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Después de la conversación con Mingfeng, Juehui volvió a su habitación. El alboroto del juego se había desvanecido, aunque aún se oía a los jugadores hablando en voz alta. El cielo empezaba a cambiar de color: el año que se iba desaparecía en las tinieblas y el que entraba venía con la aurora. Juehui acababa de entrar en la habitación cuando apareció Jianyun, quien, sin chistar, se sentó en una silla debajo de la ventana.

—¿Has perdido? —le preguntó Juehui.

—Hemos… —dijo Jianyun.

—¿Cuánto? —insistió Juehui.

—Seis yuanes —contestó avergonzado.

—Exactamente la mitad de tu sueldo —soltó Juemin, que estaba en la mesa, escribiendo.

—Pues sí, y con ese dinero precisamente había pensado comprar una cuantas novelas inglesas.

—Entonces, ¿por qué apuestas? Yo me hubiera quedado allí para impedírtelo, pero no te habría gustado —se quejó Juehui.

Jianyun se lo quedó mirando.

—Ya sé que no tiene ningún sentido jugar, me arrepiento cada vez que lo hago. Me digo una y otra vez que no volveré a jugar, pero los demás me convencen y no puedo resistirme…

Se oía un estruendo lejano de petardos; en la casa, idas y venidas por la galería. El tío Keding llamó al criado:

—¡Sufu!

—Es la hora de las plegarias —anunció Juemin cerrando su diario y guardándolo en el cajón bajo llave.

El candil, encendido toda la noche, empezaba a apagarse; entretanto, la luz del amanecer entraba por la ventana. Juemin fue el primero en salir. Levantó la mirada hacia el cielo y un estremecimiento de frío le recorrió el cuerpo. Con los hombros encogidos, se dirigió apresuradamente al salón principal. Al pasar por delante de la ventana de la sala de la izquierda, vio encima del trinchero las tacitas de té que Yuancheng, Sufu, Zhaosheng y Ligui iban llevando al salón de seis en seis. Una vez allí, los tíos Keming y Keding las colocaban encima del altar. Los demás miembros de la familia ya estaban allí, esperando que trajeran de la cocina los pastelillos de Año Nuevo, mientras se reían y comentaban las partidas de dados y de mahjong al calor del brasero. Se oía la tos del abuelo, que se había ido a dormir. Llegaron Juehui y Jianyun y se quedaron en la puerta del salón. Despuntaba el día, había llegado el momento de honrar a los dioses y Juehui dejó solo a Jianyun para asistir a la ceremonia. Por culpa de una tontería que había dicho Juequn, el abuelo había colgado en las columnas de la puerta del salón una inscripción sobre papel rojo que rezaba: «Palabras inconscientes de un joven temerario. Buena fortuna». Juehui no pudo evitar una mueca de sarcasmo.

Una vez que hubieron llevado a cabo todos los ritos preceptivos empezaron a estallar los petardos. Ya era de día. Juexin y sus tres tíos se montaron en los palanquines para ir a hacer las visitas de Año Nuevo. Las mujeres de la familia, pisando los restos de los petardos, salieron alborotadas por la puerta principal para honrar al dios de la felicidad. Como aquella era la única salida en todo el año que hacían algunas de ellas, disfrutaban observando lo que pasaba en la calle. No obstante, se apresuraron a volver a casa por miedo a encontrarse con algún hombre. El ruido de los petardos cesó, así como las risas y las voces, y en la calle se hizo el silencio. Los momentos más importantes del día ya habían pasado. En la casa, la mayoría se fueron a la cama porque la noche anterior apenas habían dormido, excepto Keming y Juexin, que tenía quehaceres. Algunos, como Juemin y sus hermanos y primos, se habían ido a dormir en cuanto se terminaron los ritos de la noche. El día de Año Nuevo había transcurrido según el programa establecido desde tiempos inmemoriales; cada año era idéntico, sin ninguna alteración. El repiqueteo de los dados y las fichas del mahjong, juegos en los cuales Jianyun sabía que no debía participar, se había oído de la mañana a la noche sin interrupción.

