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Al cabo de un par de días ya se podía circular por las calles. Las tropas del general Zhang estaban acuarteladas en las afueras esperando que el gobernador abandonara la ciudad aquel mismo día y, provisionalmente, se había nombrado un nuevo jefe de policía para mantener el orden. A pesar de ello, el comercio aún no se había normalizado y los habitantes no las tenían todas consigo. Por todas partes había soldados del bando perdedor que vagaban en pequeños grupos. Tenían un aspecto lamentable, sin gorro ni polainas, con el uniforme hecho jirones y las insignias arrancadas, pero no habían perdido su habitual fanfarronería y seguían buscando pelea, lo cual creaba inseguridad entre la ciudadanía.

Zhangsheng, el criado de la tía Zhang, llegó muy de mañana a casa de los Gao para informar de que los soldados que habían ocupado su casa ya se habían marchado. Nadie había entrado en las habitaciones de la tía Zhang y Qin, y todas sus cosas estaban intactas. También explicó que un criado de la prima Mei había ido a la casa y ya le había dicho que esta se encontraba en casa de los Gao. Las noticias tranquilizaron a la tía Zhang y a Qin, que ya no pensaron en regresar a su casa.

Por la tarde, un criado de la señora Qian, la madre de Mei, llegó con un tiezi[32] en el que agradecía a la madrastra Zhou su generosidad por haber acogido a su hija. La señora Qian añadía que esperaría unos días a que la situación estuviera más calmada para ir a darle las gracias personalmente. El criado le dijo a Mei de parte de su madre que en casa todo estaba bien, que no sufriera y que si quería quedarse unos días más podía hacerlo. Mei, que había pensado volver a casa con el criado, accedió a quedarse ante la insistencia de la madrastra y Ruijue.

La tensión en la calle contrastaba con la paz que reinaba en el jardín de los Gao. En aquella plácida atmósfera el tiempo transcurría sin que se dieran cuenta. No había anochecido todavía, el aire estaba impregnado de todo tipo de perfumes; era un atardecer maravilloso.

Aún no habían terminado de cenar cuando se interrumpió aquella calma. El señor Wang, padre de la quinta señora, mandó a buscarla, dijo que corrían rumores de que aquella noche habría saqueos y que, como la casa de los Gao era una de las más ricas de la puerta norte, seguramente sería una de las primeras en ser objeto de pillaje. Así pues, cuatro palanquines se llevaron a la señora Wang y a sus cinco hijos, con la criada Qianer y la niñera de Shufen. A continuación la familia Zhang hizo lo mismo y envió a buscar a la tercera señora y a Shuying, Jueying y Jueren. La quinta tía Shen, viendo que las cosas iban de mal en peor, pidió a Keding que la llevara, a ella y Shuzhen, a casa de sus padres. Quedaban la madrastra Zhou y Ruijue; sus familias no estaban en la ciudad y no querían irse a casa de otros parientes, preferían quedarse allí.

Ya era noche cerrada; en la calle, nadie se atrevía a pasear, solo los soldados.

El abuelo, que había salido muy de mañana a casa de su primo Tang, ya no volvería. La concubina también había ido a casa de su anciana madre. Kean había acabado yendo a casa de su suegro, mientras que Keding se había quedado en el despacho, trabajando. Así pues, en casa solo estaban los de la primera rama. Las familias tradicionales, garantes del viejo orden, también tenían sus debilidades: en situaciones de peligro, cada miembro velaba únicamente por su propia seguridad.

La tía Zhang tampoco quiso volver a casa. Aunque podía hacerlo, optó por quedarse a acompañar a Juexin y sus hermanos, a quienes amaba sinceramente.

—Soy mayor y he visto muchas cosas, pero nunca he visto que una buena persona pague por algo que no ha hecho. Vuestro padre crio a buenas personas y sus hijos jamás os encontraréis en ningún infortunio. Estoy convencida de que el cielo lo vigila todo.

