Fe

Fe


14

Página 30 de 43

1

4

SEA cual fuere el trauma que estuviera turbando los rincones más recónditos de la colectiva mente comunista del Politburó, ello no significaba que los burócratas pistoleros que manejaban la frontera resultaran menos odiosos. Incluso podía opinarse que lo contrario era cierto; que cuantas más concesiones hacía Gorbachov a las inquietas masas de la URSS, más virulento era el estrangulamiento que la dictadura comunista de Alemania Oriental ejercía sobre sus tanto tiempo sufridos proletarios.

Viajé a Berlín Oriental en tren, y me apeé en la estación de Friedrichstrasse con la esperanza de que la concurridísima explanada que había en la misma facilitaría el pasar más de prisa por el punto de control existente. No debería haber sido tan inocente. Los hombres de rostro grisáceo de la Grepo, situados detrás de cristales a prueba de balas, se mostraron inflexibles mientras examinaban cada pasaporte y documento de viaje como si estuvieran aprendiendo a leer. En la sala de equipajes, los cuerpos y las maletas eran examinados con el entrecejo fruncido. Me puse en la larga cola de viajeros pasivos y esperé el turno.

La estación era un enorme invernadero de cristal sostenido por pilares; los trenes resonaban por todo el recinto mientras iniciaban el recorrido de la ciudad sobre vías elevadas. Todo era igual de mágico que cuando yo era niño, con aquel entramado metálico relleno de vidrio curvándose hacia lo alto del cielo gris. Pero uno nunca estaba solo en Friedrichstrasse Bahnhof. Allí estaba el espectáculo de Kafka tal como Busby Berkeley hubiera podido ponerlo en escena. Bailando un lento

ballet sobre un escenario elevado en el aire, un tétrico coro se dibujaba contra la luz gris del cielo haciendo girar rápidamente los rifles de francotirador y las metralletas sin dejar de mirar con gesto amenazador a los que estábamos debajo.

El día era crudamente frío y el viento penetraba por la estación como una ráfaga a través de un túnel aerodinámico. No pude evitar recordarme a mí mismo con cuánta rapidez y conveniencia un coche del ejército me habría hecho entrar por el puesto de control de Charlie. Y como oficial del «poder ocupador», no me habría visto sometido a los dedos entrometidos y a la mirada dura y llena de odio de los Grepos.

Pero en un coche marcado con las insignias del ejército británico yo habría llamado mucho la atención. Se habrían fijado en mí al pasar el control. Y con todas las facilidades que siempre se le proporcionan a los policías secretos de Alemania Oriental, a los que era muy difícil detectar y aún más difícil sacarse de encima, me habrían seguido dondequiera que fuese.

Así que estuve haciendo cola en el frío andén y esperé mi turno para pasar por la aduana con el nombre de Peter Hesse, empleado de una compañía constructora y nativo de Hannover. Era una identidad que ya había utilizado con anterioridad. Tenía el respaldo de un empresario de la construcción en Düsseldorf y una dirección en la cual las personas que allí residían estaban dispuestas a jurar que Peter Hesse era vecino suyo.

Una vez en el exterior, en el sucio aire de Berlín, volví a respirar libremente. Friedrichstrasse estaba atiborrada de tráfico de autobuses, bicicletas y coches, algunos de ellos apestosos y ruidosos con sus renqueantes motores de dos tiempos. La estación de Friedrichstrasse siempre ha sido el verdadero centro del viejo Berlín; lo que unos llamaban Stadtmitte y otros el Zentrum. Era una encrucijada popular, y siempre muy frecuentada por los policías Vopo, por soldados y por la policía fronteriza de la Grepo.

