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Tras los días de pánico, la vida parecía volver a su cauce. No obstante, empezaron a percibirse algunos cambios. El general Zhang, nombrado jefe militar de las fuerzas aliadas, también asumió el poder político y declaró abiertamente que deseaba llevar a cabo reformas. En el ámbito académico se respiraban nuevos aires. Aparecieron tres nuevas publicaciones, entre ellas el semanario La Aurora, editado por unos amigos de los hermanos Jue, que se hacía eco del llamado movimiento de la Nueva Cultura y combatía las viejas ideologías y las tradiciones ancestrales. Juehui participaba activamente en el semanario publicando artículos inspirados en lo que leía en las revistas de Shanghai y Pekín. No había analizado en profundidad las nuevas ideas ni tenía un conocimiento social demasiado preciso; apenas tenía experiencia de la vida, solo reflejaba lo que había leído en los libros y su entusiasmo juvenil. En cuanto a Juemin, su implicación en el semanario no era ni de lejos tan intensa como la de su hermano: pasaba el día en la escuela y por la noche iba a casa de Qin.

La Aurora tuvo una gran aceptación entre la juventud. Los dos primeros números, con un tiraje de mil ejemplares, se agotaron la misma semana de su publicación. Al legar al tercer número ya tenía más de doscientos suscriptores. El alma de la revista eran los compañeros de Juehui: Zhang Huiru, Huang Cunren y Zhang Huanru, hermano menor de Zhang Huiru.

La revista transformó la vida de Juehui al convertirse en el modo de canalizar sus aspiraciones juveniles. Descubrió que era capaz de materializar sus pensamientos sobre el papel y que, además, podía darlos a conocer a muchas personas. Había lectores que incluso le enviaban adhesiones y comentarios a sus artículos. Sus ojos traslucían la alegría que sentía. Cuando estaba en casa, dedicaba todo el tiempo libre a la revista, aunque lo hacía a escondidas, para no crear problemas a su hermano mayor con el abuelo. Un día el tío Keming entró en su habitación y leyó uno de los artículos que escribía. Aunque no le dijo nada, desde entonces Juehui actuó con más cautela. No quería que nadie en la familia supiera de sus actividades, ni siquiera lo hablaba con Juexin porque sabía que este no lo aprobaría.

Cada vez se sentía más implicado en el movimiento estudiantil. En el seno de la revista se formó un grupo de discusión y difusión de las nuevas ideas que se reunía los domingos en la casa de té del parque Shaocheng. Allí, una veintena de jóvenes sentados en torno a varias mesas debatían sobre cuestiones sociales. Por otra parte, un par de noches a la semana, se reunían en pequeños grupos en casa de alguno de ellos. Aquellos jóvenes, que aún no habían cumplido los veinte años, hablaban del futuro, se ayudaban los unos a los otros y, movidos por el espíritu del humanismo y el socialismo, pretendían transformar la sociedad y asumían con altruismo la labor de liberarla de la carga del pasado. Además, había que revisar las galeradas de la revista, controlar su impresión y atender las cartas de los lectores. Se trataba de un mundo nuevo, apasionado y estimulante para Juehui, que, poco a poco pero con fuerza, había atrapado su joven alma.

Cuanto más se dedicaba a sus nuevas ocupaciones, más se alejaba de la familia. Allí nadie le comprendía y todo seguía igual. El abuelo, con aquel semblante antipático; la concubina Chen, peripuesta como siempre; la madrastra, a quien no le gustaban sus amistades; el hermano mayor, que practicaba «la doctrina de la reverencia»; y la cuñada mayor, que día tras día iba demacrándose a la vez que se le hinchaba la barriga. Los tíos y las tías empezaban a comentar que Juehui se había vuelto arrogante y que les perdía el respeto. Incluso se habían quejado de ello a la madrastra. Solo contaba con Juemin, pero estaba demasiado ocupado con sus cosas. En toda la casa solo le despertaba ternura una persona: la chiquilla que lo quería con pureza y generosidad. Cuando miraba sus ojos inocentes y dulces, que decían más cosas que las palabras, su corazón… Entonces le parecía encontrar el objetivo de su vida y se convencía de que merecía la pena renunciar a todo por ella. Pero cuando salía de casa y el mundo se ensanchaba y su trabajo y su esfuerzo adquirían significado, aquellos ojos inocentes y dulces dejaban de ser una prioridad en su existencia. No podía renunciar a la vida que se le presentaba. Había leído en La Lucha de Pekín un apasionado artículo en el que su autor animaba a la juventud china a combatir las desigualdades sociales. Les decía que no podían esconder la cabeza bajo el ala y que no debían caer en la trampa del enamoramiento. Aunque esgrimía unos argumentos teóricos muy poco consistentes, aquel artículo influyó mucho en el ánimo de los jóvenes, especialmente en aquellos que habían decidido servir a la sociedad en cuerpo y alma. Sumamente impresionado, Juehui se juraba que sería uno de ellos y que se olvidaría del amor que profesaba a la dulce Mingfeng.

