Exodus

Exodus


3. Acción

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Rio por lo bajo, a regañadientes, volviendo a meterse la mano en el bolsillo y limitándose a hacerme un gesto con la cabeza. Nos despedimos incómodos. Cada uno se fue por su lado, él subió por Broadway hacia la estación Penn para tomar el tren de cercanías, y yo me dirigí hacia el sur, para ir al metro. El matrimonio había terminado en todos los sentidos. Quizá aquello fuera el inicio de algo para ambos. Esperaba que él también encontrara la felicidad, porque comprendí que, en cierto modo, podía considerarse que todo lo que había conseguido en la vida había sido a sus expensas, y la única manera que tenía de sentirme libre de verdad, en cuanto a vínculos mentales y emocionales, era saber que él también había pasado página y hallado su propio camino.

 

 

No tardé mucho en encontrar una casa en Salisbury, Connecticut. Me decanté por un antiguo granero reformado, situado junto a uno de los muchos lagos de la zona y rodeado de naturaleza.

Pedí una cita en la pequeña escuela privada del lugar para que entrevistaran a Isaac, de manera que tuviera la oportunidad de cursar primero allí. Lo llevé en junio, y fue evidente que él también se relajó tan pronto como llegamos a un entorno mucho más tranquilo que la ciudad. Parte de la entrevista la hizo solo con la directora. Cuando finalizó, la mujer me dijo que estaba todo bien y que estarían encantados de que Isaac asistiera a su escuela, aunque había algo que le había llamado la atención: al parecer, lo habían obligado a aprender a escribir con la mano derecha a pesar de que resultaba evidente que era zurdo. A raíz de eso, había desarrollado un método caligráfico inapropiado y contraproducente que habría que corregir para que, poco a poco, recuperara la destreza natural con la zurda, además de enseñarle la técnica adecuada a esa mano. La directora hizo hincapié en la importancia de que Isaac aprovechara el verano para practicar cuanto fuera posible, de modo que estuviera al mismo nivel que los demás niños cuando comenzara la escuela.

Ser zurdo siempre se había visto con recelo en nuestra comunidad. Recuerdo a mi abuelo diciendo: «Un judío lo hace todo con la mano derecha». Según las leyes que gobernaban nuestra vida diaria, desde cómo nos lavábamos las manos hasta cómo nos atábamos los cordones de los zapatos, todo comenzaba con la mano derecha, lo que tenía una importancia espiritual fundamental, ya que el lado izquierdo se asociaba con el diablo.

Jamás habría imaginado que tales prácticas siguieran vigentes en las escuelas ortodoxas modernas hasta el punto de obligar a escribir con la derecha a un niño zurdo. En definitiva, solo era una superstición absurda. Que Isaac acudiera a una escuela primaria en un entorno que renegaba de ese tipo de estupideces arbitrarias supuso un gran alivio para mí. Iba a recibir la educación con la que yo siempre había soñado. La escuela se ubicaba en una encantadora casa de campo con tejado a dos aguas en mitad de un enorme prado soleado; incluso contaba con su propio golden retriever, que todas las mañanas saludaba a los niños dándoles la pata. Era pequeña y acogedora, todo lo contrario a Manhattan.

Mientras Isaac pasaba con su padre el periodo de vacaciones de verano que le tocaba con él, yo me preparé para la mudanza, cancelé el contrato de alquiler vigente y firmé el nuevo, embalé las cuatro cosas que tenía, compré lo que me faltaba y me instalé en agosto, justo a tiempo para recoger a Isaac y enseñarle su nuevo hogar.

 

Fue un mes inolvidable. Isaac, que por entonces tenía seis años, nadaba todos los días en el lago que colindaba con la propiedad. Nos tumbábamos en el embarcadero y nos asomábamos por el borde para ver las diferentes especies de percas que buscaban refugio allí debajo. Él coleccionaba conchas de caracoles, intentaba lanzar piedras y hacerlas rebotar, aunque rara vez lo conseguía, y mantenía vigilados a los conejos que nos destrozaban las plantas de hoja verde. Todas las tardes, cuando el sol se ponía con magníficos colores sobre el agua, el lago parecía aún más sereno y el mundo prácticamente enmudecía. Sentada en la hierba con las piernas cruzadas, observaba cómo iban desapareciendo los tonos rosados mientas los grillos emprendían sus cantos nocturnos. La locura de Manhattan parecía muy lejana.

