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—No la recibí.

—Me permiten trabajar en el departamento de Hungría.

—Eso me han dicho. Supongo que te estás haciendo un nombre.

—Trabajo mucho —me dijo Gloria—. Pero casi se me ha olvidado el húngaro. La gramática. Mi padre me está ayudando.

—¿Vuelves a vivir con tus padres?

—No me escribiste nunca —dijo ella, aunque sin hacerlo en tono de acusación ni de reprimenda.

—Lo siento. Intenté hacerlo…

—Las esposas son lo primero, Bernard. Las «otras mujeres» sabemos eso. En el fondo de nuestro corazón, lo sabemos. —Seguía sin haber rencor perceptible en aquella voz, pero Gloria echó hacia atrás la cabeza e hizo un breve puchero, aunque luego se acordó de sonreír—. Te fuiste aquel viernes por la mañana y me dijiste que sólo te ibas durante el fin de semana. Dijiste que volverías el lunes o el martes… y nunca regresaste. Todavía tengo maletas con tu ropa y otras cosas.

—No me dijeron que planeaban sacar a Fiona de allí aquel fin de semana. No me quedó más remedio que ir. Dijeron que ella sabría que no era una trampa si yo estaba allí.

—No te culpo, Bernard, de verdad que no. Es el trabajo. Son los hombres que dirigen este puñetero y podrido Departamento. Nos tratan a todos como basura.

—Pero ¿estás bien? —le pregunté—. He metido algo de dinero en tu cuenta.

—Tú te comportaste de una forma bastante decente, Bernard. Pero ellos estaban decididos a separarnos. Primero renegaron de su promesa de mantenerme en nómina con la paga completa si lograba obtener una plaza para realizar estudios eslavos en Cambridge. Nada de dinero, dijeron. Cuando vieron que tú y yo seguíamos juntos, convencieron definitivamente a papá.

—¿Qué quieres decir?

—Lo intimidaron hablándole de nosotros. Odiaban que tú y yo viviéramos juntos. Ya puedes comprender por qué, ahora que sabemos que la deserción de Fiona era un ardid. Sabían que ella iba a volver. Y atemorizaron a mi padre con ello.

—¿Quién?

—¿Cómo pueden ser tan hipócritas? ¿Qué daño le hacíamos a nadie? Éramos felices juntos, ¿no es cierto, Bernard?

Miró por encima del tabique de separación para asegurarse de que nadie la oía.

—¿Quién? —repetí—. ¿Quién sabía que Fiona iba a volver y que todo era una treta?

—Papá no quiere hablar de ello.

—Entonces, ¿cómo lo sabes tú?

—Mi padre estaba contento haciendo trabajos para el Departamento hasta que tú y yo nos pusimos a vivir juntos. Luego, de repente, pierde el arriendo de la consulta y le cierran el taller que tenía en casa.

—¿Por qué?

—No sabes hasta dónde son capaces de llegar. Y el poder que tienen es sobrecogedor. Papá recibió la visita del funcionario, inspector o lo que sea, de Salud Medioambiental. Dijo que el taller de papá contravenía la normativa de edificios de viviendas. Le dijeron que estaba en una zona residencial.

—¿No había solicitado tu padre un permiso de construcción cuando edificó?

—El Departamento le recomendó que no lo solicitase por escrito. No querían que se llamase la atención hacia el modo en que papá realizaba en casa trabajos secretos para el Departamento, por si la KGB se daba cuenta y se ponía a fisgonear. El Departamento le dijo que adelante, que lo construyera, y le prometieron arreglarle un permiso especial a través del ministerio.

—No es una conspiración. Parece más bien como si se tratase de un hijo de puta de cualquier oficina en alguna parte. ¿Lo sabe el director general?