Allá por los años veinte, Friedrichstrasse era la calle más populosa de la ciudad, el centro comercial y también la zona de espectáculos. Allí se encontraban algunos de los antiguos teatros famosos de Berlín —el Wintergarten, el Apollo, el Metropol y el Almiralspalast—, que habían proporcionado la diversión más escandalosa de toda aquella escandalosa ciudad. Al abrirse camino por entre las busconas grotescamente pintadas que abarrotaban aquellas calles, por el precio de una copa uno hubiera podido ver a Richard Tauber cantando Dein ist mein ganzes Herz o contemplar a una Marlene Dietrich llena de juventud canturrear en voz baja Naughty Lola. En aquellos tiempos las canciones de

cabaret eran mordaces, tópicas y maliciosas, y formando parte del público asistente a las distintas actuaciones se podía ver fácilmente a todo el mundo, desde Brecht hasta Alfred Doblin, desde Walter Gropius hasta Arnold Schonberg. Aquél era el Berlín sobre el cual uno lee en los libros de historia.

Deténganse a la puerta de la estación y miren hacia el puente Weidendamm y la estrecha River Spree. La noche del uno de mayo de 1945 Martin Bormann y una panda furtiva de peces gordos nazis avanzaron con sigilo por esa calle y pasaron bajo este arco de ferrocarril que forma parte de la estación elevada. Habían emergido de la seguridad húmeda y malsana del Führerbunker, un poco más abajo en la misma calle, donde Hitler —que sólo llevaba casado unas horas—, después de matar a su esposa y de suicidarse a continuación, había sido rociado con cincuenta litros de combustible de avión y luego incendiado para formar una pira funeraria. Los fugitivos intentaban llegar al aeropuerto de Rechlin, todavía bajo control alemán. Allí se hallaba estacionado un Junkers Ju 390 experimental de seis motores. Era capaz de volar a Manchuria, y Hans Bauer, el piloto personal de Hitler, iba con el grupo y estaba dispuesto a probarlo. Pero tenían pocas probabilidades de llegar tan lejos. Medio Berlín estaba en llamas y el otro medio hervía de soldados del Ejército Rojo con el gatillo fácil, y el hecho de que la mayoría de los Ivanes estuvieran borrachos perdidos no significaba que aquel llamativo puñado de nazis pudiera pasar inadvertido. Algunos tanques Tiger de la División SS Nordland se encontraban al otro extremo de River Spree, y el fuego de artillería que procedía de los mismos cayó sobre los fugitivos. Bauer llevaba en el petate el cuadro favorito de Hitler, uno de Federico el Grande, y Bormann llevaba consigo la última voluntad y testamento del Führer para proclamarlo al mundo. Cruzaron el río y se refugiaron en un conocido burdel que se alzaba en la esquina de Friedrichstrasse y el Schiffbauerdamm. Después de una conversación con la encargada del burdel y su hija, los dos hombres salieron y se pusieron en camino por el mismo terraplén del ferrocarril S-Bahn que había seguido el tren en que yo había viajado, pasaron por el hospital y llegaron hasta el lugar donde tiempo después se construyó el Muro para bloquear la Invalidenstrasse. Unos cuantos pasos más y quizá habrían escapado, pero un hombre del Ejército Rojo que estaba alerta apresó a Bauer, y en ese momento Bormann mordió con fuerza una cápsula de cianuro y murió. Nunca más volvió a verse la última voluntad y testamento de Hitler.

Crucé a pie el puente Weidendamm e incliné la cabeza en el lugar donde había estado el burdel que en una ocasión diera cobijo a tan buscados visitantes. Amaba aquella vieja y sucia ciudad, y durante el tiempo que estuve en California añoré dolorosamente su ineludible encanto. No eran sólo motivos prácticos los que me hacían ir a pie a Pankow. Quería sentir bajo los pies el duro pavimento lleno de baches, oler la capa marrón que llenaba el aire de contaminación y ver a los incontrolables berlineses dirigirse a sus quehaceres cotidianos.