El segundo día del año, Qin y su madre fueron a casa de los Gao. La tía Zhang solo se quedó tres días, aunque permitió que Qin se quedara hasta el final de las fiestas, para gran alegría de los más jóvenes de la familia. Lo pasaban muy bien juntos. Permanecían todo el día en el jardín jugando a toda clase de juegos o charlando sin que nadie los molestara. A veces se llevaban fichas de casa y se iban al Pabellón de las Fragancias del Atardecer a jugar al león, un juego enrevesado pero muy divertido que les gustaba especialmente. El ganador se lo llevaba todo y con lo ganado mandaba a un criado a comprar bebidas y comida, que cocinaban en un fuego improvisado fuera del pabellón. Ruijue, Shuhua y Qin hacían turnos alrededor del fuego y los demás ayudaban. Cuando todo estaba listo, llevaban los manjares al pabellón y comían alegremente, mientras seguían jugando a otros juegos en los que el perdedor estaba obligado a beber.

Algún año habían invitado a Xu Qianru, una compañera de Qin que vivía muy cerca de casa de los Gao. Era una chica regordeta, de dieciocho años, alegre y nada pretenciosa, con aspecto de estudiante, que también estaba deseosa de ir a la escuela de los hermanos Jue cuando abrieran la matrícula para chicas. Su padre, de joven, había sido miembro de la Sociedad de la Alianza[27] y había estudiado química en Japón, donde había creado un periódico antimanchú, y en Alemania. Ahora trabajaba para el Gobierno. Era un hombre de ideas liberales, comparado con muchos de su generación. La madre de Xu Qianru, que también había estudiado en Japón, había muerto cinco años atrás, y su padre no había vuelto a casarse. Qianru y la niñera que la había cuidado desde pequeña eran las únicas mujeres de la casa. La situación familiar de Qin y la suya eran muy parecidas, aunque sus temperamentos eran muy diferentes.

Jianyun todavía estaba en casa de los Gao. Dormía en la habitación de Jueying y se sentía feliz.

La noche del octavo día de las fiestas, después de dos o tres días de preparativos, los jóvenes convocaron a todos los habitantes de la casa a ver los fuegos artificiales en el jardín. Nadie se negó, excepto el abuelo, al que no le convenía el frío de la noche. En el lado derecho de la galería circular habían encendido bombillas eléctricas y en los lugares donde no llegaba la luz, como el bosquecillo de bambúes y el pinar, habían colgado farolillos rojos, verdes y amarillos. En la barandilla del puente de piedra también había lucecitas que se reflejaban en la superficie del lago como si fueran pequeñas lunas llenas. Todos se dirigieron al Pabellón de las Fragancia del Atardecer. De los aleros del tejado colgaban unos farolillos rojos que creaban una atmósfera mágica. Mientras esperaban sentados en el interior, delante de los ventanales abiertos de par en par, una docena de criados servían té humeante. Afuera, excepto los puntos de luz de los farolillos, todo estaba sumido en la oscuridad.

—¿Dónde están los fuegos? ¡Me habéis engañado! —dijo la madrastra Zhou a Qin y Ruijue, que estaban a su lado.

—Un momento, paciencia. Tía, ¿cómo quiere que la engañemos? —contestó Qin.

Qin miró a sus espaldas. Juexin y Juemin no estaban allí; Jianyun, Keming, Kean y Keding charlaban, y las demás mujeres no cesaban de interrogar a Qianru, que respondía con buen humor. En el jardín solo se oía el murmullo de voces procedente del interior del pabellón. De repente, en medio de la oscuridad más absoluta, se oyó un silbido agudo seguido de una llamarada roja que se dirigió hacia el cielo, estallando en multitud de hilos dorados que descendieron perdiéndose en las tinieblas.

A continuación, otro cohete que parecía un huevo de pato, de un blanco resplandeciente, también se abrió en cientos de flores plateadas que se dispersaron por el cielo. Finalmente, lanzaron unas ráfagas azules que cuando alcanzaron una gran altura se transformaron en una lluvia roja que luego se volvió verde hasta que se desvaneció. Todos se quedaron cautivados por aquella claridad tan especial. Shufen, volviéndose hacia su madre, la tía Wang, exclamó:

—¡Muy bien, muy bien, muy bien!

