Familia

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Era noche cerrada. La oscuridad se había adueñado de la residencia de los Gao. El gemido de los candiles apagándose se oía por toda la casa. Los momentos de alegría habían quedado atrás y reinaba la tristeza. En el lecho, todos se quitaban la máscara y hacían balance de la jornada. Abrían el corazón y todos los rincones secretos del alma. Los satisfechos se dormían plácidamente, pero los decepcionados lloraban con amargura su mala suerte dentro de la tibia cama. En el mundo tan solo existían esas dos clases de personas.

En el cuarto de las criadas un candil apenas iluminaba la estancia. El quejido de su pábilo lo entenebrecía todo aún más. En las dos camas de la derecha, Zhangsao, criada de la madrastra Zhou, y Hesao, niñera del nieto, ambas en la treintena, roncaban ruidosamente. A la izquierda, en otra cama, dormía la anciana Huangma, de cabello gris, y, en otra más pequeña, Mingfeng observaba sin cesar la luz de la vela. Aunque trabajaba todo el día sin tregua y le convenía conciliar el sueño pronto, esperaba a que todos los habitantes de la casa se durmieran para disfrutar de unos momentos de libertad. Apreciaba tanto aquellos instantes que no podía renunciar a ellos y se resistía a dormirse. En aquel reducto inaccesible nadie la molestaba, no le llegaban las órdenes, ni los gritos que resonaban de la mañana a la noche. Ella, que, como los demás, llevaba la máscara durante el día, por la noche se la quitaba y abría su corazón.

«Ya llevo aquí siete años», desde hacía unos días era el primer pensamiento que le venía a la cabeza. ¡Era mucho tiempo! A menudo se extrañaba de que la vida durante esos años hubiera sido tan monótona. A pesar de las lágrimas que derramaba y de los improperios que soportaba, todos los días eran iguales. Los gritos y los llantos formaban parte de su cotidianidad. Estaba convencida de que eran inevitables y los aguantaba, aunque los odiaba. Creía que en la vida todo estaba dirigido por una fuerza superior y omnisciente que predestinaba a las personas. No solo ella lo creía, los demás también.

No obstante, en su corazón había algo que la inquietaba. Ni ella misma sabía exactamente de qué se trataba, pero ya hacía un tiempo que había empezado a agitarla y a despertársele un anhelo desconocido.

«Siete años, pronto serán ocho»; se lamentaba de su mala suerte y de la de todas las chicas de su condición. «¿Y no sabía yo cómo acabaría todo cuando hablaba con la señorita mayor sobre el futuro?». Ante Mingfeng se abría un inmenso y oscuro desierto. «Si todavía tuviera a la señorita mayor, que se preocupaba por mí y me enseñó a leer y escribir. Pero está muerta. Qué lástima que las personas buenas vivan poco». Se le llenaban los ojos de lágrimas. «¿Cuánto tiempo más viviré así?», se preguntaba amargamente.

Recordó el pasado. La pesadilla comenzó siete años atrás, un día que también nevaba, una mujer de expresión malvada la había sacado de la casa donde acababa de morir su madre y la había entregado a los Gao. Entonces empezaron las órdenes, los llantos y los gritos en que se había convertido su vida.

Al igual que a las otras chicas de su condición, solo le quedaban los sueños bonitos que duran un instante y luego se desvanecen. Soñaba con juguetes y preciosos vestidos, manjares sabrosos y edredones envolventes, como los de las señoritas, pero el día siguiente traía las amarguras del anterior, nada nuevo. «El destino, todo está marcado por el destino». Se aferraba a esta idea para consolarse de los malos tratos. «¡Ojalá mi destino fuera como el de las señoritas!». Y volvía a entregarse a las fantasías: conocería a un hombre bueno y apuesto y vivirían felices. «¡Imposible! Vaya tontería», se reprochaba, «eso nunca ocurrirá», y la sonrisa le desaparecía de la cara. Conocía perfectamente su destino. Llegado el momento, la señora le diría: «Ya basta», y un pequeño palanquín se la llevaría para casarse con el hombre que la señora habría elegido. Aunque aún no lo conocía, estaba convencida de que sería un hombre mayor. En casa del marido llevaría una vida dura, trabajaría para él, le daría hijos y quizás, diez o veinte días después de dar a luz, volvería a servir a casa de los señores. ¿Acaso no había sucedido así con Xier, la criada de la quinta señora? Un destino así era como no tener destino. Sintió un escalofrío. Recordó que cuando Xier volvió casada, después de cambiar la trenza por el moño, a menudo la oía llorar a solas en el jardín. Un día le explicó cómo la había maltratado su marido. Quizás a ella le sucedería lo mismo. «Mejor morir, como la señorita mayor», pensaba con amargura.

Estaba envuelta en la tiniebla. La luz de la vela parpadeaba. De la cama de enfrente llegaban los ronquidos de Zhangsao y Hesao. Mingfeng se levantó perezosamente, tiró el pábilo quemado y en la estancia aumentó la claridad. También su ánimo se recuperó. Miró la cama que tenía delante. El grueso cuerpo de Zhangsao estaba completamente envuelto por la ropa de cama, solo se le veía un mechón de cabello y una mejilla. «¡Cómo duerme!», pensó esbozando una sonrisa. Pero ni siquiera aquella sonrisa consiguió aliviarle la opresión que sentía en el corazón.

De la oscuridad que invadía el cuarto empezaron a surgir unos rostros estremecedores que se le iban acercando. Algunos se encolerizaban y la reprendían. Se tapó los ojos atemorizada y se echó en la cama.

El viento azotaba la ventana y sacudía el papel que la cubría. El frío atravesaba el papel. La luz de la vela se agitaba, trémula. El frío se le metió por la manga de la camisa y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo; apretó los puños y miró a su alrededor.

«No me amenaces con decírselo a la cuarta señora», oyó que decía Hesao de pronto. Mingfeng levantó la cabeza y la miró asustada, pero la otra se giró, escondió la cabeza y no dijo nada más. «Está soñando», suspiró Mingfeng mientras, abatida, se desabrochaba los botones de la bata y se quedaba en camisa. Dos pequeños bultos de carne tierna y suave le sobresalían del pecho.

«Ya soy mayor. ¿Qué será de mí?», pensó melancólica. De repente se le apareció el rostro de un hombre joven que parecía sonreírle. Un sentimiento cálido le invadió el corazón cuando creyó reconocerlo. Deseaba que la tomara de la mano, quizás él la salvaría de aquella vida. Pero el rostro se fue elevando despacio, hasta desaparecer por completo. Lo que habían visto sus ojos era el polvo que caía del techo, y su mirada esperanzada se perdió allí. Una ráfaga de viento gélido que le golpeó el pecho la despertó de aquel sueño. Se frotó los ojos y se dijo: «Estoy soñando». Completamente aturdida, miró de nuevo a su alrededor, se quitó los pantalones de algodón, colocó encima de la cama toda la ropa que se había quitado y se metió bajo el edredón.

Dos palabras le rondaban la cabeza sin cesar y le golpeaban el corazón: «Triste destino». La señorita mayor las decía a menudo.

Se puso a llorar sin hacer ruido para no despertar a las demás. La luz del candil se apagaba poco a poco. Afuera, el viento aullaba.

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