Familia

Familia


Familia » 26

Página 30 de 50

26

La misma noche que Qin lloraba de rabia y de impotencia en su casa, Mingfeng, en la de los Gao, fue reclamada por la señora para que acudiera a su habitación.

A la tenue luz del candil apenas le veía la cara a la señora. Mingfeng no sabía qué quería decirle, pero intuía que no era nada bueno: aquella tarde la vieja señora Feng había ido a visitar al abuelo y a la concubina Chen. Temblaba de pies a cabeza delante de la señora, y el rostro empolvado y rechoncho de esta, iluminado de aquel modo, le daba un poco de miedo.

—Mingfeng, ya hace demasiados años que trabajas en casa —dijo pausadamente la madrastra Zhou—. Supongo que ya tienes ganas de marcharte. Hoy he hablado con el abuelo y me ha dicho que tiene la intención de enviarte a casa de la familia Feng a hacer de «pequeña»[35] del abuelo Feng. Irás a principios del mes que viene, es una buena fecha. Hoy es 28, aún quedan tres días. A partir de mañana no te ocupes de nada más, descansa los dos días que quedan. Allí servirás al señor y la señora Feng. Dicen que él es un poco especial y que ella tampoco tiene muy buen carácter. Pase lo que pase, no les hagas enfadar. Tienen hijos y nietos, trátalos a todos con respeto. Los años que has estado con nosotros no han estado suficientemente recompensados, pero te he concertado un matrimonio y así me quedo tranquila. Los Feng son muy ricos, si te comportas como es debido no te faltará de nada, como a Xier de la quinta señora. Me has servido muy bien y no he sido demasiado generosa contigo, así que mañana ordenaré que te traigan un par de vestidos bonitos y te daré algunas joyas.

El llanto de Mingfeng interrumpió las palabras de la señora, que se le iban clavando como puñales en el corazón. Sus esperanzas acababan de morir. La separaban de su amado, que esperaba que la salvaría. Si su destino era servir a un viejo amargado que no tendría piedad de ella, su vida en casa de los Feng estaba condenada: llantos, improperios, trabajo duro y su cuerpo atropellado por un anciano rijoso. Hacer de concubina, ¡qué vergüenza! Entre las criadas acostumbraban a insultarse así y de pronto se veía convertida en una de ellas. Le pagaban los ocho años de sufrimiento en casa de los Gao mandándola allí para ser ultrajada. Le arrebataban a su amor. Aquel rostro amado desaparecía de sus ojos y se le aparecían otros rostros de cruel sonrisa. Se cubrió la cara con las manos, despavorida. Una voz le decía: «Todo está predeterminado, no puedes cambiarlo».

La señora, que la miraba conmovida, sin entender la causa de sus lágrimas, le preguntó afectuosamente:

—Mingfeng, ¿qué te pasa?, ¿por qué lloras?

—Señora, ¡yo no quiero irme! —respondió entre sollozos—. Prefiero quedarme aquí de criada toda la vida, sirviéndola a usted, a la señorita, a los amos jóvenes… Señora, le ruego que no deje que me marche, aún no he estado lo suficiente en la casa. Solo han sido ocho años, aún soy muy joven; por favor, no permita que me lleven.

La madrastra Zhou, que raramente se dejaba llevar por los instintos maternales, dijo con dulzura:

—Ya me temía que no querrías. El matrimonio Feng es demasiado mayor, podrías ser su nieta. Pero es que el abuelo quiere y yo debo obedecer. En cualquier caso, si te portas bien con el abuelo Feng no tendrás ningún problema, y es mucho mejor que casarte con un hombre pobre.

