Exodus

Exodus


2. Desesperación

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No tardé en sentirme agotada por el esfuerzo, poco más o menos como con la plegaria que había alzado de niña, como si advirtiera que mi almacén espiritual se vaciaba y supiera que al ser humano se le ponía a prueba cada vez que luchaba por llegar a Dios. Estaba claro que los seres terrenales contaban con una cantidad limitada de energía espiritual, y yo no había recargado la mía en mucho tiempo. Cuando acabé la oración, esperé un rato junto a la ventana, casi aguardando una respuesta celestial, o por lo menos una señal sutil, pero no sucedió nada; mejor dicho, nada tan concreto como lo que ocurrió aquel profético día en la escuela, cuando la secretaria se plantó en la puerta cual aparición sobrenatural y fue como si Moisés hubiera separado las aguas del mar Rojo ante mis ojos.

Los efectos estimulantes se disiparon poco a poco y la exaltación comenzó a remitir. Todo volvió a parecer mundano en el relativo silencio que se instaló cuando el coro dejó de cantar. Aunque me fui a la cama fantaseando con la idea de que, cuando me despertara a la mañana siguiente, las cosas habrían cambiado por completo como por arte de magia, el momento de la plegaria junto a la ventana ya había empezado a parecerme un tanto ridículo e infantil.

En mi fuero interno, fue como si el último residuo de fe se hubiera incinerado en el horno de la oración.

Tras esa ocasión, las voces del coro viajarían hasta mi ventana como el aroma de las chimeneas cercanas más o menos una vez a la semana, pero mi súplica desesperada no obtuvo respuesta. Me ofrecieron un puesto de secretaria en una pequeña escuela de danza. La paga solo cubriría la compra habitual del mes y, aunque acepté a falta de nada mejor, convencida de que debía hacer algo para contener el pánico y la sensación de vacío, fui más consciente que nunca de la urgencia con que debía salvar la brecha entre mis exiguos ingresos y el alquiler exorbitante; hasta tal punto, de hecho, que a menudo el miedo se apoderaba de mí durante las horas de trabajo y me impedía desempeñar mi labor. Aun así, continué repitiéndome el mantra que utilizaba como defensa psicológica ante las oleadas de ansiedad que rompían contra las paredes de mi espíritu: me prometí que aguantaría. Me recordaba que siempre había sabido que esos años serían difíciles. Nunca me había engañado acerca de los desafíos que se me presentaban. Sufriría con gusto sabiendo que todo era temporal, que al final encontraría la manera de vivir la vida que quería, esa por la que había renunciado a mi pasado. Un día lo vería todo claro, sería capaz de ponerlo en perspectiva. Un día, aquello solo sería una historia más, me decía tratando de convertir en un arco dramático y predecible la montaña rusa que estaba viviendo.

 

 

Por esa época, Isaac empezó a mostrarse retraído e irritable al volver de la escuela. Su nuevo estado de ánimo amenazó con echar por tierra el esfuerzo sobrehumano que yo realizaba por aparentar calma cuando estaba con él para protegerlo de mis miedos. Al principio temí que se tratara de una señal de que me había desenmascarado, de que había fracasado en mi misión más importante. Sin embargo, empecé a descubrir extrañas marcas de mordiscos en sus brazos durante el baño, o magulladuras cuando lo cambiaba de ropa, marcas que me preocuparon, pues no me parecían propias del juego brusco a la hora del recreo, pero cuando le pregunté al respecto se encerró aún más en sí mismo. Al final conseguí que me contara que había un abusón en el colegio. Puesto que había pasado por lo mismo de pequeña, en cierto modo estaba preparada para ese momento y, quizá como la mayoría de las madres, siempre había preferido imaginar que mi hijo era incapaz de acosar a nadie, por lo que tampoco era tan descabellado que acabara siendo la víctima. La vida parece obligarnos a adoptar uno de esos dos papeles tan opuestos, como si tuviéramos que elegir y no pudiéramos negarnos del todo a participar en esa dualidad.

Traté de darle algunas pautas acerca de cómo tratar con el acosador, el típico consejo que se esperaba de un progenitor estadounidense: que informara a un adulto de lo que estaba sucediendo y confiara en que él o ella resolvería el problema, lo cual constituía el protocolo de actuación oficial en la mayoría de las escuelas de preescolar de la ciudad de Nueva York. Sin embargo, la siguiente vez en que recogí a Isaac lloroso del colegio y le pregunté si había seguido mis instrucciones, él me aseguró que sí, gimoteando de frustración ante la injusticia, porque su maestra se había quedado de brazos cruzados a pesar de que él había hecho exactamente lo que yo le había dicho, a pesar de que había hecho lo correcto. Es más, me contó que ella lo había visto todo y, lejos de abordar el problema, había sacado a Isaac de clase, en cierto sentido castigándolo por denunciar la agresión.

Preocupada, solicité una entrevista para hablar del asunto con la maestra, una joven a quien apreciaba, pues parecía amable y considerada y, a diferencia de los alumnos de la escuela, no daba la impresión de haber ido a parar allí desde una familia rica y privilegiada. Durante la reunión se mostró incómoda y se limitó a decir que, dado que ella no había presenciado la escena que Isaac relataba, le resultaba difícil tratar el problema. Le pregunté si había visto las marcas de mi hijo. Contestó que sí, pero insistió en que, al no haber sido testigo directo, no podía ejercer su autoridad sin más. La conversación no iba a ninguna parte y me sentí un tanto frustrada; me daba la impresión de que se me escapaba algo, alguna información de la que no estaba enterada. Sin embargo, no tenía modo de demostrar que mi instinto se basaba en algo real, y no en la típica angustia materna. Le pedí encarecidamente que a partir de entonces estuviera atenta a ese tipo de incidentes. Fui muy clara acerca de nuestra situación e hice hincapié en que, en esos momentos, no estábamos en disposición de hacer frente a más desafíos. Por su respuesta, salí convencida de haberme ganado su simpatía, aunque procuró no tomar partido.

