periódico. Me dije que eso era natural debido a las prisas por llegar al aeropuerto y tener que transportar una tonelada de equipaje desde el coche mientras Bret se peleaba con la policía de tráfico. Dejé el periódico y abrí la biblia. Había un papel amarillo en una página para marcar un pasaje de san Lucas: «Porque yo os digo que muchos profetas y reyes han deseado ver las cosas que yo veo, y no las han visto; y oír las cosas que yo oigo, y no las han oído».

Sí, muy gracioso, Bret. La única inscripción en el papel era un garabato hecho a lápiz que decía en alemán: «¡Una promesa es una promesa!». No era la letra de Bret. Abrí la biblia al azar y estuve leyendo algunos pasajes, pero no dejaba de imaginarme la cara de Bret. ¿Era su inminente fallecimiento lo que yo veía en lo que había allí escrito? ¿O era la premonición que él tenía del mío? Y entonces encontré la carta de Bret. Era una cuartilla de fino papel cebolla, doblada y plegada con tanta fuerza que no abultaba en absoluto entre las páginas.

«Olvida lo ocurrido. Partes hacia una nueva aventura —había escrito Bret en el estilo enrollado y serpenteante que caracteriza la caligrafía americana—. Igual que Kim cuando estaba a punto de separarse de su padre para dirigirse a la Grand Trunk Road, o que Huck Finn cuando iniciaba su viaje por el Mississippi, o que Jim Hawkins cuando le invitaron a navegar por el Caribe, estás empezando de nuevo, Bernard. Deja atrás el pasado. Esta vez todo será distinto, siempre que lo abordes de ese modo».

Lo leí dos veces buscando un código o un mensaje oculto, pero no debería haberme molestado en ello. Era puro Bret, todo reducido a clichés literarios y floridos y buenos deseos y ánimos. Pero ello no me dejó tranquilo. Tenía la sensación de que las promesas de nuevos comienzos en tierras lejanas eran el modo que tenía Bret de hacer que su adiós fuera realmente definitivo. Aquella nota no decía «vuelve pronto».

¿O acaso el mensaje de Bret se refería a Fiona y a mí, a que comenzásemos de nuevo nuestro matrimonio? La fingida deserción de Fiona hacia el Este estaba siendo calibrada según el valioso aliento que ella había dado a la Iglesia en oposición a los comunistas. Sólo yo veía el precio que Fiona había pagado. Durante las dos últimas semanas se había mostrado muy segura de sí misma y más animada de lo que yo recordaba que hubiera estado en mucho tiempo. Desde luego nunca iba a volver a ser la Fiona que yo había conocido por primera vez, aquella aventurera joven y ávida, educada en Oxford, que había formado parte de la tripulación de un yate oceánico y que era capaz de discutir de materialismo dialéctico en un francés casi perfecto mientras preparaba un

soufflé. Pero si ella no era la misma persona que había sido, yo tampoco lo era. No había nadie a quien culpar de ello. Habíamos decidido traficar con secretos. Y si el trabajo secreto de Fiona era tan secreto que había permanecido oculto incluso para mí, entonces yo tendría que aprender que dicha exclusión no me pareciera mal. Cuando la azafata nos llevó champán y unas pequeñas galletas redondas, untadas con paté de hígado, lo engullí todo como hago siempre, porque tenía la cabeza en otra parte. Seguía sin poder dejar de pensar en Honecker, en Bret y en el Muro. Es cierto que las cosas estaban cambiando allí lentamente; los préstamos financieros y la presión política los habían convencido para hacer que la Stasi desenterrase y desechase las minas y algunos dispositivos de fuego automático de la franja de la muerte que se extendía a lo largo del Muro. Pero la artillería letal que aún quedaba era más que suficiente para desanimar la emigración espontánea. Supongo que los servicios secretos occidentales estaban cambiando con la misma lentitud: las personas como Tiny y como yo ya no viajábamos en primera clase. Al tiempo que me iba quedando dormido me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que Erich Honecker se adaptase a los rigores de volar en clase económica.

 

—¿Ha podido dormir en el avión? —me preguntó el joven inglés que fue a recibirme al aeropuerto de Berlín.

Me condujo hasta su apartamento, dejó mi equipaje en el suelo y cerró la puerta. Era un hombre de unos treinta años, alto y delgado, con una agradable voz, el rostro de tez pálida, los dientes irregulares y esa especie de tímida torpeza que a veces aqueja a las personas altas. Entré detrás de él en la cocina del apartamento situado en Moabit, cerca de Turmstrasse U-Bahn. Era de esa clase de viviendas pequeñas y mugrientas que los jóvenes son capaces de soportar con tal de estar cerca de las luces de neón. Como había residido en aquella ciudad hacía mucho tiempo, conocía el lugar como uno de los bloques de apartamentos que se habían construido con prisas entre las ruinas justo después de la guerra, y ahora se les notaba la edad.

—Estoy bien.

—¿Quiere que haga un poco de té? —inquirió mientras llenaba de agua el aparato eléctrico. Le alcancé la tetera del estante y encontré en la tapa una etiqueta pegajosa con un mensaje garabateado en letra femenina:

No olvides la llave, Kinkypoo. Nos veremos el fin de semana.

