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15

Al anochecer el estruendo de los petardos era ensordecedor. Cada estallido hacía temblar la tierra. La calle, que solía estar tranquila a aquellas horas, parecía transitada por una manada de caballos desbocados.

En casa de los Gao la familia estaba reunida en el salón principal. Todos llevaban trajes nuevos y, de acuerdo con la tradición, los hombres formaban un grupo a la izquierda y las mujeres, a la derecha. Las lámparas iluminaban como la luz del día y la puerta principal estaba abierta de par en par. Delante del altar donde se encontraban las tablillas de los antepasados, habían colocado una mesa cuadrada, cubierta por un damasco rojo, para depositar las ofrendas. A los pies de la mesa, el fuego del carbón de un brasero ardía en vivas llamas, y cuando le echaban ramas de ciprés estas crepitaban y desprendían un penetrante olor. En el suelo se extendía una alfombra de un amarillo intenso y encima, delante del brasero, había un cojín en el que arrodillarse y hacer reverencias. En la mesa de las ofrendas, colocados ritualmente, reposaban un par de candelabros, un pebetero y muchas tacitas de vino.

Como el abuelo estaba exhausto, había delegado en Keming la dirección de la ceremonia, aunque vigilaba que todo estuviera bien dispuesto para honrar a los antepasados como merecían. Vestidos con una chaqueta corta sobre la túnica, Keming y Kean escanciaron vino de Shaoxing en las tacitas con sumo cuidado. A continuación cargaron de incienso el pebetero. Los demás observaban en silencio. Keming ordenó a Wende, el criado de la tercera rama, que empezaran los fuegos artificiales. Este salió y gritó: «¡Encended los petardos!», y todo fue luz y alboroto. Las mujeres salieron por la puerta lateral y los hombres se dirigieron al altar. El abuelo se giró hacia el exterior y se arrodilló para honrar el cielo hasta tocar el suelo con la frente. Acto seguido, Keming y sus hermanos hicieron lo mismo. Juexin, que venía de la cocina de colocar bastoncillos de incienso ante la imagen de Zaoshen[25], dirigió a sus hermanos y sobrinos.

La ceremonia continuó de cara al altar. Entraron las mujeres. El abuelo empezó a postrarse delante de los antepasados. Le siguieron la madrastra Zhou, Keming y su mujer, los demás hermanos con sus mujeres respectivas y, por último, la concubina Chen. Las reverencias de los mayores, ejecutadas con extrema precisión, duraron media hora. Después llegó el turno de los jóvenes. Juexin dirigía a los nueve hombres; como la ceremonia solo tenía lugar una vez al año, ninguno de ellos tenía demasiada experiencia. No lograban postrarse ni levantarse correctamente las tres veces preceptivas. Los movimientos de Juequn y Jueshi eran tan lentos que los demás se veían obligados a aguardar atropelladamente cuando llegaba su turno, lo que provocaba las burlas de todos y las amonestaciones de la cuarta tía Wang, que no cesaba de atosigarles. Las reverencias de los jóvenes acabaron, pues, entre carcajadas. Continuó Ruijue, que dirigía a las chicas: Shuying, Shuhua, Shuzhen y Shufen. Sus movimientos eran más lentos pero mucho más correctos. Incluso Shufen, que todavía era una niña, mostraba una gran destreza. Cuando hubieron terminado, Ruijue trajo a Haichen para que también honrara a los antepasados.

Asimismo, entraron algunos criados para postrarse en la alfombra amarilla. Después, todos los miembros de la familia, empezando por Keming y su mujer, presentaron sus respetos al abuelo. Al terminar, este, cansado pero satisfecho, se marchó a su habitación y el salón se llenó de algarabía. Los mayores formaron un grupo, se arrodillaron en la alfombra y se felicitaron el año los unos a los otros. Los jóvenes saludaban por turno a padres y tíos. Después, a propuesta de la madrastra Zhou, formaron todos un corro para felicitarse y hacer votos propicios, mientras bromeaban. Una vez concluido el ritual, las jóvenes se dispersaron, excepto Juexin y su esposa, que se quedaron para recibir los honores de la servidumbre.

