Exodus

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7. Reconciliación

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Por eso resultará fácil imaginar mi conmoción cuando recibí aquella trascendental llamada telefónica, la que anuncié al principio de esta historia. Recuerdo que estaba sentada en una cafetería con otra madre del colegio de mi hijo que vivía en la zona, charlando sobre proyectos futuros en los que queríamos trabajar juntas, cuando mi teléfono vibró y el nombre de Moris apareció en la pantalla. Me excusé un momento para contestar, suponiendo que necesitaría algún que otro dato más y que la conversación terminaría enseguida.

—¡Deborah! —gritó al teléfono en cuanto contesté—. ¡Tengo la piel de gallina! Casi no me lo creo.

En todos mis años de abogado nunca había vivido nada igual.

No entendía qué ocurría.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Acabo de salir del archivo municipal de Munich, donde me he reunido con el director, y no te vas a creer lo que ha conseguido rescatar, Deborah, la verdad es que todavía estoy algo aturdido. Qué historia más increíble...

Lo oía gritar por el móvil a través del viento y la lluvia, la voz le temblaba de emoción.

—¡No te entiendo! ¿Qué historia, Moris? —Las repentinas notas agudas de mi voz hicieron que mi amiga me mirara con inquietud. «¿Va todo bien?», parecían preguntar sus cejas arqueadas. Le contesté con un gesto que significaba: «No tengo ni idea».

Moris se metió en su coche y cerró la puerta, y entonces su voz sonó más tranquila y clara.

—Bueno, Deborah, el motivo de que no aparezca ningún padre en la partida de nacimiento de tu bisabuelo ni ningún marido en la información sobre Regina es que no estaba casada. Tu bisabuelo fue un hijo ilegítimo.

Me quedé sin respiración. Eso, de por sí, era una noticia significativa. Un hijo ilegítimo, un bastardo, era algo inaudito en mi comunidad, aunque teníamos una palabra para ello: mamzer. Técnicamente, el término se aplica solo a los hijos de uniones prohibidas, lo que no era el caso que nos ocupaba; según la interpretación bíblica estricta, una judía soltera no puede dar a luz a un mamzer a menos que tenga una relación incestuosa. Sin embargo, desde luego mi comunidad llevaba esa interpretación mucho más allá. Ser un mamzer era lo peor que podía pasarle a alguien, porque quedaba excluido de la nación judía a perpetuidad, así como todos sus descendientes. Solo podía casarse con otros hijos ilegítimos, pero las diez generaciones siguientes heredarían su impureza, así que en realidad duraba hasta el final de los tiempos. En mi comunidad me habían advertido que, como mujer, si no lograba estar a la altura de las leyes maritales de pureza con la excelencia que se me exigía, mis hijos podían ser calificados de mamzerim por mucho que yo estuviera casada según la ley religiosa. Y esa amenaza funcionaba, porque era el peor destino que uno podía imaginar para sus hijos: una mancha eterna de impureza. Aunque el destino de tu alma no quedara decidido de forma permanente, sin duda el estigma asociado con el menor rastro de duda en cuanto a la pureza de tu nacimiento era algo que no solo te perseguiría a ti de por vida, sino a más gente a lo largo de muchas vidas. En el mundo en el que me crie, escándalos como esos eran imposibles de digerir, dijeran lo que dijesen los textos bíblicos al respecto; eran la prueba de la influencia inaceptable de la contaminación, un ataque a la integridad espiritual de nuestro mundo.

—O sea, que Gustav nació fuera del matrimonio —explicó Moris. Pero tenía más que añadir—: Y su padre, lo creas o no, ¡era católico! Del Imperio austríaco. Se llamaba Gustav Kollarz, así que en realidad a tu bisabuelo le pusieron su nombre. Deborah, he hecho copias de todos los documentos que el doctor Heusler ha podido rescatar de los archivos y voy a escanearlos para enviártelos. No todo se entiende muy bien, porque la mayoría están escritos a mano con la antigua caligrafía alemana, pero aunque solo entiendas el diez por ciento verás que es una locura de historia. Hemos desenterrado un gran secreto familiar, alguien quiso mantener esa información oculta. Creo que eres la primera que descubre la verdad.

