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—Si VERDI se mete en esto, su gente se tomará mucho tiempo y molestias tratando de encontrarlo para matarlo —me aseguró Werner—. No les quedaría más remedio que hacerlo así. Si consiguiera salirse con la suya en algo tan importante como esto, otros también lo intentarían.

—Quizá tú y yo hayamos pasado demasiado tiempo con gente retorcida, Werner. Casi me da pena ver a VERDI tratando de decidir hacia qué lado saltar.

—Pues no te dé pena —dijo Werner con vehemencia—. Es un tipo muy desagradable y siempre lo ha sido. Tú lo sabes. Y tú eres su billete para el comedor.

—Has dicho que no creías que viniera a nosotros.

—No, he dicho que su gente lo buscará para matarlo. Pero eso no detendrá a un hombre como VERDI. NO hará caso del contrato de Dicky. Esperará a que tú establezcas contacto con él y entonces empezará a regatear de verdad.

Suspiré. Menuda perspectiva.

—¿Y su padre? ¿Forma parte del trato?

—Debe de tener cien años. Olvídate del viejo. Pero ten cuidado con VERDI. Ya no es aquel desalmado grasiento de poca monta que conocíamos, Bernard, el tipo que siempre estaba rondando por el Polizeiprasidium con las manos en los bolsillos y sin nada que hacer. Ha asistido a la Academia Diplomática Militar y ha pasado varios años al frente de una sección de zona antes de conseguir que lo trasladasen a la Stasi. Ha adquirido una remilgada arrogancia que te sorprenderá.

—Pero ¿no se encarga de los códigos y mensajes cifrados?

—Lo hacía antes, y por eso Dicky lo necesita, pero desde que está en la Stasi es un pez gordo. Todo el personal de alto rango entrenado en Rusia está formado por peces gordos.

—¿Sabemos por qué pidió el traslado a la Stasi? ¿No le iba mejor con la KGB?

—¿Quién ha dicho que lo hiciera voluntariamente? Siempre se libran de ellos, Bernard. Ni siquiera a los alemanes del Volga se les permite servir en Alemania, para que no se hagan demasiado amigos de los lugareños. El hecho de que su madre fuera alemana situó a VERDI dentro de esa misma dudosa categoría. Y si se ofreció voluntario para trasladarse, sería sólo porque sabía que nunca conseguiría el

papakha en la KGB.

El

papakha era el sombrero picudo con la parte superior descomunal que utilizan los coroneles soviéticos y los oficiales de rango superior a coronel. Lo que decía Werner parecía tener sentido. También es verdad que tenía un instinto en el que yo confiaba siempre.

Estuvimos allí sentados, en la habitación a oscuras, contemplando cómo se ponía el sol. En Berlín hacía frío, la ciudad estaba tan fría y tan gris como sólo Berlín puede estarlo. No había ni un soplo de viento, y aquella inusitada calma contribuía a crear una extraña sensación de irrealidad. El verano se había ido, pero el invierno aún no había llegado.

Los forasteros que detestaban la ciudad se quejaban de las calles amplias y de los bloques de apartamentos, enormes edificios de piedra que hacían que las personas que se encontraban al pie de ellos parecieran enanos. Y en días como aquél los habitantes más leales de Berlín se veían tentados a tomar en consideración las distintas maneras de escapar de allí. El sol estaba bajo, sus últimos rayos se escurrían desde la cima del vecino edificio de apartamentos como suculenta mostaza alemana sobre una empanada. Los árboles no tenían hojas, y en los mimados rosales de Tante Lisl sólo sobrevivía una gran rosa blanca con goterones marrones de escarcha que, marchita, pendía de un hilo.

—Pero también voy a ver al padre —le dije rompiendo así un largo silencio.

Werner dio la impresión de no haberme oído.

—¿Te acuerdas de los tiempos en que los empleados de hotel nos devolvían las propinas y nos decían con altanería que aquélla no era la manera como se hacían las cosas en su nuevo estado socialista? ¿Te acuerdas de cuando todos eran tan orgullosos y condescendientes? ¿Te acuerdas de cuando el trabajo del espionaje lo llevaban a cabo patriotas? No hace tanto tiempo de eso, Bernie. Ahora esos mismos hijos de puta venden a su madre por una perforadora Black and Decker y un álbum de los Rolling Stones. Es como el perro que se come a otros perros. Y la cosa se pone cada día peor.

A duras penas podía ver a Werner en la penumbra, pero sabía que se había dado la vuelta para mirarme. Quizá yo no estuviera poniendo de manifiesto tanta rabia como debía. Mi capacidad para odiar a VERDI era limitada. Al fin y al cabo me había dejado escapar en una época en que tenía encima de su mesa de despacho una orden para arrestarme en cuanto me vieran. Incluso el hecho de que me arrojasen del expreso Varsovia-Berlín fue mejor que lo que me aguardaba al final del viaje.

—Pero ¿por qué haces esto? —me preguntó Werner al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

—Por Dicky.

—Por Dicky —repitió Werner con desdén.

—No estoy en situación de discutir con la Central de Londres —le dije—. Y Fiona cree que interviniéndoles las comunicaciones averiguaremos qué pasó la noche que murió Tessa.

—Tú estabas allí, ¿no es cierto?

—Yo estaba en la Autobahn —confesé—. Nos hallábamos en un tramo de la carretera que se encontraba en obras. Estaba señalizado con postes… Era de noche y llovía a cántaros. En lo único que podía pensar era en sacar de allí a Fiona de una pieza. Así que no sé qué pasó. No sé qué sucedió en realidad.

—Tú estás en una pieza y Fiona también —dijo Werner—. ¿Importa acaso lo que pasara de verdad?