—Señora, prefiero pasar hambre y frío que ir a hacer de… —Sintió que le flaqueaban las fuerzas y cayó de rodillas, aferrándose a las piernas de la madrastra—. Señora, se lo ruego, no deje que me marche, yo quiero quedarme aquí el resto de mi vida como criada. Yo quiero servirla toda la vida, ¡soy demasiado joven! Azóteme y gríteme, pero no deje que me lleven a casa de los Feng. Tengo miedo de lo que me espera. Señora, tenga un poco de misericordia, tenga compasión… Señora, ¡no puedo irme!

El dolor le impedía seguir hablando. No paraba de llorar. La madrastra Zhou estaba muy afectada al ver a aquella chica tan desesperada, aferrada a sus piernas, completamente deshecha. Acariciándole la cabeza le dijo:

—Ya sé que eres demasiado joven, la verdad es que yo tampoco deseo que vayas a casa de los Feng, pero es la voluntad del abuelo. Cuando dice algo hay que obedecerlo y yo soy su nuera, ¿cómo quieres que lo desobedezca? No podemos evitarlo de ningún modo, debes irte. En casa de los Feng estarás bien. No temas, las personas buenas siempre reciben un buen trato. Vete a dormir.

Mingfeng seguía abrazando con fuerza las piernas de la señora, como si fueran su tabla de salvación.

—Señora, ¿está segura de que no puede hacer nada? ¿No tiene compasión de mí? Sálveme, prefiero morir antes que ir allí. —Levantó la cabeza y, mirando a la señora a los ojos, le tiró de las manos mientras imploraba—: Señora, sálveme.

La madrastra Zhou, moviendo la cabeza, contestó:

—Ya no hay nada que hacer, debo obedecer al abuelo. Vete, debes descansar.

Le soltó la mano y Mingfeng se quedó unos segundos con la mirada extraviada. La habitación estaba sumida en la penumbra. Al fin, esforzándose por contener el llanto y secándose la cara con los bajos de la camisa, dijo con resignación:

—Señora, ya la he oído…

Iba a añadir algo, pero la madrastra Zhou la interrumpió:

—Bien, como ya veo que me obedecerás, me quedo tranquila.

Mingfeng sabía que era inútil permanecer allí, la señora ya tenía bastante.

—Señora, me voy a dormir —resolló.

Salió de la habitación despacio. Se apretaba con fuerza el pecho por miedo a que le estallara el corazón. La señora suspiraba mientras la veía alejarse, lo sentía porque le tenía aprecio, pero no podía hacer nada por ella. Al cabo de una hora, la madrastra Zhou ya no recordaría nada de lo sucedido.

Mingfeng estaba en el patio a oscuras. Miró hacia la débil claridad que salía de la habitación de Juehui. Quería volver a su aposento, pero aquella lucecita la tentó y encaminó sus pasos a la ventana de Juehui. Los cristales estaban cubiertos por las cortinas de gasa blanca y la luz que se filtraba por los pequeños orificios del bordado proyectaba en el suelo delicados dibujos. Empezó a fantasear. Figuras masculinas y femeninas, elegantes y bien vestidas, pasaban delante de ella, la miraban con desprecio y seguían su camino. De pronto su amado surgió entre ellas y se la quedó mirando amorosamente. Cuando parecía que iba a decirle algo, los que iban detrás de él lo apremiaron y se fue con ellos.

Mingfeng se acercó a la ventana y se puso de puntillas para mirar dentro, pero la ventana era demasiado alta. Sin quererlo, dio un golpecito en el marco de la ventana. Alguien tosió en la habitación, Juehui todavía estaba despierto. Deseó que se acercara a la ventana y se diera cuenta de su presencia, pero solo se oía el sonido del pincel sobre el papel. Golpeó suavemente un par de veces el marco y le pareció que se movía una silla, pero el pincel retomó su canción. Era inútil continuar llamando; si lo llamaba con más fuerza, podía despertar a Juemin. Aun así, se atrevió a dar tres golpecitos más y a continuación susurró: «Tercer amo joven». Se alejó unos pasos de la ventana, convencida de que él la había oído. Nada, el pincel continuaba su incansable actividad.

