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—Más o menos como usted. De complexión mediana. Hablaremos con él en Magdeburgo. Y examinaremos el material, si es que tiene algo para enseñarnos. Pero si llega jadeante y dispuesto a marcharse, Londres me ha dicho que debemos tenerlo todo preparado. Y está preparado: una casa segura, una línea de escape y todo eso. Se lo mostraré en el mapa.

—Sé dónde está Magdeburgo.

Resultaba útil saber que yo me hallaba oficialmente en la categoría de «no es joven, desde luego».

—Un equipo de apoyo se lo llevará. Ellos serán los que realicen el paso al otro lado propiamente dicho.

—¿Ha recibido un informe de la unidad de campo de Berlín? ¿Qué dice Frank Harrington de todo esto?

Frank Harrington llevaba nuestra oficina en Berlín Oriental, y hacía el trabajo que en otro tiempo hiciera mi padre.

—A Frank se le mantiene informado, pero la operación se controla directamente desde la Central de Londres.

—Desde la Central de Londres… —repetí yo suavemente. Cada minuto se ponía peor la cosa.

El muchacho trató de darme ánimos.

—Si hay algún problema, también tenemos una casa segura en Magdeburgo.

—En Magdeburgo no existe nada parecido a una casa segura —le dije—. Magdeburgo es la ciudad de esa gente. Ellos operan desde Magdeburgo, es su

alma mater. Hay más hombres de la Stasi corriendo alrededor del complejo de seguridad del Westendstrasse de Magdeburgo que en todo el resto de la República Democrática Alemana.

—Ya veo.

Terminamos el té en silencio. Luego cogí el teléfono y marqué el número de Tante Lisl, una mujer que había sido una segunda madre para mí. Quería transmitirle el mensaje de ánimo de Bret, y si la operación de artritis iba a resultar cara, yo quería ver el hospital y establecer con ellos mi propio arreglo financiero. Mientras tanto tenía pensado comprar un gran ramo de flores y acercarme a su gracioso hotelito para sostenerle la mano y leerle algo. Pero cuando respondieron a mi llamada, alguien de recepción me dijo que Tante se había ido en avión a Miami y se había embarcado en un crucero por el Caribe. Así que mis visiones sobre Tante Lisl expiraban en un sofá; probablemente estaría jugando al tenis en cubierta y ganando la competición de aficionados del barco con su inimitable rutina de golpe alto de

Bye Bye Blackbird.

—Me ducharé, me afeitaré y me cambiaré de ropa —le comenté mientras revolvía en mi maleta. Por decir algo, añadí—: Estoy engordando demasiado.

—Debería entrenarse —dijo el muchacho solemnemente—. Cuanto mayores nos hacemos más falta nos hace el ejercicio.

Asentí. Gracias, muchacho, tomaré nota de ello. Aquello sí que era bueno. Mientras yo hacía de niñera para él, aquel muchacho iba a poner en duda todo lo que yo hiciera porque pensaba que yo no estaba en forma y que mi hora había pasado.

El cuarto de baño era un caos. Casi había olvidado cómo es el hábitat de un joven soltero: sobre una silla había colgada una camiseta sucia, un jersey grueso y una cazadora rota de tela vaquera. Evidentemente se había puesto en mi honor el único traje que tenía. Tres clases distintas de champú, dos aromas de lociones caras para después del afeitado y un espejo de aumento iluminado para examinar espinillas.

Me acerqué a la ventana del cuarto de baño, un artilugio anticuado con doble acristalamiento; los picaportes eran de bronce y estaban fuertemente cerrados y deslustrados por una capa verde, como si no se hubieran abierto en varias décadas. A lo largo del alféizar, entre las dos hojas de vidrio, yacían docenas de polillas y moscas apergaminadas de todas las formas y tamaños. ¿Cómo habían entrado allí si no pudieron salir vivas? Quizá hubiera allí un mensaje para mí que a lo mejor podía descifrar.

La vista desde la ventana suscitó en mí sentimientos encontrados. Había crecido allí; era el único lugar que podía considerar mi tierra. No hacía mucho, en California, había sentido continuamente ganas de volver a Berlín. Había sentido nostalgia de aquella ciudad de un modo que nunca había creído posible. Y ahora que estaba allí no había en mí sentimientos de felicidad ni de satisfacción. Algo inexplicable había ocurrido, a menos, naturalmente, que estuviera asustado por tener que ir al otro lado, cosa que para mí en otro tiempo no era más agotador que ir a la tienda de la esquina a comprar un paquete de cigarrillos. El muchacho pensaba que yo estaba nervioso, y no se equivocaba. Si él supiera lo que estaba haciendo, también estaría nervioso.

