Familia

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El viento soplaba con tanta fuerza que los copos de nieve revoloteaban en el aire como trozos de guata, sin llegar al suelo. A ambos lados de la calle se habían formado caminos blancos al pie de los muros que rodeaban las casas y parecía que el cemento de en medio de la calle estuviera engastado en la nieve. Los transeúntes y los porteadores de palanquines luchaban en vano contra el vendaval. El cielo estaba completamente blanco. Había nieve por doquier: encima de los paraguas y los sombreros de paja de los porteadores, y en el rostro de los viandantes. El viento orientaba los paraguas a su antojo. Aullaba colérico y violento, y con el sonido de los pasos sobre la nieve formaba una especie de ruido extraño que laceraba los oídos de la gente y parecía advertir que la primavera no llegaría nunca.

Atardecía y las farolas todavía estaban apagadas. Las formas se diluían en la penumbra del crepúsculo. Todo era agua y lodo. El aire era glacial. El deseo de regresar a la calidez del hogar era el único acicate de la gente.

—Hermano tercero, ¡date prisa!

Quien decía esto era un joven de diecinueve años que con una mano sujetaba el paraguas y con la otra levantaba los bajos de su túnica, mirando hacia atrás, con la cara enrojecida por el frío y las gafas de montura dorada en la punta de la nariz. El que iba rezagado, de la misma estatura y vestido igual que él, era más joven, un poco más delgado y tenía una mirada extraordinariamente brillante.

—No me atosigues, ya voy… Hoy has sido el mejor, tienes un inglés muy fluido, tu doctor Livesey queda muy bien —dijo entusiasmado, apretando el paso, salpicándose los pantalones de fango.

—No exageres, simplemente soy más atrevido que tú —dijo riendo Juemin mientras se detenía para que Juehui lo alcanzara—. Ayer declamaste muy bien el Perro Negro; no entiendo por qué no te sale bien en el escenario. ¡Si hoy no te hubiera ayudado el señor Zhu, no habrías terminado de decir tu parte!

Juehui contestó nervioso:

—Yo tampoco lo entiendo, cuando salgo a escena me empieza a latir muy fuerte el corazón, noto todos los ojos clavados en mí y ya no recuerdo ni una palabra.

Una ráfaga de viento hizo voltear los paraguas y Juehui sujetó el suyo con fuerza. Las huellas se superponían encima de la nieve y las recientes borraban las anteriores.

—Me gustaría decirlo todo sin dejarme ni una palabra —prosiguió—, pero en cuanto abro la boca se me olvida el texto. Ni siquiera logro recordar las frases que mejor me sabía, y para poder continuar tengo que esperar a que el señor Zhu me apunte un par de palabras… No sé qué pasará el día de la función. ¡Si no me sale nada, se me caerá la cara de vergüenza!

El rostro inocente del chico tenía una expresión preocupada.

Ahora el sonido de los pasos en la nieve era más delicado y ligero.

—Hermano tercero, no sufras —dijo Juemin tratando de apaciguarlo—, ensaya un par de veces más y lo recordarás todo perfectamente. Solo tienes que actuar con determinación… Además, si te digo la verdad, la adaptación que ha hecho el señor Zhu de La isla del tesoro[4] no es demasiado buena, y por lo tanto no debemos esperar demasiado.

Juehui no decía nada. Agradecía aquellas palabras, pero seguía preocupado pensando cómo actuar bien y conseguir los elogios del público y de su hermano.

Sintió que poco a poco se sumergía en otro mundo. De repente, todo lo que le rodeaba se había transformado. Tenía delante la taberna Almirante Benbow, donde se hospedaba su viejo amigo Billy. Él, el Perro Negro, había perdido dos dedos y, tras largas peripecias, había encontrado por fin el escondrijo de Billy. En su fuero interno se mezclaban el deseo de venganza y un miedo inexplicable. Pensaba en cómo encararse con él, qué decirle y cómo reprenderle por haber roto las reglas del juego al ocultar el tesoro. Entonces el inglés le salía de manera espontánea.