Juemin y Juehui salieron por la puerta lateral en dirección a su cuarto con el propósito de evitar las reverencias de los criados, pero fue en vano: acababan de pasar por delante de la ventana de la madrastra Zhou cuando la vieja Huangma fue la primera en ir a su encuentro, se inclinó y les dirigió sentidas palabras de bienaventuranza. La siguieron Hesao, Zhangsao y varias criadas al servicio de su rama. La última fue Mingfeng. Se había empolvado ligeramente la cara, llevaba la trenza reluciente y una camisa de lino nueva de color azul cielo. En primer lugar presentó sus respetos a Juemin y luego se dirigió a Juehui: «Tercer amo joven», dijo agachando la cabeza con una cándida sonrisa. Juehui, también sonriente, le devolvió el saludo, en aquellos momentos todo era alegría y felicidad, le parecía que el gozo que sentía era compartido por todo el mundo. Ya no se acordaba del pequeño mendigo de la noche anterior.

—¡Prended las flores![26] —gritó Wende delante de los escalones del salón principal.

Un inmenso resplandor iluminó el patio. Los cohetes ascendían al cielo, brillantes como el sol, y la oscuridad se llenó de árboles de fuego que se abrían en miles de flores plateadas. Lanzaron ocho o nueve, todos ellos regalados por la tía Zhang. El abuelo salió al porche y, sentado en una butaca, contemplaba el espectáculo y lo comentaba con sus hijos y sus nueras. Después, Jueying, Juequn y Jueshi, que habían comprado cohetes de «gotas de oro», «ratones de campo» y «libros mágicos con flecha», empezaron a hacerlos estallar. Juexin y sus tres tíos se marcharon a hacer las tradicionales visitas de Año Nuevo. En la habitación del abuelo, donde habían dispuesto una mesa de juego, se encontraban el anfitrión, la madrastra Zhou y la tercera y la cuarta tías, que ya se habían quitado el traje ceremonial y se habían puesto ropa más cómoda.

La concubina Chen, emperifollada como de costumbre, también se había desprendido de su falda rosa; sentada al lado del abuelo, lo observaba jugar. Los criados permanecían de pie alrededor de los jugadores, dispuestos a servirles té. En la habitación de Juexin había otra mesa de juego con Ruijue, Shuying, Shuhua y la quinta tía Shen. Ruijue pretendía que Juemin se sentara a jugar con ellas, pero este se excusó argumentando que tenía cosas que hacer y, una vez empezado el juego, se marchó. Se dirigió al porche. Juehui estaba en el patio preparándose para hacer estallar un «libro mágico flecha» para los más pequeños. En medio del griterío una flecha resplandeciente salió disparada hacia el cielo y una vez pasado el tejado desapareció en el infinito. Los pequeños pidieron a Juehui que lo repitiera, pero Juemin se lo impidió. Se acercó a él y le dijo al oído:

—Vayamos a casa de la tía.

Se marcharon sin hacer caso de los ruegos de Jueshi. Bajo el voladizo del tejadillo del portal de la entrada, la lucecita roja de los farolillos temblaba en el aire helado. El viejo portero Li estaba sentado en la misma silla baja que había visto pasar tantas generaciones de amos. Charlaba con los porteadores de palanquines sentados en el largo banco que tenía delante. Al ver a los dos jóvenes, todos los criados se levantaron respetuosamente y no volvieron a sentarse hasta que los jóvenes amos hubieron pasado por la puerta. Desde detrás de uno de los leones de piedra, un rostro oscuro y enjuto los miraba. A la escasa luz de los farolillos apenas se podía distinguir la cara del antiguo criado Gaoshen. Los jóvenes no se percataron de su presencia y continuaron hacia la calle.

Gaoshen había servido a la familia durante diez años; le despidieron poco después de que empezara a fumar opio, al descubrir que había robado unas pinturas del abuelo para venderlas. Estuvo un tiempo en la cárcel, pero luego lo dejaron en libertad y desde entonces vagabundeaba viviendo de limosnas. En Año Nuevo y otras fiestas señaladas acostumbraba a ir a mendigar a casa de sus antiguos amos. Como iba vestido con harapos, no le permitían entrar y se quedaba en la puerta a la espera de que algún criado informara a los señores de que estaba allí. No pedía demasiado, solo unas monedas, que siempre conseguía al ser días de alegría y generosidad. Este año, aunque ya había obtenido su limosna, permanecía allí, acariciando los leones fríos y dóciles mientras imaginaba lo que debía de estar ocurriendo dentro de la casa.