—¡Precioso! ¿Dónde los habéis comprado? —preguntó la madrastra Zhou a Qin.

—Pregúnteselo a ella —respondió esta sonriendo mientras señalaba a Qianru.

—Le pedimos a mi padre que nos ayudara a conseguirlos —explicó Qianru.

Y, de nuevo, en medio de la oscuridad, surgió un resplandor verduzco que al estallar se convirtió en chispas multicolores, al mismo tiempo que tres o cuatro ráfagas de color blanco se abrían en flores plateadas que danzaron en el cielo, iluminando el pinar y dos barquitas amarradas a la orilla del lago.

—Están en las barcas, eso lo explica todo —dijo la cuarta tía Wang a su marido, que la miró sonriente.

Después se hizo el silencio y todos se quedaron contemplando la oscuridad. Qianru se acercó a Qin y se pusieron a hablar en voz baja.

—¿Ya está? —preguntó Keding.

Acababa de preguntarlo cuando de la superficie del lago surgieron unos tallos blancos que se abrieron en florecillas doradas, dispersando su luz por doquier. Y, de nuevo, se hizo la oscuridad.

Una tenue vibración se apoderó del aire: del lago venía la música de una flauta que tocaba las Tres variaciones sobre la flor del ciruelo, acompañada de un huqin[28]. La vieja historia que relataba la flauta, dulce y melodiosa, hizo que todos olvidaran las nimiedades diarias y se abandonaran al sueño que escondían en su corazón.

—¿Quién toca la flauta? ¡Qué bien lo hace! —dijo la madrastra Zhou a Qin cuando ya se terminaba la pieza.

—La segunda hermana pequeña —contestó Waner, orgullosa de su ama.

—Y el huqin lo toca el primo mayor —añadió Qin.

Los aplausos resonaron en el aire, cayeron al lago y el agua los engulló. Después volvió a sonar la flauta, desgranando una melodía alegre acompañada de una voz masculina que llenó la oscuridad de la noche. Era la voz de Juemin.

Prosiguió con una canción popular. Juemin cantó las primeras estrofas y los demás lo acompañaron: hombres, mujeres, voces agudas y graves formaban un coro en el que podían distinguirse perfectamente las personas que lo formaban, desde la voz clara y femenina de Shuying hasta la voz fuerte y masculina de Juemin. La música lo llenaba todo y el pabellón parecía tambalearse. Cuando se acabó la canción, estallaron las carcajadas, que se rompían, se convertían en un hilo y se reanudaban más fuertes. Para los que estaban en el pabellón era como si las risas se desperdigasen por el aire, chocasen entre sí y se persiguieran las unas a las otras.

En el lago aparecieron unos farolillos rojos y verdes que, ante las miradas extasiadas de los espectadores, flotaban y se esparcían por la superficie. El agua oscilaba en curiosas tonalidades cambiantes. Después empezaron a ordenarse a ambos lados de una camino imaginario. De nuevo resonaron las risas, esta vez más cercanas. Venían de una barca que se acercaba y que se detuvo al pie del puente. Juexin y sus hermanos desembarcaron. Detrás venía otra, que también fondeó al pie del puente, de la que bajaron Shuying, Shuhua y Shuzen y la criada Mingfeng, quienes llevaban farolillos. Los jóvenes subieron al pabellón, que de nuevo se alborotó.

—Madre, tío tercero, ¿os ha gustado? —preguntó Juexin.

—¡Mucho! —exclamó Keding—. Mañana por la noche os invito a ver la linterna del dragón, me encargaré de prepararlo todo.

Jueying aplaudió entusiasmado y los demás jóvenes se sumaron a los aplausos.

Los fuegos artificiales, como el arcoíris, habían embellecido por unos instantes la vida de los mayores. Una vez terminados, todo volvió a sumirse en la oscuridad.

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