En la calle reinaba un silencio absoluto. Los ladridos de los perros, habituales en aquellas horas, se oían más que nunca. El tiempo transcurría muy despacio, cada minuto era una eternidad. Poco a poco se empezó a oír un murmullo: los soldados desmandados comenzaban sus fechorías. Los Gao que permanecían en casa no podían dejar de imaginarse bayonetas, puñales, sangre, fuego, cuerpos de mujeres desnudos, objetos desperdigados por el suelo, baúles reventados y cadáveres desangrados. Estaban aterrados, habrían querido cerrar los ojos para no ver ni oír nada, pero era inútil, incluso la parpadeante luz del candil les recordaba la situación en la que se encontraban. Querían que el tiempo pasara lo más rápido posible, pero, al mismo tiempo, cuanto más deprisa pasaba más se acercaba el horror. Se sentían como el reo de muerte que espera su inexorable condena. El pánico los igualaba a todos, a pesar de las diferencias que los separaban. Las que estaban más atemorizadas eran las mujeres.

—Prima Mei, ¿qué haremos si vienen los soldados? —preguntó Qin.

Estaban todos en la habitación de la madrastra Zhou. Qin temblaba solo de pensar en el significado de aquel «qué».

—Solo hay un final —respondió Mei con frialdad. Se cubrió la cara con las manos. Los pensamientos se le fueron empañando y ante ella apareció una vasta superficie de agua blanca que poco a poco se la llevaba a la deriva.

«¿Qué haré?», se preguntaba Ruijue, sabiendo perfectamente a qué se había referido Qin. Le esperaba el mismo final. Se negaba a ello, no podía ni pensar en separarse de su marido. Miró a su hijo y sintió una punzada en el pecho.

Qin se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación. Luchaba contra la desesperación. «¡No puede ser!», tenía que haber alguna salida para todo aquello. Aún le quedaba mucho por vivir. Las ideas nuevas, los libros de Ibsen, Ellen Key y Yosano Akiko no servían para afrontar el deshonor y la humillación que la esperaban. Todo parecía una burla. Miró a Mei, sentada con la cara tapada, y a Ruijue, que agarraba la manita de su hijo con los ojos llenos de lágrimas. Miró a su madre y la madrastra Zhou, indefensas bajo la luz del candil. Miró a Shuhua, Juemin y todos los demás. Y ella estaba allí, tratando de encontrar una solución para salvarse. Se dio cuenta por primera vez de que ella, Mei y Ruijue no eran tan distintas como había creído hasta entonces. Al fin y al cabo, no eran más que tres mujeres indefensas. Desesperada, se dejó caer en una butaca y empezó a llorar quedamente.

—Qin, ¿qué te pasa? ¿Cómo quieres que esté tranquila viéndote así? —le preguntó la tía Zhang, inquieta.

Qin no respondió, ni siquiera levantó la cabeza, solo lloraba. Sentía compasión por ella misma. De pronto la lucha y los pequeños logros de los últimos años estaban amenazados. Todo podía quedar aniquilado en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué sentido tenía ahora aquella frase de Ibsen que decía que el esfuerzo debe hacerlo uno mismo? Lloraba de pánico, pero también de rabia. Ella, que estaba convencida de que era una mujer valiente, y los demás también lo creían, descubría en aquel momento que era una persona débil. Era como un animal que espera que lo lleven al matadero, sin coraje para resistirse. Los que estaban a su lado ni siquiera se imaginaban sus pensamientos, creían que lloraba de miedo e intentaban consolarla como podían. Juemin estuvo a punto de abrazarla, pero no se atrevió. Juehui, que se había quedado en su habitación, salió corriendo al ver un gran resplandor de fuego que venía del oeste y llenaba el cielo de centellas rojas.

—¡Fuego! ¡Hay fuego! —gritaba.

—¿Dónde? —preguntaron todos.

—¿Dónde está el fuego? —preguntó Juexin saliendo del salón seguido por Shuhua.

Al cabo de un momento estaban todos en el patio. El aire hervía como la sangre de sus venas; a medida que el incendio avanzaba, sentían que su vida expiraba. La luna se había escondido detrás de las nubes, mientras el resplandor del fuego y la luz rojiza se reflejaban en el pavimento y los tejados. Nadie dudaba de que aquello era el final.

—Seguro que es la casa de empeños lo que se está quemando. No quedarán ni las paredes —auguró la tía Zhang.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó, aterrorizada, Ruijue.