Poco después, estando en el trabajo, recibí una llamada del colegio. La directora me pidió que fuera a recoger a Isaac de inmediato, ya que estaba causando un gran alboroto. Me hizo saber que, tras haber sido enviado a su despacho para recibir un castigo por un altercado, mi hijo se había metido debajo de la mesa, se había hecho un ovillo y se negaba a escuchar a nadie.

—¿Se ha planteado la posibilidad de que su hijo tenga problemas psicológicos? —me preguntó con su habitual tono prepotente.

La frase contenía la inevitable acusación, debida y cuidadosamente presentada: ¿me había planteado la posibilidad de estar perjudicando a mi hijo al obligarlo a vivir tantos cambios, al imponerle mi vulnerabilidad como madre joven y soltera sin recursos, de tal manera que pudiera resultar irreparable?

Después de esa frase dejé de prestar atención. Cuando colgué, sentía el latido de la carótida, oía el rumor de la sangre en mis oídos. Atravesé la ciudad con el corazón en un puño, dominada por mi instinto de madre leona, dispuesta a abatirme sobre quien fuera y rescatar a mi cachorro del enemigo. No sé describirme de otro modo ese día. Mi conciencia se reducía a la de un animal, la sangre invadía esos lugares donde pensamientos y emociones solían competir por el espacio, mi cerebro en efervescencia enviaba impulsos eléctricos a mis extremidades. Cuando llegué a la escuela, no me detuve a hablar con nadie. Irrumpí en el despacho de la directora sin más, metí la mano debajo de la mesa para alzar en brazos el cuerpo rígido y poco cooperante de mi hijo, y abandoné el edificio tan deprisa como había llegado mientras el personal se apresuraba detrás de mí, llamándome en vano.

En cuanto salí, me dirigí al hospital de Bellevue. Aún llevaba en brazos a Isaac, que tenía las manos entrelazadas alrededor de mi cuello y la cabeza pegada a mi hombro. Se aferraba a mí con tanta fuerza que sus uñas se clavaban en mi piel. Acudí al Bellevue porque sabía que el servicio de urgencias del Departamento de Psiquiatría Infantil gozaba de una reputación excelente, y necesitaba poner en evidencia a la escuela. Era la única manera de asegurarme de que la escuela entendía que no trataba con una joven madre soltera indefensa a la que resultaba fácil intimidar, sino con una mujer que no se detendría ante nada para proteger a su hijo, ocurriera lo que ocurriese.

Esa tarde, la sala de espera del servicio de urgencias de Psiquiatría Infantil estaba relativamente vacía, y la recepcionista miró a mi hijo con curiosidad mientras yo rellenaba los formularios de admisión, como si se preguntara qué hacíamos allí, ya que para entonces Isaac se había calmado y estaba tranquilo, sentado a mi lado. Poco después nos atendió un médico, quien, cuando le expliqué la situación de manera sucinta, dijo que quería examinar a mi hijo en privado antes de continuar la conversación, y entró con él en una sala especial. La puerta tenía un ventanuco por el que, aunque no podía oír nada, vi que Isaac se sentaba en una alfombra y exploraba con vacilación los juguetes que había desperdigados por el suelo. Mientras esperaba sentada fuera, el instinto animal que se había apoderado de mí empezó a aplacarse para dejar paso a una oleada de indignación, impotencia y frustración que me hizo dudar de mí misma y preguntarme si no habría exagerado con mi precipitación.

Media hora después el médico salió con Isaac, y me sorprendió verlos tan animados. Mi hijo sonreía y parecía que hubiera olvidado por completo lo sucedido. El médico me estrechó la mano de manera cordial, diciendo que pensaba que estaba haciendo un magnífico trabajo con el niño y que debería sentirme muy orgullosa de mí misma.

—Entonces, ¿está bien? —pregunté, indecisa.

—¡Mejor que bien! —exclamó—. Es un niño completamente sano, salta a la vista que es muy inteligente y que hace lo correcto ante un problema.

—Ah —murmuré con asombro al oír que en realidad confirmaba mis sospechas, consciente de que hasta ese instante había dudado de mi instinto, por muy poderoso que fuera.

—¿Le importaría esperar aquí un momento? —preguntó el médico con amabilidad—. Me gustaría hablar con la escuela de su hijo.

Asentí sin decir palabra, llena de curiosidad. Vi que entraba en su consulta y cerraba la puerta. Isaac se sentó en la alfombra y se puso a examinar los juguetes que había en mitad de la habitación. Mientras esperaba, recordé todas las veces que me habían castigado después de ser víctima de un acoso, porque siempre era más fácil cargar contra la niña que no tenía padres o familiares que salieran en su defensa y armaran un escándalo por ella, y me consoló saber que Isaac, al menos, nunca se vería en esa tesitura. Tal vez fuera vulnerable y estuviera en una situación precaria, pero yo siempre había dado la cara por él, mi hijo siempre había contado conmigo cuando me necesitaba, y puede que al final ese médico tuviera razón y, a pesar de mis temores, no lo estuviera haciendo tan mal como madre; al fin y al cabo, eso no tenía que ver con el dinero ni con la posición social, sino con las prioridades.

El médico regresó junto a nosotros. Esta vez Isaac ni siquiera levantó la vista de la ciudad de Lego que estaba construyendo.

—Bueno, pues he hablado con la directora y creo que su hijo no tendrá más problemas en la escuela —me informó con una sonrisa relajada.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —pregunté, sorprendida de que pudiera garantizar algo con tanta certeza—. ¿Qué le ha dicho usted?

—Ah, nada. Solo que informaría a Educación la próxima vez que me llegara el menor rumor acerca de sus prácticas y que dada la forma en que dirigen la escuela podría hacer que se la cerrasen.