Con todo, los sentimientos de Juehui iban y venían. Cuando estaba fuera de casa no se acordaba de Mingfeng, pero cuando por la noche volvía a aquel hogar fosilizado se angustiaba pensando en ella. En aquel dilema de Juehui entre la sociedad o Mingfeng, víctima de los prejuicios feudales de la familia Gao, la chica era la perdedora.

Ella era del todo ajena a las contradicciones del joven, se limitaba a amarle en secreto y a rezar para que un día él la sacara de aquel pozo. Los sueños la ayudaban a soportar el presente. Era tan modesta que ni siquiera podía imaginarse una vida con él, solo aspiraba a servirle, a serle obediente y fiel, a ser su criada. Pero a menudo la realidad no tiene nada que ver con los deseos de las personas y los destruye sin piedad. Mingfeng sabía perfectamente cuál sería su final.

Una noche, después de cerrar la edición del cuarto número de La Aurora, Juehui fue con Juemin a casa de Qin. La prima y su madre, que estaban charlando, ordenaron a Lisao que trajera butacas cuando los vieron por la ventana.

—Ya he leído el último número de la revista. El artículo sobre la familia tradicional lo has escrito tú, sin duda. ¿Por qué utilizas ese seudónimo tan extraño de «el silbido de la navaja»? —le preguntó Qin a Juehui.

—¿Por qué crees que lo he escrito yo? ¡No soy el autor!

—No te creo, tiene tu estilo. Si no quieres decírmelo, se lo preguntaré al primo segundo —dijo mirando a Juemin, que asintió ligeramente con la cabeza.

—¿Y por qué no nos escribes un par de artículos? —le pidió Juehui, aprovechando la ocasión.

—Sabes perfectamente que no escribo demasiado bien. ¿Pretendes que haga el ridículo? —dijo Qin con modestia.

—En el último número, el artículo que defiende el pelo corto en las mujeres lo ha escrito un hombre. En Shanghai el tema ha suscitado mucha polémica. Tanto allí como en Pekín muchas mujeres se lo han cortado. Y aquí ni se habla de ello. Sería bueno que vosotras, las mujeres, dierais vuestra opinión. En la revista estaríamos encantados de publicarla.

Qin sonrió. Sus inmensos ojos brillaban mientras miraba a Juehui.

—Estos últimos días lo hemos comentado mucho en la escuela. La mayoría de las chicas estamos a favor del pelo corto, pero dos o tres compañeras que estaban decididas a cortárselo no se han atrevido por miedo. Ninguna ha tenido suficiente coraje. Xu Qianru también estaba decidida, pero todavía no se lo ha cortado. No es fácil ser la primera.

—¿Y tú? —le preguntó Juehui.

Qin miró a su madre, que sonreía con los ojos entrecerrados sin escuchar lo que decían, como de costumbre.

—¿Yo? Ya lo veremos —dijo esbozando una sonrisa.

—¿Y el artículo? —insistió Juehui.

Tras pensarlo un instante, respondió:

—De acuerdo, lo escribiré… Quiero demostrar todas las ventajas de llevar el pelo corto: higiénicas, laborales, de ahorro de tiempo, y su contribución a disminuir la discriminación de la mujer en nuestra sociedad. Todo eso hay que explicarlo. Pero no sé si vuestra revista estará de acuerdo con mis puntos de vista. Si no lo está, no hace falta que lo escriba.