 

Me disculpé profusamente y tartamudeando unas explicaciones confusas me despedí de mi amiga y corrí a casa para imprimir los documentos que Moris iba a enviarme por correo electrónico. Pasé la siguiente hora revisándolos. Me enteré de que Regina Spielmann y Gustav Kollarz nacieron en la misma localidad, una pequeña ciudad del Imperio austríaco que más adelante pasaría a formar parte de la región sudeste de Polonia (Galitzia). Debieron de conocerse ya allí, porque el padre de Gustav, Josef, había estudiado veterinaria y ejercido la profesión junto al padre de Regina, y a consecuencia de ello debieron de ser amigos desde niños. Sin embargo, ella era joven y él, un maduro burgués adinerado, quince años mayor que Regina, cuando huyeron a Munich juntos para escapar del juicio y la condena de ambas familias. Junto a su ilícito amante austríaco, católico y de clase alta, Regina se trasladaría de un piso a otro en el barrio judío de Munich (¡conté un total de veinte direcciones en los registros oficiales!), donde vivieron como parias al margen de sus respectivas sociedades. Gustav tenía casi cincuenta años cuando nació su hijo. Murió veinte años después, y ella continuó manteniendo a la familia con su negocio casero de artículos de confección. Moriría pocos meses antes de que las Leyes de Nuremberg entraran en vigor. Algo más de un año después, su hijo dedicaría su tesis doctoral a su imperecedero recuerdo. Desde luego unvergesslich, pensé, puesto que jamás había imaginado a una mujer con tal coraje en mi árbol genealógico. Una mujer que huyó de su familia, de sus lealtades religiosas y de su hogar para criar a un hijo prácticamente sola, en circunstancias difíciles y de aislamiento, en una época en que ser madre soltera de un hijo ilegítimo era tabú en todas las sociedades. Bueno, tenía que reconocer que todo eso me sonaba de algo... Comprendí que nunca sabemos qué hemos heredado de la familia.

Así que mi bisabuelo solo era medio judío, me repetí, y esa revelación me catapultó de vuelta a mi pasado, a cuando me había torturado preguntándome por mi pureza étnica. ¿Qué significaba aquello? Era demasiado para procesarlo tan deprisa, y sin embargo un hormigueo me recorrió la piel y me puso el vello de punta, pues era el descubrimiento que estaba anhelando y aguardando desde niña, la confirmación de todos mis miedos y esperanzas, y miré la fotografía de mi bisabuelo de joven mientras pensaba en cuánto de él llevaba en mí. Con un tatarabuelo no judío (aunque, en realidad, a saber cuántas historias similares no habrían logrado ocultar otros antepasados), yo también era gentil en una decimosexta parte. No es que fuera algo de lo que enorgullecerme ni avergonzarme. No, quizá se trataba de que me sentía más cómoda no siendo nada al ciento por ciento. Era como si esa imperfección fuese la confirmación de mi humanidad, de una individualidad que estaba por encima de los denominadores étnicos. Como si me hubieran liberado de la prisión de la identificación identitaria, como si la impureza misma me hubiese hecho pura.

Moris seguía animándome por teléfono:

—Son muy buenas noticias para tu solicitud, Deborah. Podemos demostrar que tu bisabuelo, en efecto, era de nacionalidad alemana. Porque, aunque en aquel entonces su paternidad se consideraba ilegítima, está claro que, como austríaco, sería considerado deutschstämmig, de origen alemán, y creo que eso nos es muy útil.

—Todavía no puedo creer que nadie haya descubierto antes este secreto —dije—. Al fin y al cabo, no soy la primera que hace esta clase de investigación. Aquel tío mío, el hijo menor de Gustav, tenía documentos y fotografías, y las contradicciones debieron de llamarle la atención. ¡Seguro que averiguó por qué! Pero me envió una foto de la tumba, ¡y en ella se leía «Ben Avraham»! Así que escribió «Avraham» en el lugar correspondiente del árbol genealógico. ¿Mintió a conciencia? ¿Intentaba proteger a la familia o de verdad no lo sabía?

