Familia

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10

Puedes enjaular a un hombre, pero no su alma. Aunque Juehui no salía de casa, su corazón estaba con sus compañeros, cosa que el abuelo no había previsto. Juehui estaba al día de la revuelta porque leía con avidez todo lo que decían los periódicos. Además, recibía el semanario Movimiento Estudiantil, editado por la Asociación de Estudiantes, que publicaba todo tipo de artículos de opinión y noticias sobre los acontecimientos.

A medida que pasaban los días, la agitación en las calles iba decayendo. El gobernador rectificó su actitud: mandó al secretario Zhao a interesarse por los heridos, hizo un par de comunicados dirigidos a los estudiantes y envió una carta a la Asociación de Estudiantes pidiendo disculpas y garantizando su seguridad. Los periódicos dieron la noticia de que el comandante del cuartel general de la ciudad había prohibido a los soldados que agredieran a los estudiantes y, según dijo Juemin —que lo había leído en un bando colgado en la calle—, los dos soldados que habían empezado los altercados en el teatro habían sido detenidos y les esperaba un severo castigo. Las noticias iban mejorando día tras día, y Juehui estaba cada vez más nervioso por el hecho de estar encerrado. No tenía ganas ni de leer y se quedaba tendido en la cama mirando el techo.

—¡Familia! ¡A esto le llaman «la entrañable familia»! —gritó enfadado uno de aquellos días.

Juemin, a su lado, sonreía sin decir nada.

—¿Qué te hace tanta gracia? ¡Claro, tú puedes salir a tus anchas! ¡Me gustaría verte en mi lugar! —exclamó Juehui, indignándose aún más.

—¿Y a ti qué te importa de qué me río? ¿Acaso puedes prohibírmelo? —replicó Juemin.

—¡Pues sí, te lo prohíbo! —gritó dando un puntapié.

Juemin, que no quería discutir, cerró el libro que leía y se marchó sin decir nada más.

—¡Familia! ¿Qué familia? ¡Esto es la jaula estrecha![16] —exclamó Juemin dando zancadas por la habitación—. ¡Quiero marcharme! ¡Ya verán cómo me marcharé! —Y salió de la habitación.

Acababa de bajar los escalones que llevaban al patio cuando vio a la concubina Chen y a la quinta tía Shen hablando debajo de la ventana del abuelo. Se detuvo en seco, dudó un momento y, al fin, dio media vuelta en dirección a su cuarto. Desde allí fue hacia la derecha pasando por debajo de la ventana de Juexin y atravesó la puerta circular, como la luna llena, que daba al jardín. Tomó el camino de la izquierda, sinuoso y angosto, que llevaba a una gruta. Pasó por encima de esta y continuó por el sendero. Caminaba despacio. Le llegaba un perfume agradable. Tomó otro sendero que salía de la izquierda y delante de él apareció la gran mancha rosada del bosquecillo de ciruelos. Se adentró en él abriéndose paso entre el ramaje y pisando el tapiz de pétalos caídos. Vio de lejos una mancha azul que se movía y se dirigió hacia ella. Era alguien que venía por el puente de piedra y caminaba hacia allí. Reconoció la figura y la trenza: era Mingfeng. Se disponía a llamarla, pero aún no había abierto la boca cuando ella entró en el pabellón del centro del lago. Al cabo de un buen rato Mingfeng aún no había salido. Juehui se preguntaba qué hacía ahí dentro. Por fin salió, acompañada de otra chica que llevaba una chaqueta de color púrpura; a la otra le veía la trenza porque ella y Mingfeng hablaban mirando hacia otra dirección. Fueron acercándose por la orilla del lago y entonces vio que era Qianer, la criada de la cuarta rama. Cuando ya estaban muy cerca de él, corrió a esconderse entre los ciruelos.

—Vuelve tú, no me esperes. Todavía tengo que recoger algunas ramas para la señora —decía la voz dulce de Mingfeng.

—Sí, me marcho. Mi señora es la peor de todas. Si hace un rato que no me ve empieza a refunfuñar —dijo Qianer.

