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Ni la muerte de Mingfeng ni la partida de Waner supusieron ningún contratiempo en la vida de la familia Gao. Como lo único que importaba era que había dos criadas menos, los amos se apresuraron a encontrarles sustitutas: Qixia, en el lugar de Mingfeng, y Cuihuan, en lugar de Waner. La primera era una chica del campo, y la segunda, de la misma edad que Shuying, había sido vendida por unos parientes a raíz de la muerte de sus padres.

En poco tiempo el nombre de Mingfeng dejó de pronunciarse y solo permaneció como un recuerdo triste en el corazón de Xiner, Qianer, la vieja Huangma y pocas personas más. En cuanto a Juehui, se diría que la había olvidado por completo, pero en su alma dejó una herida difícil de cicatrizar, si bien no tenía mucho tiempo para echarla de menos, ya que andaba muy atareado.

Poco antes de salir el sexto número de la revista habían circulado rumores de que las autoridades pretendían prohibirla. Aunque al principio la noticia inquietó a Juehui y sus compañeros, no se la tomaron demasiado en serio, pues estaban convencidos de que el general Zhang no permitiría algo así. La revista se publicó sin problemas y, además, aumentaron las suscripciones.

Habían alquilado un local en el centro comercial donde se reunían cada noche. Como durante el día, excepto los domingos, el local estaba cerrado y Juehui acudía allí al anochecer, Juexin ni lo sabía. En el centro comercial los negocios se hacían en los pisos inferiores, arriba solo había veinte o treinta locales, la mayoría desocupados, y la redacción de la revista estaba en uno de ellos. Cada día, al caer la noche, dos o tres estudiantes disponían unos tablones a modo de mesa, encendían las luces y cuando llegaban los demás compañeros empezaban sus apasionados debates. Eran seis o siete los habituales, algunas veces se sumaba alguna chica, Xu Qianru había ido en un par de ocasiones. No eran reuniones en un sentido estricto, sino más bien charlas sobre temas que en casa no se podían tratar y sobre los que allí podían hablar sin cortapisas. Hablaban y reían, era un lugar donde los jóvenes se sentían felices.

Alguna vez Juemin acompañaba a Juehui, que los martes llevaba a revisar los artículos que había que entregar al día siguiente. Huang Cunren y Zhang Huiru también iban el mismo día para llevar a cabo la misma tarea.

Dos días después de la muerte de Mingfeng, Juehui fue a la redacción a ultimar la publicación del octavo número. Aquel día estaba Xu Qianru, que había llevado un bando del departamento de policía prohibiendo a las chicas llevar el pelo corto. El bando, además de resultar ridículo por su contenido, estaba muy mal redactado, parecía escrito por un xiucai[37]. La chica lo leía en voz alta para que todos se rieran.

—Pero ¿qué se han creído? —exclamó Qianru arrojando el bando al suelo.

—Podríamos reproducirlo en la primera página con el título «Para reírse» —propuso Huang Cunren divertido.

—¡Buena idea! —Aplaudió, entusiasmada, Qianru.

Zhang Huiru creía que el bando debía ir acompañado de un comentario crítico. Se decidió que fuera Cunren quien lo redactara, pero este opinó que la persona adecuada era Juehui. Para Juehui era la ocasión de desahogarse de todo el resentimiento acumulado y, sin pensarlo ni un momento, tomó una cuartilla y el pincel y empezó a escribir. Primero puso el título, «Después de leer el bando de la policía prohibiendo a las chicas llevar el pelo corto», y a continuación sacó todo lo que llevaba dentro. Los otros, a su lado, miraban cómo escribía. Lo terminó en un momento. No era un artículo muy largo, lo leyó en voz alta y los demás lo encontraron muy bueno, solo Huang Cunren cambió una palabra. Sin embargo, Wu Jingshi, el mayor y más prudente de todos, dijo:

—Creo que esta vez tendremos problemas.

—¿Y qué? Cuanto más ruido haya, mejor —replicó Huiru, divertido.

La revista salió el domingo. Aquella tarde, como de costumbre, Juehui y Juemin fueron a la oficina de Juexin. Luego Juehui se marchó solo a la revista. Allí los compañeros le informaron de la buena marcha de la publicación.

—Me debes la cuota mensual —le regañó medio en broma Cunren, que hacía de tesorero.

—Mañana te pago, ahora no llevo dinero —contestó Juehui revolviéndose los bolsillos.