Pankow es un Bezirk; un barrio que tiene su propio Bürgermeister y su ayuntamiento. Está en la parte norte de Berlín, y es uno de los mayores. Para llegar allí desde la estación de Friedrichstrasse crucé por el Prenzlauer Berg. Ello me dio la oportunidad de asegurarme de que no me iban siguiendo. Los manuales de instrucciones del Departamento insisten en que un hombre a pie constituye un blanco perfecto, pero yo había entrado a formar parte del Departamento cuando era un Kellerkind —un muchacho callejero de Berlín que jugaba entre los escombros de posguerra de la ciudad— y creía que era capaz de divisar a alguien que viniera siguiéndome cinco minutos antes del primer contacto. Conocía las calles de la ciudad y los callejones traseros. Conocía los grandes edificios de apartamentos, muchos de los cuales no eran más que estructuras con tuberías cuando acabó la guerra, los cuales yo había contemplado mientras los reconstruían hasta convertirlos de nuevo en los apretados planes, muy detallados en sus diseños originales, del siglo XX. Sabía cuáles de ellos tenían patios y segundos patios —Hinterhofs—, y conocía también las salidas que daban al otro lado del bloque.

Llevaba en el bolsillo una carta para echar al correo. Ello me proporcionaba una excusa para ir a un buzón y luego dar media vuelta y volver por el mismo camino. A menudo es lo único que hace falta para desorganizar la más hábil de las vigilancias. Llegué en veinte minutos.

El padre de VERDI vivía justo a la vuelta de la esquina desde Rathaus, en lo alto de Mühlenstrasse, cerca de la clínica oftalmológica. Berlín no es una ciudad muy antigua, comparada con Londres o París. A principios de siglo no era excesivamente extensa. En quince minutos a pie desde el centro de la ciudad uno puede divisar aquí y allá los restos de grandiosas mansiones campestres, construidas por hombres que querían estar lejos de la Alexanderplatz y del bullicio y trasiego de la vida urbana. Actualmente la mayoría de estas mansiones han sido derribadas siguiendo planes urbanísticos y han sido sustituidas por bloques de apartamentos. Los terrenos y jardines se han transformado en centros deportivos, en parques o en Volhsschwimmhalle, como la que se veía desde el apartamento donde vivía Fedosov.

Conocía aquellas calles. El edificio quedaba convenientemente cerca de la estación de S-Bahn Pankow, de la estación de U-Bahn Pankow y también de la comisaría de policía. Éstos eran los lugares elegidos para albergar a los VIP, a los oficiales de seguridad de alta graduación, a unos cuantos veteranos del Ejército Rojo como Fedosov y al personal jubilado de la Stasi. Hubo un tiempo en que allí, alrededor del edificio, siempre había una patrulla de policía, pero incluso allí la economía pasaba por estrecheces y aquel día no vi a ningún oficial de uniforme.

Aparte de un feo bloque de apartamentos, aquélla era una calle de edificios antiguos. Viviendas unifamiliares hasta la época de Hitler y que ahora estaban divididas en apartamentos espaciosos, como el que ocupaba Fedosov en la segunda planta del número 16.

¿Ja? —dijo una voz a través de la rejilla de plástico que había al lado de la puerta.

—¿El coronel Fedosov? —pregunté tras hacer un cálculo del rango con el que podía haberse retirado.

—Capitán Fedosov —respondió la voz—. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

Era la voz petulante de un viejo caprichoso.

—Quiero hablar con usted. Soy un amigo de su hijo. ¿Me permite pasar?

—Suba.

Me quedé abajo tiritando de frío. Se oyeron algunos gemidos y gruñidos antes de que por fin sonara un zumbido fuerte y la puerta se abriera para permitirme el paso. Al entrar me recibió una oleada de calor. No importa que a uno no le gustase el comunismo alemán, el hecho es que la organización que tenían en lo que a calefacción se refiere siempre resultaba un derroche excesivo. La calefacción la proporcionaba el Estado, estaba incluida en el precio del alquiler y no la escatimaban.