Juehui, muy contento, contestó de inmediato:

—¡Está completamente de acuerdo! Escríbelo y lo publicaremos en el próximo número.

Qin le preguntó a Juemin:

—¿Cuándo empezarán las actividades de final de curso?

—Probablemente las anularán, nadie quiere hacerlas —contestó este—. El esfuerzo que hemos hecho ensayando La isla del tesoro habrá sido en vano… Es una lástima. Con el miedo que teníamos el hermano tercero y yo a subir al escenario con aquellos vestidos occidentales que no sabíamos llevar…

—Y no solo la obra, probablemente tampoco abrirán la matrícula para chicas, el curso está a punto de terminar y ni se habla de ello. El director no ha dicho nada más, es un bocazas —exclamó Juehui indignado.

Juemin lo miró disgustado por habérselo dicho a Qin. La chica palideció y preguntó preocupada a Juemin:

—¿Es cierto?

Deseaba que no lo fuera. Juemin no se atrevía a mirarla, le daba pena.

—Aún no se sabe nada. No es fácil poner en marcha algo así, se necesita mucho arrojo. —Y añadió para consolarla—: En realidad, prima, nuestra escuela no es tan buena, no será una gran desgracia que no puede entrar. Te aconsejo que, si puedes, acabes los estudios en Shanghai o Pekín; cuando vuelvas quizás hayan abierto la matrícula para chicas.

Ni él mismo sabía cómo iban a acabar las cosas. Qin no dijo nada. Necesitaría mucho coraje para vencer todos los obstáculos que encontraba en el camino que se había trazado.

Tres días después de aquella conversación, Qin escribió el artículo, un buen texto presentado con una caligrafía impecable sobre un papel de un blanco inmaculado. Juehui se lo llevó a la redacción como si fuera un tesoro y el artículo salió publicado en el quinto número de la revista, acompañado de unos comentarios que redactó él mismo. En el sexto número se publicó un artículo de Xu Qianru sobre el mismo tema. Más de una veintena de chicas escribieron cartas de adhesión y en poco tiempo la cuestión del pelo corto adquirió un gran eco.

Xu Qianru predicó con el ejemplo y fue la primera en cortárselo. Una mañana Qin llegó al patio de la escuela, donde había un grupo de chicas charlando bajo un árbol. Al acercarse vio la hermosa forma de la cabeza de Xu y su nuca, blanca como la nieve, emergiendo del cuello del vestido. Llevaba una melena corta, recogida detrás de las orejas. Aquel nuevo peinado la convertía en la más encantadora y elegante del grupo. Aunque Qin había defendido a capa y espada el corte de pelo en las chicas, en el fondo no estaba demasiado convencida de que quedara bien en las mujeres, pero cuando vio a Qianru se disiparon todos sus temores, y a la vez se sintió insignificante junto a ella. La miraba con una mezcla de envidia y admiración, y se puso a hablar con ella, orgullosa de ser su amiga.

—¿Cómo te has cortado la trenza? —le preguntó.

Qianru la miró sonriendo y, esbozando con los dedos el gesto de cortar, contestó:

—Unas tijeras, unas manos y ¡fuera trenza!

—No me creo que sea tan fácil —replicó una compañera—. ¿Quién te lo ha hecho?

—¿Quién creéis que ha sido? Pues mi aya. En casa no hay nadie más que ella; además de mi padre, que jamás lo haría.

—¿El aya? ¿Y estaba de acuerdo? —preguntó Qin extrañada.

—¿Por qué no? Yo quería, y ella lo hizo. Siempre me hace caso. Mi padre no se opuso y, aunque se hubiera opuesto, habría sido inútil. Cuando quiero hacer una cosa la hago y nadie puede impedírmelo —dijo, tajante.

—¡Bien dicho! ¡Mañana me lo corto yo! —exclamó ruborizándose una chica del grupo.

—Eres muy valiente Wen —le dijo Qianru. Y, mirando a las demás chicas, preguntó riendo—: ¿Alguna más se atreve?

—¡Yo!