Lo de las prácticas me dejó desconcertada, no sabía a qué se refería con exactitud. ¿Se trataba de una amenaza vacua, una especie de gesto de amabilidad hacia mí, o hablaba de algo específico? Pero sobre todo me preguntaba qué le habría contado Isaac en esa habitación. Cuando salimos al sol de la tarde, que se reflejaba en los paneles de cristal de los edificios circundantes, me percaté del paso inconfundiblemente alegre de mi hijo. Su lenguaje corporal reflejaba su despreocupación; lo que le hubiera confiado al médico lo había aliviado de una manera que yo era incapaz de conseguir. Quizá no había querido agobiarme contándome toda la verdad, como si intuyera que yo no podría con esa carga, y había decidido que el médico era la persona a quien debía recurrir.

Hubiera ocurrido lo que hubiera ocurrido, lo cierto es que, después de aquello, todo cambió bastante en la escuela, tal como había prometido el médico. Isaac no volvió con más marcas ni de mal humor. La directora me hablaba con una deferencia inusitada, siempre me preguntaba qué tal le iba a Isaac, como si necesitara la confirmación de que estaba contento y de que se sentía a gusto en el aula. Aun así, seguí sin saber qué había ocurrido exactamente, qué había sucedido durante la decisiva conversación telefónica que habían mantenido el psiquiatra y ella, hasta unas seis semanas después, cuando fui a recoger las cosas de Isaac el último día de clase. Estaba a punto de marcharme cuando su maestra me llamó desde la puerta del colegio.

—Señora Feldman, solo quería decirle que lamento muchísimo lo que ha pasado con Isaac este año —comentó—. Quiero que sepa lo mal que me sentí al verme en esa situación. Cuando estudiaba para maestra, jamás imaginé que algún día tendría que ir en contra de todo lo que me habían enseñado, en contra de todo instinto...

Se me encogió el estómago.

—¿A qué se refiere? —pregunté con cautela.

Tuve la impresión de que se echaba atrás, escudriñándome con atención, como si tratara de averiguar hasta qué punto yo estaba al tanto.

—Bueno, ya sabe, lo del otro niño en cuestión, ese con el que Isaac tenía problemas...

—¿Qué es lo que sé?

Por su mirada, por fin pareció comprender que yo no sabía nada.

—Espero que pueda perdonarme, señora Feldman. Solo quería conservar mi trabajo y que todo el mundo estuviera contento. Nunca fue mi intención perjudicar a un niño tan maravilloso como su hijo. Es un trozo de pan.

—¿Qué tendría que perdonarte? —pregunté, esta vez con brusquedad.

Los ojos se le humedecieron levemente y susurró:

—No fue cosa mía, entiéndalo, lo decidió la administración. Ya sabe que somos una escuela privada, nos financiamos con donaciones... Si hubiera ofendido al donante más importante de la escuela, mi puesto no sería lo único que habría quedado en la cuerda floja. ¿Quién sabe? —prosiguió—. Quizá habría sido la ruina del centro.

Y ahí estaba la explicación, la que yo no había logrado desentrañar y que un médico de Manhattan, familiarizado con la situación de las escuelas infantiles de Nueva York, había adivinado al instante, después de años de experiencia en un hospital como el Bellevue. En esa ciudad, era normal y habitual que castigaran a los niños que sufrían el acoso de los hijos y las hijas de donantes generosos en lugar de a sus torturadores. En esa ciudad, los padres que pagaban por sus hijos eran más valiosos que quienes los querían.

 

 

Con la llegada de junio, punto de partida de las vacaciones de verano de las escuelas privadas, la ciudad empezó a vaciarse. Primero solo los fines de semana, pero después del Cuatro de Julio, el letargo era palpable. Mientras el asfalto de las calles se cocía bajo un sol implacable, el aire se movía en remolinos indolentes, empujado solo por el tráfico. Las secreciones de los aparatos de aire acondicionado goteaban sin descanso sobre las aceras, que ya no recorrían urbanitas de paso resuelto, sino estudiantes en prácticas bastante desorientados y turistas procedentes de ciudades pequeñas, que solo podían permitirse visitar Manhattan en esa época del año, cuando la mayoría de los apartamentos se subarrendaban aprovechando que sus inquilinos huían a lugares más frescos y tranquilos.

Isaac tendría tres meses de vacaciones, y su padre y yo habíamos acordado repartírnoslas de manera equitativa. Durante las primeras semanas, mientras el calor aún era soportable, mi hijo y yo pasamos el tiempo explorando parques y refugiándonos en el aire fresco de los museos cuando el sol de la tarde alcanzaba su cénit. Durante mi primer año en la universidad, un profesor del Sarah Lawrence me había enseñado el truco de ofrecer un donativo en lugar de pagar el precio estipulado de la entrada. En cuanto decía: «Quiero hacer un donativo», la persona de la taquilla del museo sabía de inmediato a qué me refería, y me sorprendió descubrir que apenas me avergonzaba cuando ofrecía diez centavos por las entradas. Al fin y al cabo, lo que pretendía la ley que lo permitía era que los neoyorquinos visitaran con regularidad las instalaciones de su ciudad; ¿qué sentido tenía vivir allí si todo lo que la ciudad ofrecía estaba vedado a los menos afortunados? El alcalde Bloomberg trataría de eliminar esa disposición unos años después, para consternación de muchos.

Sin embargo, por aquella época nosotros todavía podíamos pasearnos cuanto quisiéramos por las exposiciones del Museo Metropolitano de Arte, o por el Museo de Historia Natural, y me resultó gratificante comprobar que Isaac nunca se cansaba de explorar sus salas al tiempo que hacía preguntas y postulaba sus propias teorías sobre los artistas y sus técnicas. Observándolo, me di cuenta de que estaba convirtiéndose en alguien muy interesante, y me dolía constatar lo difícil que me resultaba abrirme paso a través de la niebla de mi desesperación para disfrutar de la personalidad que estaba desarrollando mi hijo.

Tendría que enviarlo con su padre a mediados de julio, ¿y entonces qué? ¿Me quedarían fuerzas para levantarme por las mañanas y fingir que mi vida tenía sentido si él no estaba allí para recordármelo? Temía perder el único hilo que me ataba a algún tipo de narrativa: la de madre.