En la calle no había mucho movimiento. Los pocos peatones que se veían iban enfundados en gruesos abrigos, bufandas y gorros de piel, y caminaban con la cabeza agachada y encorvados contra el frío viento del este que soplaba procedente de las vastas y heladas tierras interiores de la Unión Soviética. A ambos lados de la calle se alineaban coches y furgonetas. Estaban sucios, cubiertos de una capa de barro y mugre de un invierno europeo, condición desconocida en el sur de California. En los cristales de los coches estacionados, la escarcha y el hielo habían formado caprichosos dibujos. Cualquiera de aquellos vehículos proporcionaría un escondite seguro para un equipo de vigilancia que estuviera observando el edificio. Lamenté haber permitido al muchacho que me llevase allí. Había sido una estupidez y un descuido. Seguro que él era conocido para la oposición, y además era demasiado alto para pasar inadvertido; por esa razón no duraría mucho como agente de campo.

Cuando me hube aseado y afeitado, y después de ponerme un traje, el muchacho extendió un mapa sobre la mesa y me mostró la ruta que se proponía seguir. Sugería que atravesáramos Charlie en coche, nos adentrásemos en el sector oriental de Berlín y después nos dirigiéramos al sur evitando las carreteras principales y las autopistas. Era una ruta que daba muchos rodeos, pero el muchacho me aseguró que lo habían asesorado oficialmente desde Londres e insistió en que aquélla era la mejor manera de hacerlo. Me rendí ante sus argumentos. Me di cuenta de que era uno de esos fastidiosos fanáticos de los preparativos, y eso era bueno cuando se emprende una aventura de esa clase.

—¿Qué le parece? —me preguntó el muchacho.

—Dígamelo en serio. ¿De verdad le han dicho en la Central de Londres que quizá yo necesitase cuerdas para sacar a ese boxeador a la fuerza, aun en contra de su voluntad?

—Sí.

—¿Tiene

whisky?

 

Como ocurre a menudo cuando se da el caso de que cruzar una frontera provoca una nerviosa premonición de desastre, pasamos por Checkpoint Charlie sin el menor contratiempo. Antes de salir de la ciudad pedí al muchacho que diera un pequeño rodeo para entrar en un pequeño bar de la Oranienburger Strasse a fin de que yo pudiera comprar cigarrillos y tomarme un gran vaso de la famosa cerveza Saxony’s.

—Debe de tener usted la garganta de cuero para querer cigarrillos de Alemania Oriental —dijo el muchacho.

Estaba mirando fijamente a las únicas personas que había en el bar: dos mujeres más bien jóvenes que llevaban abrigos de pieles. Ellas lo miraron con expectación, pero una mirada rápida bastó para decirles que el muchacho no era una buena perspectiva, de manera que reanudaron su conversación en voz baja.

—¿Qué sabe usted de eso? —le pregunté—. Usted no fuma.

—Si lo hiciese no fumaría esos clavos de ataúd, desde luego.

—Beba la cerveza y cállese —le dije.

Detrás de la barra, Andi Krohn había estado siguiendo nuestra conversación. Miró a las chicas del rincón y se me quedó mirando como si estuviera a punto de sonreír. El local de Andi siempre había sido un lugar donde encontrar mujeres disponibles por cierto precio; dicen que ya tenía mala fama antes de la guerra. No sé cómo se habrían salido con la suya sus predecesores durante aquellos años, a menos que fuese por el hecho de que la familia Krohn siempre había sabido cultivar a las personas adecuadas. Andi y yo habíamos sido amigos desde que íbamos al colegio, y él era el atleta más apreciado del colegio. En aquellos días se habló de que llegaría a ser corredor olímpico. Pero no fue así. Ahora tenía canas, se había vuelto muy corpulento, usaba gafas bifocales y tardó varios minutos en reconocerme después de que entrásemos por la puerta.

Los abuelos de Andi habían pertenecido a la pequeñísima minoría étnica de los serbios, eslavos que desde los tiempos medievales habían conservado su propio idioma y su propia cultura. Habitaban en su mayoría en el extremo sudeste de la República Democrática Alemana, cerca de Polonia y Checoslovaquia. Es uno de los varios lugares llamados Dreilandereck —la esquina de las tres naciones—, una localidad donde se elaboran algunas de las mejores cervezas del mundo. Desde lejos venían forasteros en busca del bar de Andi, y no todos iban buscando mujeres.