Era la voz aguda de una chica que estaba acercándose al grupo, una compañera muy activa, de las mayores de la escuela, a quien habían puesto el mote de «la vieja señorita».

Qianru se dirigió a Qin.

—Yunhua, ¿y tú qué?

Qin se puso colorada y bajó la mirada sin responder. No podía reconocer que no era lo bastante valiente para cortarse el pelo.

—Yunhua, ya sé que tus circunstancias son complicadas.

Qin no sabía si se estaba burlando de ella o si le mostraba comprensión.

—En tu ilustre familia solo se recita poesía, se hacen trabalenguas, se juega al mahjong y cosas por el estilo. Que vayas a la escuela ya es excepcional, y si encima te quisieras cortar el pelo, pondrían el grito en el cielo. Son demasiado tradicionales.

Las otras chicas lo celebraron con carcajadas y Qin, humillada, dejó el grupo con los ojos llenos de lágrimas.

—Se necesita mucho valor para cortarse el pelo —prosiguió Qianru—. Hace un momento, cuando venía hacia aquí, un grupo de estudiantes, como si fueran unos duo shen[33], me perseguían llamándome «pequeña monja budista», «culo de pato» y otras tonterías. Yo continuaba andando como si nada. Al salir de casa, el aya me ha aconsejado que fuera en palanquín, pero yo he querido poner a prueba mi coraje. ¿Por qué he de temerles? ¡Yo hago lo que me parece! —Y, apretando los dientes con rabia, continuó diciendo—: ¡Serán cretinos! ¿Cómo es posible que haya personas con tan poco carácter? Todos los hombres son así, no hay ni uno bueno.

—Entonces, ¿tú no te casarás nunca? —le preguntó una compañera riendo.

—¿Yo? Yo no me casaré —contestó con arrogancia—. No soy como vosotras, que pasáis el día y la noche soñando con aquel heiqi bandeng[34] del que habláis. Mira, esta tiene un hermano mayor, aquella un primo pequeño, la de más allá un hermano mayor. Rong, ¿te ha escrito ya tu primo?

Rong era la compañera que hacía un momento se había burlado de ella. Furiosas, ella y algunas otras se abalanzaron sobre Qianru, que consiguió zafarse riendo. Iba corriendo hacia clase cuando vio a Qin bajo un sauce. Qianru, que se había quedado intranquila después de lo que le había dicho y quería disculparse, pensó en hacerlo entonces, pero sonó la campana de clase.

En el aula, Xu Qianru y Qin se sentaban en el mismo pupitre. El profesor de literatura china, un hombre de unos cincuenta años que llevaba unas gruesas gafas, explicaba sobre el estrado la obra de Han Yu; las alumnas no le prestaban atención, algunas leían, otras repasaban la lección de inglés, otras cosían o charlaban.

Qin estaba concentrada en la lectura de Han Yu, y Qianru arrancó una hoja de su libreta de ejercicios y la puso delante de Qin después de escribir:

¿Estás enfadada conmigo? Lo he dicho sin pensar, no quería ser cruel contigo. He visto que mis palabras te han herido. Por favor, perdóname.

Qin escribió abajo:

No me has interpretado bien. No estoy enfadada. Al contrario: te admiro y te envidio. Tú tienes coraje y yo no. Conoces mis aspiraciones, pero también mis circunstancias. ¿Qué crees que debo hacer?

Yunhua, yo no creo que seas una mujer cobarde. ¿Recuerdas que me dijiste que debíamos luchar contra viento y marea para abrir paso a las que nos siguen?

Qianru, ahora me doy cuenta de que no tengo valor. Me he fijado unos objetivos y a medida que me voy acercando a ellos siento pánico. No consigo avanzar con determinación.

Hua, ¿no ves que con esta actitud estás cayendo en tu propia trampa?

Yo deseo el futuro que me he marcado, pero también quiero a mi madre, y ella todavía está en contra de muchas cosas. Siempre pienso que no debo tener en cuenta sus opiniones ni las de la familia, y que debo hacer lo que yo crea, pero lamento hacer sufrir a mi madre. Me crio ella sola, me quiere y me respeta. En cambio, solo obtiene de mí las burlas de los demás y las críticas de la familia. Son golpes demasiado fuertes, temo que no pueda resistirlos. Creo que prefiero sacrificar mi futuro.

