Familia

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A propósito de Familia
(Prefacio a la décima edición)

A mi primo mayor

Por favor, perdona mi largo silencio. Hace tiempo que debería haberte escrito esta carta. Quería hacerlo desde que recibí la tuya hace dos años en Tokio, pero el día a día me lo ha impedido y solo te he enviado cartas muy breves en las que nunca me he sincerado contigo ni he aclarado algunos malentendidos.

En tu carta me decías que en Familia, «aunque Jianyun desde luego no soy yo, tiene algo de mí». No llegué a responderte nunca a esta cuestión y dejé que persistiera el malentendido. A menudo me venía a la cabeza la idea de explicártelo todo con detalle porque, de hecho, no solo tú sino también muchas otras personas han interpretado erróneamente la novela. Creen que Familia es una autobiografía, incluso algunos lectores me han escrito diciéndome que yo era Juehui. Siempre lo he negado, pero de nada ha servido y, según muchos, cuanto más lo desmentía más me descubría. Hace poco, el hermano pequeño de mi padre me escribió diciendo: «La gente dice que en Familia sale todo el mundo, sea bueno o malo. Quiero agradecerte sinceramente que no me hayas hecho salir…». Ya ves, incluso el tío sexto, con quien hablábamos tan a menudo, andaba equivocado. Ahora entiendo las «reprobaciones» familiares de las que hablabas en tu carta.

En su momento te contesté que no temía en absoluto «las censuras de los parientes». Sigo diciéndote lo mismo. Parte de la familia cree que la novela ha sido un instrumento de venganza. Esto demuestra que me conocen muy poco, y que no me han conocido jamás. Pertenecemos a dos mundos diferentes. No pueden entender mi obra porque su educación y su experiencia vital les tiñen la mirada, y solo piensan en encontrar su propia imagen en la novela. Ven sombras borrosas y se empeñan en querer encontrar su retrato, y si en él descubren algún rasgo que les desagrada (evidentemente, hay muchos), se enojan y dicen que los ataco. Solo tú, siempre humilde y cortés, has tenido la enorme paciencia de leer toda la novela sin hacerme el más mínimo reproche. Incluso cuando al final de la novela planeaba que «una grave tuberculosis» pusiera fin a la «miserable existencia» de Jianyun, no dijiste nada[46]. Admiro tu capacidad, pero cuando pienso en las veladas pasadas a tu lado leyendo literatura inglesa no puedo dejar de sentir tristeza: ¡has cambiado tanto! ¿Quién hubiera dicho que las penalidades de la vida te golpearían de ese modo? En aquella época me guiabas, me descubrías lecturas nuevas, me abriste los ojos y me mostraste lo que había más allá del entorno familiar. Tu situación no era alentadora: habías perdido a tu padre cuando eras muy pequeño y creciste solo con las caricias de tu madre. Nos dábamos cuenta de que tu vida estaba llena de soledad, pero salías adelante de forma tenaz. Veíamos cómo luchabas contra las adversidades y salías airoso de ellas. Yo te veneraba, admiraba tu espíritu fuerte y valiente, que era precisamente lo que no tenían nuestros familiares. Te estoy agradecido porque fuiste la persona que más contribuyó a mi despertar intelectual. En la familia te teníamos mucha consideración y te augurábamos un brillante futuro, pero todo aquello ha quedado en nada. Una vez me escribiste diciendo que, si no fuera por tu esposa y tu madre, te suicidarías. En aquellos momentos yo vivía en una pensión de Cantón y tampoco estaba demasiado bien, no supe qué decir para animarte. Volviste a escribirme y me dijiste que «no hay nada interesante en mi vida, excepto jugar con mi hijo» y que «probablemente estoy destinado a ser un muerto viviente». No pude reprobar que te castigaras de aquel modo. Un hombre no puede asumir una culpa tan enorme, además, está el peso del destino (y cuando hablo del destino lo hago en un sentido «social», no «natural»). Tu transformación no ha sido repentina, ha sido fruto de un largo proceso. Sufriste un primer revés y luchaste. Después vino el segundo. Transigir una sola vez en tus planes es solo el principio, poco a poco vas claudicando. Tú eras un hombre con unos proyectos definidos y te fuiste dejando ganar por las circunstancias. Yo veía que, día tras día, te ibas hundiendo, ahogado por las responsabilidades. Te recomponías una y otra vez, pero tanta veces como lo conseguías, volvías a hundirte. Sin embargo, a pesar de las palabras negativas y desesperanzadas de tu carta, Jianyun y tú sois dos personas radicalmente diferentes. Él es de naturaleza débil y cobarde. Jianyun nunca se rebela, nunca se queja, nunca piensa en luchar. Lo acepta todo mansamente. Es incuso más débil que Juexin, más falto de determinación. No tiene proyectos ni aspiraciones. Solo tiene el amor a una mujer como única guía vital. Y no solo no se atreve a contarle a la chica (Qin) sus sentimientos, sino que además observa dócilmente cómo otro hombre consigue su amor. Tú no eres este tipo de hombre. Quizás en tu vida existió una Qin, pero eres diferente, no te falta valentía, solo te faltan oportunidades. Te casaste con la mujer que decidió el casamentero de tu madre. Ahora tu esposa está muerta; tu hijo mayor ya tiene catorce años. Creo que no debería decirte todo esto, pero te escribo la carta para explicarte algunas cosas sobre Familia. No puedo dejar de pensar en el tiempo que pasamos juntos, recuerdo continuamente nuestra vida entonces. Los recuerdos acrecientan mi tristeza y me lastiman. Y, si bien es cierto que no puedo ayudarte, sí que quiero manifestarme contra la injusticia. ¡Tú no eres una persona como Jianyun, pero habéis tenido la misma mala suerte! ¡No es justo! ¡Quiero clamar contra esa fortuna tan adversa! No eres ni el primero ni el último que ha tenido mala suerte. Existen muchas víctimas del destino. Las que conocemos y las que no. Se han malogrado muchas vidas jóvenes, amables y prometedoras. Yo las amo y quiero combatir este injusto destino. Mis pensamientos y mi trabajo surgen de esa voluntad.

