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Presa de los remordimientos, Juexin sentía que debía ayudar a Juemin como fuese. Sabía que si no lo hacía se arrepentiría toda la vida. Tras mucho pensarlo y consultarlo con la madrastra Zhou y su esposa, decidió por fin ir a hablar con el abuelo.

Sin mencionar a Qin, le hablaría discretamente de los sentimientos de Juemin y de la necesidad de demorar un tiempo el matrimonio para dejar que fuera Juemin quien lo planteara. Sus argumentos eran razonables, los había estado preparando toda la noche, incluso los había escrito en un papel. Esperaba convencer al abuelo, pero sus previsiones fueron erróneas: el abuelo era un hombre inflexible y terco. No atendía a razones ni quería escuchar, solo le importaban dos cosas: su autoridad había sido puesta en entredicho y tenía que recuperarla como fuera; y, por otra parte, consideraba que la palabra dada a los padres de la prometida y al intermediario no podía ser revocada. La felicidad y los deseos de un joven no contaban.

Las razones de Juexin no hicieron más que acrecentar la cólera del abuelo. El compromiso con los Feng no se rompería y si Juemin no aparecía a final de mes, lo repudiaría en público y Juehui lo sustituiría en aquel matrimonio. Juexin no se atrevió a decir nada más y corrió a explicárselo todo a Juehui. Pensó que este se sentiría amenazado por la idea del abuelo y lograría que Juemin regresara, pero Juehui era demasiado inteligente para dejarse intimidar y respondió con una sonrisa irónica mientras pensaba: «Si quieren un sacrificio, no seré yo la víctima».

—Creo que sería mejor que aconsejaras al hermano segundo que vuelva; si no vuelve, el matrimonio te va a caer a ti —insistió Juexin, sorprendido ante la indiferencia de Juehui.

—Si de verdad es ese el propósito del abuelo, que lo lleve a cabo. Se arrepentirá. No me da miedo, tengo una solución mucho mejor —replicó Juehui con arrogancia—. Jamás he entendido cómo puedes ser tan cobarde y tan poca cosa.

Juexin palideció. Temblaba, solo acertó a decir tres veces «tú» cuando entró Yuancheng, que anunció aturullado:

—Acaba de venir el criado de la señora tía Qian para decir que la prima Mei ha muerto.

—¿La prima Mei? ¿Cuándo? —preguntó Ruijue, horrorizada, al oír la noticia.

—Ha muerto hacia las siete de la mañana.

En el reloj de péndulo daban las nueve. En la habitación se hizo el silencio.

—Ve a decir que preparen mi palanquín —ordenó Juexin unos instantes después.

—Yo también voy —dijo Ruijue con la voz quebrada.

—Jue, no vayas, estás embarazada, no te convienen los disgustos. Puede afectarte. Debes cuidarte.

—Pienso en ella… El último día que fui a verla, me tomó de la mano cuando yo ya estaba en el palanquín y me pidió con ojos llorosos que le llevara a Haier. No puedo creer que no la vayamos a ver más. Quiero ir a verla por última vez.

—Jue, tú también debes cuidarte. Solo te tengo a ti. ¿Qué haré si te pones enferma?

Juehui, de pie delante del escritorio, miraba en silencio la cortina blanca de la ventana. Había presentido la muerte de Mei. Recordó lo que había dicho Qin sobre Mei. Aunque era lo que ella deseaba, a Juehui le resultaba difícil aceptar la muerte de una persona joven y querida. Estaba amargado y lleno de rabia.

—¡Ya tenemos a una víctima! —dijo con frialdad, a pesar de la pena que le embargaba. Sabía que Juexin entendería a lo que se refería; volvió la cabeza para mirarlo y añadió—: ¡Y el dolor no ha terminado aún! ¡Nos espera más tristeza!

Juexin salió de la habitación ofuscado, se sentía sin fuerzas. Notó un ardor muy fuerte en la garganta, seguido de un hormigueo, tosió y escupió una flema pastosa y dulce. Miró al suelo, había sangre. Se quedó helado, con la mano se oprimió el pecho y decidió volver a su habitación, pero cambió de idea al instante y, en silencio, borró con el pie aquella mancha y se marchó.