Hua, ¿no te das cuenta de que un sacrificio de este tipo no tiene ningún sentido? No podemos hacerlo por una persona, debemos hacerlo por la generación que nos sigue. Si ahora luchamos por ellas, tendrán un futuro digno, este es el único sacrificio que tiene sentido.

Los caracteres ilegibles de Qianru traslucían su vehemencia. Ya habían llenado dos páginas.

Qian, en esto somos muy diferentes. Tú sometes los sentimientos a la razón y yo, a menudo, someto la razón a los sentimientos. No puedo rebatir tus argumentos. Cuando pienso en mi madre desfallezco y pienso que es mejor sacrificarme por la tranquilidad de una persona que me quiere y a la que yo quiero que no por el futuro de esas chicas.

¿Lo dices de verdad? Si tu madre te quisiera casar con un comerciante analfabeto o con un burócrata maduro o con el hijo tonto de una familia rica, ¿acaso no te opondrías a ello? ¿Serías capaz de hacer un sacrificio así por ella? Respóndeme. ¡No contestes con evasivas!

Qianru seguía escribiendo con aquella caligrafía infernal.

Qian, no me hagas estas preguntas, te lo ruego.

Había dos manchas húmedas en la página.

Hua, insisto: sé que tú y tu primo segundo os gustáis. Imagina que hubierais hablado de casaros y que él fuera el hijo pequeño de una familia pobre, y que el hijo de una familia rica le pidiera tu mano a tu madre. Si tu madre te dijera: «Yo te he criado con penas y privaciones, esperaba que tuvieras un buen matrimonio para quedarme tranquila, pero si me desobedeces y acabas en una familia pobre, ya no eres mi hija», ¿qué harías? ¿Tiene derecho una madre a pedir un sacrificio así? No, no lo tiene. Hace poco me contaste la historia de tu primo mayor y Mei; en su caso, ¿también te conformarías?, ¿te gustaría desperdiciar inútilmente tu vida como ha hecho ella?

Qianru añadió seis o siete signos de interrogación finales a la última pregunta.

Qian, no me martirices con este interrogatorio, te lo suplico, estoy muy confundida. Deja que lo piense con calma.

Hua, ¿aún no has abierto los ojos? No puedes rehuir estas cuestiones. Me parece que pasas demasiado tiempo en casa de tus parientes y te contagias de sus anticuadas tradiciones. Si no decides romper con todo eso, pronto acabarás como la prima Mei.

Esta vez Qin no contestó. Qianru vio que tenía los ojos llorosos. Compadecida, le tomó una mano temblorosa y se la apretó con fuerza. La habría abrazado si no hubiesen estado en clase. Miró hacia el estrado y, aprovechando que el viejo profesor de literatura estaba de espaldas escribiendo en la pizarra, se acercó a Qin y le dijo al oído:

—Yunhua, quizá te he presionado demasiado, pero es que quiero que seas una mujer valiente, no me gustaría que siguieras los pasos de Mei. Lucha con fuerza y al final encontrarás la recompensa. Sería muy triste que te quedaras atrás, lo lamentarías toda la vida.

La clase terminó al cabo de un momento. Qianru y Qin, en la puerta del aula, dejaron paso al profesor, que miró horrorizado la cabeza de Qianru y salió a toda prisa como si hubiera visto al diablo. Qianru lo siguió por el pasillo con la cabeza bien alta y una sonrisa irónica.

Fueron al patio a charlar hasta la hora de la cuarta clase, ya que el profesor de la tercera no había ido. Por la tarde, cuando ya se iban a casa, Wen y «la vieja señorita» les pidieron que se quedasen para que Qianru les cortara el pelo. Una docena de chicas se reunieron en el dormitorio de Wen y cerraron la puerta. Esta se sentó delante de la ventana y las tijeras le cortaron la trenza en un abrir y cerrar de ojos. Qianru iba repasando el corte hasta que la chica, mirándose al espejo, le dijo que ya era suficiente. «La vieja señorita» no fue tan exigente y Qianru acabó enseguida de cortarle el pelo. De repente, se oyeron unos golpecillos en la puerta; era la contraseña que avisaba que la vigilante de los dormitorios se acercaba. Las chicas se dispersaron antes de que llegara.