Cuando volvió en sí exclamó alborozado:

—Hermano segundo, ¡ya lo tengo!

—¿Qué? —preguntó Juemin sorprendido.

—Acabo de entender el secreto —dijo Juehui con una sonrisa complacida—. Tengo que ser el Perro Negro. Si lo soy las palabras me salen sin pensar. No es necesario ningún esfuerzo.

—¡Interpretar es exactamente eso! —contestó Juemin—. Y ahora que lo has descubierto, seguro que te saldrá bien. Nieva poco, cerremos los paraguas que con este viento cuesta manejarlos.

Agitó el paraguas para que cayera la nieve y lo cerró. Juehui también cerró el suyo. Los dos hermanos caminaban el uno al lado del otro, con el paraguas al hombro. Había dejado de nevar y el viento iba perdiendo fuerza gradualmente. Encima de los muros y los tejados una gran capa de nieve blanca iluminaba la penumbra del crepúsculo. Las lucecitas de las tiendas se reflejaban en el negro lacado de las puertas de las casas señoriales. En aquel atardecer tan gélido era lo único que proporcionaba un poco de claridad a las solitarias calles.

—¿Tienes frío, hermano tercero? —preguntó Juemin preocupado.

—No, estoy bien. Hablando ni lo noto.

—Entonces ¿por qué estás temblando?

—Porque estoy nervioso. Siempre me pasa lo mismo cuando pienso en la función. ¡Tengo tantas ganas de que salga bien! ¿Te parezco un niño?

—¡Qué va! Yo también quiero que me salga bien. Como todos. Por eso, en los ensayos, cualquier elogio del maestro, por pequeño que sea, me alegra.

—Sí, es verdad.

El hermano menor se acercó al mayor. Los dos caminaban sin pensar en el frío, ni en la nieve, ni en la noche.

—Hermano segundo, eres una buena persona —dijo Juehui mirando el rostro de Juemin.

Este volvió la cabeza y se encontró con la mirada luminosa de su hermano. Sonrió y dijo pausadamente:

—Tú también. —Echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que ya llegaban—. Vamos, ya estamos en casa.

Juehui asintió con la cabeza y los dos apretaron el paso. Entraron en una calle más tranquila. Las farolas ya estaban encendidas. Dentro de las pantallas de cristal, la luz parecía aún más triste en medio de aquel frío, y las pálidas sombras de los postes que las sostenían yacían solitarias en la nieve.

Los transeúntes se apresuraban, dejando sobre la nieve huellas que se resistían a desaparecer, que no desaparecían hasta que se les superponían las siguientes. Entonces proferían un suspiro humilde y eran aniquiladas por las nuevas. El suelo estaba lleno de agujeros oscuros de todos los tamaños.

Las grandes puertas negras de las casas señoriales se alineaban, silenciosas, en medio de aquel frío glacial. A ambos lados de cada puerta yacían los leones de piedra, protectores del hogar. Cuando las puertas se abrían, los interiores eran como inmensas y oscuras fauces; no se podía ver nada de lo que había dentro.

Las casas habían sobrevivido al tiempo y a sus propietarios, cada una con sus secretos. Cuando la laca negra de las puertas se desconchaba, volvían a pintarlas; a pesar de los cambios, los secretos del interior jamás traspasaban el umbral.

A mitad de la calle los dos hermanos se detuvieron delante de la puerta de la casa más grande. Se limpiaron las suelas de los zapatos en el escalón de piedra, se sacudieron la nieve de la ropa y entraron con grandes zancadas. El ruido de sus pasos desapareció enseguida en la oscuridad más absoluta, y el zaguán volvió a sumirse en el silencio.

La casa era como las demás de aquella calle: los leones en la puerta, los farolillos de papel rojo colgados en los aleros del tejadillo del portal de entrada, el par de jarrones cuadrados al pie de los escalones, y las dos placas verticales de madera lacada roja que, con caligrafía de estilo antiguo, expresaban buenos augurios. A continuación, una puerta de dos hojas se abría hacia el interior, y encima de cada una de ellas estaban sujetos los dibujos coloreados de los dos dioses de las puertas.

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