Durante esas semanas, acabé tomando la decisión de que yo también me iría de Manhattan el tiempo que Isaac estuviera con su padre en el norte de Nueva York, donde todo era más verde y no hacía tanto calor. No necesariamente porque tuviera un lugar mejor a donde ir, y tampoco para huir de la ciudad, aunque desde luego anhelaba hacerlo desde que había llegado, sino por algo muy práctico que se me había ocurrido mientras observaba los cambios estacionales que sufría Nueva York: era una oportunidad económica. Dado que no había nada que me atara allí los siguientes meses, y puesto que ya había acabado el manuscrito y solo faltaba editarlo y corregirlo, ¿por qué no alquilaba mi apartamento por el doble o el triple del precio que yo pagaba, como hacía todo el mundo, y me iba a otro lugar, donde fuera, más barato? Así podría emplear el dinero que ganara en esas seis semanas en estirar el presupuesto para estar cubierta hasta finales de otoño, en lugar de finales de verano. Estaba claro que no iban a obrarse otros milagros que aseguraran mi supervivencia, así que quizá un viaje al extranjero sería el escenario perfecto para que se produjese esa intervención divina a la que, en el fondo de mi corazón, no había renunciado desde aquella noche en la ventana, tras alzar mi última plegaria.

Debo reconocer que ya tenía una idea de cuál sería mi destino. El mes anterior me había topado con América, la obra de Jean Baudrillard. A pesar de que aún no estaba familiarizada con la gran tradición iniciada por Tocqueville, la del periplo europeo por el Nuevo Mundo, ya me consideraba una refugiada en mi propio país y, después de una vida entera confinada en el shtetl, sentía la necesidad imperiosa de conocer todo Estados Unidos de primera mano, igual que lo habían hecho Baudrillard y muchos otros. Quería «descubrir» América.

Mi abuela siempre decía que Estados Unidos solo era un punto del camino donde nos habíamos detenido, una parada a lo largo de la tortuosa Diáspora. Ella estaba convencida de que tarde o temprano lo sustituiría un nuevo refugio. En ese país, yo era ciudadana de pleno derecho a la vez que inmigrante, una dicotomía que se reflejaba en la relación entre mi identidad individual y comunitaria. La comunidad en la que había crecido estaba compuesta de exiliados, de los que yo me había exiliado a su vez. ¿Significaba eso que la doble negación invalidaba mi alienación? ¿Podía ser estadounidense?

Necesitaba creer que un día obtendría el divorcio y ya no me vería obligada a vivir en Manhattan. Tenía que planear ese posible futuro en otra parte. Un plan que quizá me diera fuerzas para seguir adelante; tal vez escoger un objetivo me proporcionara algo concreto en lo que trabajar en aras de alcanzarlo.

 

¿Dónde se encontraba ese lugar desconocido en que podría brotar mi felicidad? Baudrillard empezó en California, así que yo haría lo mismo. Puse un anuncio en Craigslist para alquilar mi coche a quien quisiera hacer el viaje entre Nueva York y San Francisco, calculando que con el dinero que sacaría tendría para un billete de avión, así como para la gasolina, los peajes y los gastos que surgieran una vez que estuviera lista para lanzarme a la carretera y emprender el tortuoso camino de vuelta a la Costa Este.

Contestó un chico, que fue a ver el coche. Me quedé con una fotocopia de su carnet de conducir y su pasaporte, anoté toda su información, lo añadí al seguro y acordamos una fecha para la devolución del vehículo en el Área de la Bahía. El chico calculó que tardaría entre cinco y siete días. Tomaría una ruta bastante directa, pero aun así contaba con que haría unos cuatro mil kilómetros. Me pagó setecientos cincuenta dólares en efectivo, por adelantado, además del depósito de garantía. Más o menos por entonces, después de haber puesto también un anuncio para alquilar el piso, escogí a dos estudiantes de posgrado del MIT de entre los centenares de personas que habían contestado; iban a aprovechar el verano para hacer prácticas en Goldman Sachs y estaban dispuestos a pagar casi cuatro veces lo que costaba el alquiler del apartamento, a pesar de que apenas lo pisarían debido a la cantidad de horas que tendrían que trabajar.

Me ponía nerviosa dejar el único refugio al que podía retirarme. Me inquietaba saber que durante las siguientes seis semanas no tendría hogar ni una dirección fija. Sin embargo, también me impresionaba lo deprisa que había sabido sacar provecho a mi situación, me sorprendía mi capacidad de reacción. Había reunido suficiente dinero no solo para cubrir los gastos, sino para mantenerme durante otros tres meses.

 

 

Crucé el Golden Gate una maravillosa mañana de verano, pero el puente estaba suspendido en un espeso banco de niebla que inmediatamente me recordó la bíblica columna de nube que había guiado a los judíos a través del desierto durante sus cuarenta años de éxodo. Fue toda una sorpresa emerger de pronto a la cegadora luz del sol, pero me detuve en el arcén del carril de salida y me volví para contemplar la extraña formación de nubes, que envolvía las imponentes extremidades del puente como si fuera un elegante chal. Pensé que cuando buscabas una señal que te orientara, era necesario reunir los requisitos necesarios para al menos saber identificarla. Los esclavos de Egipto habían corrido un riesgo, se habían adentrado en lo desconocido, tras lo que habían llegado las columnas de nube y fuego y, al final del viaje, el hogar prometido. En mi caso, en una escala mucho menor, esperaba que los riesgos que estaba asumiendo dieran resultados similares, que se abriera un camino ante mí, centímetro a centímetro, kilómetro a kilómetro, siempre que no perdiera la fe.

A través de antiguos conocidos del Sarah Lawrence, había quedado de antemano con una mujer llamada Justine para cenar y tomar algo en el muelle. Después de haber pedido literalmente a toda la gente que conocía, aunque fuera poco, que me pusiera en contacto con el mayor número de personas posible a lo largo de mi ruta con la esperanza de que eso atenuara en cierta manera mi soledad, un amigo de Nueva York le había escrito y la había informado de mi llegada.