El vestíbulo era grandioso, con el suelo de mármol blanco y negro formando elaborados dibujos. Pankow había escapado de la guerra relativamente intacto. Los bombardeos de la artillería del Ejército Rojo y los ataques aéreos se habían concentrado sobre el Mitte, el Reichstag, la Cancillería, Wilhelmstrasse y el Palacio. Después de unos cuantos días iniciales de rapiña y saqueo, habían requisado las mejores casas de los todavía intactos barrios burgueses como aquél para que las ocupasen militares y políticos.

Incluso la escalera de mármol era la de origen, con balaustrada ornamental, aunque había un inconfundible aire institucional en los colores apagados de la pintura, en la austeridad de las reparaciones y en los apliques. Fedosov apareció por la puerta de su apartamento, situado por encima de mí, y miró hacia abajo por el hueco de la escalera para ver de quién se trataba.

—Segunda planta —me indicó. La voz de aquel hombre sonó dura al retumbar en el mármol y el ladrillo. No parecía importarle mucho quién fuera yo.

—¿Puede dedicarme diez minutos de su tiempo? —le pregunté mientras subía soplando y resollando hasta el rellano.

Fedosov asintió. Era un hombre menudo, con uno de esos bigotes feroces detrás de los cuales se esconden los generales del Ejército Rojo de Stalin en las fotografías antiguas. Me pregunté si tendría algún problema circulatorio, porque a pesar del confortable calor que proporcionaba el sistema de calefacción central llevaba puestas varias capas de prendas de ropa: un chaleco largo acolchado sin mangas encima de un jersey blanco de cuello alto de cuyo escote quería escaparse una camisa azul, unos pantalones marrones muy anchos, gruesos calcetines de lana y zapatillas de terciopelo rojo con cremallera al lado que llevaban bordadas las iniciales VF en letras doradas. Parecía una versión más próspera y marginal de uno de los vagabundos que se ven hoy día durmiendo en las calles de las grandes ciudades del opulento Occidente.

—Entre. Cuelgue el abrigo en el perchero —me indicó.

Sin duda pensaba que yo era un escritor que le pedía una vez más que plantase la bandera roja en el tejado del Reichstag. El apartamento de Fedosov era grande y cómodo. Se notaba por todas partes que llevaba mucho tiempo residiendo allí. Todo él era una extraña colección de tesoros y recuerdos: libros antiguos, un reloj de péndulo, un crucifijo, fotografías, insignias, medallas y recuerdos de una larga carrera militar.

—Me gustaría mucho que me dedicase diez minutos —le dije.

—Adelante —me pidió.

La segunda habitación a la que me hizo pasar era un despacho pequeño y pulcro con vistas a la calle. Fuera, en el alféizar de la ventana, había un refugio de madera para pájaros en el que había encajado un plato llano con agua. Las alfombras, igual que los sillones, eran viejas, grandes y gastadas. Parecía que hubieran servido a una o dos generaciones de berlineses antes de la llegada de Fedosov y sus camaradas en mayo de 1945.

—Siéntese —dijo.

Me daba la impresión de que Fedosov hubiera dedicado gustosamente diez minutos de su tiempo a cualquiera que acertase a pasar por allí. Quizá treinta minutos…

En una mesa auxiliar había un montón de libros, ejemplares del periódico semanal del ejército ruso y algunas revistas Party, todos ellos impresos con alfabeto ruso. Hay que estar muy aburrido para llegar a leer un material como aquél. Eché un vistazo alrededor.

—Qué apartamento más bonito —le dije.

