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—ESE peinado nuevo te sienta muy bien, Tante Lisl —le dije de aquella manera débil y confusa en que yo siempre hacía semejantes piropos.

Parpadeó con sus pestañas cargadas de rímel y se tocó el cabello teñido y lleno de laca. Estaba sentada en su despacho. Aquél había sido siempre su retiro especial; allí tomaba el desayuno en el pequeño balcón, cuyas puertas dejaba abiertas si hacía buen tiempo; también hacía las cuentas, comprobaba las facturas y cobraba el dinero en efectivo a los huéspedes del hotel. Un conmovedor retrato del Káiser Guillermo de joven estaba colgado en la pared en el mismo lugar en que había estado en tiempos del padre de Tante Lisl, cuando era éste quién ocupaba el despacho. Y sobre la repisa de la chimenea, por encima de la estufa, se encontraba el viejo reloj de bronce que por la noche marcaba las horas con campanadas más audibles de lo que hubieran deseado los que quedaban dentro del alcance del sonido.

Ya no estaba confinada a la silla de ruedas de acero inoxidable que había ocupado el centro de aquella habitación durante mi última visita. La silla de ruedas había sido enviada al almacén del sótano, lleno de telarañas, junto con un baúl que contenía las pertenencias de mi padre, de las cuales yo hasta el momento no había dispuesto, y los estimados palos de golf de Werner, por los cuales Lisl, al encontrarlos, había manifestado un total desprecio.

Las operaciones de rodilla y de cadera a que había sido sometida le habían devuelto la capacidad de movimiento hasta un punto sorprendente, de modo que ahora ocupaba un cómodo sillón de orejas debajo de la lámpara de lectura. Parte de la luz le daba en la zona inferior del rostro y ponía de manifiesto los polvos y el colorete sin los cuales se sentía desnuda. En el suelo, junto al sillón, había un magnífico álbum de fotos de piel con una etiqueta escrita a mano:

Mi crucero por el Caribe.

—Peinado nuevo, cadera y rodilla nuevas, hotel nuevo y vida nueva —dijo Lisl; y soltó una de sus inimitables carcajadas a pleno pulmón.

—Sí. Me he llevado una verdadera sorpresa al entrar —le dije con sinceridad.

Conocía a Lisl Hennig y aquel mugriento y viejo hotel de Kantstrasse desde que era niño, un niño de pecho para ser más exactos. Y cuando entré aquella mañana estuve a punto de gritar. No es que hubiera nada que yo no recordase haber visto antes. Pero la última vez que estuve allí Werner Volkmann llevaba la dirección del hotel. Acababa de casarse con la sobrina de Lisl —la en otro tiempo Ingrid Winter— y se llevaba a cabo una restauración completa del establecimiento.

Pero el breve período en que Werner había estado como director, al igual que su matrimonio, había terminado. Los muebles de buen gusto que Ingrid había prodigado con gran dedicación por el hotel habían desaparecido. Detrás de la barra, colocadas alrededor del viejo espejo moteado, se había vuelto a poner las estanterías, que estaban llenas de docenas de botellas de raros y remotos licores y otras bebidas alcohólicas que nadie pedía jamás. Enormes plantas prensiles plantadas en macetas, que echaban hojas incesantemente pero que nunca florecían, se hallaban de nuevo en medio, bloqueando la estrecha entrada al pie de las escaleras. La colección de fotografías de Lisl, una colección con firmas autógrafas de las personas que habían visitado la casa en calidad de huéspedes en los viejos tiempos o como clientes del hotel después de la guerra —Albert Einstein, Von Karajan, Max Schmeling y el almirante Donitz—, se había vuelto a colgar en la pared. La colección completa de láminas de Escenas de la vida rural alemana volvía a ocupar las paredes del comedor junto con el valiosísimo dibujo original de George Grosz. El hotel de Lisl se había vuelto a convertir casi por entero en lo que había sido durante medio siglo o más antes de que ella lo pusiera en manos de Werner. Las viejas sillas de madera curvada del salón del desayuno, las polvorientas aspidistras que parecían florecer en la tenue luz del salón… todo estaba otra vez del modo como yo lo recordaba de mi infancia. Tante Lisl incluso había dado marcha atrás al reloj. Las operaciones por las que le habían implantado las prótesis de las articulaciones le habían devuelto la capacidad de pasear lentamente por todo el hotel, de subir y bajar las escaleras sin ayuda de nadie —si bien con grandes precauciones— y de rebelarse por cualquier cosa que no estuviera exactamente a su gusto; por cualquier cosa que diera la impresión de haber tenido su origen en la comedida Ingrid.