Nada más llegar a casa de los Qian y bajar del palanquín, oyó llantos dentro de la casa. Entró en la habitación de Mei. Estaban su madre y su hermano, Qin y una criada. Todos lloraban alrededor del cadáver.

—Sobrino mayor, ¿qué debo hacer ahora? —le preguntó la tía Qian, despeinada y con la cara llena de lágrimas.

—Preparar enseguida el entierro. ¿Habéis comprado el féretro?

—He mandado a Wanyun a comprarlo pero todavía no ha vuelto —contestó sin dejar de llorar—. Hace más de dos horas que está muerta, en casa estoy sola, tu primo es muy pequeño, Wanyun ha ido a dar la noticia. Dime, ¿qué debo hacer? Mira qué desordenada está la casa. ¡Estoy tan aturdida!

—Tía, no te preocupes, yo te ayudaré —dijo Juexin, que ya no se acordaba de su esputo sanguinolento.

—Sobrino mayor, Mei agradecerá tu buen corazón desde el otro mundo.

La palabra «agradecerá» se le clavó en el corazón. «¿Qué puede agradecerme Mei? Ha llegado hasta aquí por mi culpa, yo he sido la causa de su mal». Se acercó al lecho, Mei reposaba serenamente con los ojos cerrados. Tenía la cabellera extendida sobre la almohada, la cara delgada y blanca como el papel y aquella arruga que le surcaba la frente y que de pronto parecía más profunda que nunca. Tenía los labios entreabiertos, como si hubiera querido decir algo que no pudo decir. Aún se veían algunos rastros de sangre en ellos. Una delgada manta le cubría medio cuerpo.

—Mei, he venido a verte —le dijo Juexin en voz baja y con los ojos llorosos.

Sentía un dolor infinito. «¿Hemos de despedirnos así? No me dejas ni una palabra. ¿Por qué no vine antes? Si hubiera venido, habría podido ver el movimiento de tu boca y escuchar tu voz y saber lo que pensabas».

—Mei, he venido, estoy aquí, dime algo, habla, ¡te escucho!

Sacó el pañuelo para secarse las lágrimas y se inclinó para verle mejor la cara. Tenía una mosca en la frente y la espantó con la mano. Mei era como un bloque de hielo. Aunque Juexin gritara, no podría oírlo, los separaba la eternidad. No volverían a encontrarse jamás. Arrepentido y desconsolado, rompió a llorar desesperadamente.

Qin se le acercó y, con voz dulce, le dijo:

—Primo mayor, ahora no es momento de llorar, tenemos que arreglar las cosas de Mei. Las lágrimas no la harán volver a la vida. La tía está desvalida y tu llanto la aturde todavía más. A Mei no le gustaría.

Juexin pensó: «La hice sufrir tanto que ya no querría volver». Haciendo un gran esfuerzo, dejó de llorar.

—No os extrañe el llanto del primo mayor. Él y Mei se querían y yo arruiné su boda. Si se hubieran casado, todo habría sido diferente —confesó la tía Qian.

—Primo mayor, dispón enseguida los funerales de Mei, no podemos permitir que esté mucho tiempo así. —Qin sabía que las palabras de la tía habían causado aún más dolor a Juexin y quiso cambiar de tema.

—De acuerdo —dijo Juexin suspirando, y se llevó a la tía Qian para hablar del entierro.

Compraron todo lo necesario, trajeron el féretro y las criadas amortajaron el cadáver: lo asearon, le cambiaron el vestido y lo pusieron dentro de la caja. Solo se le veía la cara. Juexin se resistía a dejar de mirarla por última vez. Observaba fijamente aquel rostro amado que dejaría de ver para siempre al cabo de un momento. No podía soportar la idea, no aceptaba que Mei desapareciera. Quería abrir el féretro y llevársela a un lugar donde no hubiera nadie. Odiaba a aquel amortajador con el lienzo rojo en las manos que cuando hubiera terminado ya no le permitiría verla más. Dio la orden a aquel hombre de que lo cerrara, pero la tía Qian lo detuvo gritando:

—Meifen, aún tienes la boca abierta. ¿Quieres decirme algo? ¡Habla! Tu madre está aquí… Meifen, estoy aquí, yo te he matado, no hice caso de tus sentimientos, te llevé a aquel desgraciado matrimonio y te hice desdichada para siempre. Ahora me doy cuenta de cuánto me equivoqué y me arrepiento. Meifen, estoy aquí, te estoy hablando, ¿me oyes?, ¿por qué no me contestas? ¡Deja que me vaya contigo! ¡Meifen! ¡Meifen!…

La tía Qian daba pisotones en el suelo y se golpeaba la cabeza con el féretro. Tenía la cara llena de lágrimas y mocos. Todos intentaban disuadirla, hacerle ver que aquello no tenía sentido. Por fin consiguieron apartarla de allí. El amortajador clavó el lienzo rojo, colocó la tapa y lacó el féretro. Mei ya no estaba.