—Entraron en la consulta y se lo sacaron todo; desde las escayolas hasta las fresas, el torno, el instrumental y toda la documentación. Todo. Mi padre no quiere hacer nada para enfrentarse a ello. Aceptó la indemnización que le ofrecieron. Pero le han arruinado la vida, Bernard. Es joven y todavía le gustaba trabajar de dentista.

—Puede empezar de nuevo.

—No, eso forma parte del trato. Perderá la pensión que le pasa el Departamento si vuelve a trabajar para alguien.

—Pero eso no puede haber sido sólo porque nosotros viviéramos juntos —le dije—. Es absurdo.

Me miró, me cogió la mano y la retuvo en la suya.

—Quizá no, Bernard. No te culpes.

—En serio, Gloria. No tiene sentido.

—Tiene sentido y mucho, Bernard. Tu mujer dirige este Departamento. No podría tener más poder ni aunque la hicieran directora general. Lo único que tiene que hacer es levantar el dedo meñique y todo el mundo sale corriendo a cumplir hasta el menor deseo que tenga.

—Tonterías —dije.

Y me eché a reír ante aquella exageración. Pero me daba cuenta de que era natural que a la pobre Gloria le pareciese que las cosas eran así.

—No son tonterías, Bernard. Si tú fueras un humilde empleado, un don nadie como yo, verías la clase de reverencias que Fiona recibe en el Departamento. La tratan como a una santa. No iban a permitir que una muchachita tonta como yo les echara a perder todos los planes. Por eso te enviaron a California, para que estuvieras con tu esposa. Y en cuanto estuviste allí me quitaron a los niños, hicieron una víctima de mi padre y se aseguraron de que yo quedase sin ningún poder.

—No es una conspiración, Gloria. Ya conoces a mi suegro. Debes comprender lo entrometido que puede ser el viejo idiota. Y no tiene relación alguna con el Departamento.

—Tú me dijiste que era como una especie de pariente.

—Del tío Silas. Sí, es primo suyo, pero lejano. Son amigos, aunque no íntimos. No podría haber confabulación entre ellos, créeme.

Con aire distraído pasó los dedos por el teclado y sacó un directorio de nombres en clave.

—Ojalá no te hubiera hablado de ello —me confió—. No pensaba decírtelo.

—Pues me alegro de que lo hayas hecho. Iré a ver a tío Silas y le diré lo que ha ocurrido.

—No balancees la barca, Bernard. Papá dice que es mejor dejar las cosas como están.

—Le pediré a tío Silas que me dé consejo sin hablarle de ti ni de tu padre.

—Te meterás en problemas. Me meterás a mí en problemas y no conseguirás hacer nada por ayudar a papá —predijo ella con aire de fatalidad. Se agachó, cogió uno de los libros del suelo y buscó una página que estaba marcada—. Además disgustarás a tu mujer. A ella no le gustará.

—Iré a la casa de campo de tío Silas y hablaré con él —repetí—. ¿Vienes aquí cada día?

—Vendré un par de días o más. Tengo mucho trabajo que hacer.

—Y por lo demás, ¿todo va bien?

Me miró un largo rato antes de responder:

—Sí, estoy en un equipo de rallies de automovilismo. Soy copiloto, navegante. Tengo como pareja a un conductor realmente soberbio. Es divertido.

—¿Rallies de coches? Siempre fuiste una conductora un poco alocada, Gloria.

—Eso solías decirme. Pero nunca he tenido un accidente, ¿no es así?

—No, en efecto, he sido yo quien ha tenido todos los accidentes —reconocí.

Permanecimos indecisos durante unos instantes, ninguno de los dos tenía nada más que decir y tampoco ninguno sabía cómo despedirse. Por fin le envié un beso con la mano, me fui a un puesto de trabajo situado al otro lado del pasillo y me puse a hurgar en el ordenador central. Desde donde estaba sentado podía ver cómo trabajaba Gloria. Supongo que esperaba que se volviera o hallase algún modo de echarme una mirada con disimulo. Pero quizá Gloría se daba cuenta de que yo la estaba contemplando, porque no dio la menor muestra de ser consciente de que yo estaba allí hasta el momento en que, tras recoger los libros y los papeles, se fue. Al pasar junto a mí me saludó con la mano moviendo los dedos del mismo modo en que lo había hecho a mi llegada.