Aquel legítimo salto atrás, y la exhaustiva restitución de muebles que vino a continuación, era comprensible si uno recordaba que para Lisl aquello no era sólo un hotel. También había sido su hogar; ella había crecido en aquella casa. Yo también. Y eso era algo que yo tenía en común con Lisl. A mi padre le habían destinado a Berlín al final de la guerra y se había alojado en aquella casa con mi madre y conmigo. El salón se había convertido en aquella época en un pequeño y elegante salón de té, donde el marido de Lisl, concertista de piano, tocaba melodías de Gershwin en el Bechstein, saltándose un acorde de vez en cuando a causa de la artritis que poco a poco iba transformándole las manos en garras. Mi familia permaneció allí aun cuando bonitas casas de todo tipo estaban al alcance del

rezident, el hombre que dirigía la única organización de inteligencia fiable que sondaba a los rusos. Supongo que nosotros, los tres Samson, llegamos a sentirnos ligados emocionalmente a aquella casa, a aquella fachada desconchada por la bombas, a su decoración interior —como un museo del antiguo Berlín—, pero también caímos hechizados por aquella maravillosa y loca vieja que era Lisl.

¿Has comido? El plat du jour es Eisbein.

Llevaba puesto un vestido de color esmeralda vivo muy suelto, una prenda muy conveniente para alguien que está sometido a un régimen drástico para perder peso y a quien todavía le queda camino por recorrer.

—Ya he comido —repuse.

—Antes te encantaba el Eisbein.

—Todavía me encanta.

—Estoy segura de que quedará uno. Un poco más de tiempo cociendo no le hace daño a un Eisbein.

—A lo mejor me lo como esta noche.

—¿Has visto tu habitación? —me preguntó.

—Gracias, Lisl —le dije—. Eres un cielo.

En realidad sabía que era a Werner y a su esposa a quienes tenía que dar las gracias por haber conservado la suciedad acumulada de la estrecha buhardilla que yo siempre utilizaba. Pero Lisl era capaz de atribuirse los méritos ajenos si estaba en juego el cariño. Me acerqué a ella, me incliné y le di un beso en la mejilla. Iba profusamente maquillada con la clase de pintura y rímel que suelen verse más a menudo al otro lado de las candilejas. El perfume resultaba abrumador.

—En Alemania se dan dos besos, Bernd. Ahora no estás en Inglaterra.

Levantó la cabeza y volvió hacia mí la otra mejilla.

—Te quiero, Lisl —le dije—. Es maravilloso ver que estás en forma y tan bien.

—Es que me cuido —puntualizó con complacencia—. Y tú deberías dejar de beber, adelgazar un poco, hacer ejercicio y dormir más. —Lo dijo automáticamente, sin demasiadas esperanzas de que yo fuera a seguir su consejo. Siempre le había gustado comportarse conmigo como si fuera mi madre, y como una madre siempre repetía los mismos consejos. Incluso cuando yo tenía dieciocho años y estaba tan delgado como un espárrago, me decía que dejara de comer tanto y que no bebiera otra cosa que no fuera cerveza alemana, pues las demás tenían aditivos químicos—. Me prometiste que la próxima vez me traerías fotografías de tu familia.

—Te enviaré unas cuantas —le dije—. Fiona está maravillosa. Y los niños han crecido tanto que no los reconocerías.

—Quédate con tu esposa, Bernd. Con el tiempo no lo lamentarás. Y te ha dado un par de hijos maravillosos. ¿Qué más puede pedir un hombre?

Sonreí y no contesté.

—Esa chica con la que estabas la noche de la fiesta. Era una perdida, Bernd. Por eso la mataron. No era buena.

—Era la hermana de Fiona. Yo no estaba

con ella —le dije intentando permanecer imperturbable.

—Me habían dicho otra cosa.