Entré en el restaurante a las siete en punto, y enseguida me acompañaron a una mesa redonda cubierta por un grueso mantel blanco de damasco, con un candelabro que proyectaba un halo amarillento en la sala que, pese a estar tenuemente iluminada, seguía resultando cavernosa.

Justine llegó casi sin aliento diez minutos más tarde, con el pelo, corto y teñido de un morado llamativo, alborotado, y la ondulante y larga falda agitándose alrededor de sus tobillos, ceñidos por unas sandalias de cuero. Tomó asiento y volvió hacia mí sus ojos grandes y cálidos tras unas gafas de montura verde, y me dedicó una sonrisa tan amplia que daba la impresión de que me conocía desde hacía años y que esa noche era como un reencuentro. A medida que los camareros nos servían una copa de vino tras otra, me descubrí contándole mi vida, y casi me aterró comprobar la compasión que despertaba en ella. Me sentí culpable, como si exponer así mi situación fuera una especie de carga que nadie podía rechazar y, en cierto modo, estuviera obligando a la gente a asumirla en contra de su voluntad. Sin embargo, la compasión de Justine procedía de su experiencia personal.

A pesar de que había crecido en el Medio Oeste, podría decirse que su historia, en la que la huida y la reinvención tenían su propio papel, se parecía a la mía. No obstante, ella contaba sesenta y tantos años y, según aseguraba, hacía mucho que había encontrado la paz.

—A ti también te ocurrirá —prometió—, no porque suceda siempre, sino porque eres fuerte y no te rendirás hasta que la encuentres. Lo veo en ti.

Durante la cena, como le había explicado que debía irme con tiempo suficiente para llegar a donde me alojaba de manera gratuita antes de que mis anfitriones se fueran a dormir, Justine me invitó a quedarme en su casa. Su marido estaba de viaje de negocios y ella tenía una casa grande en la playa, al sur de la ciudad, con sitio de sobra. Además, ella también saldría de viaje al cabo de poco, y en su ausencia había dos gatos que atender, así que era la ocasión perfecta para que los conociera y decidiera si quería pasar allí un tiempo.

Justine señaló el Mini Cooper rojo del aparcamiento y me propuso que la siguiera con mi coche. Tomamos la carretera 1, tranquila a esas horas, aunque por tramos asaltada de una neblina espesa; pasamos junto a las playas brumosas de Pacífica y dejamos atrás las curvas cerradas de Devil’s Slide, donde me costó seguir al Mini por el sinuoso recorrido, hasta que poco después llegamos a un pueblito llamado Moss Beach.

La casa, grande y luminosa, estaba rodeada de ventanales que iban del suelo al techo y construida sobre pilotes, casi como una cabaña en un árbol, y tenía vistas al océano por un lado y a las cimas boscosas por el otro. En el centro se alzaba una enorme estufa de leña que Justine utilizaba para caldear el hogar en los días más frescos. Me explicó que era escritora y que pasaba la mayor parte del tiempo allí apartada, trabajando en su obra maestra. Había vivido en la ciudad, pero había abandonado la vida urbana para instalarse en aquel lugar, entre flores, animales y jirones de niebla, a fin de retirarse a ese espacio tan activo de su mente. Igual que yo, se sentía agredida cuando pasaba demasiado tiempo en una urbe. Sus pensamientos necesitaban más aire para crecer.

—Casi todos tardamos demasiado en comprender que quizá la fórmula convencional de la felicidad no nos funciona, y que cada uno debe hallar la suya —dijo.

Reflexioné sobre las convenciones acerca de la felicidad. Nueva York prometía que, con una cuenta corriente abultada, todo sería maravilloso. ¿Qué prometía Estados Unidos? ¿El dinero importaba en todas partes tanto como en mi casa?

Durante los días siguientes, paseamos junto al mar por playas que siempre estaban desiertas. El tramo que se extendía ante la casa de Justine se hallaba rodeado de un terreno rocoso donde crecían diversas y coloridas especies de musgo, mantos verdes, morados y amarillos tras los que una estrecha lengua de arena daba paso a unas aguas de color pizarra. De vez en cuando veíamos un ave rapaz que planeaba hasta el suelo, o una chara californiana que chillaba frenética entre la maleza. Durante esos paseos, experimenté por primera vez la paz inherente al aislamiento absoluto, y comprendí que un incipiente futuro había empezado a germinar calladamente en mi imaginación. Si estaba destinada a encontrar un verdadero hogar, ¿sería como ese, rodeado de árboles, aves y agua, donde mi identidad pudiera desarrollarse sin tener que amoldarme ni acomodarme a ninguna comunidad humana?

 

En la casa, me sentaba en la galería durante largas horas, recordando aquellas tardes de shabos en que me tumbaba en el porche, e inmóvil y con los ojos cerrados escuchaba la calma desacostumbrada, atenta al canto de los pájaros y el rumor de la brisa que, solo ese día de descanso, tenían permiso para ocupar un primer plano. Recordaba las flores del cerezo que en primavera caían como remolinos de nieve, los arrendajos azules que acudían a picotear las semillas que mi abuela les había dejado. Y entonces pensaba en mi abuela, y en su capacidad para construir un hogar en una tierra extraña plantando las flores y los arbustos que recordaba de su infancia, en un intento por crear una isla familiar donde se sintiera en paz.

De niña, cuando vivía con mis abuelos, aquel jardín también había sido un santuario para mí. Puede que fuera el único jardín de verdad del Brooklyn anterior a los hípsters. Estábamos a principios de los años noventa del siglo pasado, y la mayoría de la gente había cubierto sus patios traseros con cemento para librarse de las malas hierbas. Mi abuela llegó a un acuerdo con los vecinos de ambos lados: se encargaría de cuidar las pequeñas parcelas de tierra que había tras sus casas si ellos, los propietarios, le permitían plantar lo que quisiera. Y así lo hizo. Cultivó fresas en el suelo húmedo y fértil que había bajo el grueso cenador de hiedra, que filtraba la preciosa luz que caía por las tardes en la parte de atrás de nuestra casa de piedra rojiza. Plantó grandes rosas trepadoras para que aprovecharan como espaldera la valla de tela metálica que delimitaba el perímetro del patio; sus espinosos tallos se encaramaban más arriba cada año, inextricablemente enredados en el alambre. Azafranes silvestres y narcisos brotaban a finales de invierno, y a principios de primavera florecían los tulipanes, en grupitos de colores espectaculares, seguidos de cerca por lirios de un azul vivo y las delicadas florecillas blancas de los lirios de los valles.