Era un santuario en honor al estalinismo. El retrato enmarcado del viejo bruto ocupaba un lugar de honor. Dispuestas alrededor del mismo había incontables placas conmemorativas de esmalte. Mil banderas rojas ondeantes celebraban innumerables acontecimientos del partido: mítines, convenciones y aniversarios. Frente a la ventana, donde recibía la mejor luz, había una gran lámina enmarcada de la acción del uno de mayo de 1945, cuando Fedosov y los hombres del Grupo Bandera Roja número 5 llevaron su bandera a la cima del Reichstag en medio de una lluvia de balas y de fragmentos de metralla. El artista había hecho considerables mejoras sobre la famosa y enormemente retocada reconstrucción de los hechos que los fotógrafos del Ejército Rojo tomaron a plena luz del día después de acabar las hostilidades, una fotografía en la cual podían verse turistas abajo, en la calle. En este cuadro las balas volaban. Representaba el amanecer, con un sol muy rojo abriéndose camino entre nubes doradas. Los hombres eran altos, fuertes y atractivos, y habían desdeñado cosas tales como cascos, bayonetas y pistolas. Sus impecables uniformes sólo estaban ligeramente manchados y en las manos empuñaban una gigantesca bandera que flotaba al viento de manera que la hoz y el martillo dorados quedasen bien visibles. Así era la guerra según la libraba el servicio de propaganda.

—Su hijo me conocía —le indiqué. Fedosov quitó un libro del sillón y se sentó enfrente de mí. Saqué un paquete de Philip Morris, cogí un cigarrillo y le ofrecí. Él cogió el paquete y lo miró atentamente antes de ponerse un cigarrillo en la boca—. Lo conocí en los viejos tiempos. —Me incliné hacia adelante y le encendí el cigarrillo utilizando un encendedor que había pertenecido a mi padre—. Quédese con el paquete —le dije.

Confiaba en que el encendedor, que no era nada corriente, pues tenía un dibujo de un águila de dos cabezas, quizá le refrescase la memoria o incluso le provocase algún comentario. Pero no dio muestras de reconocerlo.

—¿Los viejos tiempos? ¿Cuándo?

No tenía aspecto de soldado. Es decir, no tenía el aspecto de ninguno de los militares retirados que yo conocía en Occidente. La idea que yo tenía de un soldado era la de un hombre activo y en forma, con la columna erguida, un corte de pelo militar y voz enérgica. Pero Fedosov no era esa clase de soldado: él sólo había sido un hombre entre otros millones y millones de hombres que se habían abierto trabajosamente camino desde Moscú hasta Berlín a pie. Sirvió bajo el mando de generales que afirmaban abiertamente que la forma más rápida de quitar un campo de minas enemigo era enviar a una compañía de infantería para que avanzase por él. Fedosov había sobrevivido a tres años de lucha en el frente oriental armado únicamente con una metralleta obsoleta y su rapidez mental. No importa cuál sea la graduación de oficial en el campo de batalla ni la interpretación que haga el artista, un hombre así no es propenso a ser del tipo que se expone temerariamente al fuego enemigo. Me hice el razonamiento de que la ley de probabilidades decía que Fedosov habría aprendido a dejar que los demás saltasen por encima del parapeto y fueran a matar a cien alemanes sin ayuda de nadie; decidí entonces que iba a resultar que Fedosov era un hombre cauto y de recursos. Difícilmente se parecería a los hombres que presentaban armas a la puerta del palacio de Buckingham.

—¿Habla usted ruso? —me preguntó.

—Alguna que otra palabra.

—¿Cuándo en los viejos tiempos? —volvió a preguntarme.

Continuó hablando en alemán; si aquel hombre iba a relatarme sus experiencias de la guerra necesitaba bastante más que alguna que otra palabra.

Fedosov se levantó en busca de un cenicero. Aproveché la ocasión para observarlo con más detenimiento. Era menudo y musculoso, y tenía tendencia a ir más bien encorvado, quizá como resultado de alguna herida. Tenía ademanes furtivos y una cara de tez oscura que casi lograba disimular las cicatrices de una herida sin suturar que le desfiguraba la mejilla y se le extendía hasta la oreja.

—En los días del puente aéreo —le expliqué—. Cuando usted trabajaba para mi padre.