Intercambiamos los consabidos saludos como si yo no me hubiera ausentado nunca de allí. Su hijo Frank se había casado con una farmacéutica de Dresde, y no me dio otra alternativa que mirar un álbum de fotos de boda, hacer exclamaciones de aprecio y beber cerveza y unos cuantos tragos de aguardiente mientras mi acompañante consultaba el reloj continuamente y se iba poniendo nervioso. No le enseñé a Andi fotografías de mi esposa y de mi familia, y él no me pidió que lo hiciera. Andi las cogía al vuelo, como le sucede con el tiempo a cualquier

barman. Comprendía que, fuera cual fuese el trabajo al que yo me dedicara, no era ninguno que se hiciera con los bolsillos llenos de papeles de identidad.

Una vez que estuvimos de nuevo en la carretera, vimos que íbamos bien de tiempo.

—Fume si quiere —condescendió el muchacho.

—En este momento no me apetece.

—Creía que estaba usted desesperado por fumarse uno de esos clavos de Alemania Oriental, ¿no?

—Se me han pasado las ganas.

Miré el paisaje. Conocía bien la zona. Los bosques ayudaban a ocultar los campamentos militares, fila tras fila de cabañas que se complementaban con alambradas, rollos de alambre de espino y altas torres de vigilancia ocupadas por hombres con armas de fuego y prismáticos de campaña. Eran tan grandes esos campamentos, y tan numerosos, que no siempre se sabía con seguridad dónde acababa uno y dónde empezaba otro. Casi igual de abundantes durante los primeros ochenta kilómetros de nuestro viaje eran las minas de lignito a cielo abierto, de donde Alemania Oriental obtenía el combustible para producir electricidad, alimentar un millón de fogones domésticos y originar el aire más contaminado de Europa. El invierno había resultado bastante caprichoso aquel año, apretando y luego aflojando sus consecuencias sobre el paisaje. Los últimos días se había producido un deshielo prematuro y habían quedado parches de nieve que brillaban a la luz de la luna, resaltando los bordes de los campos sembrados y de las tierras elevadas. Las carreteras secundarias que habíamos elegido estaban heladas en algunos lugares, y el muchacho mantenía el coche en una velocidad sensata y moderada. Estábamos a menos de veinticinco kilómetros de Magdeburgo cuando nos encontramos con un control de carretera.

Nos topamos con él al doblar una curva. El muchacho frenó, reaccionando al ondear de una porra luminosa, de esas que utiliza la policía alemana a ambos lados de la frontera.

—¿Papeles? —le pidió el soldado. Era un individuo mayor y fornido que vestía con uniforme de camuflaje y llevaba casco de acero—. Apague el motor y los faros principales.

Tenía un acento campesino perfecto; algo digno de poner en los archivos ahora que todos los jóvenes de Alemania Oriental hablaban como locutores de televisión.

El muchacho apagó los faros delanteros, y en la repentina quietud que se produjo oí el viento entre los árboles deshojados y una apagada música pop que procedía de la caseta de guardia. El hombre que había hablado entregó los papeles a otro soldado que llevaba galones de teniente en el traje de camuflaje. Los examinó iluminándolos con una linterna. Aquel lugar era un infierno para estar parado mucho tiempo. Un paisaje inhóspito de sembrados de nabos hasta donde —justo después del horizonte y semejantes a cruceros de altas chimeneas de la flota de combate alimentada por carbón del Káiser— se alzaba una larga hilera de chimeneas de unas fábricas que lanzaban al cielo nubes de humo multicolor.

—Salgan —nos pidió el oficial, un hombre bajo y delgado con un bigote pulcramente recortado y gafas de montura de acero. Salimos. No era buena señal—. Abran el maletero.

Cuando estuvo abierto, el teniente utilizó la linterna y se puso a rebuscar a tientas entre los trapos grasientos y la rueda de repuesto. Encontró una botella de vodka sueco. Todavía estaba dentro de la lujosa caja de colores que se utiliza para las bebidas alcohólicas que venden en las tiendas libres de impuestos de los aeropuertos a precios excesivos.

—Puede quedárselo —le dijo el muchacho. El teniente no dio muestras de oír el ofrecimiento—. Un regalo de Suecia.