—Ah, es muy interesante que en su tumba ponga «Ben Avraham» —repuso Moris—. ¿Sabías que es el patronímico que usan los judíos alemanes convertidos? Cuando los llaman a leer la Torá en la sinagoga, siempre se dirigen a ellos como «hijo de Abraham»... Ya sabes, el padre supremo, el patriarca de todos nosotros.

Y entre aquel montón de documentos que me había enviado Moris, en efecto, empezó a revelarse una historia a medida que estudiábamos las páginas e intentábamos encontrarles sentido. Una de las fuentes de la documentación era el Gewerbeamt der Arisierungen, la Oficina de Arianización. Mi bisabuelo había intentado arianizarse; al ver que la sociedad en que había crecido se volvía cada vez más encarnizada y abiertamente antisemita, luchó por conseguir la ciudadanía bávara a través de su padre ilegítimo. En su solicitud, hizo constar tanto su país de origen como el de su padre como Polen (früher Österreich), Polonia, antigua Austria. Moris me explicó que tras la caída del imperio muchos ciudadanos austríacos fueron obligados a aceptar la ciudadanía polaca, pero que si podíamos demostrar que esa afirmación original era válida, influiría a nuestro favor. De todos modos, aunque las autoridades lo hubieran reconocido como heredero legal de Gustav Kollarz, aunque su padre hubiera realizado todos los procedimientos para reconocerlo como hijo legítimo, resultaba escalofriante leer el intercambio de correspondencia de su expediente de naturalización y ver que el proceso se había alargado una década.

 

Primero leí su propia exposición del caso para solicitar la ciudadanía, escrita de su puño y letra, que terminaba con la siguiente frase: «Puesto que he nacido y crecido aquí, y me he criado en la cultura del país, solicito la admisión en el estado de Bavaria». Después hojeé los diversos testimonios que había incluido en su solicitud para dar fe de su carácter y su valía, así como pruebas que había adjuntado sobre sus estudios, su trabajo y su historial de servicio militar. La caligrafía era apretada y resultaba muy difícil de desentrañar. También me topé con uno de los escasos documentos mecanografiados, datado en 1928, hacia el final de su lucha:

 

El señor Gustav Spielmann, licenciado en Economía de Munich, se incorporó en agosto de 1914 como alumno de enseñanza media al Regimiento de Gimnastas de la Reserva Territorial, fundado por mí, donde destacó por su empeño y su afán, así como por su compromiso con la patria alemana. Siempre lo he tenido por un joven cumplidor y respetable. Lo considero un candidato meritorio y adecuado para recibir la ciudadanía bávara.

 

(firma ilegible)

______ von ______ (ilegible)

Superintendente de los Ferrocarriles del Reich

y comandante d.R.a.D.

 

A principios de los años veinte, las anotaciones mecanografiadas en su expediente por diferentes funcionarios todavía eran bastante neutras:

 

No consta nada desfavorable sobre la persona del solicitante. No existen indicios de sentimientos antialemanes.

 

Sin embargo, unos años más tarde la situación empezó a adoptar un cariz muy diferente. Su caso ya había sido tramitado tres veces, y en cada una de ellas Gustav se había esforzado por cumplir con unos requisitos y unas exigencias cada vez mayores, había adjuntado más referencias y pruebas, rellenado pequeñas lagunas, aportado nuevos testimonios. Aun así, en la última solicitud lo que leí en el espacio destinado a la resolución final estaba redactado con un lenguaje nuevo:

 

No consta nada desfavorable. Salvo la cuestión de la raza, no existen indicios ni a favor ni en contra. No parece haber sentimientos antialemanes.