Yo había dejado de fumar; hacía más de un mes que no fumaba ni un cigarrillo. Pero al estar allí sentado con un cigarrillo en la mano y un encendedor en la otra, me di cuenta de que en Europa no es tan fácil mantener aquellos propósitos. Todo el mundo fuma, y el aire de los restaurantes y cafés, los compartimentos de tren y los hogares, todo está lleno de humo de tabaco. Encendí el cigarrillo y coloqué el cenicero junto a mi codo.

—El puente aéreo. Eso fue hace mucho tiempo —observó Fedosov sin que su rostro manifestara señal alguna de que pudiera estar tratando de adivinar la identidad de mi padre.

Lo observé detenidamente. Yo no tenía ninguna prisa. En una de las ventanas habían instalado estantes de madera, y macetas con plantas de todas clases y tamaños —en su mayoría cactus— llenaban todo el espacio. Otras plantas atiborraban el banco de madera que había delante de nosotros, y en el suelo, debajo del mismo, había una bolsa de abono y algunas macetas vacías. La luz que penetraba por entre las plantas iluminaba por detrás el pelo blanco y ralo de Fedosov formando un halo algodonoso.

—Mil novecientos cuarenta y nueve —precisé.

Eché la ceniza en el gran cenicero de china en cuya base se veían unidas las banderas de la RDA y de la Unión Soviética, con el dibujo de un rollo de papel que llevaba escrita la frase «Libertad, unidad y socialismo».

—Usted ni siquiera había nacido —observó.

—Era muy pequeño —admití—. Pero recuerdo cuando los aviones pasaban por encima; uno cada pocos segundos.

Fedosov fumaba el cigarrillo; dejaba que el humo le saliera por la boca y por los agujeros de la nariz, saboreándolo con los ojos semicerrados como hacía Dicky Cruyer cuando mostraba a alguien cómo catar el clarete.

—¿Sabe usted quién vive en el apartamento de abajo, en la planta baja? —me preguntó.

—No —repuse.

—Klenze. Theodore Klenze, el famoso director de orquesta.

—Ah, sí.

—Es especialista en Bruckner. Dirige en la Opera y trabaja con todas las grandes orquestas. Leipzig, la Brno State y también en Londres. Tengo todos sus discos.

¿Por qué no había de estar el viejo orgulloso de vivir tan cerca del director de orquesta? Al igual que en todo régimen del Este, el hecho de ganar derechos de autor en moneda fuerte era un gran logro en aquella tierra comunista tan oprimida. A los que conseguían aquel tipo de ganancias se les mimaba y se les daba lo mejor, incluidas casas confortables. Ser vecino de Klenze significaba haber compartido el pináculo del éxito.

—Sí, es mundialmente famoso —convine.

—¿Cuándo vio usted por última vez a mi hijo Andrei? —me preguntó Fedosov.

—Ahora se ha convertido en una persona importante —le dije en vez de explicarle que la última vez que lo vi fue cuando le disparé en una carretera rural cerca de Magdeburgo—. Dirige un departamento. O al menos eso he oído decir.

Parecía una manera de lograr que el viejo empezara a hablar del tema.

—La pensión que le quede será el doble que la mía —me dijo Fedosov—. Fíjese, mi hijo trabaja una barbaridad, trabaja mucho. ¿Conocía usted a su esposa?

—No —repuse.

—Opino que Andrei tendría que volver a casarse, pero él dice que eso no es asunto mío. Y supongo que tiene razón.