Tenía mucho ojo para el paisajismo. El jardín estaba dividido en tres secciones rectangulares, cada una de ellas bordeada de plantas del dinero con hojas de ribete blanco y bien podadas, y rematada en las esquinas por hostas de hoja ancha. Entre los diferentes arriates, y también en los bordes, losas de piedra formaban un sendero por el que caminar, y entre ellas crecían pequeños parches de musgo. Era un lugar mágico y tan bien cuidado que todos los años nos recompensaba con generosidad y gentileza. Por entonces, yo ya había leído el clásico de Frances Hodgson Burnett y había empezado a creer que aquel era mi propio «jardín secreto». Cuando me encontraba entre las susurrantes hojas y olía la delicada fragancia de las flores, la discordante cacofonía urbana quedaba muy lejos, las bocinas de los coches y el rugido de los aviones se suavizaban entre los tallos mecidos por el viento y el murmullo de los pétalos. Los bancales de vegetación parecían almohadones que absorbían y ahogaban el desagradable ruido de la ciudad. En mi imaginación, era como si alrededor del jardín se hubieran alzado unas paredes invisibles y yo, igual que Alicia en el País de las Maravillas, hubiera caído a otro plano de existencia.

Todos los años nos llegaban catálogos de Holanda que solo ofrecían bulbos de tulipanes, y mi abuela y yo estudiábamos a fondo las variedades y comentábamos cuáles nos gustaría probar. Pasábamos revista a las violetas africanas del alféizar para ver si estaban listas para trasplantar, pero dejábamos los esquejes de los geranios hasta finales de verano. Siempre había planes emocionantes que llevar a cabo en primavera, y disfrutábamos con la promesa de un verano lleno de sorpresas, a la espera de los primeros brotes.

Una mañana de 1999, mi abuela y yo bajamos a echar un vistazo a las plantas, y vi que señalaba un retoño de árbol de aspecto vigoroso que había asomado en mitad del jardín, justo pasada la línea de sombra que proyectaba el porche.

—¿Qué es? —pregunté, creyendo que lo habría plantado ella el año anterior y preguntándome si pronto tendríamos otro rosal.

—Cometí un error —dijo mi abuela, cariacontecida—. Pensé que solo era una mala hierba.

—¿Y qué es? —insistí, esta vez con más curiosidad.

—Un frambueso de Logan —contestó—. No sé cómo no lo he visto antes. De pequeña, vivía rodeada de ellos. Tendría que haberlo reconocido enseguida.

De inmediato comprendí su consternación. Ya era demasiado tarde para arrancarlo; podría haberlo hecho cuando apenas era un pequeño brote, pero un árbol que daba frutos no podía cortarse ni podarse. Impedir de alguna forma el crecimiento de un árbol frutal iba en contra de la ley judía.

Tuvo que dejar que el frambueso invadiera su jardín. Con el tiempo, creció tanto que llegó a elevarse por encima del balcón del segundo piso, y sus bayas purpúreas estuvieron cayendo como si fueran proyectiles durante tres años, hasta que fue lícito recogerlas y comerlas. A medida que el árbol crecía, se volvió voraz y codicioso, y acaparó los nutrientes del suelo y la luz del sol. Año tras año, las demás plantas fueron muriendo. Los tulipanes eran cada vez menos numerosos, los lirios desaparecieron por completo. Mi abuela se daba cuenta y, aunque nunca dijo nada, yo la veía salir cada vez menos a ese jardín que tanto había amado. Al final, las plantas del dinero quedaron tan descuidadas que acabaron por tapar los senderos de losas, las malas hierbas empezaron a ocupar todos los rincones y a aventurarse por el centro del jardín. Y no se trataba de unos hierbajos cualesquiera, sino de esos tallos con hojas anchas autóctonos de Brooklyn, plantas resistentes que no tardaron en crecer altas como árboles y ahogar la parcela en una oscuridad total. Al ver que nadie se encargaba de ellas, un día bajé y empecé a arrancarlas yo misma. No tenía conocimientos de jardinería; mi abuela solo me había enseñado a amar las flores, no a cuidarlas. Tiraba de esas hierbas insidiosas con las manos desnudas, pero con cada éxito me daba cuenta de que otras nuevas crecían ya para reemplazar las que había extirpado. Mi abuela salió al porche y contempló mis esfuerzos pensando que lo hacía para complacerla.

—Por mí no te molestes, corderita —dijo, usando un tradicional apelativo cariñoso.

Pero no lo hacía por ella. Estaba intentando desesperadamente rescatar la única fantasía de mi infancia que se había hecho realidad, lo único hermoso que había marcado mi niñez en aquel rincón de Brooklyn, por lo demás dejado de la mano de Dios. Tiraba con furia, con la visión borrosa porque el polen me había irritado los ojos. La nariz me picaba debido al olor acre de la sabia derramada sobre la tierra. Cuando terminé con todo el patio trasero, parecía que en aquel jardín hubiera tenido lugar una carnicería; las malas hierbas habían dejado el terreno lleno de socavones y desconchones. Me dije que no importaba, que ya se rellenarían. Por entonces ya era algo mayor y ganaba mi propio dinero cuidando a niños, podría comprar algo nuevo que plantar en esos agujeros para sustituir las malas hierbas. Unas hortensias estarían bien, y tal vez alguna dicentra. Compraría herbicida. Seguiría arrancándolas, aunque muriera en el intento.