Pero era inútil. El teniente parecía sordo a sobornos de aquel tipo. Miró de nuevo nuestros papeles, acercándoselos a la cara de manera que la luz se le reflejó en el rostro e hizo brillar los cristales de las gafas. Yo tiritaba de frío. Por la razón que fuera, el teniente no parecía tener interés en mí. Puede que fuera por mi traje arrugado de inconfundible corte alemán oriental, o por el penetrante olor a matarratas del aguardiente de manzana de Andi Krohn que llevaba media hora repitiéndoseme y que sin duda se me hacía evidente en el aliento. Pero el muchacho usaba pasaporte sueco, y en la identificación que lo acompañaba se le describía como un ingeniero sueco que trabajaba para una empresa constructora que estaba a punto de construir un hotel de lujo en Magdeburgo. Era plausible, y de todos modos el alemán que hablaba el muchacho no era lo bastante bueno como para que se hiciera pasar por una persona de nacionalidad alemana. Los suecos se habían hecho un lugar construyendo hoteles en los que sólo se admitían extranjeros que pagasen en moneda fuerte, así que era una tapadera bastante razonable. Pero yo me preguntaba qué pasaría si alguien empezaba a interrogarle en sueco.

Me puse a dar patadas en el suelo para mantener activa la circulación. Los árboles eran atormentados por el viento y el cielo se había despejado lo suficiente como para traer consigo el descenso de temperatura que siempre acompaña a la visibilidad de las estrellas. No les envidiaba el trabajo a aquellos hombres. Mientras estábamos de pie allí, en aquel camino vecinal, el viento mordía con la crueldad que produce la humedad. Era excusa más que suficiente para estar de mal humor.

Los dos soldados rodearon el viejo Volvo abollado y lo miraron con la mezcla de desprecio y envidia que a menudo provocan los lujos occidentales en los fieles al Partido. Luego, mientras el capó seguía abierto, los dos soldados volvieron a la garita, dejándonos allí plantados en medio del frío. Yo ya había pasado antes por aquello: confiaban en que nos metiéramos en el coche y así poder volver y chillarnos. O que cerrásemos el capó, o incluso que nos marchásemos, y así poder llamar por teléfono al equipo de apoyo apostado en el siguiente control y decirles que abrieran fuego contra nosotros. No había que tomárselo como cosa personal. Todos los soldados tienen inclinación a volverse así después de estar de guardia demasiado tiempo.

Por fin parecieron cansarse de aquel juego. Regresaron y examinaron otra vez el coche, quizá preguntándose si sería distraído arrancar la tapicería de los asientos y luego asegurarse de que no hubiera contrabando dentro de los neumáticos. El teniente se quedó cerca de nosotros blandiendo en la mano nuestros papeles, mientras el viejo se subía al asiento de atrás y hundía todo lo que podía hundirse. Cuando hubo finalizado el examen, salió y volvió a mirar la parte de atrás. Se oyó un fuerte golpe cuando cerró con violencia el maletero. Cuando regresó traía consigo el vodka. El teniente nos dio los papeles.

—Pueden irse —nos dijo.

El viejo abrazaba la lujosa caja contra el pecho y observaba nuestra reacción.

Entramos en el coche y el muchacho encendió el motor y las luces. Yo volví la cabeza. Apenas visibles en la oscuridad, los dos hombres estaban de pie mirando cómo nos alejábamos.

—Vamos a llegar tarde —observó el muchacho.

—Milicias —comenté yo al alejarnos.

—Sí —dijo él poniéndose de pronto irritable, cuando el peligro parecía haber pasado—. El contable y uno de los hombres de la sección de embalaje jugando a los soldados.

—Tienen que hacerlo.

—Sí, tienen que hacerlo. Empezaron a apretar a las milicias de las fábricas hace dieciocho meses.

—Hemos tenido suerte.

—Normalmente las cosas van así hoy día —dijo el muchacho.

—Creí que íbamos a pasarnos toda la noche allí sentados —le indiqué—. Les gusta tener compañía.

—Últimamente, no. Está empezando a cambiar. Últimamente sólo les gusta el vodka.

 

Cuando llegamos a las afueras de Magdeburgo íbamos con veinticinco minutos de retraso; el muchacho habló de nuevo.

—La he fastidiado.

—¿Qué?

—¿Cree que estaremos de vuelta mañana?

—No lo sé —repuse con sinceridad.

—Se me ha olvidado dejarle la llave a mi amiga. No podrá darle de comer al gato.