Al cabo de un rato oyó la voz de Juehui diciéndose a sí mismo: «¿Ya han dado las dos? Mañana tengo clase a las ocho». Y continuó escribiendo.

Mingfeng se dio cuenta de que no serviría de nada volver a llamar, él no la oiría, aunque no se lo reprochaba, al contrario, lo amaba aún más. Las dos frases que él había pronunciado eran una dulce música para Mingfeng. Lo imaginaba escribiendo, vivaz y entusiasmado como siempre. Pensó que se merecía una mujer que lo quisiera, que estuviera a su lado y lo respetara. Estaba segura de que nadie podría amarlo como ella, que haría cualquier sacrificio por él, pero también era consciente de que entre ellos se alzaba un obstáculo insalvable y que dentro de tres días la enviarían a casa de la familia Feng; una vez allí, no volvería a verle. Él jamás sabría las humillaciones que sufriría ella ni la salvaría. Separarse, separarse para siempre era peor que la muerte. Cuando le había dicho a la madrastra que prefería morir antes que ir a la casa de los Feng, no la amenazaba, simplemente decía lo que pensaba. Recordó que en una ocasión la señorita mayor le había dicho que la muerte era la única salida para las chicas con un destino tan triste.

Un ruidito la sacó de sus pensamientos. Asustada, miró a su alrededor: no había nadie, solo la oscuridad. Le vino a la memoria aquella noche de hacía pocos meses, cuando hablaban en la ventana y Juehui le juró que jamás iría con otra mujer que no fuera ella. Sintió una punzada en el pecho, los ojos se le llenaron de lágrimas. Habría querido correr hacia él, arrodillarse a sus pies y hablarle del dolor que sentía. Quería ser su criada para siempre, amarle, cuidarle. Se decidió a entrar, pero la luz de la habitación se apagó. Se quedó quieta, en la oscuridad. Abatida, se dirigió al dormitorio de las criadas. Avanzó a tientas hasta que dio con el tirador de la puerta. Dentro de la habitación, la luz mortecina del candil hacía que los cuerpos de las criadas en las camas parecieran cadáveres. Los ronquidos de la gruesa Zhangsao hacían vibrar los tabiques. Mingfeng estaba asustada, así que despabiló el candil para que hubiera más claridad. A medio desvestirse se derrumbó y se dejó caer en el camastro completamente desesperada. Su llanto despertó a la vieja Huangma que, medio dormida, le preguntó:

—¿Por qué lloras Mingfeng?

Mingfeng no contestó, no podía. Huangma intentó consolarla con un par de frases amables y volvió a dormirse, dejándola sola, con su llanto, hasta que también ella se durmió.

A partir de aquella noche, Mingfeng no volvió a ser la misma. Ya no sonreía, estaba malhumorada y se mostraba esquiva con todos los habitantes de la casa. Cuando se topaba con alguien le parecía adivinar cierto desprecio en cómo la miraban. Los demás criados hablaban de ella y la llamaban «concubina» y «pequeña» cuando pasaba por delante de ellos. Incluso los señores empezaron a hacer comentarios. Oyó que el quinto tío decía:

—Es una chica tan bonita… ¡Qué horror mandarla de concubina de un viejo!

En la cocina, la gruesa Zhangsao comentó con desdén:

—¡Caramba! Tan joven y concubina… Yo no lo haría por muy rico que fuera el viejo.

Todo eran comentarios maliciosos. Mingfeng apenas se atrevía a moverse por la casa. Excepto durante las comidas, apenas salía de su cuarto. Si podía, se refugiaba en el jardín. A veces Waner, Qianer o Xier iban a buscarla para charlar un rato con ella, pero estaban tan ocupadas que podían quedarse muy poco. También se le acercó la vieja Huangma para decirle algo amable, pero Mingfeng, con una excusa cualquiera, no dejó que terminara y se marchó de su lado. Le daba miedo que empezara a sermonearla sobre cómo debía comportarse y sobre la aceptación de los designios del destino.