Me acerqué a unas rosas trepadoras jóvenes que, medio marchitas, se inclinaban hacia abajo tristemente porque se habían desatado. Encontré el borde oxidado del alambre con que el rosal estaba fijado a la valla y lo enganché de nuevo para que los tallos quedaran erguidos otra vez, pero no sirvió de nada. El alambre saltó enseguida y su punta cortante me abrió la piel de la palma de la mano. Empecé a sangrar, pero me tragué mi grito para que mi abuela no se diera cuenta. No se me había ocurrido pedirle unos guantes de jardinería.

Qué no habría dado yo por que bajara y se pusiera a trabajar conmigo como habíamos hecho antes... Aquellos tiempos se habían ido para siempre. Por mucho que me esforzara en arreglar el desastre, sabía que mi abuela había dado el jardín por perdido, y ella nunca cambiaba de opinión. A fuerza de sufrir numerosas pérdidas en su vida, había aprendido a desprenderse de las cosas que amaba.

De ella debí de heredar mi arraigada capacidad de desapego. Aunque deseaba amar sin tener miedo a las posibles decepciones, había descubierto que amar dolía. Quería ser capaz de poner en ello toda mi energía una y otra vez, pero lo que me resultaba más fácil, más familiar, era el acto de cortar: cortar vínculos, cortar de raíz, cortar con todo. ¿Cuándo conseguiría dejar de podar los bordes de mi vida hasta dejarla pelada y, en lugar de eso, empezar a construirla?

Por entonces ya había empezado a echar de menos el trajín de mi abuela en el jardín. Aunque estaba a su lado mientras cocinaba, fregaba y entonaba trémulas melodías, deseaba más que ninguna otra cosa recuperar a la mujer que había sido antes de que la pérdida y la tragedia hubieran limado sus aristas. Cuando me marché, sentí como si ya hubiera muerto y su espíritu flotara sobre mí cual ángel de la guarda.

Tal vez la respuesta a mi pregunta residía en ese recuerdo. Tal vez yo también tendría que construir un hogar en una tierra que siempre consideraría extraña. Tal vez yo también necesitaba un jardín, y el refugio que proporcionaba.

 

 

Me quedé en casa de Justine tres semanas, durante las que sentí que me había retirado a un verdadero santuario, alejada del mundo real al que pronto tendría que regresar. No hubo interacciones sociales, pero sí largos paseos, tiempo para leer libros y muchas horas concentrada en las correcciones que debía repasar. Y conseguí posponer el miedo al futuro.

Dejé San Francisco a principios de agosto para poder terminar el viaje sin prisas. Atravesé el paisaje cada vez más llano de Sacramento y las demás ciudades del interior de California, dejé atrás la aridez inicial de las Sierras, y poco después aceleraba para contemplar la puesta de sol en la frontera entre Utah y Nevada, donde el salar de Bonneville se extiende al oeste de Salt Lake City. Llegué justo a tiempo. Crucé la frontera estatal y aparqué en un solar que parecía hacer las veces de estación para trenes de mercancías, uno de los cuales se alejaba por las vías hasta donde alcanzaba la vista a aquella hora del día. Me volví hacia las montañas pardas que empezaban a desvanecerse y contemplé el cielo de un tono rosa intenso y palpitante que las envolvía, pincelado de nubes de color naranja y morado. Había pillado la puesta de sol en pleno apogeo. Lejos, al este, un solitario árbol de Josué se alzaba en mitad de una llanura, recortado contra un horizonte que se oscurecía por momentos. Lo demás era un salar inmenso, una especie de lejano témpano de hielo gigantesco en el que la vívida puesta de sol de neón se reflejaba con un efecto tan cegador que confería un aire narniano al paisaje. El rugido del viento que soplaba sobre el salar invadía mis oídos; la deslumbrante superficie plateada me cautivó. Era como si estuviera en otra galaxia. No se parecía a nada que hubiera visto o imaginado y, por primera vez en ese viaje, me sentí abrumada por el lugar en que me encontraba, incapaz de comunicarme o identificarme con él, con la sensación de que mi desarraigo se elevaba a la enésima potencia en aquel país de tierras extrañas, salvajes e inabarcables.

Me alejé de la llanura ensombrecida por una carretera tranquila, en dirección a la silueta compacta y simétrica de la capital de Utah, que se recortaba en el horizonte. Solo aminoré al pasar junto a los templos mormones porque vi a un grupo de chicas reunidas fuera que, con aquellas faldas largas y plisadas, las camisetas de cuello alto y el pelo recogido con recato, podrían haber pasado sin problemas por mis compañeras de juventud. Si hablara con ellas, ¿descubriría que pensaban y actuaban todas a una, como las chicas de mi infancia?

Al día siguiente atravesé las colinas ondulantes de Utah, que se apiñaban bajo la escasa copa de las raquíticas coníferas. Después de tres horas de viaje, tuve la sensación de cruzar una línea invisible dibujada en la arena al descender una vez más hacia la piel recorrida de venas moradas del desierto y dejar atrás el paisaje fértil, que se interrumpió de manera brusca a mi espalda. Conduje cinco horas de un tirón por una carretera de un solo carril, adentrándome en lo que parecía la nada absoluta, por lo que agradecí la presencia de la camioneta roja que tenía delante. Esa matrícula de Utah alivió un poco la desazón que me producía atravesar un tramo tan largo de tierra inhóspita y deshabitada.

De manera que aquello era Estados Unidos, pensé, aquel vasto vacío que se extendía entre ambas costas. Conduje el resto del trayecto a través de la agostada región sudoriental de Utah con la creciente necesidad de volver a entrar en contacto con la civilización.

Empecé a relajarme a medida que ascendía por las carreteras sinuosas y montañosas de las estaciones de esquí de Colorado. Pasé junto a los chalets encaramados en sus atalayas del pueblo de Vail y reparé con cierta sensación de alivio en los elegantes y cuidados jardines y en las modernas segundas residencias; al menos aquello me resultaba familiar, siendo el lujo algo a lo que los neoyorquinos estaban habituados. Hacía ya un par de horas que había anochecido cuando me adentré en el tráfico de Denver. Me detuve en un bar de carretera llamado Grizzly Rose, cuyo rótulo de neón anunciaba que era noche de chicas, lo que significaba copas gratis.