En las dos formas oscuras que salieron del interior reconoció a los señores jóvenes, en especial al tercer amo joven, que acostumbraba a ir a su cuarto a escuchar las historias que le contaba. Quiso ir a su encuentro y decirles algo, pero iba tan andrajoso que se avergonzó y desistió. Se acurrucó detrás del león y escondió la cabeza entre las rodillas para que no lo reconocieran. Esperó a que se alejaran un poco y entonces se levantó para ver sus figuras de espaldas. Con los ojos llenos de lágrimas, casi no podía distinguirlos desde donde estaba, como un espantajo, mientras el viento gélido golpeaba su débil y enflaquecido cuerpo. Después se secó los ojos y empezó a andar. Caminaba sin fuerzas; en una mano tenía el dinero que le habían dado y con la otra se protegía el pecho.

Juemin y su hermano iban por las calles, ora tranquilas ora ruidosas, pisando el tapiz de petardos. Pasaron por delante de un par de grandes bazares iluminados con los típicos candiles en la entrada y, al final, llegaron a casa de la tía. Estaban alegres, el antiguo sirviente Gaoshen se hallaba muy lejos de sus pensamientos.

En la residencia de los Zhang reinaba el silencio. Una lámpara de aceite iluminaba apenas la solitaria entrada. No era una casa demasiado grande. La habitaban tres familias y, de las tres, dos de ellas eran de viudas. Solo había dos o tres hombres. Aunque las tres familias compartían el patio, había muy poco alboroto. La vida transcurría sin sobresaltos y ni siquiera en Año Nuevo había más jaleo que de costumbre. La familia Zhang era la más sosegada de todas; la formaban la madre y la hija y los dos criados que les servían desde hacía muchos años. Qin también tenía a la abuela, que se había retirado a un monasterio y no iba casi nunca a casa.

El criado Zhangsheng salió a recibir a los jóvenes. Al pasar por debajo de la habitación de la tía la avisaron y se encontraron en el salón. Los hermanos se precipitaron a hacer reverencias y la tía no pudo decirles que eran innecesarias, así que, sonriendo, se las devolvió. Qin llegó de su habitación y también la saludaron haciendo una reverencia con las manos juntas delante del pecho. La tía Zhang les permitió ir a charlar a la habitación de Qin, pero antes tomaron todos juntos el té recién hecho que trajo Lisao. La tía Zhang y Qin les contaron que Keming y Juexin habían ido a visitarlas un rato antes. Los dos hermanos volvieron a invitar a la tía a pasar unos días en su casa, pero la tía Zhang quería ir al día siguiente con Qin a visitar a la abuela al monasterio para felicitarle el Año Nuevo. Les dijo que probablemente ella se quedaría allí unos días y que en tal caso dejaría que Qin fuera a su casa, cosa que los alegró mucho.

Al cabo de un rato fueron con Qin a su habitación. No sabían que allí había otra persona: una mujer joven que vestía un mianao de crespón azul turquesa y encima una chaqueta sin mangas de satén negro. Estaba sentada a los pies de la cama leyendo a la luz de un candil y cuando los oyó entrar cerró el libro y se levantó. Los chicos se quedaron de pie, como paralizados, mirándola sin saber qué decir.

—¿No la conocéis? —preguntó Qin a propósito.

La mujer los observaba con una gran sonrisa resignada.

—Claro que la conocemos —respondió, riendo, Juehui.

—¡Prima Mei! —exclamó Juemin.

Desde luego, reconocían aquel hermoso rostro, el cuerpo esbelto, el cabello espeso y negro como la laca, la mirada profunda, aunque unas arrugas le surcaban la frente, la trenza se había convertido en un moño y una sutil capa de polvos blancos le cubría la tez. No contaban con encontrarla allí.