 

Y más adelante, en el documento definitivo, titulado Beschluß des Hauptausschusses als Senat (Resolución de la Comisión Principal del Senado), expedido en 1929:

 

Solicitante de origen galiciano y ciudadanía polaca. El Consejo Municipal de Munich en pleno ha decidido rechazar hasta nueva orden las solicitudes de naturalización de ciudadanos polacos por considerar que los intereses culturales exigen reservas para con las solicitudes de nacionalización procedentes de Estados cuyos ciudadanos siguen perteneciendo por lo general a culturas no equivalentes a la alemana, ya que en adelante debe impedirse la paulatina invasión de la cultura germana por parte de elementos ajenos y perjudiciales para la conservación de su singularidad.

Su nacionalización también es completamente indeseable en el aspecto económico: el solicitante estudia en la actualidad Economía Nacional y carece de ingresos propios; vive gracias a la ayuda de su madre y de las becas de la Oficina Municipal de Juventud, en cuyos expedientes aparecerá en lo sucesivo como «estafador de subsidios», así como de ayudas concedidas por la Universidad de Munich y la asociación «Studentenhaus»; en la Oficina de Empleo se ha registrado como viajero sin ocupación y recibe el subsidio de desempleo.

El Departamento de Asistencia Social del Distrito no aprueba su nacionalización.

 

Con esta invectiva llena de veneno termina el expediente. Había algunos comentarios privados más, escritos a mano por funcionarios relevantes, pero el caso quedó oficialmente cerrado en abril de 1929.

 

Leerlo fue físicamente doloroso, tal vez porque imaginé lo que sería recibir una respuesta así en esos momentos con relación a mi solicitud, y cómo apelaría a algo que ya creía: que dentro de mí había algo venenoso, algo inferior que merecía ser marginado. Me pregunté cómo debió de sentirse él, que había crecido con un padre aceptable y una madre indigna, con un pie en cada mundo pero sin poder erguirse en ninguno de los dos, anhelando formar parte de algo antes de que ese rechazo definitivo destruyera sus sueños. En última instancia, debió de enfrentarse a una vergüenza, un dolor y un sentimiento de minusvalía muchísimo mayores que los míos.

Recordé cuánto me había esforzado de pequeña por demostrar que merecía ser aceptada en nuestra comunidad, y aunque el caso no era equiparable, de todos modos me sentí afortunada por haber escapado de ese entorno. Básicamente me había librado de la aflicción de tener que percibirme a través de la lente alienante de los demás. Él no lo había logrado. En su expediente de víctima del nacionalsocialismo decía que el 28 de octubre de 1938 lo arrestaron y lo encarcelaron en la prisión de Stadelheim, y que luego fue deportado a la frontera polaca en Sonderzug, en tren especial. Regresó a pie y se marchó a Inglaterra de inmediato. Sí, logró escapar a la edad de cuarenta y dos años, con su mujer y sus dos hijos, y allí empezó una nueva vida, reinventando su pasado por completo para ser aceptado por la comunidad judía. Incluso amplió la familia. Pero yo había oído suficientes historias sobre él por boca de mi madre para saber que jamás llegó a recuperarse del todo de ese golpe. Los esfuerzos de toda una década, durante la que luchó por asimilarse y verse legitimado por el Estado en el que había nacido, crecido y recibido una educación, no llegaron a buen puerto. Aquello fue una inyección de veneno puro, ideada para debilitarlo y degradarlo. Solo con leer esas palabras sentía que me humillaban. Estaban impresas en un papel de aspecto oficial y expedido por una oficina estatal, y eso les confería un peso que aún parecían tener, por mucho que hubieran pasado más de ochenta años y el papel se hubiera amarilleado con el tiempo.

Sin embargo, Moris me consoló diciéndome que toda esa información era muy útil; de hecho, había cambiado de opinión respecto a cómo presentar el caso. Antes se habría limitado a seguir la vía habitual y habría solicitado la restauración de una ciudadanía ostensiblemente confiscada; ahora pensaba lanzarse a por una Ermessenseinbürgerung, una naturalización facultativa, algo para lo que, según me explicó, había que cumplir muchos requisitos. Uno de ellos era contar con un verfolgungsbedingte Familienschicksal, un historial familiar de persecución. Moris podía presentarlo como un caso de Wiedergutmachung con condiciones excepcionales; es decir, que solicitaría la concesión de la ciudadanía que le había sido denegada a mi bisabuelo por motivos que ahora se consideraban anticonstitucionales. Y esas cartas eran toda la prueba que necesitábamos; estaba claro como el agua.