—Reclamando dinero no le gana nadie… —le dijo Huiru a Juehui al oído. Y luego prosiguió en voz alta—: Hoy he hecho una cosa divertida. Me he levantado temprano y me he puesto el mianpao acolchado del año pasado. ¡Imaginadme con un mianpao acolchado en esta época del año! Mi hermana me ha preguntado si me había vuelto loco y le he dicho que tenía frío. He salido a la calle y hacía un calor horrible, no había quien lo aguantara. Por suerte, la casa de empeños no está demasiado lejos de la nuestra. Al salir de allí me sentía ligero, cómodo y con dinero para la cuota mensual.

—¿Y qué le dirás a tu hermana cuando vuelvas a casa? —le preguntó Juehui, riéndose.

—Ya lo tengo pensado. Le diré que tenía calor y que me lo he dejado en casa de un amigo. Y si sospecha algo, no pasa nada: le contaré la verdad. A lo mejor incluso me dejará dinero para desempeñarlo.

—Yo, realmente…

Juehui iba a decir «te admiro», pero no pudo terminar la frase porque se quedó mudo al ver entrar a dos agentes de la policía.

—¿Ha salido ya el último número? —preguntó uno de ellos, que llevaba bigote.

—Aquí lo tenéis, son tres fen —le dijo Cunren, alargándole un ejemplar.

—No queremos comprarlo, cumplimos órdenes —dijo el otro, más joven—. Venimos a llevarnos todos los números de la revista.

Se apoderó del par de paquetes que quedaban. El del bigote añadió educadamente:

—Tendréis que acompañarnos a la prefectura; no hace falta que vengáis todos, con dos es suficiente.

Se miraron unos instantes unos a otros, perplejos, y después se levantaron para ir juntos.

—Sois demasiados, he dicho que con dos hay más que suficiente —dijo el policía, atribulado.

Señaló a Huiru y Juehui, que salieron con los policías. Cuando estaban en el pasillo, a punto de bajar por la escalera, el policía les dijo:

—Da igual, no hace falta que vengáis. Volved.

—¿Y por qué? ¿A qué viene este cambio? ¿Qué razón hay para confiscar la revista? —preguntó Huiru, enojado.

—A nosotros nos mandan nuestros superiores —respondió, afable, uno de los policías—. Sois jóvenes y todavía hay muchas cosas que no entendéis. Os aconsejo que os limitéis a estudiar. No publiquéis en revistas ni os metáis donde no os llaman.

Agachó la cabeza y se marchó a la calle. Los dos jóvenes volvieron a la redacción. Estuvieron discutiendo sobre lo que había que hacer hasta que llegó otro policía y les entregó una carta oficial que Huiru leyó en voz alta:

—«Señores, las ideas radicales de su revista obstaculizan el orden y la seguridad pública. Les rogamos que pongan fin a su publicación…».

El tono era correcto pero expeditivo. La vida de La Aurora se había terminado de golpe. El silencio doloroso de los jóvenes planeaba en el local. La creación de la revista había respondido a una iniciativa generosa y entregada, al convencimiento de que con ella podrían abrir camino a otros jóvenes. Gracias a la revista habían entrado en contacto con personas entusiastas como ellos, que les habían ofrecido su amistad y su confianza. Pero ahora todo había terminado, había sido un sueño. ¡No podían renunciar a él así como así!

—Está claro, todo lo nuevo es peligroso… ¡Mira el general Zhang! Es igual que los demás —profirió Huiru.

—¿No te das cuenta de que las viejas tradiciones todavía están muy arraigadas? —replicó Cunren, rascándose la cabeza—. ¡Se necesitarían muchos generales Zhang para arreglarlo!

—¡Pues yo creo que su reforma es falsa! —continuó Huiru—. Sus grandes modernidades consisten en tener como asesores a estudiantes que han estado en el extranjero y a chicas con estudios como amantes.

—Pero cuando estaba en otros distritos había invitado a dar conferencias a personas de ideas progresistas de Shanghai y Pekín —se lamentó Cunren.

—¡Pero hombre! —dijo Huiru con una sonrisa irónica—. ¿Has olvidado lo que decía en las presentaciones de las conferencias? ¡Pura retórica! ¿Y te acuerdas de cuando se equivocó al leer el borrador que le había preparado su secretario y en vez de dar la bienvenida a los asistentes se despidió? La gente no sabía si reír o llorar. Seguro que hay un montón de anécdotas parecidas.

Cunren no le rebatió. Pensaba en encontrar una solución al problema que había surgido. Huiru, cada vez más indignado, sugirió:

—Propongo que cambiemos de inmediato el título de la revista. A ver qué hacen…

—¡Yo estoy de acuerdo! —respondió entusiasmado Juehui.

—Antes de tomar una decisión, pensémoslo y discutámoslo a fondo —concluyó Cunren con voz grave.