—Primo segundo, primo tercero… ¿cómo estáis? Cuántos años… —dijo con gran dificultad.

—Bien, estamos bien. ¿Y tú? —preguntó Juemin sonriendo, algo cohibido.

—Yo, como siempre. Quizás un poco más triste y melancólica. —Cuando hablaba se le acentuaban los rasgos de la cara, parecía más fuerte que en el pasado—. En realidad tengo mucha propensión a la melancolía —añadió.

—Con lo que has vivido no es de extrañar —dijo Juehui—. Pero no has cambiado demasiado.

—¿Por qué no os sentáis? ¿Qué hacemos aquí de pie? ¡Hace demasiado tiempo que no os veis como para que os estéis tratando con tanta formalidad! —bromeó Qin.

Se sentaron, Qin y Mei a los pies de la cama.

—He pensado mucho en todos vosotros… Estos años han sido como una pesadilla. Aunque ya la he dejado atrás, me siento vacía, me falta algo; hay momentos en los que pienso que todavía estoy soñando y que no sé cuánto va a durar el sueño. No quiero quejarme… aunque sé que soy una carga para mi madre.

—¿Está bien la tía? —preguntó amablemente Juemin.

—Muy bien, gracias. ¿Y la segunda tía? Hace tantos años que no la veo… —preguntó ella a su vez sonriendo.

—La madrastra está muy bien, también se acuerda de ti —terció Juehui.

—¡Le estoy tan agradecida! Lamentaría mucho no volver a verla —dijo Mei agachando la cabeza.

—No seas tan pesimista, prima Mei. Eres joven, todavía puedes ser feliz, vete a saber lo que te depara el destino. ¡No hables así! —le dijo Qin acariciándole el cabello—. Los tiempos han cambiado y quizá traerán felicidad… —y, entre risas, le susurró algo al oído.

Mei arqueó las cejas y un destello de luz le iluminó el rostro. Miró a Qin y se arregló el peinado, pero su gesto se ensombreció de nuevo y dijo:

—Es verdad lo que ha dicho el primo tercero: todo lo que he pasado me ha hecho mella. Mis circunstancias no son como las tuyas, Qin. Yo ya he llegado tarde. El destino ha dispuesto mi vida y no puedo oponerme. ¿Cómo se te ocurre pensar que aún puedo ser feliz? —Mei tomó la mano de Qin y se la acercó delicadamente hacia sí añadiendo—: Hermana Qin, ¡eres digna de admiración! Tienes coraje y arrojo, no como yo.

Qin se sintió halagada, pero la alegría se le desvaneció al instante, como la brisa que pasa y no vuelve, y sonrió con la tristeza de quien se enfrenta a un problema irresoluble.

—Prima Mei, claro que las circunstancias son las que son, pero nosotros también contribuimos a crearlas. ¿Acaso no podemos cambiarlas? Tenemos que hacer lo imposible para conseguirlo y ser felices —argumentó Juehui con vehemencia.

Juemin estaba confundido. Sentía a la vez aflicción, alegría, miedo y compasión, no solo por Mei, sino también por Qin y por sí mismo. Con todo, el aplomo que mostraba Qin lo apaciguó y lo animó a consolar a Mei.

—Has pasado unos años muy duros —le dijo— y es natural que te sientas abatida. Tu vida y la de Qin son muy parecidas, aunque tú hayas padecido un mal matrimonio. El mundo es uno y tú lo ves desde el lado malo. En cambio, la prima Qin lo mira desde el lado positivo y eso le da el convencimiento de que todo es posible.

—Deberías leer literatura moderna. Aquí en casa de Qin encontrarás mucha —aseguró Juehui, convencido de que la literatura moderna era la panacea.

Mei sonrió con dulzura. Los miraba con sus ojos profundos, sin que ellos pudieran adivinar sus pensamientos. Luego se quedó absorta en la luz del candil y suspiró; parecía querer decir algo y no encontrar las palabras. Al final, agachó la cabeza y respondió:

—Muchas gracias. Es una buena idea, pero no me serviría de nada. ¿Qué utilidad pueden tener esas lecturas para alguien como yo? —Y prosiguió—: Nada volverá. ¿Qué importa que el mundo haya cambiado? Mi vida ya no puede enderezarse.