Tuve ganas de decir que

Rumtopf tenía grasa más que suficiente en el cuerpo para aguantar unos cuantos días sin comer, pero las personas pueden resultar muy impredecibles acerca de sus animales domésticos, así que solté un gruñido amistoso.

—Ese coronel, VERDI, dice que le conoce a usted. ¿Trabaja para nosotros?

—¿Porque tiene un nombre en clave? No. Todos lo tienen cuando hacemos tratos con ellos de un modo regular o los mencionamos en mensajes. Incluso Stalin tenía un nombre en clave.

—VERDI dice que le debe un favor; un gran favor.

Lo miré.

—¿Y qué va a decir? —Ya tenía bastante con las tonterías que me había dicho Bret sin necesidad de que el muchacho me viniera ahora con más de lo mismo—. ¿Qué quiere, que ese tipo diga que soy yo quien le debe a él un gran favor? Eso realmente llamaría la atención de los de la Central de Londres, ¿no?

—Supongo que sí.

—Claro que dice que me debe un gran favor. Así es como se hacen estas cosas; la persona que establece el contacto siempre dice que intenta devolver un favor, un gran favor. Así no es probable que nadie de Londres sospeche que yo voy a ir allí quebrantando las normas para hacer toda clase de cosas que los muchachos que se sientan detrás de las mesas de despacho han inscrito en su gran libro de cosas prohibidas encuadernado en bronce.

—No lo había pensado así —reconoció el muchacho.

—Es un hijo de puta —dije yo.

—¿VERDI? ¿Así que lo conoce?

—Cree que le debo un favor.

—¿Usted no? ¿Es eso lo que quiere decir?

Me quedé pensando en ello.

—Tiró una orden de detención a la máquina de romper papeles en lugar de meterla en el teletipo.

—Eso es un buen favor —observó el muchacho.

—Tenía otros motivos. De todos modos, los favores que se le hacen a la oposición son como dinero en el banco —dije con rencor. Y luego, antes de que el muchacho pensase que ésa era una moneda que yo me guardaba, añadí—: Para los tipos como él, quiero decir. Les gusta poder pedir que se les devuelvan los favores.

El muchacho me dirigió una mirada fugaz. Yo había ido demasiado lejos. Me dio la impresión de que él había percibido en mi voz una nota que decía que yo, de algún modo, estaba obligado con aquel cabrón. Y eso era algo que hasta entonces yo no había admitido ni ante mí mismo.

—¿Qué piensa usted? —me preguntó el muchacho—. ¿Cree que él quiere hablar?

—Todos hablamos —respondí—. Los agentes de campos opuestos siempre hablan. Uno está siempre topándose con estos tipos; en los aeropuertos, en los bares y en el trabajo. A veces hablamos. Puede resultar útil. Es así como se hace el trabajo. Pero nunca hacemos preguntas.

—Pero si VERDI quiere entrar en nómina podemos empezar a hacerle preguntas. Vale, ya lo comprendo. Pero ¿sabrá él algo que nosotros necesitemos oír?

—Siempre hay algo que merezca la pena oírse si ellos quieren ser útiles. Si nos proporciona unos cuantos blancos buenos; eso sería valioso.

—¿Qué son buenos blancos?

—Funcionarios encargados de descifrar los códigos de aquellos que practican juegos de azar o piden dinero prestado —dije—. Jefes de departamento que beben, analistas que se tiran a la secretaria, traductores que esnifan. Gente vulnerable.

—Éste le conoce a usted. Dice que sólo hablará con alguien a quien conozca.

—Sí, ya me lo ha dicho usted. Pero tendré que convencerme bien de que es de fiar.

El coche circulaba más despacio y el muchacho iba mirando los rótulos de las calles.

—Conozco la casa —me indicó—. Entregué un paquete allí el mes pasado. Dinero, creo.

—Vive usted peligrosamente —observé.

—Todo esto no durará mucho. Quiero tener un poco de emoción mientras pueda. Deseo poder contárselo a mis hijos.

Debía de haber estado hablando con Bret.

—Puede usted quedarse con mi parte —le dije; y sonreí.

Pero aquellos jóvenes tan motivados me preocupaban; y también me preocupaban aquellas personas que pensaban que todo estaba a punto de pasar a la historia. Una vez hubo un tipo en la escuela de entrenamiento que empezó la clase teórica el mismísimo primer día diciendo: «Nuestro trabajo aquí consiste en convertir a jóvenes e intrépidos caballeros en ancianas nerviosas». Al muchacho le hacía falta desesperadamente aquella lección.

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