Tras sopesar la idea durante un buen rato, acordaron dejar de editar la revista, comunicarlo a los suscriptores y preparar una nueva. También decidieron convertir el local en un salón de lectura donde, quien quisiera, pudiera ir a leer libros y revistas.

Pasados los primeros momentos de indignación, los jóvenes se pusieron a trabajar a conciencia en el nuevo proyecto: al día siguiente se abría el salón El Bien Público y al cabo de dos días aparecía la nueva revista del mismo nombre.

El martes ya no había clases porque se acercaban los exámenes finales. Juehui y Juemin fueron a la inauguración del salón. Juehui estaba contento, se lo había pasado en grande. Charlas, risas, amigos, entusiasmo, confianza… Nunca se había sentido tan a gusto: un grupo de jóvenes juntos sin lazos familiares que compartían ideas, sentimientos y anhelos; no se sentía extraño, apreciaba a los que lo rodeaban y se sabía apreciado; confiaban los unos en los otros. Lo habían preparado todo y luego habían tomado té.

—Sería estupendo repetir a menudo estos encuentros —le comentó Juehui a su hermano de regreso a casa casi llorando de alegría.

En cuanto entró en casa le pareció que se sumergía en aguas heladas o que se adentraba en un desierto. Allí solo había sombras del pasado, ni un solo indicio de renovación. ¡Qué soledad tan insoportable! A la hora de cenar, en la mesa, acritud en todas las caras. La madrastra contaba las martingalas de las tías cuarta y quinta. Detrás, la cuarta tía increpaba a Qianer. En el patio, la quinta tía y la concubina Chen ya se estaban peleando. Juehui terminó de comer deprisa, dejó los palillos y se fue de allí.

Juemin salió detrás de él y se marcharon a la calle a pasear.

—¿Vamos a la casa Gao Jingling a ver qué pasa por allí? —propuso Juemin riendo.

—¡Vayamos! —respondió Juehui con una sonora carcajada.

Caminaron en silencio por las calles. El cielo estaba despejado y el aire era muy puro. La luz de la luna se filtraba entre las ramas de los árboles y difundía una claridad plateada. Iban pisando sus sombras. Llegaron a la casa. Como la vez anterior, las hojas de la puerta lacada en negro estaban cerradas; empujaron un poco, pero no se abrieron. Fueron hasta el final de la callejuela. Al pasar por debajo de unas sóforas, se detuvieron para contemplar dos pequeños cuervos que asomaban la cabeza por el nido graznando. Aquella escena tan banal conmovió a los dos hermanos que, inconscientemente, se acercaron el uno al otro. El mayor, con una mano temblorosa, agarró muy fuerte la del otro y dijo con voz triste:

—Somos como esos dos pajaritos que han perdido a su madre.

Empezó a sollozar. Juehui no le contestó pero le apretó con fuerza la mano. De repente, oyeron un batido de alas sobe sus cabezas: la madre llegaba al nido con comida en el pico. El piar de alegría de las crías era ensordecedor.

—Ya tienen a su madre —dijo amargamente Juemin.

Juehui tenía lágrimas en los ojos.

—Anda, volvamos —dijo Juemin.

—No, quiero quedarme un poco más aquí.

Y levantó otra vez la cabeza para seguir mirando el nido.

De la casa llegaba la música de una flauta. Era una vieja canción, dulce y triste, de dos enamorados que se añoraban: ella, asomada a la ventana, miraba la luna y recordaba a su amado, que estaba muy lejos; tocaba una pequeña flauta de bambú, que era la confidente de sus penas. Los dos hermanos conocían bien aquel tipo de melodías. A menudo en su casa llamaban a un músico ciego para que las cantara con su voz de falsete.

—¡Viene alguien! —dijo de pronto Juemin, agarrando a su hermano por el brazo para sacarlo de allí.

El palanquín del tío Keding, con Gaozhong sin resuello a su lado, iba hacia ellos.

—¡Volvámonos para que no nos vean! —exclamó Juehui.

El palanquín pasó deprisa junto a los chicos. Oyeron que Gaozhong llamaba a la puerta y esta se abría. El palanquín desapareció en la oscuridad del patio, la puerta se cerró y la flauta enmudeció.

—¡Vayámonos! —rogó Juehui.

Aún no habían llegado al final de la callejuela cuando se cruzaron con otro palanquín. A su lado, también corriendo, iba Zhaosheng, el criado del tío Kean.

—¡Qué extraño! ¿También viene aquí el tío cuarto? —dijo Juemin, intrigado, mientras dejaban la callejuela.