Mi intención al escribir Familia también era esta. En otra novela escribí: «Aquellos diez años de mi vida fueron una pesadilla. Leía libros encuadernados con hilo, estaba en una cárcel de ritos feudales viendo personas amargadas, tristes, sin juventud ni felicidad, víctimas involuntarias, con un destino arruinado. ¡Experimenté tanto dolor!… Durante diez años sepulté con lágrimas muchos cadáveres que no habían podido evitar ser víctimas de las ideas feudales y de dos o tres personas caprichosas. Dejé atrás el hogar, como si abandonara una sombra terrorífica, sin ningún pesar…»[47].

Seguro que entiendes estas palabras mucho mejor que otros. Tú sabes cuán reales son. Solo debería corregirse la última frase. En ella digo que no tengo pesar y me gustaría que así fuera, pero a menudo la razón y los sentimientos están muy alejados. Aquellas personas, aquellas vivencias y aquellos lugares se te quedan grabados profundamente y te hacen sufrir tanto que pueden dejarte una cicatriz. Yo quiero olvidarlo, siento que debo olvidarlo, pero en realidad no lo consigo. No puedo decir que no haya sentido nostalgia ni rabia. Y son estas emociones las que me han alentado a escribir la historia de una vieja familia: la historia de las alegrías y las tristezas de una familia tradicional que se hunde.

Pero hablar solo de nostalgia y de rabia no es suficiente. Quiero hablar también de algo muy importante: las convicciones. La familia tradicional está extinguiéndose. Día tras día, he ido viendo cómo se hunde. Es algo sin retorno, decidido por las circunstancias y la evolución de la sociedad. Es algo que creo (y tú lo sabes y también lo crees) y me da fuerza para reclamar la pena de muerte para una institución irracional. Quiero proclamar mi «J’accuse»[48] contra el régimen moribundo. Y no puedo olvidar que, incluso en pleno declive, sigue causando víctimas.

Por ello he escrito Familia, para ser el portavoz de una generación, para proclamar la injusticia que padece una cantidad innumerable de víctimas sin nombre. Querría salvar a toda una generación de unas garras monstruosas. No estoy capacitado para semejante empresa, pero no rehuiré mi responsabilidad.

Durante tres años estuve gestando la idea de escribir Familia. Tuve la ocasión de publicar los dos primeros capítulos y luego los demás. Acababa de concluir el sexto cuando llegó el telegrama en el que se me comunicaba el suicidio de mi hermano mayor. Fue un golpe muy duro, pero no solo me reafirmó en la determinación de seguir escribiendo, sino que me hizo sentir que era mi obligación.