Qianer volvió por el mismo camino que había tomado Juehui. Cuando este la vio desaparecer entre los árboles, fue al encuentro de Mingfeng.

—¿Qué haces aquí, Mingfeng?

Mingfeng estaba tan enfrascada cortando las ramas que no se había dado cuenta de que se acercaba alguien, y al oír aquella voz dejó caer las manos de golpe y alzó la cabeza asustada. Se sosegó al reconocerle y sonrió.

—¡Es usted!

Volvió a recoger una rama para examinarla.

—¿Quién te ha ordenado que hagas esto? ¿Por qué vienes tan pronto?

—Me lo ha ordenado la señora, son para la tía Zhang. El segundo amo joven se las llevará —contestó Mingfeng mientras se fijaba en otra rama florida que había a la izquierda.

Alargó el brazo para alcanzarla, pero no llegaba; se puso de puntillas y tampoco lo consiguió.

—Ya la recojo yo, tú eres demasiado pequeña. Dentro de un par de años ya podrás —dijo Juehui.

—Sí, por favor, arránquelas usted, pero que no lo sepa la señora…

Mingfeng se acercó a Juehui y dejó que la arrancara.

—¿Por qué te da tanto miedo la señora? No es una mala persona. ¿Te riñe a menudo? —le preguntó Juehui mientras arrancaba la rama y se la daba.

—Últimamente ya no tanto, pero todavía sufro. Siempre tengo miedo de haber hecho algo mal.

Y tomó la rama que él le ofrecía.

—Ya se sabe: «Ser esclavo no tiene remedio»… —dijo Juehui sin mala intención.

—Mira, allí hay una buena rama —dijo alegremente.

La chica levantó la cabeza.

—¿Dónde?

—¿Lo es o no? —preguntó Juehui señalando una rama de la copa del árbol.

Mingfeng miró hacia donde señalaba él: una ramilla toda en flor, en lo alto y un poco separada de las demás, tan ondulada y vigorosa que llamaba la atención.

—Lástima que esté tan alta.

—Da igual, será muy fácil arrancarla —dijo Juehui sacudiendo ligeramente el árbol—. Subiré y la alcanzaré. —Y empezó a desabrocharse los botones de la chaqueta.

—¡No se preocupe! ¡Se hará daño!

—No sufras —contestó riendo. Se quitó la chaqueta y la colgó de una rama—. Tú sujeta bien el tronco.

Primero puso un pie en cada una de las dos ramas más gruesas, luego solo en una de ellas y después alargó el brazo. No llegaba, la ramilla se movía y los pétalos caían al suelo. Mingfeng, desde abajo, le decía:

—¡Vaya con cuidado!

—Tranquila.

A horcajadas sobre la rama gruesa, intentaba asir la ramilla con una mano. Entonces puso el pie sobre otra rama más alta para probar si resistía, luego el otro y, con el cuerpo encogido, estiró el brazo hasta que consiguió arrancarla. Miró hacia abajo y vio la carita de Mingfeng:

—¡Mingfeng, agárrala!

Y le tiró la ramilla. Después fue bajando despacio del árbol.

—Con estas tres ya tengo suficiente —dijo ella, risueña.

—Pues ya está, el segundo amo ya tiene sus ramillas —dijo Juehui poniéndose la chaqueta—. ¿Le has visto hace poco?

—Está en el embarcadero, leyendo —contestó Mingfeng mientras arreglaba el ramo. Después, al ver que Juehui llevaba la chaqueta mal puesta, añadió—: No se ha puesto bien la chaqueta, pare un momento y arréglesela.

Mientras Juehui se arreglaba, ella empezó a alejarse por el camino.

—¡Mingfeng!

La chica se volvió y le preguntó sonriendo:

—¿Qué quiere?

Él también le sonreía. Al no obtener respuesta, Mingfeng siguió caminando.

Juehui dio un par de pasos y volvió a llamarla. Ella se volvió de nuevo.

—¿Qué quiere?

—Ven.

Mingfeng se acercó.

—Parece que te doy miedo últimamente, apenas me hablas. ¿Qué te pasa? —le dijo bromeando mientras jugaba con una rama.