De vuelta a casa, Qin notaba que la gente las miraba. Como si ella también se hubiera cortado la trenza, se exponía al desprecio y la humillación de los hombres que las seguían. Sentía el rostro encendido, no se atrevía a levantar los ojos ni a hablar con Qianru. Al llegar al cruce donde debían separarse, Qin le pidió que la acompañara a su casa, ya que quería ver la reacción de su madre y que Qianru la convenciera para que le diera permiso para cortarse el pelo.

La tía Zhang no hizo ningún comentario, pero por su expresión Qin se dio cuenta de que no le gustaba en absoluto. Por la noche, cuando Qianru se hubo marchado, la tía Zhang dijo:

—¡Una chica tan encantadora y se dedica a esas modernidades! No parece ni una chica ni una monja budista. Ha perdido toda su feminidad, y eso que es graciosa. Es una lástima que su madre muriera tan joven; nadie se ha dedicado a ella, hace lo que le apetece, no sé qué será de ella el día de mañana. Realmente es una pena.

Suspiró, convencida de que el mundo iba a peor. Con los ojos entrecerrados recordaba los tiempos pasados hasta que se fijó en Qin, que permanecía allí con un gesto impaciente, y le preguntó extrañada:

—Qin, ¿qué te ocurre?

—Madre, quiero cortarme el pelo como Qianru —consiguió decirle con la cabeza agachada.

—¿Qué dices? ¿Que quieres hacer como Qianru? ¿Quieres que todo el mundo se burle de mí por no haberte educado bien? —exclamó la tía Zhang, aturdida, como si la hubieran golpeado. No se podía creer lo que había oído.

—¿Qué tiene de malo cortarse el pelo como Qianru? —preguntó Qin en un arrebato—. En la escuela hay muchas chicas que lo han hecho. El pelo corto es mucho más cómodo y bonito; tiene muchas ventajas llevarlo así.

La madre, agitando las manos, la interrumpió:

—No quiero oír tus razonamientos ni tus martingalas. Hoy me pides esto, mañana lo otro… Debo contarte algo: hace unos días vino la tía Qian como casamentera para hablarme de un joven de la familia de su marido, rico, de buen ver, aunque no muy cultivado. El matrimonio con él sería muy ventajoso, desde luego. Pues bien, a pesar de la insistencia de la tía Qian, decliné la proposición, agradeciéndosela, porque sabía que tú no estarías de acuerdo. Le dije que todavía eras muy joven, que solo te tenía a ti y que prefería dejar pasar unos años. Aunque, pensándolo bien, creo que lo mejor sería que te casaras pronto para evitar que empieces a hacer extravagancias y tengas tan mala fama que luego no te quiera nadie.

«Rico», «de buen ver», «no muy cultivado», «lo mejor sería que te casaras pronto»… Aquellas palabras mortificaron a Qin. Ante sus ojos apareció un camino largo, muy largo, lleno de cadáveres de mujeres jóvenes. El camino venía de muy lejos en el tiempo. El suelo estaba empapado de la sangre y las lágrimas de aquellas mujeres, maniatadas y conducidas hasta allí para ser devoradas por bestias salvajes. Algunas todavía no estaban muertas y pedían auxilio, pero acababan muriendo. ¡Cuánto sufrimiento había en aquel camino! ¿Las chicas de ahora y del futuro continuarían entregando su juventud, agotando sus lágrimas, vomitando su sangre? ¿Acaso las mujeres eran juguetes de los hombres? Se dio cuenta de que ella ya estaba en aquel camino y rompió a llorar amargamente.

—Qin, ¿qué te pasa?

La tía Zhang, sobresaltada, corrió a su lado para abrazarla.

Sin dejar de llorar, Qin se deshizo de los brazos de su madre, balbuceando:

—Yo no quiero seguir este camino. Quiero ser como los hombres. Quiero ir por un camino nuevo, por un camino nuevo…

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