—Mañana quizá —me dijo.

—Sí, mañana.

No había modo de fingir ante mí mismo o ante nadie que me hubiera olvidado de sacar el tema de las visitas que Gloria realizaba a los niños. Lo tuve en la cabeza, en primer plano, durante todo el tiempo que estuve sentado ante la consola. Intenté con todas mis fuerzas que se me ocurriera algún modo de pedirle que se mantuviera alejada de ellos, pero no conseguí encontrarlo. Cualquiera que la hubiera visto con los niños sabría que ella los quería tanto como pudiera quererlos cualquier otro. Supongo que eso precisamente era lo que había convencido a mi insensible suegro de que las visitas de Gloria eran buenas para los niños.

Hasta que Gloria se marchó del centro no empecé mi auténtica investigación. Sólo tardé diez minutos en descubrir que el ordenador no me proporcionaría la información que estaba buscando. Inicialicé y respondí a la petición de menú de programa con KABOG, la sección de datos de la KGB. Puse otro menú y apreté el ratón en PAÍSES ROJOS para obtener las biografías. Pero cuando tecleé VERDI, la pantalla me respondió con el siguiente mensaje: «Todos los nombres en clave de agentes requieren una contraseña para obtener el acceso».

¡Maldición! Nunca pasaba un mes sin que los datos estuvieran mejor guardados que el anterior. Pronto sólo el director general tendría permiso para entrar allí. Probé con un par de contraseñas que había utilizado para obtener datos en mis visitas anteriores al ordenador, pero a la máquina no se la engañaba tan fácilmente. Naturalmente yo sabía cuál era el verdadero nombre de Verdi, lo había sabido desde el principio. Pero la primera lección que había aprendido de mi padre era que proporcionar la verdadera identidad de un agente estaba absolutamente

verboten. Aunque fuera el nombre de un agente enemigo. Yo recordaba a VERDI demasiado bien, exactamente igual que lo recordaba Werner. Mi padre lo había detenido en los años setenta, pero Verdi había alegado inmunidad diplomática y lo habían soltado en menos de una hora. Su apellido era Fedosov y el nombre de pila Andrei, Aleksei o quizá Aleksandr. Cuando regresé al primer menú, tecleé el nombre de Fedosov y pedí un «Global», la máquina tardó mucho en responderme, por lo que creí que iba a tener suerte, pero finalmente me dijo: «Archivo retirado en el traslado de referencia con fecha 1-1-1865».

Apreté la tecla para salir. Vale, ordenador. Una buena broma. Tú tienes la última palabra. Y aquella fecha errónea no era el único error que se había encontrado en los datos del ordenador. Cuando se inauguró el centro de datos no existían cosas como máquinas ópticas de lectura de salida, así que durante semanas y semanas todas las mecanógrafas acreditadas de Whitehall estuvieron allí en un momento u otro trasladando los expedientes mecanografiados al ordenador central. Las mecanógrafas se iban a casa con los sobres de la paga bien abultados, pues algunas de ellas trabajaban setenta horas a la semana. No creo que Whitehall haya conocido nunca semejante despliegue de energía en el lugar de trabajo. Pero había que pagar un precio, y éste era la inexactitud, y ahora todo el mundo se había acostumbrado a errores de aquel tipo, como que las fechas tuvieran cien años de retraso respecto a la realidad, además de muchísimas otras cosas al servicio del gobierno.