—¿Miedo? —respondió la chica, riendo también—. ¡Las personas que trabajamos todo el día no tenemos tiempo para hablar!

Y siguió andando. Juehui la detuvo con la mano.

—Sé que me tienes miedo. Dices que no tienes tiempo libre pero sí que lo tienes para hablar con Qianer. Os he visto en el pabellón del lago.

—Usted es el amo joven, yo soy una criada. ¿Cómo pretende que hablemos? —dijo con frialdad.

—¿Acaso no jugábamos juntos antes? ¡Pues ahora también! —replicó mientras la seguía.

Mingfeng lo miró, esbozó una sonrisa forzada y, agachando la cabeza, respondió:

—No es lo mismo, ahora somos mayores.

—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Es algo malo?

—Para mí no tiene importancia, pero debería andarse con cuidado, no olvide quién es —le advirtió la chica con un deje de amargura.

—Pues si no podemos andar juntos, busquemos un sitio donde sentarnos y charlar tranquilamente. Dame el ramo —le dijo quitándoselo de las manos, sin esperar su respuesta.

Iban por un camino entre el bosquecillo de ciruelos y el lago. Mingfeng lo seguía en silencio. De vez en cuando él se daba media vuelta y le decía alguna cosa, y ella apenas respondía o sonreía. Después del bosquecillo atravesaron un terreno repleto de flores hasta que llegaron a una pequeña puerta. Una vez dentro, giraron en dirección a una gruta artificial. El paso por la gruta era recto y oscuro. Dentro se oía el murmullo del agua. A continuación subieron una veintena de escalones de piedra hasta una explanada de grava rectangular donde había una mesa y cuatro taburetes redondos de piedra. Al lado, un pino daba sombra al conjunto. Solo se oía el murmullo del agua que brotaba por una grieta en la gruta.

—Un lugar tranquilo —dijo Juehui.

Fue hasta la mesa y dejó el ramo encima. Se sacó un pañuelo del bolsillo y lo pasó por los taburetes. Mingfeng se sentó delante de él. Entre los dos estaban las ramillas en flor. Juehui las tomó y las puso en el taburete que tenía a la derecha, y señalando el de la izquierda, le dijo:

—Ven, ven a sentarte aquí. ¿Por qué te quedas tan lejos?

Mingfeng acudió, obediente. Hablaban con la mirada: lo que pensaban no se podía decir con palabras.

—Debo irme. He estado mucho tiempo en el jardín. Si la señora se entera, me regañará —dijo como volviendo en sí, y se levantó.

—No te preocupes, la señora no te dirá nada. Acabamos de llegar, todavía no hemos hablado: ¡no te dejo ir!

Juehui la retuvo por un brazo y la hizo sentar. Mingfeng no dijo nada, aunque parecía sentirse incómoda por aquella mano que la sujetaba.

—¿Por qué no dices nada? Aquí estamos solos, no hay nadie más. ¿No te gusta estar conmigo? —le preguntó burlón. Mingfeng no respondió. Juehui prosiguió—: Sé que tu corazón ya no está con nosotros. Hablaré con la señora y le diré que ya eres una mujer y que ha llegado el momento de casarte —dijo como si no le importara el destino de la chica.

Mingfeng mudó el gesto, su mirada luminosa se ensombreció, pero seguía callada. Los labios le temblaban y los ojos se le iban humedeciendo. Empezó a parpadear.

—¿De verdad? —preguntó finalmente con la cara llena de lágrimas.

Juehui se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. No había querido herirla, solo pretendía tantearla y vengarse un poco de su indiferencia. No se imaginaba que sus palabras pudieran hacerle daño. Se sentía satisfecho y arrepentido al mismo tiempo.

—¡Solo era una broma! ¿Te lo has tomado en serio? ¿Me crees tan cruel como para hacer que te vayas? —le dijo para apaciguarla.

—¿Quién sabe? Los amos, tanto los jóvenes como los mayores, son caprichosos. Cuando están de mal humor son capaces de cualquier cosa —le espetó la chica—. Yo ya sé que algún día tendré que seguir el mismo camino que Xier, pero ¿tan pronto?