—¿Y por qué no? —replicó irónico Juehui—. ¿Porque escribe bien y es un hombre honorable y en casa nunca bromea? Recuerda sus historias con las criadas, su relación con el actor Zhang Bixiu y la sesión de fotos disfrazados. ¡Todos son iguales! Y encima pretenden que los respetemos. El hermano mayor les tiene miedo, pero a mí no me dan ninguno.

—Bastante tiene con lo suyo el hermano mayor —le disculpó Juemin.

Cuando llegaron a casa, Juemin se puso a preparar los exámenes. De natural optimista y positivo, tenía la virtud de olvidar las cosas desagradables. En cambio, Juehui no podía, era más vehemente. Intentó concentrarse en los libros, pero estaba demasiado alterado; como si le quemara la silla, no podía continuar sentado. Cerró el libro y se levantó.

—¿Adónde vas? —le preguntó su hermano.

—Salgo a pasear un poco, estoy nervioso.

—Vuelve pronto, mañana tienes exámenes.

Juehui asintió y salió de la habitación, dirigiéndose al jardín. Allí se sentía en otro mundo. Andaba despacio. La luz de la luna lo iluminaba todo, el canto triste de los grillos se oía por doquier. Los aromas de la noche impregnaban el aire. Era una atmósfera irreal, diferente de la del día. Juehui se dejó llevar por aquel paisaje delicado. Iba por el mismo camino por donde pasaron la noche de la Fiesta de los Faroles. Subió al puente y desde allí contempló el agua. Observaba la mancha oscura que proyectaba su cabeza. De repente le pareció ver el rostro de la chica a la que había amado. Sintió que la echaba de menos.

Volvió la cabeza para no seguir mirando el agua y bajó del puente. Se dirigió al prado intentando no mirar el pequeño bote amarrado al sauce. Todo le recordaba el pasado. Huyó de allí apresuradamente y siguió por el caminito que discurría por la orilla del lago hasta que llegó al pabellón del pinar. Se disponía a abrir la puerta para descansar un rato en el interior cuando vio un resplandor que salía de la rocalla de detrás del pabellón. Se asustó. No entendía cómo podía haber fuego en aquel lugar. Dio la vuelta a la rocalla sin ver nada extraño. Un poco más allá, una mujer agachada quemaba billetes.

—¿Qué haces aquí?

La mujer se levantó, asustada.

—Tercer amo joven…

Era Qianer, la criada de la cuarta rama.

—¡Ah! ¡Eres tú! ¿Para quién quemas los billetes? ¿Por qué has venido aquí a hacerlo?

—Tercer amo joven, por favor, no se lo diga a nadie. Mi señora me reñiría.

La chica soltó los billetes y fue hacia Juehui con actitud suplicante.

—¡Di! ¿Para quién quemas los billetes? —insistió Juehui.

—Hoy hace siete días que murió Mingfeng. Su muerte es digna de compasión. He comprado billetes a escondidas para quemarlos para ella. He pensado que aquí nadie me vería, ¡y de repente ha aparecido! Tercer amo joven, Mingfeng le sirvió durante siete u ocho años, si también la compadece, deje que queme los billetes para que no pase hambre ni frío en el otro mundo… —No pudo acabar la frase porque se le quebró la voz.

—De acuerdo, termina de quemarlos. No diré nada a nadie —respondió Juehui con amabilidad.

Con una mano se apretaba el pecho para mitigar el dolor de su corazón. Miraba en silencio el fuego que iba consumiendo los billetes. La chica no podía ni imaginar siquiera la tristeza que embargaba a Juehui.

—¿Por qué has hecho dos montoncillos de billetes?

—El otro es para Waner.

—¿Waner? ¡Pero si no está muerta!

—Fue ella quien me dijo que lo hiciera. Cuando ya estaba en el palanquín, me dijo: «Pronto estaré muerta y, aunque no muera, tampoco tendré vida. La vida será peor que la muerte. Haz como si estuviera muerta y cuando quemes billetes para Mingfeng, por favor, quema también para mí». Y por eso lo hago.

Juhui, compungido, pensó en las desdichadas historias de las dos chicas. ¿Cómo podía reírse de la conducta supersticiosa de aquella criadita? Y, sobreponiéndose, le dijo:

—¡Quémalos! ¡Que ardan bien!

Se volvió y se marchó sin mirar atrás. «¿Era posible que hubiera tanto dolor en el mundo?», se preguntaba, aturdido. Salió del jardín desolado. Al llegar a casa y ver la luz que salía de la habitación de Juexin, oyó las voces cálidas de los que charlaban dentro y sintió que volvía a la vida. Le vino a la memoria una frase que había pronunciado hacía poco el profesor de francés: «Los jóvenes franceses no saben lo que es la tristeza».

Pero él, un joven chino, a su edad la conocía bien.

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