Me acordé de cuando algunos quejicas iban diciendo por ahí que había millones de páginas de material mecanografiado y escrito en aquellos montones de abultados expedientes, y profetizaban que la tarea de introducirlos en el ordenador no acabaría nunca. Se equivocaban, por supuesto. Finalmente todo el material estuvo metido en el disco, en los chips o dondequiera que sea que van a parar las palabras cuando las engulle el ordenador. Y ahora todos los expedientes antiguos estaban abandonados acumulando polvo, abajo, en la planta que servía de almacén. Naturalmente, nunca se había añadido nada a aquellos viejos expedientes, pero quizá el joven VERDI se hubiera procurado un lugar en nuestros archivos antes de la conversión.

Bajé al subsuelo, donde se encontraba el almacén. Era un lugar tenebroso de hormigón, desnudo, en el que constantemente resonaba el eco de bombas y generadores. Aparte de la maquinaria, sólo se utilizaba para guardar mesas y sillas que no se necesitaban, archivadores abollados y paquetes de papel, todo ello sobre estantes que llegaban hasta el techo. Hubo una época en que se empezó a triturar aquellos antiguos documentos secretos, pero cuando las fichas atascaron las cuchillas de las máquinas rompepapeles, habían decidido detener temporalmente el proyecto. Y después las máquinas rompepapeles se habían necesitado en los pisos superiores y los expedientes habían sido convenientemente olvidados. Ahora sólo los guardas de seguridad y los ingenieros bajaban allí, y ni siquiera ellos se quedaban mucho tiempo.

No tuve que buscar mucho los expedientes antiguos. Estaban sobre los mismos anaqueles de metal donde se colocaron cuando fueron almacenados en el registro. Estaban rotos y polvorientos. Algunas carpetas se habían reventado, y las habían vuelto a atar como papel de desecho listo para la máquina de reciclaje. Allí no existía nada parecido a la moqueta de lujo de color plateado y antiestática que cubría el suelo del nivel 3, por lo que mis pisadas hacían eco en las paredes grises.

Me costó un poco de tiempo orientarme por entre los estantes, pero en los viejos tiempos había utilizado mucho los expedientes. Allí estaba la historia de posguerra del Imperio Británico escrita con sangre. ¿Palestina? No. ¿Kenia? No. ¿Chipre? No. ¿Malasia? No. ¿Suez? No. Me había pasado un año en la Central de Londres haciendo de todo, y traer y llevar cosas del registro era la tarea que todo el mundo quería adjudicarle a los demás.

Encendí otra luz. Berlín. Allí había algunos expedientes que reconocí. Naturalmente, los dichosos expedientes de los agentes estarían en el estante de más arriba. Fui a buscar una escalera y trepé por ella para alcanzarlos. Mientras caía el polvo de algunos expedientes secretos que no se habían tocado desde hacía décadas o tal vez más, me sentí como Howard Carter al profanar la cámara interior de la tumba de Tutankamon.

Los expedientes estaban colocados por orden alfabético. Pero no según el nombre de los agentes o de los nombres en clave que tenían. Estaban colocados por el nombre de los funcionarios que se habían encargado de los casos, o más exactamente de las personas que mandaban a los agentes. Suspiré. Si necesitaba alguna prueba del valor de un ordenador y de las facilidades de acceso que representaba, aquella tarea era esa prueba. Era lógico que los expedientes estuvieran organizados de aquel modo, porque cada director encargado de varios agentes los protegía celosamente —igual que los policías cuidan con cariño a sus informadores— y ocultaba los expedientes a sus colegas y superiores. Miré la larga fila de carpetas que tendría que repasar para localizar a Fedosov, aunque bien podría ser que no figurase en ningún sitio. Allí había más de cuarenta carpetas con expedientes, y algunas tenían un peso capaz de romper la espalda.