—Al final, Deborah —me dijo—, será un gran triunfo conseguir del Estado algo que tu bisabuelo no logró. Cerrará ese capítulo por él, der Kreis wird sich schliessen, el círculo se cerrará.

¿Llevaría la paz a su alma, me pregunté, ver esa gran injusticia subsanada casi un siglo después? ¿Y a la mía?

 

 

Cuando tomé la decisión de abandonar la comunidad que los supervivientes del Holocausto habían fundado para aislarse del resto del mundo y del mal que lo habitaba, inconscientemente me llevé conmigo las enseñanzas con que había crecido y empecé a ocultar mi judaísmo hasta que me pareció seguro mostrarlo. Había aprendido algo muy estadounidense: cómo abrirme camino.

En los sueños que tenía por entonces, a menudo me encontraba intentando convencer a un hombre sin rostro de que me dejara salir de la fila. Intentaba explicarle que estaba allí por error. No había nada que deseara más que ver a ese hombre reconocer que yo no era como los demás que hacían esa cola. Ya no anhelaba que me eligieran para acompañar a mi abuela, de pronto deseaba que me apartaran de aquellas filas, que me dijeran que estaba exonerada.

Mi primera visita a Alemania, con veinticinco años, en muchos sentidos sirvió para confirmar todos los miedos que me habían acuciado de niña. Regresé a Estados Unidos convencida de que era la tierra arrasada sobre la que mis mayores me habían advertido siempre. Solo que también ocurrió otra cosa: conocí a una persona de verdad. Y esa persona era un alemán, y a través de ese hombre conocí a más alemanes, y aunque no todos los encuentros que tuve fueron agradables, hubo muchas personas con quienes llegué a entablar una amistad cuyos ideales y convicciones políticas me dejaron una huella profunda. Siempre había sentido que mi judaísmo era un accidente de nacimiento, así que empecé a preguntarme por qué no podía serlo también la germanidad. Fue así como se fraguó una pregunta que jamás se me había ocurrido: ¿y si hubiera sido alemana en aquella época?

Desde hace poco, he empezado a soñar una nueva versión de aquel viejo sueño sobre Auschwitz. Ahora, a veces me veo de uniforme. Cada vez que me encuentro en esa escena conocida, interpreto un papel diferente. Ya no soy capaz de identificarme con la posición única que había encarnado de niña. Mi cerebro parece insistir en esa pregunta: ¿y si...?

Ahora comprendo que, mientras que estar en la posición de la víctima es doloroso y terrorífico, también resulta relativamente sencillo de procesar en el plano emocional. Sin embargo, cuando intento imaginarme como alemana en ese mismo contexto, de inmediato pierdo el consuelo que otorga la superioridad moral. No hay una respuesta clara a esa cuestión. Cuando intento verme haciendo de manera mecánica lo que se me hubiera asignado, me bloqueo. A fin de cuentas, de niña dudaba de mi capacidad de sobrevivir, ¿cómo no voy a dudar de si habría tenido la valentía moral de arriesgar la vida en caso de verme en la situación contraria? ¿De verdad estoy tan segura de que, como opresora, habría tenido la entereza necesaria para desobedecer órdenes? Quiero creer que sí, por supuesto. Quiero ser capaz de afirmar con rotundidad que me conozco lo suficiente para saber que convertirme en perpetradora no sería una posibilidad, pero ese minúsculo uno por ciento de incertidumbre contiene la duda suficiente para desmontar toda mi tesis sobre el bien y el mal.

Al verme cambiar de rol en mi sueño, por fin he aprendido a entender el mundo en términos nuevos, no como bueno o malo, sino como un flujo constante. El mundo puede cambiar en cualquier momento, y el único heroísmo verdadero consiste en comprender eso, no en volver la mirada a posteriori con pesar.

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