Juemin sabía que Mei tenía razón, nada volvería a ser como antes. Ella se había casado y el hermano también. Por mucho que los tiempos hubieran cambiado, ya no podían volver a estar juntos. Incluso Juehui se daba cuenta de que los libros no podían darle una respuesta. Los dos hermanos intentaban encontrar las palabras adecuadas, pero Mei continuó hablando.

—He estado hojeando algunos ejemplares de Nueva Juventud —dijo mirando hacia la mesa donde había un montón de números de la revista—. Hay cosas que no entiendo y otras sí. Algunos artículos me parecen interesantes porque hablan de cosas por las que yo he pasado. Pero los libros me hacen sufrir. Hablan de un mundo que no tiene nada que ver con el mío. Admiro lo que cuentan pero sé que nunca seré así. Me hacen sentir como una indigente que, en la verja del jardín de una casa rica, oye las risas del interior; o como alguien que pasa por delante de un restaurante y huele los manjares pero sabe que no puede entrar. No sabéis cuánto me hace sufrir todo eso. —Se sacó un pañuelo y se tapó la boca para toser. Después, con amargura, siguió—: Últimamente tengo mucha tos. De noche no puedo dejar de toser. Y me duele el pecho.

—Prima Mei, olvida el pasado. No te atormentes más. Debes cuidarte. Nos duele verte así —le dijo Qin con lágrimas en los ojos.

Mei sonrió con ternura y la miró, agradecida.

—Hermana Qin, ya me conoces: no olvidaré el pasado. Tú y yo tenemos una vida parecida. En casa, además de mi madre, está mi hermano pequeño, que pasa todo el tiempo estudiando. Mi madre no hace más que jugar y rezar. Paso el día sola, leyendo. No tengo a nadie con quien hablar ni a quien contarle mis penas. Hasta los pétalos al caer o la luna menguante me traen recuerdos tristes. Cuando dejé el hogar de mis suegros y volví a Yibin, en casa de mi madre había un plátano delante de mi ventana que empezaba a brotar, las hojas fueron saliendo poco a poco y empezaron a dar sombra, parecía imposible que en otoño aquellas hojas pudieran volverse amarillas y que el viento las arrancara. Antes de venir aquí solo quedaban las ramas, es como mi vida: he pasado por debajo de la frondosidad de los árboles y ahora avanzo por una senda de hojas muertas… Anteayer estuvo lloviendo toda la noche, yo daba vueltas en la cama sin poder dormir, mientras el agua caía sobre el tejado y contra la ventana con fuerza. La luz del candil se iba apagando. Entonces me acordé de un poema:

El pasado es borroso como un sueño,

el viento y la lluvia me lo devuelven.

»¡Es conmovedor! Vosotros tenéis un mañana, pero ¿qué mañana tengo yo? Solo me queda el ayer, que entristece, pero que a la vez acompaña. —De repente, con otro tono de voz, preguntó—: ¿Está bien el hermano mayor?

Los hermanos, que escuchaban impresionados lo que decía, se quedaron desconcertados ante aquella pregunta. Juehui respondió con sinceridad:

—Está bien. Me dijo que te había visto.

Qin y Juemin miraron a Mei sorprendidos. Era la única que sabía de qué hablaba Juehui.

—Sí, nos encontramos anteayer. Lo reconocí al instante. Está un poco mayor. No le dije nada porque pensé que quizás está resentido conmigo. También temí despertarle recuerdos pasados. Además, mi madre estaba allí. Me pareció que él quería decirme algo. Esperé a que se marchara y luego lo miré de espaldas.

—No te guarda ningún rencor —dijo Juehui.

Al ver que Mei iba entristeciéndose, Qin se apresuró a decir:

—Anda, deja ya el pasado. Has venido a distraerte. Te invité expresamente para que no estuvieras triste durante estas fiestas.

Mei recobró la serenidad y dijo sonriendo:

—No os preocupéis, me siento a gusto hablando. En casa no tengo con quien charlar. El recuerdo me consuela.

Y, a continuación, con un tono sincero y afectuoso, se interesó por el hermano mayor y su esposa.

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