Miró hacia abajo para admirar las botas plateadas que llevaba puestas. Eran brillantes y subidas por los lados, de fiesta. Movió los dedos de los pies y me sonrió. Supongo que hacía mucho tiempo que no se había visto los dedos de los pies.

Aquella distracción era para poner punto final a la conversación, pero yo estaba decidido a no dejar pasar la ocasión.

—Dicky Cruyer reservó una habitación doble en el Kempi, o en otro sitio por el estilo, y utilizó mi nombre —le dije—. Tessa estaba con el señor Cruyer.

Lisl agitó un dedo ante mí.

—Aquella mujer se fue contigo, Bernd. No lo niegues. Se subió a tu coche y te marchaste con ella.

—Era una furgoneta con matrícula diplomática. Y no era mía. No pude convencerla de que se bajase. Yo tenía que irme. Era un trabajo oficial.

—De capa y espada —sentenció Lisl, muy despacio, en su inglés execrable. Le gustaba salpicar sus parrafadas con palabras y expresiones francesas e inglesas. Por eso a la gente le costaba trabajo entenderla.

—Sí, de capa y espada.

—Su hombre vino a buscarla. Estaba muy enfadado. Aquella mujer no era buena. No había más que mirarla para ver lo que era.

—No fue así —le aseguré.

Crime passionel —dijo Lisl—. Aquel hombre, el que vino a buscarla, estaba furioso. Se marchó haciendo un ruido infernal con su ciclomotor y con una expresión terrible en la cara. Me di cuenta de que se avecinaban los problemas.

—¿Qué hombre con un ciclomotor?

Aquella pregunta le proporcionó a Lisl una satisfacción instantánea y profunda. Sonrió con presunción.

—¡Ah! Tú no lo sabes todo,

Liebchen. Así que no te contaron lo del hombre que la iba siguiendo. Temí por tu seguridad, Bernd. Si aquel tipo os hubiera encontrado juntos…

—Cuéntame más cosas de ese hombre. ¿Cómo sabes que buscaba a Tessa?

—Era su novio… o alguna especie de amante. Iba preguntando a todo el mundo dónde estaba ella.

—¿Qué aspecto tenía? —quise saber.

—Oh, no sé. Era mayor que tú, Bernd, bastante mayor. Más bien gordo, pero fuerte, con barba canosa muy bien recortada y gafas de estilo americano. No hacía más que decir que llegaba tarde. Llevaba consigo dos de esos grandes cascos brillantes. ¡Dos! Supongo que uno era para que se lo pusiera ella cuando iba en la parte de atrás de la moto.

—Tienes razón, Tante Lisl, no tenía ninguna noticia de ese hombre.

El hombre se llamaba Thurkettle. De modo que aquél era el eslabón que faltaba. Todo empezó en aquel condenado baile de disfraces en el hotel de Lisl. Hasta aquel momento yo nunca había podido creer que la muerte de Tessa formase parte de una conspiración, porque yo la había llevado a la salida de la autopista de Brandeburgo, el lugar de la Autobahn de Alemania Oriental donde ella había encontrado la muerte. Y desde entonces me había culpado a mí mismo de lo ocurrido. Cuando me marché de la fiesta para ir a reunirme con Fiona, en su escapada hacia Occidente, había permitido que Tessa se subiera a la furgoneta… o por lo menos no la había obligado a bajarse, como debiera haber hecho. Pero ahora me parecía más probable que Tessa se hubiera subido deliberadamente a mi vehículo, quizá porque Thurkettle no se había presentado para recogerla.

—Al día siguiente vinieron unos inspectores de policía. Me explicaron que habían recibido la información de que en la fiesta se había consumido drogas. Les dije que por lo menos a la mitad de las personas que asistieron no las conocía. También hablaron con Werner. No volvieron más. ¿Alguien había estado tomando drogas aquella noche?

—No lo sé, Tante Lisl. No vi a nadie que pareciera especialmente colocado.

—¿Ni siquiera esa mujer, Tessa?

—Quizá.

Era una trampa.

—Estaba metida en drogas, Bernd. ¿Cómo te atreves a negarlo?

—Puede que tengas razón, Lisl. Se comportaba de un modo muy extraño.