—¡Podríamos huir disfrazados! —propuso Juemin.

—¿Y adónde iríamos? ¿Quién se quedaría para vigilar la casa? Los soldados entran donde no hay nadie y lo queman todo —dijo Juexin, que tampoco sabía qué hacer.

Unas descargas ensordecedoras interrumpieron la conversación. Los perros ladraban enloquecidos, por todas partes se oían gritos. «Todo se ha terminado, ya no hay nada que hacer», pensó Juexin, y luego dijo en voz alta:

—¿Qué hacemos aquí esperando la muerte? ¡Tenemos que pensar cómo huir!

—Huir, huir… ¿adónde? —preguntó espantada la madrastra—. Si salimos a la calle y nos topamos con las tropas, sí que nos matarán, por eso es mejor que nos quedemos.

—Deberíamos encontrar un buen escondrijo aquí, en la casa; cuantas más personas puedan salvarse, mejor. Alguien de nuestra rama debe sobrevivir —dijo Juexin. Y añadió, resolutivo—: Hermano segundo, hermano tercero, acompañad a la madrastra, a la tía Zhang, a la cuñada y a las primas Mei y Qin al jardín. Allí hay muchos rincones donde esconderse y, si no, siempre estará el lago. Vuestra cuñada sabe cómo protegerse.

A continuación, miró a Mei con los ojos bañados en lágrimas. Intentaba parecer sereno, pero estaba destrozado.

—¿Y tú? —preguntaron todos al unísono.

—Vosotros marchaos, yo ya me las arreglaré —contestó con aparente frialdad.

—Si tú no vienes, nosotros no nos vamos —replicó Juehui, tajante.

Aún se oían algunos disparos, pero parecía que el fuego había cesado.

—¿Por qué te preocupas por mí? ¡La madrastra y la tía deben irse! —Se impacientó Juexin—. Si no encuentran a nadie en la casa, ¿no crees que irán al jardín a buscar?

Ruijue, que estaba sentada en silencio con Haichen en el regazo, lo dejó y fue al lado de Juexin, diciendo:

—Hermano segundo, hermano tercero, acompañad a la madre y a la tía. Por favor, llevaos a Haichen con vosotros. Yo me quedo aquí con el hermano mayor.

—¿Tú? ¿Conmigo? ¿Cómo se te ocurre? —le reprochó Juexin, exasperado, apartando a su mujer—. ¿Qué ganas con quedarte aquí? Vete antes de que sea demasiado tarde.

Ruijue se le aferró al brazo.

—Yo no quiero separarme de ti. Si he de morir, que sea a tu lado.

Haichen corrió hacia su madre y, tirándole del vestido, protestó:

—Mamá, ¡yo no quiero irme!

Juexin, nervioso, ya no sabía qué hacer y, con las manos juntas delante del pecho, suplicó a Ruijue:

—Por favor, mira a Haier. ¿Qué sentido tiene que muramos juntos? Además, no tengo por qué morir. Si vienen, quizás encontraré el modo de hacerles frente, pero si te ven conmigo, ¿qué crees que te pasará? Debes pensar en ti, además, tu vientre… —y calló.

Ruijue lo miró expresivamente y, con voz dulce, dijo:

—De acuerdo, haré lo que dices.

Fueron a dormir al pabellón del lago. El cielo había perdido aquel tono rojizo y la luna se reflejaba en las aguas inmóviles y argentadas, que aquella noche todos encontraron más frías y profundas que nunca, sobretodo Ruijue y Mei.

Parecía que el peligro había pasado. La madrastra Zhou, viendo a Juehui tan fatigado, lo mandó a la cama. Estaba a punto de dormirse cuando ella, apartando la mosquitera, lo despertó y, acercándose a él, le dijo casi al oído:

—Vuelven a oírse tiros, quizás estén cerca. Estate alerta, procura no dormirte por si acaso.

El deje afectuoso de aquellas palabras acarició el rostro de Juehui. La madrastra cerró la mosquitera con cuidado y se alejó sin hacer ruido.

A pesar de las malas noticias que acababa de darle, Juehui se sintió reconfortado: era como si tuviera madre otra vez.

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