—¿Por qué dices «tan pronto»? —preguntó Juehui sin entenderlo.

—Sus palabras… —masculló.

—No iba en serio. Yo no permitiría que te marcharas.

Le agarró una mano y la posó encima de sus rodillas para acariciarla.

—Pero y si a la señora se le pasa la idea por la cabeza, ¿qué pasará?

—Pues les diré que quiero casarme contigo —respondió sin pensar.

—¡No! ¡No le diga eso! —dijo aterrorizada, tapándole la boca con la mano—. La señora no lo consentiría, y todo se habría terminado. Por favor, no lo haga, esto no…

—No temas, tienes la cara empapada —dijo Juehui soltándole la mano para sacarse el pañuelo y secarle las lágrimas—. Las mujeres siempre lloráis.

—No volveré a llorar, ya lloro bastante sola. Contigo no lloraré.

—No sufras, aún somos jóvenes. Cuando llegue el momento, hablaré con la señora, seguro que encontraremos alguna solución. No te fallaré —le dijo con ternura, volviendo a agarrarle la mano.

—Ya lo sé, te conozco muy bien —respondió conmovida—. Últimamente siempre sales en mis sueños. Una noche soñé que me encontraba perdida en una montaña y me perseguían unos lobos. Cuando estaban a punto de alcanzarme, apareció un hombre y los ahuyentó; aquel hombre eras tú. ¡Siempre apareces para salvarme!

—¿Y por qué no me lo habías contado? No me imaginaba que confiaras tanto en mí —dijo Juehui con voz temblorosa—. En casa te hacen sufrir y yo ni me había dado cuenta. Lo siento, no sé cómo disculparme…

—¿Disculparte? —preguntó Mingfeng con una sonrisa—. En toda mi vida solo he querido a tres personas: a mi madre y a la señorita mayor, que me enseñó muchas cosas. Ahora ellas ya no están aquí. Solo estás tú…

—Mingfeng, estoy avergonzado. Tengo una vida cómoda y la tuya, en cambio, es desdichada.

—No sufras, ya no es tan dura como cuando llegué hace siete años… Y si pienso en ti o te veo, todo me resulta más llevadero. Muchas veces, grito con fuerza tu nombre en mi corazón, ya que no puedo hacerlo delante de los demás.

—¡Qué lástima! Con lo inteligente que eres deberías haber ido a la escuela. Serías tan buena como la prima Qin… ¡Ojalá hubieras nacido en una familia rica o tuvieras la posición social de la prima! —exclamó lleno de resentimiento.

—No he tenido esa suerte. Lo único que deseo es que no me hagas irme. Quiero quedarme en casa cuidándote, ser tu criada, estar siempre a tu lado… Soy feliz viéndote. Si estás cerca de mí ya estoy tranquila. ¡No sabes el respeto que te tengo! Eres como la luna… que no puedo alcanzar con las manos.

—No hables así. Soy una persona normal y corriente, como tú. Más adelante nos casaremos. —A Juehui se le quebró la voz y rompió a llorar.

—Tercer amo joven, por favor, no vuelvas a hablar de eso. Deja de mencionar el matrimonio. ¿No es mejor que yo sea tu criada? Así la señora no dirá nada y tú no tendrías ninguna obligación para conmigo. Me basta con estar cerca de ti. Tercer amo joven, por favor, no pidas más.

—¿Cómo puedes pensar así? Sería humillante dejar que fueras mi criada para siempre. ¡Nunca haría algo parecido! ¡Sería indigno!

—No chilles… —interrumpió Mingfeng agarrándole un brazo—. Escucha, hay alguien abajo.

Les llegaba una voz entremezclada con el murmullo del agua: era Juemin, que pasaba cantando.

—Es el segundo amo joven, que vuelve a casa —dijo Juehui, que se había levantado para mirar. Una sombra parduzca se alejaba entre los ciruelos—. Sí, es él —repitió, volviendo con ella.

La chica se levantó.

—Ahora sí que debo irme, ya he estado demasiado rato aquí, y es la hora del almuerzo.