—Aborrezco las drogas. Supongo que tú no tomarás nada parecido.

—No, Lisl, yo no tomo drogas.

—Tienes que pensar en tu familia, Bernd.

—Ya lo hago, Lisl. No tomo drogas.

—Y espero que Werner tampoco.

—No, estoy seguro de que no —le dije.

—¿Has hablado con Werner?

—Siempre vengo a verte a ti primero.

Sonrió. Sabía que no era cierto.

—Werner va de acá para allá. Haciendo cosas. Lo que hace es peligroso,

Liebchen. ¿No puedes impedírselo?

—Ya sabes cómo es Werner —le dije—. ¿Cómo voy a decirle lo que tiene que hacer?

—Él te respeta, Bernd. Eres su amigo íntimo.

—A veces me pregunto si eso todavía sigue siendo verdad.

—Sí, claro que sí —dijo Lisl con brusquedad—. Werner te tiene en gran estima.

—Ha vuelto con Zena —le comenté.

—Me lo dijo él. —Lisl movió la cabeza y me miró con los ojos muy abiertos y con una expresión que significaba que el mundo era un lugar extraño en el que los juicios que se expresaban verbalmente concernientes a emparejamientos como aquél podían ser peligrosos—. Quizá sea para bien.

Pobre Ingrid. De manera que así era como se había planteado. Supongo que era la forma que tenía Lisl de expresar el disgusto por haber cambiado el hotel.

—A mí me caía bien Ingrid —le dije con cautela—. Zena sólo pretende sacar tajada. Pero no lo quiere.

—No podemos decirles a las personas a quién deben amar,

Liebchen. Eso es algo que aprendí hace muchos años. —La parte superior del cuerpo de Lisl se balanceó; luego, utilizando para ello la fuerza de ambos brazos, se puso en pie con admirable agilidad—. Me voy a hacer la siesta. El médico insiste en que es importante para mí. Tú ve a encontrarte con Werner. Me parece que lo he oído entrar.

—Tienes buen oído, Lisl.

Yo no había oído entrar a nadie.

—Tiene la habitación del colchón duro. Al parecer la columna le está dando la lata otra vez; siempre ha padecido de la espalda. La puerta chirría. Y tienes que decirle que deje de ir allí.

—Lo intentaré, Tante Lisl.

—Estoy encantada de tenerte otra vez aquí, Liebchen. Es como en los viejos tiempos. Pero si tu gente de Londres quiere encontrar al asesino de aquella mujer… —Hizo una pausa. El tono de su voz ponía de manifiesto que tenía considerables dudas acerca de que ése fuera nuestro deseo—. Busca al hombre de la moto.

—Sí, Lisl.

 

Werner debía de tener el oído tan fino como Lisl, porque no bien hube abandonado el despacho de ésta para ir a buscar asiento en el salón, Werner entró; llevaba en la mano un florero con una docena de rosas rojas de tallo largo.

—¿Se ha ido? —me preguntó.

—A hacer la siesta.

Werner siempre se acordaba de comprarle flores.

—Será mejor que no la moleste —dijo, aunque ambos sabíamos que las siestas de Lisl eran unas ficciones muy convenientes tramadas para poder dedicarse a hacer el crucigrama del Die Welt o tomarse una copa de jerez sin la distracción de tener que mantener una conversación educada—. Se las llevaré más tarde.

Dejó las flores sobre el piano.

Tenía la tapa levantada y Werner no pudo resistir la tentación de pasar los dedos por las teclas mientras se encontraba de pie junto al piano, pero en deferencia a la hipotética siesta de Lisl dejó de tocar al cabo de un par de compases. Todavía al lado del piano, dijo:

—No deja de darme la lata con que tengo que hacer ejercicio y perder peso.

Los pantalones de

tweed de corte impecable y la camisa hecha a medida eran, obviamente, obra de Zena, y Werner tenía muy buen aspecto a pesar de las recomendaciones de Lisl. Desde luego, aquél era un gran cambio si se tiene en cuenta su acostumbrado atuendo, consistente en abolsados pantalones de pana y camisas de punto viejas.

—Esas recomendaciones nos las hace a todos —le dije.

Cerró el piano.