Quizá Fedosov tuviera aún la esperanza de que, por algún milagro, yo empezase a hacerle preguntas acerca de la Bandera Roja y me olvidase de su antigua indiscreción con el Servicio de Inteligencia británico. Asentí, dando a entender que no me interesaban mucho las ambiciones nupciales de VERDI, y nos quedamos allí sentados mirándonos el uno al otro, fumando, pensando, asintiendo con la cabeza y mirando a los gorriones que se acercaban al alféizar de la ventana y que, al no encontrar pan allí, se ponían a picotear el hielo que se había formado en el plato de agua. Fedosov miraba a los gorriones con solemnidad cuando éstos se alejaban piando enojados. Me daba cuenta de que la mente de aquel hombre trabajaba a toda velocidad. Todas aquellas naderías de las que hablábamos sólo eran un modo de ganar tiempo para colocar mi repentina aparición en alguna perspectiva, para decidir si yo representaba una amenaza o una oportunidad. O ambas cosas a la vez.

—Vive abajo. Me refiero a Klenze. No a mi hijo. La puerta que tiene un llamador de latón.

Sonrió.

Eché ceniza encima del letrero que rezaba «Libertad, unidad y socialismo» y miré a aquel viejo afable tan felizmente instalado en aquel piso

gemütlich. Resultaba fácil olvidar que aquel pensionista de cabello blanco y su hijo, un policía secreto muy trabajador —ayudados por dedicados trabajadores del partido,

apparatchiks, escritores, intelectuales y músicos como Herr Klenze, todos ellos provistos de entornos igualmente confortables—, eran los que apuntalaban el podrido y corrupto sistema. Eran hombres como Fedosov los que habían construido el Muro y habían patrullado junto a las vallas electrificadas que se levantaron alrededor de los campos de trabajo, eran los mismos que habían mantenido sometido al mundo comunista a punta de pistola.

—¿Quién era su padre? —me preguntó de pronto.

—Brian Samson. El

rezident-director británico de Berlín Occidental.

Asintió sabiamente.

Rezident-director era un concepto creado por la KGB y no constituía una descripción exacta del trabajo de mi padre, y mucho menos del papel desempeñado por Frank Harrington, pero era suficiente.

—Lo recuerdo —dijo sobriamente.

—Usted trabajó para él —le dije—. Durante el período del puente aéreo y después.

—No.

—Usted le dio información detallada y precisa de todas las reuniones importantes en Karlshorst que tenían que ver con el puente aéreo y con los planes de Moscú para contrarrestarlo.

—¿Sabe lo que está diciendo?

—Usted informaba al SIS británico —insistí.

Se levantó y se acercó para ponerse de pie junto a mí con los puños apretados a causa de la ira.

—Llamaré a la policía —me amenazó.

—Llame a la KGB —le dije—. Llame a la Stasi; llame a su hijo.

—¿Qué pretende usted?

Se alejó como si no quisiera oír mi respuesta.

—Yo vivía en la

rezidentura —le expliqué—. No era más que un niño, pero sabía que mi padre venía con regularidad a Pankow por aquella época. E incluso después de levantarse el Muro. Mi madre llegó a sospechar que él tenía una amante aquí. Pero era a usted a quien venía a ver. Recuerdo a mis padres hablando a gritos, enojados, por culpa de sus idas a Pankow una vez a la semana.

—No…

—He tenido ocasión de ver los documentos. Están archivados en Londres.

—Está mintiendo.

Saqué del bolsillo la tarjeta de pago. Expuesta a la luz brillante que entraba por la ventana, la tarjeta aparecía muy vieja y ajada. El color amarillo se había desvaído hasta convertirse casi en blanco, y algunas de las firmas con tinta se veían tenues. Sólo las entradas escritas a lápiz estaban sin alterar. Fedosov miró por encima de mi hombro para ver exactamente de qué se trataba. Le pasé la tarjeta. Él la estuvo mirando unos instantes antes de ir a buscar las gafas, que sacó de un estuche colocado junto al libro de la biblioteca. Una vez que tuvo las gafas puestas, volvió a mirar la tarjeta.

—Cabrón —dijo—. ¿Por qué no han destruido esto?

—Destrúyalo usted ahora —le ofrecí.

Ir a la siguiente página

Report Page