Mingfeng esperaba la oportunidad de encontrase con Juehui en algún momento de los dos días que le quedaban en la casa para poder explicarle su situación, pero últimamente Juehui y su hermano parecían más ocupados que nunca. Se iban a la escuela muy temprano y no volvían hasta el mediodía, almorzaban y volvían a irse enseguida y no regresaban hasta las nueve o las diez de la noche. Entonces se encerraban en su habitación a leer o escribir. Si se tropezaba con Juehui, la miraba con cariño y le sonreía, pero no le decía nada. Ella sabía que estaba muy atareado y no se lo reprochaba, pero solo tenía dos días para explicárselo todo, muy poco tiempo. Debía hablar con él y saber qué pensaba, debía hablar con él como fuera. Juehui no iba al jardín, y en las comidas se levantaba de la mesa en cuanto terminaba. Por la noche ya era demasiado tarde.

Llegó el día 31. Juehui aún no se había enterado de nada, ya que en los últimos días había pasado muchas horas fuera de casa por unos problemas con la revista, y en casa estaba tan abstraído leyendo y escribiendo que casi no trataba con nadie. Para él, era el último día del mes; para Mingfeng, era el último de su vida. Su destino estaba decidido. Solo le quedaba una remota esperanza de que él la salvara. Aunque él le había dicho que se casarían, ella sabía que toda la familia se opondría. No obstante, quería engañarse, se negaba a abandonar la esperanza, no podía ser que tuviera que tomar la senda de la destrucción. Todavía esperaba poder verle aquel día: Juehui volvió a las nueve de la noche, Mingfeng corrió a su ventana y oyó la voz del hermano segundo; estaba indecisa, no se atrevía a llamar a la ventana, pero debía hacerlo: era su última oportunidad, si no lo hacía, no volvería a verlo nunca más.

Se oyeron unos pasos dentro de la habitación, alguien salía. Mingfeng se escondió en un rincón de la galería. La sombra de Juemin se alejaba. Se apresuró a entrar en los aposentos de los dos hermanos. Juehui estaba tan enfrascado escribiendo que ni siquiera levantó la cabeza cuando oyó que alguien entraba. Mingfeng se acercó al escritorio y le dijo con voz temblorosa:

—Tercer amo joven…

—Mingfeng, ¿eres tú? —Juehui la miró sorprendido con una sonrisa en los labios—. ¿Qué pasa?

—Quería verte… —dijo ella mientras escudriñaba aquel rostro que le sonreía.

Juehui la interrumpió:

—Te extraña que no te haya dicho nada estos últimos días, ¿verdad? Piensas que no te he hecho demasiado caso. No te preocupes. He estado muy ocupado, tenía que estudiar, escribir artículos, revisar originales… —Y, señalando una montaña de papeles que tenía delante, continuó—: Trabajo como una hormiga. Dentro de un par de días lo habré terminado todo y podremos charlar.

—Dentro de un par de días… —repitió, desesperada. Y como si no lo hubiera entendido, preguntó—: ¿Dentro de un par de días?

—Sí —respondió Juehui, riendo—, entonces ya habré terminado. Espera dos días más y podremos hablar tanto como queramos.

Agachó la cabeza y continuó escribiendo.

—Tercer amo joven, tengo que decirte algo —dijo reprimiendo las lágrimas.

—Mingfeng, ¿no ves que estoy muy ocupado? —La miró y, al ver que tenía los ojos llorosos, le tomó una mano y dijo arrepentido—: ¿Te he molestado? No te enfades. —Por un momento pensó en dejar lo que estaba haciendo y salir a pasear con ella por el jardín, pero debía entregar el artículo al día siguiente. Lo pensó mejor y le dijo—: No te preocupes, en un par de días hablaremos con calma y seguro que podré ayudarte. Ya te buscaré, ahora deja que acabe lo que estoy haciendo.