Los invitados fueron llegando; eran pocos, solo unos cuantos parientes: la madrastra Zhou fue con Shuhua y Haier; la tía Zhang, con Qin y cuatro mujeres más. Ruijue había querido que Haier viera a Mei. El niño se puso a llorar al ver que todos lloraban y Juexin pidió a la madrastra Zhou que se lo llevara a casa. La comitiva fúnebre la formaban, además de la madre, el hermano y Wanyun, Juexin, Shuhua, Qin y Juehui, que llegó en el último momento.

Llevaron el féretro al lugar donde debía ser enterrado, en un gran monasterio budista abandonado desde hacía muchos años. La hierba crecía en los peldaños que conducían a la nave principal del templo. A ambos lados de la escalinata había pequeñas celdas donde se depositaban los féretros. Algunas tenían las puertas abiertas y dentro podía verse el humilde mobiliario: mesas rotas, tablillas de difuntos amontonadas, inscripciones funerarias arrancadas por el viento… Había una, llena de moscas, con tres o cuatro féretros abiertos que nunca nadie había reclamado, según les dijeron.

Limpiaron a toda prisa la celda de Mei y depositaron el féretro. En el altar de las ofrendas colocaron una tablilla con su nombre. Wanyun quemaba dinero de papel arrodillado en los escalones del exterior. La tía Qian y el hermano de Mei lloraban sobre el féretro. Qin pensaba en la vida que había tenido Mei, en su suerte adversa, e, inevitablemente, pensó en sí misma y se echó a llorar. Juexin, que estaba ante el altar, oía los llantos de los demás y no pudo contener las lágrimas. Le costaba creer que Mei estuviese dentro de aquel féretro. Aún la sentía viva, le parecía que todavía lo miraba con aquellos ojos tristes y le contaba su desdichada vida. Leyó los caracteres negros caligrafiados en el papel rojo de la tablillas: «Aquí descansa la señora Qian Meifen». Ella estaba muerta. Se secó las lágrimas y salió fuera. Se quedó observando a Wanyun, que quemaba los billetes. Juehui, que venía del salón principal del templo, lo miró conmovido, impresionado por el dolor del hermano.

—Volvamos —le dijo a Juexin.

El viento dispersaba las cenizas de los billetes.

—Sí —respondió Juexin sin fuerzas.

Entraron a consolar a los de la celda. No era fácil consolar a alguien con los ojos llenos de lágrimas. Cuando ya se marchaban, el hermano de Mei, volviendo al lado del féretro, dijo:

—Hermana, nos vamos y te dejamos aquí; ¡qué sola te quedas!

Las palabras del chico hicieron estallar otra vez en llanto a los demás. Qin lo tomó de la mano y se lo llevó fuera. La madre, completamente descompuesta por las palabras de su hijo, se dirigió al altar. Miraba las velas, las barritas de incienso y la tablilla con el nombre de su hija.

—Meifen, tiene razón tu hermano; te quedas tan sola… Esto es tan frío, tan triste… Qué sola te quedas, sin nadie que te haga compañía. Si esta noche vuelves a casa, encontrarás a tu familia. Y yo, como cada día, encenderé la luz, para iluminarte. No tocaré tus cosas, Meifen, hija mía. —No pudo continuar.

Juexin fue el último en subir al palanquín y mientras tanto aún volvió la cabeza para mirar la celda. Juehui quiso regresar a pie. Antes de salir miró el féretro y se despidió de Meifen. En sus palabras se mezclaban la ira y la indignación.

—Llantos, palabras, lágrimas por esta joven vida enterrada. Prima Mei, me gustaría sacarte de aquí y que abrieras los ojos para enseñarte cómo te asesinaron.

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