Desde el principio tenía definida a grandes rasgos la estructura de Familia. Empezaron a venirme a la cabeza rostros familiares, cosas que no podía olvidar y lugares donde transcurrió mi infancia. Yo no quería hablar de mi familia, ni de las personas que conozco. Tampoco quería que la novela fuera un arma para vengarme de nadie. No pretendía atacar a unas personas, sino a un sistema. Lo sabes bien. Sin embargo, de forma inesperada, fueron apareciendo en mi cabeza aquellos rostros, cosas y lugares. La primera imagen que se me apareció fue la de mi hermano. Yo dudaba. Entonces le escribí diciéndole que quizá saldría en mi novela y planteándole una serie de cuestiones. Su respuesta disipó todos mis dilemas: me animaba a escribir la novela y me aconsejaba que no me abstuviera de «que los miembros de la familia fueran sus protagonistas». Me decía que «de hecho, la historia de nuestra familia es muy representativa de la historia de un tipo de familia. Desde que leía Nueva Juventud he querido escribir un libro así. Ahora que tú te lo has propuesto, me gustaría que lo consiguieras y ya estoy deseando que lo termines…». Sé que las palabras de mi hermano le salían del alma y le agradezco mucho sus ánimos, pero no podía hacer lo que me decía: no quería escribir la historia de nuestra familia. Lo que yo tenía que escribir era la historia de una familia tradicional, con sus luchas internas y sus dramas ocultos. Y quería contar el sufrimiento de los jóvenes que viven en ella. Quería escribir, en definitiva, la historia de una deserción valiente.

Al final, me puse a escribir siguiendo mi idea inicial. Deseaba que mi hermano pudiera leer la novela, pero el mismo día que se anunciaba su aparición en Shibao llegó aquel telegrama horrible. Aún no había enviado el manuscrito del sexto capítulo a la editorial. Lo releí. Descubrí, aterrorizado, el rostro de mi hermano. Haciendo un gran esfuerzo por borrar aquella imagen, acabé de leer el capítulo. No cabía duda, no me había equivocado en el análisis: a través de la docena de páginas del manuscrito, había intuido el inevitable desenlace. Habría podido abrirle los ojos, pero no lo hice. Era demasiado tarde. Lo lamentaré toda la vida.

Aquella noche no pude dormir. Estuve todo el rato pensando y, al final, decidí reestructurar la novela y convertir al hermano mayor en uno de los personajes principales. Él es uno de los personajes reales de Familia. Aun así, la desdichada historia de Juexin no es del todo verídica. De mi hermano mayor solo he retratado el carácter.

Los personajes de los tres hermanos, Juexin, Juemin y Juehui, representan tres maneras de ser diferentes y, por esta razón, sus historias son también diferentes. El carácter de Juehui es quizá bastante parecido al mío, no puedo negarlo. Por lo que respecta a las mujeres, Mei, Qin y Mingfeng, también representan tres maneras de ser distintas. En Qin puedes ver a cualquier persona, pero en Mei y Mingfeng ¿a quién ves? Desde luego, son como algunas mujeres que tú y yo hemos conocido, aunque en nuestra familia no encontrarás ninguna. Volvamos a Jianyun. ¿Crees que hay alguno en nuestra familia? No, ninguno, ¡pero sí en la sociedad china!

No soy una persona fría. En mi vida ha habido amor y odio, tristeza y esperanza, y siento todo eso cuando escribo. Si no lo sintiera no podría escribir, sería un falsario; tomo la pluma no porque quiera ser autor, sino para explicar lo que he visto. Por ello, si te dijera que en Familia no he descargado mis sentimientos, mentiría. Últimamente he revisado la novela, he leído con detenimiento cada página, cada frase. He reconstruido en mi cabeza la historia de los personajes, las situaciones, los lugares. He desgranado todo el libro, sin dejarme ningún personaje, ninguna escena. Hasta el más mínimo detalle ha sido objeto de mi atención. He sufrido las garras diabólicas de ciertos personajes y he llorado y he reído con los jóvenes. Yo he tenido los mismos problemas que ellos. Acepto todas las acusaciones que puedan hacerme los críticos, pero no pienso hacer ninguna rectificación en la novela.