Le soltó la mano. La mirada de Mingfeng era de desesperación, pero él no podía ni imaginar el motivo. Conmovido, se levantó, le agarró la cara con las dos manos y le besó tiernamente los labios. Luego se volvió a sentar y continuó trabajando, pero el corazón le latía con fuerza: era su primer beso.

Mingfeng se quedó tan azorada que no sabía lo que hacía. Con las yemas de los dedos se acarició con suma delicadeza los labios que él había besado por primera vez. Tras unos instantes, repitió maquinalmente:

—En un par de días…

Se oyó un ruido fuera. Juehui, sin levantar la cabeza, dijo:

—Vete, que viene mi hermano.

Como si despertara bruscamente de un sueño, Mingfeng, con la voz quebrada por el llanto, exclamó:

—¡Tercer amo joven!

Juehui levantó la cabeza y solo pudo ver la sombra de Mingfeng saliendo de la habitación.

—¡Qué raras son las mujeres! —dijo en voz baja.

Juemin entró y le preguntó:

—¿Era Mingfeng? —Juehui asintió con un monosílabo, sin dejar de escribir—. No parece una criada. Es inteligente, bonita, sabe leer y escribir. Qué pena…

—¿Qué dices? ¿Te da pena? —preguntó Juehui sorprendido, dejando el pincel.

—¿No lo sabes? Mingfeng se casa.

—¿Que Mingfeng se casa? ¡No me lo creo! Es muy joven.

—El abuelo la ha entregado como concubina a Feng Leshan.

—¿Feng Leshan? ¡No me lo puedo creer! ¿No pertenece a la Sociedad Confuciana? ¿Tiene sesenta años y toma una concubina?

—¿No te acuerdas de que el año pasado nombraron a Xue Yueqiu el mejor actor de papeles femeninos de ópera de Pekín y en la revista de los estudiantes lo pusieron verde? Esos tipos hacen lo que les da la gana, son los dueños de la ciudad. Y mañana es el día de la boda. La compadezco. ¡Solo tiene dieciséis años!

—¿Por qué no me he enterado antes? Alguna cosa había oído, pero no había dado crédito.

Salió de la habitación con las manos en la cabeza y todo el cuerpo temblándole. «¡Mañana! ¡Casada! ¡Concubina! ¡Feng Leshan!». El cerebro estaba a punto de estallarle. Se sintió envuelto en la oscuridad más absoluta y rodeado de una calma desconocida, como si todo estuviera muerto. Perplejo, se golpeaba el pecho, y ni siquiera así conseguía serenarse. De pronto se daba cuenta de que ella había ido a su habitación a pedirle ayuda, porque creía en su amor, porque lo amaba. Y él, ¿qué había hecho? Nada. No le había prestado ayuda, ni siquiera había mostrado compasión o amistad, sino que la había echado. Ella se había ido para siempre. Al día siguiente por la mañana aquel viejo se la llevaría, ella se desesperaría por su juventud desbaratada y lo maldeciría por haberla enviado a la boca del lobo. Estaba horrorizado, no podía soportar aquella idea. Debía ir a buscarla y pedirle perdón. Se dirigió al dormitorio de las criadas, que estaba a oscuras. La llamó y nadie contestó. Quizá dormía. No se atrevía a llamar en voz más alta para no despertar a las demás. Volvió a su habitación pero, como no lograba calmarse, salió de nuevo. Fue por segunda vez a la habitación de Mingfeng y entró sin hacer ruido, solo se oían ronquidos. Fue al jardín, se adentró en el bosquecillo de ciruelos y la llamó sin obtener respuesta. Al final, desesperado, regresó a su habitación y la cabeza empezó a darle vueltas.