—Aquí hay un mensaje —le dije; y se lo di.

Sonrió tímidamente y dijo:

—Sabe que siempre hago té en cuanto llego a casa. Eso me recuerda… Me dijeron que le diera algo a usted.

Se acercó a un armario, cogió una caja y sacó de ella una hoja de papel con unas fechas, horas y números escritos a máquina. Era un buen ejemplo de las tonterías en las que pierden el tiempo las personas que están sentadas detrás de mesas de despacho en la Central de Londres: longitudes de ondas radiofónicas.

—¿De acuerdo? —dijo el muchacho observándome.

—Esto está escrito en una máquina Adler portátil de 1958 por un tipo pequeño y moreno de pelo rizado que tenía el dedo corazón vendado.

—¿Bromea? —dijo el muchacho reservándose un margen de pavoroso respeto por si yo hablaba en serio.

Arrojé el papel al cubo de la basura, donde revoloteó para ir a descansar entre las bolsas de té y estratos acumulados de cenas congeladas para consumir delante del televisor y cuyas arrugas estaban marcadas por el rezumar de varias salsas de colores chillones. Aquél no era lugar para quedarse a pensión completa.

—Si nos vemos metidos en problemas cuando estemos allí —le dije—, no voy a andar perdiendo el tiempo intentando ponerme en contacto con Londres por radio.

Abrí la maleta y extendí mi traje sobre el respaldo del sofá.

Un gato grande y lanudo entró para investigar el cubo de la basura; estuvo olisqueando para comprobar que el mensaje que yo había tirado no era comestible.

¡Rumtopf! —dijo el muchacho—. ¡Ven aquí y cómete el pescado! —El gato lo miró, pero renunció al pescado, se fue lentamente hacia el sofá, saltó encima de su almohadón favorito, se dejó caer con elegancia y se echó a dormir—. Usted le cae bien —me indicó el muchacho.

—Soy demasiado viejo para hacer nuevos amigos —le comenté mientras cambiaba de lugar el traje para que no se llenara de pelos de gato.

—No hay prisa —dijo el chico mientras servía té para los dos—. Conozco la ruta, las carreteras y todo lo demás. Le llevaré allí a la hora en punto.

—Muy bien.

Aún era de día en Berlín, tanto como llega a ser allí de día en invierno. No nevaba, pero el aire reverberaba lleno de copos de nieve que sólo eran visibles cuando se retorcían y giraban, mientras nubes de color gris oscuro se agarraban a los tejados como una vieja tapadera de cazuela de hierro.

Me miró los ojos enrojecidos y el rostro sin afeitar.

—El cuarto de baño es la puerta que tiene el letrero.

Señaló hacia un letrero esmaltado que decía

Ausgang; sin duda había sido arrancado de una de las estaciones de tren abandonadas de Berlín. El apartamento tenía muchos letreros como aquél, junto con anuncios, maltrechas placas de matrículas americanas y algunas bonitas portadas enmarcadas de antiguas revistas Popular Mechanics. Había otros artefactos curiosos: armas raras y sombreros todavía más extraños procedentes de lejanas partes del mundo. La colección pertenecía a un joven director artístico alemán que compartía el alquiler del apartamento, pero que temporalmente se había ido a vivir con una modelo irlandesa pelirroja que estaba representada en una gran fotografía en color haciendo el pino en la playa de Wannsee.

—Los de Londres me han dicho que le proporcione cualquier cosa que necesite.

—¿No solamente té?

—Ropa, una pistola, dinero.

—No esperará que vaya a cruzar hasta allí con una pistola encima, ¿verdad?

—Me han dicho que usted encontraría el modo de hacerlo si se empeñaba. —Me miraba como si yo hubiera sido algo que acababa de salir de un zoo. Me pregunté qué le habrían dicho de mí; y quién se lo habría dicho—. Hay media docena de documentos de identidad para que elija. Y una pistola de gas, esposas, cinta adhesiva y demás ataduras.

—¿De qué está hablando?

—No necesitaremos nada de ello —se apresuró a decir al tiempo que empujaba la lista de longitudes de ondas de radio que yo había desechado para hundirla más entre la basura—. Él sólo quiere hablar con alguien que conozca; alguien de los viejos tiempos, ha dicho. Londres cree que probablemente nos ofrecerá documentos; quieren saber de qué se trata. —Al ver que yo no decía nada, continuó hablando—: Es un coronel de la Stasi… entrenado en Moscú. Hoy día podemos permitirnos elegir a quién aceptamos.

—¿Por qué ataduras?

—Londres dice que quizá necesite esposas y esas cosas.

—¿Londres dice eso? ¿Se están volviendo locos? —El muchacho prefirió no contestar aquella pregunta. Yo añadí—: ¿Usted conoce a ese «coronel de la Stasi»? ¿Lo ha visto de cerca?

—Sí.

—¿Es joven o viejo? ¿Inteligente? ¿Agresivo?

—No, no es joven, desde luego —contestó con énfasis.

—¿Mayor que yo?

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