—Si la señora te pregunta, dile que te he mandado hacer alguna cosa.

—De acuerdo, me voy la primera, no sea que nos vean volver juntos.

Juehui la siguió unos pasos y luego se detuvo. Se quedó observando cómo bajaba los escalones de piedra hasta que la perdió de vista. El rostro de la chica llenaba sus pensamientos.

—Mingfeng, eres tan buena, tan pura… Si tú… —se dijo en voz baja.

Volvió al taburete en el que ella había estado sentada y se sentó con los codos encima de la mesa y la cabeza entre las manos, embelesado, con la mirada perdida.

—Eres tan pura, tan pura…

Al cabo de un rato, como si despertara de un sueño, miró inquieto a su alrededor, se levantó y se marchó.

La luna era preciosa. Juehui no quería dormir, había sonado el gong que anunciaba la tercera noche y él estaba en el patio.

—Hermano tercero, ¿aún no duermes? ¡En el patio hace mucho frío! —exclamó Juemin, que había salido de la habitación.

—La luna está tan bonita que me resisto a ir a la cama.

Juemin bajó al patio con su hermano.

—¡Qué frío! —dijo tiritando, y levantó la cabeza para mirar el cielo.

No había ni una nube. La luna llena navegaba, sola y gélida, iluminando un mar sin confines. La tierra y los tejados tenían el color de la plata. Era una noche extraordinaria.

—¡Y qué luz! Es lo que llaman «luna de escarcha» —dijo Juemin mientras paseaban—. ¡Qin es muy inteligente! ¡Y valiente!… ¡Realmente buena!

Juemin solo tenía elogios para ella. Juehui guardaba silencio, sus pensamientos los ocupaba otra persona.

—¿Te gusta? ¿La quieres? —preguntó inesperadamente Juemin a su hermano pequeño.

—¡Claro que sí! —contestó sin pensar. Pero enseguida comprendió de quien le hablaba y precisó—: ¿Te refieres a la prima Qin? No… Pero me parece que tú sí que estás enamorado de ella.

—Sí. —Juemin lo agarró por el brazo—. Lo estoy y me parece que ella también. ¿Qué debo hacer?

Juehui no veía la cara de su hermano, pero notaba cómo le temblaba la mano que lo sujetaba. Sabía que el otro sufría, así que, dándole un par de pequeños golpes en la espalda, le dijo riendo:

—No sufras. Te deseo mucha suerte… Yo quiero a Qin como a una hermana. Me gustaría tenerla como cuñada.

Juemin miró la luna, aliviado.

—Eres un buen hermano. ¿Qué? ¿Te hago gracia?

—No, no me río de ti. Te comprendo. —Pero de repente cambió de tema—. ¡Escucha! ¿Qué es eso que se oye?

Una especie de lamento, liviano como un hilo de seda, impregnaba de melancolía la noche. A veces era fuerte, como si expresara un profundo dolor, y otras, imperceptible, como una tenue brisa.

—¿Qué es eso? —volvió a preguntar Juehui.

—Es el hermano mayor, que toca la flauta. Lo oigo muchas noches —explicó Juemin.

—¿Qué le pasa? Antes no tocaba con esa tristeza.

—No lo sé, pero tengo la impresión de que sabe que ha vuelto la prima Mei y debe de ser por esto que toca con este sentimiento. Eso solo puede ser amor. Hace unos días que no duermo muy bien. Oigo la flauta y me parece como si quisiera avisarme de algo… Me da miedo. La relación que tengo con la prima Qin se parece a la que tuvieron hace años el hermano mayor y la prima Mei. Y cuando oigo la música no puedo evitar alarmarme; no quiero que sigamos el mismo camino, porque creo que yo no podría soportarlo.

La voz de Juemin era cada vez más débil y vacilante. Juehui intentó levantarle el ánimo:

—No temas, no seguiréis el mismo camino, tú perteneces a otra generación.

Contempló la luna, que lo llenaba todo con su resplandor. Una fuerza irresistible le evocaba el rostro de aquella chica. «Eres tan pura que solo puedo compararte con esta luna clara y limpia», se dijo a sí mismo.

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