—Me gustaría poner eso en claro, Werner. Me gustaría tener una explicación que tranquilizara a Fiona.

—Déjalo correr, Bernard. Limítate a cumplir con tu deber, tal como dice el libro. Que se joda todo lo demás. Invita a VERDI a venir aquí, salúdale y asegúrate de que no le guste la oferta. Permítele que diga todo lo que se le antoje, pero luego olvídate de ello. Garabatea uno de tus famosos informes de esos de cinco páginas que no dicen nada. Y luego vuelve a Londres y dile a Dicky que el asunto no funcionará. Dicky te creerá. Yo te respaldaré al cien por cien. —Yo sabía que Werner estaba poniendo la cara graciosa que guardaba para las situaciones muy serias—. Esto es un montón de medicina mala, rostro pálido.

—Fiona y George Kosinski… ellos no lo dejarán correr, Werner. Querían a Tessa, y yo también la quería. En cierto modo era de mi familia. Y las familias afligidas no dejan correr las cosas hasta que se sienten satisfechas. La gente se comporta así cuando pierde a un familiar; de algún modo les trae unas migajas de consuelo saber quién lo hizo y por qué. —Werner asintió. No hace falta hablarle a un judío berlinés de las muertes misteriosas de familiares, pero comprendí que no se había dado por vencido en su empeño por convencerme de que lo dejara. Me pregunté si tendría algún motivo que yo no conocía—. Es mejor aclararlo —dije.

—Supongo que tú lo sabrás mejor que nadie. Y tienes que vivir con la familia.

—Sí —convine.

—Me alegro de que todo se haya resuelto bien —me dijo Werner. Ahora casi se comportaba como el viejo Werner de siempre—. He oído decir que Fiona está preciosa y que trabaja en la Central de Londres.

—Sí, y los niños vienen a vivir a casa dentro de una semana más o menos.

—Y tenéis casa nueva.

—El apartamento de los Kosinski, en Mayfair; está amueblado con antigüedades y gruesas alfombras. Es como un museo. Fiona, sencillamente, se revuelca en semejante lujo. Con mi sueldo yo nunca podría haber hecho nada parecido.

—¿Tú también te encuentras cómodo allí?

—Resulta espectacular, está en Londres y puedo ir andando a trabajar.

—Entonces, ¿la vida es perfecta?

—Sólo que amo a Gloria.

Ni siquiera yo podía creer que lo hubiera dicho. Le estaba contando a Werner algo que ni siquiera había llegado a admitir yo mismo.

Werner me miró y durante un buen rato no dijo nada. Quizá se estuviera preguntando si había oído bien, o tal vez esperase que yo me retractara de aquella confesión.

—¿Se lo has dicho a Gloria? —preguntó por fin.

—No.

—¿Y a Fiona?

—Claro que no.

—Entonces, ¿por qué me lo dices a mí? —quiso saber Werner, como si no quisiera verse cargado con el peso de mis secretos.

—Porque me parecía que si no se lo decía a alguien pronto me convertiría en un sapo.

—En un príncipe —puntualizó Werner—. Un sapo ya lo eres.

Werner estaba restándole importancia al asunto mientras pensaba en las consecuencias. El sol había desaparecido. Afuera, la calle estaba oscura, y Werner era sólo una tenue sombra contra el resplandor de luz que procedía de algún lugar del vestíbulo. El feo y viejo reloj de Tante Lisl dio la hora. Me pregunté cómo podría aquella mujer dormir una noche entera teniendo que escuchar aquellas campanadas todo el tiempo.

—Lo siento, Bernie —me dijo al cabo de un rato. Tosió y giró la cabeza como si quisiese evitar mirarme a los ojos. Werner había pasado por todo aquello con Zena e Ingrid. Conocía las consecuencias—. Cuando os vi juntos… a Gloria y a ti…

Se detuvo. Nunca sabré lo que estuvo a punto de decirme.

—Supongo que se me pasará —le indiqué—. Tengo entendido que con el tiempo todo acaba por pasar: el mal de amor, el dolor de la muerte, del fracaso, de la humillación, del odio, de la aflicción…, el dolor de cualquier cosa acaba por apagarse.

—No —dijo Werner.

—Pero se convierte en un dolor soportable.

—Quizá —convino.

—Pero ¿es justo para Fiona? —pregunté tanto para mí mismo como para él—. Es decir, supongamos que me aseguro de que no vuelvo a hablar nunca con Gloria, y que sonrío mucho y me porto como el marido amoroso y el padre perfecto. ¿Basta con eso?

—¿Es una pregunta retórica o vas a quedarte ahí sentado esperando a que yo te dé una respuesta?

—Contéstame, Werner.

—¿Quién soy yo para aconsejar a nadie? —comenzó a decir Werner con calma—. Lo de Zena me vuelve loco. Me estuvo espiando. Empiezo a preguntarme si no hizo que me echasen a patadas de Berlín. No piensa en nada más que en el dinero. Tú piensas que es una perra; puede que lo sea, pero no sé vivir sin ella. ¿Qué quieres que te diga? Harás lo que tengas que hacer. No existe eso de tomar decisiones, sólo es un truco que los dioses proporcionan para refinar y aumentar el tormento.

—Pues yo estoy seguro de que el viejo Fedosov es la clave de todo.

—¿Quieres decir que tienes una corazonada?

—Sí, eso es lo que quiero decir.

—Tus corazonadas han sido erróneas muchas veces, Bernard. Deja que te acompañe mañana.

—No. Quizá me hagas falta aquí.

—Bien. ¿Algo más?

—Sí. ¿Por casualidad sigues teniendo la llave del bar? —le pregunté.

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