Bajé la primera de ellas y la puse en una mesa, bajo la luz. Peter Andrews. Me acordaba de él, un amistoso antiguo agente de SOE que en 1944 sobrevivió a un interrogatorio de la Gestapo en Lyon. Aún más sorprendente era que hubiera sobrevivido a los tribunales de selección del Servicio Secreto de Inteligencia; porque los artríticos intransigentes del antiguo Foreign Office estaban decididos a mantener fuera de «su» servicio a aquellos «aficionados de los tiempos de guerra». No era un expediente muy largo. Había tenido a su cargo a cuatro agentes en Alemania Oriental, pero como yo entonces era un niño, lo que más vívidamente recordaba era que en la pared de su despacho tenía enmarcada la portada de una revista satírica de preguerra: «El archiduque Francisco Fernando vivo. ¡La Gran Guerra, un error!». En 1963, una orden procedente de Whitehall lo envió repentinamente a Iraq para llevar diez mil dólares de plata al grupo revolucionario encabezado por el coronel Aref. Cuando llegó, al comienzo de la rebelión, envió un mensaje en el que decía que había establecido contacto. Pero Andrews era demasiado viejo para ser un revolucionario. El siguiente mensaje decía que su cuerpo, mutilado, estaba enterrado en el desierto, a ciento cincuenta kilómetros al norte de Bagdad, y preguntaba si el gobierno de Su Majestad querría pagar por su traslado a la patria.

A medida que avanzaba por los expedientes me volví más hábil para encontrar las listas de agentes sueltos. Pero, por lo que pude ver, no había ningún Fedosov y tampoco ningún VERDI, así que a VERDI debía de habérsele asignado otro nombre a modo de tapadera después de que se hubieran transcrito los datos. Cuando miré el reloj me encontré con que había tardado dos horas en registrar sólo la mitad de los expedientes, pero intentar que Dicky accediera a que yo bajase allí al día siguiente llevaba consigo toda clase de discusiones absurdas, así que continué con la tarea que me había impuesto y terminé el último expediente a las nueve cincuenta y dos de la noche. Tenía hambre y sed, las manos sucias y los pulmones llenos de polvo y porquería.

La luz parpadeante me había producido dolor de cabeza, y el fuerte zumbido de un fluorescente que funcionaba mal, lo mismo que los sonidos del resto de aquella maquinaria martilleante, me perforaban el cerebro cuando me acerqué al final del último archivo. Billy Walker, otro hombre que yo recordaba muy bien; siempre iba pulcramente vestido con oscuros trajes londinenses, y llevaba un alfiler de corbata de brillantes y un grueso reloj de pulsera de oro. Era un poco mayor que mi padre, y cuando el cargo de

rezident de Berlín quedó vacante se convirtió en uno de los rivales más feroces de mi padre. Algunas personas decían que Billy Walker había seguido a uno de sus agentes en un trabajo imposible, pues pensaba que cierto reconocimiento a la valentía le ayudaría a lograr la posición que anhelaba más que ninguna otra cosa. Otros contaban que su ostentoso estilo de vida homosexual estaba salpicado cada cierto tiempo de peleas con hombres jóvenes y peligrosos. Fuera cual fuese la verdad que había en todo ello, a Billy lo sacaron del canal Landwehr tras haber muerto a causa de múltiples heridas de arma blanca. Según aquel expediente, al mejor agente de Billy Walker no se le volvió a ver nunca más.

La cabeza me daba vueltas llena de recuerdos mientras subía con el expediente por la escalera de mano y volvía a ponerlo en el estante correspondiente. Rozaba con la cabeza las tuberías y los conductos de metal llenos de telarañas. A pesar de lo avanzado de la hora no pude resistir la tentación de bajar uno de los expedientes personales de mi padre. Ver su caligrafía en aquellos viejos y aburridos informes me trajo recuerdos de las cartas que solía escribirme. Se sentía culpable de no haberme presionado más para que fuera a la universidad. De no haber sido porque a él le disgustaba tanto, quizá yo no hubiera pensado tanto en ello. Le había dicho que no lo habría pasado bien si tenía que irme de casa, y que probablemente no habría conseguido plaza. Pero mi padre insistía en que toda la culpa era suya. Me había permitido que empezase a trabajar en el Departamento, donde una formación universitaria, por poco oportuna e inadecuada que fuese, era el único camino para llegar al piso más alto.