Aunque he dicho con toda sinceridad que en Familia no hay nada de mí, hay quien persiste en decir que estoy en la novela. En algún lugar ya dije que «jamás he entrado en el texto, a pesar de que mi sangre y mis lágrimas, el amor, el odio, la tristeza y la alegría estén en él». Cuando escribí Familia no utilicé a Juehui para retratarme. Es cierto que él hace muchas de las cosas que yo hice: estudia lenguas extranjeras, edita publicaciones, hace amistades. Como yo, tiene dos hermanos y sus caracteres se parecen a los de los míos. También al final abandona con pena la familia. Desde el principio dije: «De vez en cuando añado experiencias reales a mi novela, pero tan solo para hacerla más creíble. Además, ayudan a dar coherencia al libro»[49].

Mi temperamento y el de Juehui quizá se parezcan mucho, pero nuestra historia fue diferente. Yo pude abandonar Chengdu sin problemas, con mi hermano. Juehui tuvo que hacerlo solo y a escondidas. En mi vida no hubo una Mingfeng ni en aquella época busqué consuelo en el amor. Era más ambicioso que ahora. Tampoco mis aspiraciones eran, en aquel momento, tener una vida estable y una familia feliz.

En Familia he puesto una Mingfeng, pero no porque en casa hubiera una criada que respondiera al nombre de Zuifeng. De aquella chica solo recuerdo que un pariente lejano quiso tomarla como concubina, pero ella se negó. Aunque solo era una sirvienta, su tío era nuestro viejo criado Suzheng, y por eso gozaba de cierta libertad. Luego se casó felizmente con un hombre pobre y en casa todos aplaudimos la decisión. Rechazar a un señor por un criado no era algo fácil para una criada. No es ninguna exageración que en la novela Mingfeng se tire al lago para no hacer de concubina en casa de los Feng.

Hoy, nuestra «vieja casa» ha pasado a manos de otros. No he vuelto allí desde que me marché. No sé qué aspecto debe de tener (he oído decir que ahora es una casa para diez familias). Venías mucho a casa y sabes que en nuestro jardín no había ningún lago. El abuelo hizo tapar el pequeño estanque en el que me caí cuando tenía cuatro años para que no se cayera nadie más. Lo hizo pavimentar y quedó cubierto de musgo. A los lados, había plantados canelos y camelias. En otoño, tras una noche de viento y lluvia, los pétalos de las camelias cubrían el suelo como una arena, y un perfume dulce traído por el viento entraba en la habitación donde estudiábamos. Aquel hombre calvo que nos instruía parecía no conmoverse con las flores que se marchitaban. Nuestros corazones eran jóvenes. Cuando terminábamos de estudiar corríamos al jardín, nos levantábamos los bajos de las túnicas y los llenábamos de flores de canela que llevábamos a casa. En primavera se abrían las flores de las camelias y, al salir de clase, íbamos a recoger pétalos del suelo, tiernos y suaves, y con ellos formábamos la palabra primavera en el pavimento.

Esto también forma parte de recuerdos que ya no volverán. Tú no lo viviste, pero te lo explicábamos. Aunque otros lo hagan, yo no quiero hacer revivir los viejos recuerdos. El tío sexto me escribía hace poco: «No sé si aún recuerdas (…) cuando escribíamos “primavera” en el pavimento del jardín». Sabes que el pasado deja marcas en el corazón de algunas personas. Son como una pesadilla que destroza sin piedad la vida de las almas jóvenes. A mí estuvo a punto de ocurrirme, pero mi espíritu inocente me salvó. Quiero ser dueño de mí mismo y hacer aquello que no me permitían. A veces es inevitable hacer cosas exageradas. En las publicaciones que edito, a veces he escrito artículos con argumentos que ni yo mismo entiendo.

Tal vez me preguntes por Mei y quieras que te diga quién es esa mujer digna de conmiseración. Pues en nuestra familia no existe. Sé que tú me crees y los demás no. Todos tenéis razón y nadie la tiene. He mezclado los rasgos de dos o tres personas para crearla. Que ella lleve un chaleco verde tiene su porqué. Hace mucho tiempo, cuando yo tenía ocho o nueve años, vi a una mujer como Mei. Era una parienta lejana nuestra. Acababa de morírsele el padre y pasaba un mal momento. Decía que quería hacerse monja budista. Estuvo invitada en casa unos días y luego se fue. No sé cómo acabó, ni cómo se llamaba. Debe de ser imposible saber dónde está, pero aquel chaleco verde se me quedó grabado en la cabeza.