—Es la prótesis de la cadera. De repente ha descubierto la buena salud. Está poseída de ese celo evangelizador del que acaba de perder peso.

—De mí no has de temer nada de eso —puntualicé.

—Me trata igual que a un niño.

—Se preocupa por ti. —Werner hizo una mueca—. Le preocupa que vayas allí —le dije.

Y pronuncié la palabra

drüben —allí— del modo exageradamente poco correcto en que Lisl solía hacerlo.

—No he estado allí —repuso Werner con el mismo tono de voz.

—Yo creía que habías estado allí cumpliendo las órdenes de Dicky Cruyer.

—¿Las órdenes?

—Una red para VERDI.

Con aire satisfecho, Werner dijo:

—Estás de capa caída, Bernie. Uno no va allí cuando está negociando un trato de esa clase. Eso les proporcionaría una excusa para presionarte, o incluso un motivo para arrestarte acusándote de sobornar a un servidor del pueblo. No, en la primera toma de contacto, cuando estás reclutando a un hijo de puta entrenado en Moscú de primera categoría, como es VERDI, hay que hacerle venir aquí para hablar.

Había cierto deleite contenido en la manera en que Werner me estaba impartiendo aquella lección. Jugar a los espías para la Central de Londres era para Werner lo mismo que batear para Inglaterra representaba para Dicky Cruyer: un sueño tan preciado que sólo hacía referencia al mismo por medio de chistes malos.

—¿Así que VERDI ha venido aquí?

—Ésa es la norma, ¿no? El primer contacto debe ser en el terreno de uno.

—¿Qué quieres que diga, Werner? ¿Quieres que te pida que des clase en la escuela de entrenamiento? ¿O te bastaría con escribir un manual de instrucciones?

—VERDI ha venido aquí, a Berlín Occidental. Le enseñé el contrato escrito de alistamiento que me envió Dicky. VERDI se encerró en una habitación que el ejército ruso tiene para los soldados que guardan el monumento conmemorativo y lo estuvo leyendo detenidamente varias veces, al menos trescientas. Yo me quedé fuera sentado en el coche. Casi me da algo.

—¿Y accedió?

—Eso creo. Sí.

—¿De modo que organizarás una red?

Werner soltó un pequeño bufido sin alegría.

—¿Organizar una red? ¿Cómo iba a hacer yo eso?

—¿No es eso lo que quiere Dicky?

—Todavía es pronto. Veamos qué puede proporcionar VERDI.

—Yo creía que Dicky tenía prisa —le indiqué.

—Sí, así es —repuso Werner misteriosamente.

—¿Qué ofrecía el contrato?

—Era un contrato… un paquete sellado.

—Pero… ¿qué decía? —insistí.

—Dicky me dijo que yo sólo tenía que hacer de mensajero. Que era más seguro para mí mantenerme a cierta distancia en ese trato. VERDI no sabe que soy yo quien va a encargarse de manejar el material que nos proporcione. No se corre el riesgo de que VERDI espere respuestas para sus preguntas si no soy más que el mensajero.

—¿Y qué había en el contrato?

—Pensé que lo más conveniente era que yo le echara una ojeada rápida —confesó al tiempo que se removía, incómodo—. ¿No dirás nada de esto en Londres?

—Ya me conoces, Werner. Cuando vuelva le contaré a Dicky todo lo que me digas. Además, le he prometido poner micrófonos en tu habitación.

—Era el contrato habitual —comenzó a explicar Werner.

Me dirigió una sonrisa nerviosa. No quería hacer concesiones. No creía que yo tuviera intención de espiarle, pero el mero hecho de oírme decir aquello bastó para que Werner dedicase toda su atención a quitarse unos hilos imaginarios de la camisa oscura que llevaba puesta.

Lo miré un momento y luego dije:

—Yo conocía a alguien llamado Werner Volkmann. Era un buen muchacho. Puede que no siempre justo y juicioso, pero yo sabía que sus virajes tendrían a tiempo la inclinación y el golpe de timón precisos. ¿Ves tú algo parecido hoy día?

—¿Qué quieres de mí, Bernd?

Ahora yo era Bernd; ya no era Bernie.