Pensaba en esto mientras hojeaba el relato escrito de los tiempos que mi padre pasó en Berlín. Fedosov. ¡Santo cielo! Allí estaba: Fedosov. No Fedosov el más joven; éste era Valery Fedosov, nacido en 1910, un capitán que trabajaba en el cuartel general del Ejército Rojo, en el Karlshorst de Berlín. Según aquellos informes, este hombre le había proporcionado a mi padre información secreta de los expedientes soviéticos durante la época en que los rusos bloqueaban Berlín. Las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos y la RAF se combinaban para efectuar un puente aéreo, ampliando el potencial de naves mediante la adición de todos los aviones de tamaño grande que pudieran comprarse o alquilarse en cualquier lugar del mundo occidental. Allí había fotocopias de los cálculos soviéticos sobre los suministros que llegaban y sus estimaciones de cuánto tiempo se podría mantener en funcionamiento el puente aéreo. Saber lo que los soviéticos pensaban día a día era algo vital. Incluso Londres y Washington albergaban en secreto la creencia de que el puente aéreo no podría ser más que un breve alivio para la escasez antes de que la ciudad sucumbiese bajo el estrangulamiento ruso. A las tripulaciones aéreas se les había dicho que llevasen «equipo suficiente para diez días».

Tal como resultó después, los aviones llevaron cargamento suficiente para mantener abastecidas tanto a la población civil como a las fuerzas aliadas. Fue un triunfo. Aquello sirvió para unir a los alemanes y a los angloamericanos de un modo que ninguna otra cosa habría podido conseguir. Y tambaleó la confianza de los rusos en sí mismos en una época en que esa confianza parecía inexpugnable.

No había confusión posible en la firma de mi padre que aparecía en la tarjeta de pagos ni error posible en el nombre de su informante. Además se trataba de información muy valiosa. No era de extrañar que mi padre lo guardase todo para sí, en secreto, y dirigiera a aquel agente en persona. En aquellos tiempos no existía el Muro y mi padre podía cruzar a pie la ciudad sin llamar la atención y visitar descaradamente a Fedosov en el piso que éste tenía en Pankow. No hacía falta preguntarse por qué aquello no se había introducido en el ordenador. En la cubierta delantera del expediente había un gran sello negro de caucho: «Datos no transcritos por motivo:» Alguien había escrito a mano el motivo: «Expediente interrumpido en 1950 sin continuación». Y debajo de eso, en un recuadro, se veía el garabato que era la firma de un supervisor. Aquél era motivo suficiente para no introducir aquel material en el ordenador en una época en que costaba tanto tiempo y esfuerzo meter en la máquina las cosas esenciales de aquel momento.

El bloqueo soviético de Berlín se levantó el 12 de mayo de 1949. Los pagos a Fedosov continuaron durante otros tres meses, pero luego cesaron sin explicación alguna. No era raro que los informadores fueran y vinieran de aquel modo; la mayor parte eran

prima donnas veleidosas que buscaban el amor y el dinero que no obtenían en su propio bando. En aquellos días todo era ocasional. A Fedosov lo había dirigido personalmente mi padre, y, por lo que revelaban aquellos archivos, nunca se le había proporcionado un nombre en clave. Cogí la tarjeta de pago, la doblé y me la guardé en el bolsillo. Y me pregunté si aquel Valery Fedosov, padre de VERDI y héroe del Grupo de la Bandera Roja número 5 de la Unión Soviética, seguiría viviendo en el piso de Pankow, en Berlín.

Razoné que Dicky Cruyer tomaría pronto la decisión de que mi visita a Berlín era urgentemente necesaria. Y si Dicky no llegaba pronto a esa conclusión, tendría que ocurrírseme a mí alguna manera de meterle aquella idea en la cabeza.

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