Las mujeres que bailaban en cuadrilla en la pista de madera pulida vestían pantalones cortos muy cortos y tops ajustados, y la piel que quedaba a la vista entre el dobladillo y las botas vaqueras lucía el típico bronceado intenso y uniforme. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fueron las grandes cruces engastadas de piedras preciosas que rebotaban con frenesí sobre los escotes comprimidos, la ostentosa exhibición de religiosidad que tanto chirriaba en aquel ambiente general de hedonismo y embriaguez. Me había sentido identificada con las chicas de faldas largas que esperaban junto al templo mormón, había reconocido en su atuendo las mismas líneas sobrias de las prendas que vestía en mi infancia. Para mí, la religión siempre estaría vinculada a la ocultación recatada del cuerpo de la mujer, a la modestia afectada de sus movimientos. Me desconcertaba lo que consideraba una contradicción irreconciliable: allí había personas que proclamaban con claridad su devoción por Jesús mientras participaban en lo que parecía ser una especie de ritual orgiástico. Estados Unidos era un sinsentido.

Según el GPS, se tardaban dieciséis horas desde Denver a Chicago, pero yo hice el viaje en doce, deteniéndome solo para repostar y comprar patatas fritas y cecina. ¡Qué emoción volver a encontrarme en una carretera estruendosa y ver un plateado horizonte urbano recortándose frente a mí en todo su esplendor! Podría haberse tratado de Manhattan sin problemas: el tráfico era igual de agresivo, y la neoyorquina que había en mí se abría paso virando con brusquedad y confianza. La impresionante arquitectura me dejó boquiabierta mientras seguía las indicaciones hasta la casa de mi amiga, que resultó ser un edificio de piedra rojiza muy parecido al hogar donde yo había crecido, encajado en una pequeña calle lateral, a una manzana de las vías elevadas, como las que cada noche oía traquetear en los sueños de mi infancia. Esa falsa sensación de hallarme en casa me tranquilizó al instante.

Visité la famosa escultura Cloud Gate, conocida como «el Frijol», y me paseé por el Instituto de Arte. Al salir de una sala llena de cuadros de Manet y Boudin y entrar en la siguiente, de pronto me encontré frente a frente con un famoso póster de propaganda nazi, El judío errante. La conocida imagen sobre un fondo amarillo vivo de un judío viejo, arrugado y jorobado, que sostenía un puñado de monedas en una mano y un látigo en la otra, desentonaba mucho en un museo de arte. Nada podría haberme preparado para aquel asalto a mi conciencia. Debajo del cartel se leía una breve descripción de la exposición temporal de carteles de propaganda nazi y soviética de la Segunda Guerra Mundial.

Entré en la silenciosa sala, cuya moqueta marrón amortiguó mis pasos. En la penumbra, como en un teatro, los focos iluminaban suavemente los pósteres amarillentos desplegados y expuestos en las vitrinas de las paredes. Muchos contenían simbolismo judío yuxtapuesto a imágenes espantosas y de una vileza extrema, pero nunca faltaba el rostro desagradable de nariz ganchuda y ojos penetrantes clavados en el espectador bajo unas cejas pobladas y oscuras y un ceño amenazador.

A medida que recorría la exposición, pasando de un póster al siguiente, experimentaba la sensación de que todos apelaban a mí en cierta manera, de que había algo reconocible en las imágenes, algo horrible pero cierto.

Eso es lo que me aterra de los estereotipos que aprendí de pequeña y de los que sigo incorporando conforme me abro camino en este mundo como una especie de judía errante: que, en el fondo, toda acusación contiene siempre algo de verdad, y que nunca seré capaz de librarme por completo de esa afrenta contra mí misma. Lo último que deseaba era abandonar mi mundo para acabar perseguida y acosada por la identidad que este me había conferido. Había crecido en Estados Unidos sin saber qué significaba ser estadounidense, y ese era el problema que tenía la esperanza de resolver cuando me lancé a la carretera.

Allí, en el Instituto de Arte, tuve la sensación de que el resto del país estaba volcado en el debate sobre la influencia de los judíos en el arte y la cultura, si bien su presencia física se limitaba a unas cuantas e insignificantes chinchetas repartidas por el mapa, una aquí y otra allá, a excepción de las poderosas comunidades que se concentraban en la Costa Este. Allí, en Chicago, tuve la sensación de no ser real siquiera, sino una mera aparición. Fui plenamente consciente de que carecía de identidad aparte de la judía, por abstracta que fuera; podía engañarme pensando que estaba integrada, pero sería un constructo falso que se desinflaría de inmediato.

Me fui de Chicago esa misma noche, ansiosa por regresar a Nueva York, jurando que nunca volvería a aventurarme en las inhóspitas tierras de ese otro Estados Unidos inmenso. El sol se puso sobre las planas y empobrecidas llanuras de Indiana; a lo largo de la noche, Ohio y Pensilvania pasaron por delante de mí sin que me diera cuenta porque conduje con la mirada al frente y no me detuve hasta que crucé el Verrazano-Narrows Bridge al alba.

Atravesé Brooklyn para llegar a Manhattan, y a pesar de lo temprano que era, la ciudad se asfixiaba, estancada en el calor del verano. Aunque las calles bullían de recuerdos espectrales, ese día nada en Nueva York me resultó hospitalario, pues había llegado a casa con esa sensación familiar e ineludible de carecer de hogar. Había abierto la puerta de par en par a un desarraigo que el viaje a través del país había enfatizado y que había creado un vacío en mi alma. Mi abuela siempre decía que traía mala suerte devolver un plato vacío y por eso llenaba con fruta o dulces cualquier recipiente que le hubieran prestado. «A nadie le gusta abrir la puerta y descubrir un recipiente vacío», aseguraba. Al abandonar toda referencia en mi vida, ¿había abierto la mía a una revelación espantosa.

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