—Has cambiado —le dije—. Ya no sé en qué lugar estoy contigo. En los viejos tiempos nunca me habrías dicho que no le contara a Dicky lo que me decías. Éramos buenos compañeros. Entonces, ¿qué sucede ahora? ¿Qué he hecho, Werner? ¿O qué has hecho tú?

—Zena estuvo informando sobre mí. Estuvo informando a Londres.

Así que eso dolía mucho.

—Eso me dijo.

—¡Sobre mí! —repitió. Era evidente que yo no había reaccionado con la suficiente energía ante su grito de dolor. Torcí el gesto—. Estuvo investigándome mientras vivía con ella —añadió sólo para que quedase bien claro.

—Ya lo he comprendido, Werner. ¿Y qué relación tiene eso con el motivo por el cual no quieres contarme lo que decía el contrato de VERDI?

—¿Por qué no me advertiste de lo que estaba haciendo Zena? ¿Te parece elegante jugar conmigo de ese modo?

—Vamos, Werner, no creerás que yo estaba al corriente de que ella también estaba en nómina. Londres no me cuenta esas cosas.

—Tú eres uno de ellos.

—¿Uno de quiénes?

Se encogió de hombros.

—Tú eres británico; yo soy alemán.

—Ve a darte una ducha fría, Werner. Luego vuelve y cuéntame lo que decía el contrato.

—¿Por qué?

—Porque mañana iré allí para hablar con el padre de VERDI.

Werner clavó los ojos en los míos mientras su cerebro registraba rápidamente el ordenador.

—Sí, ya había oído decir que el viejo seguía vivo. ¿Todavía está en Pankow?

—Seguramente. Nadie se mueve de una de esas casas para jubilados de Pankow. Al menos cuando la alternativa es vivir en una de esas barracas sin calefacción de Moscú. Ningún ruso quiere volver allí.

—Ándate con cautela con él —me recomendó Werner—. Seguro que es un fanático de la vieja escuela.

—También estaba en nómina. En nuestra nómina. ¿Lo sabías, Werner? —Pude darme cuenta de que lo había sorprendido, a pesar de que intentó disimularlo—. Mi padre le estuvo pagando hasta que acabó el puente aéreo de Berlín. Nos estuvo proporcionando información maravillosa sobre los cálculos de los soviéticos. Mi padre se ocupó de ello en persona.

—Eso explica muchas cosas.

—¿Por ejemplo?

—Lo de aquellos soberanos de oro que llevamos a Zúrich. ¿Te acuerdas?

—No, Werner. Eso fue muchos años después. Nosotros éramos niños en la época del puente aéreo.

—Tu padre no dejaría que un contacto así se enfriase. ¿Cuántos agentes tenía tu padre a su cargo? Me refiero a los que llevaba personalmente. Apuesto a que tu padre siguió pagándole. Apuesto a que los pagos mensuales que hacíamos a nombre de madame Xavier eran una cuenta suiza para él.

A mí nunca se me había ocurrido aquello.

—Es posible —convine finalmente.

—Madame Xavier —repitió.

—Puede ser.

—Tú creías que tu padre tenía una mujer allí —me dijo Werner—. Pensabas que madame Xavier era su querida.

—No es verdad.

—Nunca lo dijiste, pero eso es lo que pensabas. Confiésalo, Bernd.

—Alguna vez me pasó por la cabeza.

—El viejo VERDI probablemente siga viviendo del dinero que recibió de tu padre. En estos tiempos que corren las cosas no están muy bien para los pensionistas del ejército ruso. Incluso los regimientos de guardias llevan un retraso de varias semanas para percibir la paga. Unos cuantos francos suizos darían mucho de sí allí ahora.

—Voy a ver qué puedo sacarle al viejo, Werner. Pero necesito saber de qué va todo esto. ¿El contrato de VERDI le asegura la posibilidad de que venga a vivir aquí? Y si es así, ¿cuándo? ¿O es que Dicky piensa mantenerlo allí cuanto sea posible? ¿Va a venir también el viejo? ¿O todo este asunto no son más que tonterías… uno de los sueños de Dicky?

—Conocer el contenido del contrato que Dicky le ofreció no te ayudará a averiguar nada de eso.

—¿No se lo guardó?

—Lo quemó.

—¿Es de fiar?

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