Cuando escribía sobre Ruijue y Mingfeng lo hacía con el corazón lleno de tristeza y compasión, y quizá también de ira. Más tarde, en la novela Primavera, cuando describía a Shuyin, Shuzen, Hui y Yun, me pasaba lo mismo. Estoy satisfecho de haber transmitido mis sentimientos en las novelas, y también de haber clamado contra la injusticia que se comete con las mujeres.

Tal vez otros no entenderán todo esto, pero tú sí. Cuando tenía cinco o seis años, encontré un ejemplar del Lienu zhuan[50] en la habitación de la hermana mayor. Estaba ilustrado: en la parte inferior aparecían los dibujos y, en la superior, el texto. A los niños les gustan los libros ilustrados. Lo hojeaba mirando los dibujos, tan bien hechos, llenos de mujeres antiguas, bellas pero con expresión triste. Algunas se cortaban las manos con navajas, otras se lanzaban al fuego, otras flotaban en el mar o se cortaban el cuello con una espada. Había una que se arrojaba desde lo alto de una torre. ¡Qué historias tan horribles! ¿Qué habían hecho para merecer todo aquello? Yo no lo entendía. Preguntaba a mis hermanas y me contestaban: «Eso es el Lienu zhuan». Como no me daba por satisfecho, volvía a preguntar y entonces decían: «Son los modelos para las mujeres». Pedí explicaciones a mi madre, ella sabía más cosas que mis hermanas, y me contó: «Aquella era una viuda que se cortó la mano porque un hombre se la agarró; esta es una concubina que no pudo salir del incendio del palacio porque nadie fue a rescatarla; esta es una buena hija que se arrojó al lago para buscar el cuerpo hundido de su padre». Me explicó más cosas, pero ya no las recuerdo. Por el tono de voz que empleaba parecía que envidiase a aquellas mujeres. ¿Por qué el Lienu zhuan era un ejemplo para las mujeres? Mi mente infantil no se creía lo que decía el libro ni las palabras de mi madre, aunque años más tarde algunos hechos me demostraron que el libro «tenía razón». Al fin y al cabo, soy un niño tozudo, no me convence «la razón» con sangre; aunque mi padre, mi madre, el abuelo y otros la defiendan, yo me rebelo y lucho contra ella. Aún recuerdo la historia de una prima nuestra. Sus padres no permitieron que fuera a la escuela y le vendaron los pies a la fuerza. Yo oía sus gritos. Había visto otras niñas de mi edad en la misma situación.

Pero no pierdo la esperanza en Qin. Quizá sea verdad que Xu Qianru es más fuerte que ella, pero de Xu Qianru no hemos tenido un retrato lo bastante exacto en la novela. Solo deseo que Qin no nos defraude en el futuro. En las páginas de Familia se adivina un rayo de esperanza:

El suelo estaba empapado de la sangre y las lágrimas de aquellas mujeres, maniatadas y conducidas hasta allí para ser devoradas por bestias salvajes. Algunas todavía no estaban muertas y pedían auxilio, pero acababan muriendo. ¡Cuánto sufrimiento había en aquel camino! ¿Las chicas del presente y del futuro continuarían entregando su juventud, agotando sus lágrimas, vomitando su sangre? ¿Acaso las mujeres eran juguetes de los hombres?

Ya he escrito demasiado sobre Familia. Probablemente todo lo que he escrito permitirá deshacer muchos malentendidos, tuyos y de los demás. Ya no deseo decir nada más. He leído Familia cinco veces. He releído la novela que escribí hace cinco o seis años y he tenido la paciencia de hacer algunas modificaciones desde el principio hasta el final. No quiero reprimir mis sentimientos; quiero reír y llorar, quiero sentir rabia y alegría, pero hasta ahora no lo he sabido: la juventud es algo maravilloso.

Es cierto, debo grabarlo en mi cerebro: la juventud es algo maravilloso. Será siempre mi fuente de inspiración.

BA JIN

Febrero de 1937

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