Cuando Mingfeng salió de la habitación de Juehui sabía que todo estaba perdido. Aun así, lo amaba más que nunca. Los labios le ardían. Jamás volvería a verlo, les esperaban interminables años de amargura, ¿merecía la pena seguir en el mundo? Fue hacia el jardín y, con gran esfuerzo, llegó adonde se había propuesto: la orilla del lago. El agua era negra, solo se oía el ruidito de los peces. Se quedó de pie, recordando cada uno de los momentos vividos con Juehui. Con la vista acostumbrada a la oscuridad, pudo ir distinguiendo lo que la rodeaba, cada planta, cada árbol, todo era de una belleza extraordinaria. Debía despedirse de todo ello.

En casa todos dormían. Dormían, pero estaban vivos, mientras que ella estaba a punto de morir. Recordaba los siete años de humillaciones y lágrimas. Y ahora iba a enterrarse viva. No había gozado de la vida y tenía que despedirse del mundo. Al día siguiente todos tendrían un mañana, pero el suyo era oscuro como la noche, de una oscuridad infinita: su vida no tendría un mañana. Los pájaros piarían, la sombra de las ramas de los árboles dibujaría perlas de luz sobre el lago, pero ella ya no podría ver aquel paisaje tan amado. Jamás había hecho daño a nadie, era como las otras chicas: bonita, tenía buen corazón, buena salud, ¿por qué la pisoteaban y la herían? Había encajado los maltratos sin quejarse. Había encontrado el consuelo, la ternura y el amor de un joven, su amado héroe, pero aquel amor no podía salvarla, solo le había permitido tener sueños que ahora se hundirían en aquellas aguas profundas. Se miró el cuerpo limpio y puro, aquel cuerpo que querían llevar a la deshonra. No podría soportar que alguien lo acariciara. La decisión estaba tomada, no había vuelta atrás. Contempló el lago: su cuerpo se adentraría en al agua plácida y cristalina, era un buen lugar para que su cuerpo descansara; muerto pero puro.

Cuando estaba a punto de lanzarse, algo la detuvo. No podía morir así, quería verlo una vez más. Quizá si se lo contaba todo, él encontraría el modo de salvarla. Aún sentía la dulzura de su beso en los labios y recordaba su rostro sonriéndole. Lo amaba tanto que no podía perderlo, era lo único que tenía. ¿Acaso no tenía derecho a ser feliz? Los pensamientos le daban vueltas y más vueltas. Se imaginó un grupo de chicas ricas de su edad que jugaban y reían. Y ella, que iba a perder la vida sin que nadie vertiera una sola lágrima ni le dijera una palabra de consuelo, moriría sola, y en la casa su muerte no supondría ningún problema, al cabo de un tiempo sería como si no hubiera existido jamás.

¿Tan poco valgo? La invadió la más inmensa de las amarguras. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Desfallecida, se sentó en el suelo. Le pareció oír la voz de Juehui llamándola y aguzó el oído: no era sino el silencio. No debía pensar más en ello: él no iría a su encuentro, siempre los separaría aquel muro. Juehui pertenecía a otra clase, tenía su propio futuro, sus cosas. Mingfeng no podía oponerse, no podía obligarlo a que se quedara a su lado para siempre. La vida de él valía mucho más que la suya, Mingfeng debía desaparecer de la vida de Juehui.

Una fuerte punzada le hizo llevarse las manos al pecho. Aún pensaba en él. Una sonrisa amarga se le dibujó en los labios. Se levantó y, con una voz muy dulce, murmuró:

—Tercer amo joven, Juehui…

A continuación, se arrojó al lago.

El ruido del cuerpo al chocar contra la superficie interrumpió el silencio de la noche. Las aguas se agitaron por un momento. Unos lamentos casi imperceptibles se diluyeron en la oscuridad. Poco a poco, el lago recuperó su quietud habitual. Todo el jardín parecía llorar quedamente.

Ir a la siguiente página

Report Page