Por fin tenía la sensación de estar tomando las riendas de mi vida, como había soñado, y sabía lo afortunada que era, pero en ciertos aspectos mi cerebro seguía atrapado en el pasado. Tenía pesadillas a diario, me despertaba por las mañanas presa del terror, y trataba de disimular el pánico que me invadía cuando me encontraba entre grupos o en lugares muy concurridos. Nada de eso era coherente con la existencia serena y plena que había empezado a llevar. Aquel otoño, cuando por fin visité a un psiquiatra para recibir el diagnóstico oficial respecto a todas las enfermedades mentales que estaba tan segura de padecer, el veredicto, «síndrome de estrés postraumático», casi me resultó decepcionante.

La secta jasídica en la que crecí era una comunidad que vivía con el trauma residual como herencia colectiva. Aunque me lo recordaban cada vez que se me ocurría mostrar el menor resentimiento o quejarme por algún tipo de carencia, cuando mi infancia acabó yo ya era consciente de que nada, nunca, sería tan horrible como aquel horror. Aprendí que, aun en los momentos más bajos, debía sentirme afortunada. En lo más hondo de mi ser, por debajo de la falta de autoestima que llegó después, subyace ese legado que heredé de las personas que me criaron. Sé, con la misma certeza que si estuviera grabado en piedra, que soy una superviviente. Esa es la identidad fundamental que recibí de mis abuelos, a quienes la guerra se lo había arrebatado todo; de mis antepasados, que sobrevivieron a siglos de persecución en Europa, y de mi pueblo, que vagó durante milenios en el exilio. Por encima de todo, esa es la idea que tengo de mí. Sin embargo, ¿cómo podía acceder a esa reserva de fuerza? ¿Cómo podía ser más que una simple superviviente y aprender a vivir de verdad? Anhelaba pasar a la fase siguiente, a ese espacio situado más allá de la supervivencia, pero me sentía atrapada, como si la supervivencia fuera mi único modo de vida.

El hecho de no haber conseguido encontrar la felicidad a esas alturas de mi vida constituía para mí una enorme fuente de vergüenza y ansiedad. Una noche, mientras volvía a estar tumbada en la cama despierta a las tres de la madrugada, pensé que siempre había sentido ese punzante miedo a que mi nacimiento fuese un error, una especie de fallo informático que me había dejado desconectada de manera permanente y sin capacidad de formar conexiones reales y duraderas. El sistema que usaba todo el mundo parecía estar cerrado para mí, y tal vez al marcharme, en lugar de conseguir acercarme a los demás, había provocado que el sistema me perdiera para siempre.

Recordé uno de los artículos que The New York Post publicó sobre mí cuando estalló el escándalo a raíz de mi libro, y en el que entrevistaban a varios miembros de mi familia. Mi tío, el mismo que cada tanto me enviaba amenazas de muerte e insultos llenos de faltas de ortografía, le dijo al periodista que, en el fondo, todo había sido siempre un problema mío porque yo «no sabía encontrar la felicidad». Eso, declaró, a pesar de todo lo que mi familia había hecho por mí: me habían concertado un matrimonio con un buen hombre, se habían gastado miles de dólares en mi boda. Si después de eso seguía sin hallar la felicidad, era evidente que yo no era una persona normal. Ese ataque de mi tío fue sin duda menos cruel que los que me lanzaba cuando creía que estábamos a solas. Lindezas como «fea caracaballo» deberían haberme dolido más, pero fue ese comentario de que no sabía encontrar la felicidad lo que acabó llevándome al psicólogo. Me llegó muy adentro y tocó una fibra sensible, esa parte de mí que siempre había temido que estuviera destinada a ser desgraciada de forma irremediable.

Necesitaba entender por qué. Aunque vivía en una casa bonita, rodeada de un entorno natural precioso, Isaac era todo lo feliz que yo podía haber imaginado en su nuevo colegio y por fin teníamos seguridad económica, el miedo continuaba agitando mi cuerpo igual que antes, como si en cualquier momento todo pudiera revelarse como un sueño. Mis días se convirtieron en duras pruebas para mantenerme distraída.

 

Mi primer amigo de la época en que viví en Nueva Inglaterra fue Richard, que acababa de mudarse a su nuevo estudio cuando lo conocí, a principios del otoño de 2012. Alto y esbelto, pelirrojo de piel pecosa y frente alta, llevaba pantalones de lino, gafas de sol de aviador y sombreros de paja de ala ancha. Era artista figurativo contemporáneo, según me dijo; las obras que colgaban de las paredes de su atelier parecían proceder de algún castillo misterioso y mágico: un hombre crucificado, un bebé suspendido en una chimenea apagada, una mujer ahogándose en una bañera, humo ascendiendo desde unas velas que acababan de extinguirse.

Richard y yo teníamos en común el hecho de haber dejado algo atrás, ya que él había crecido rodeado de la más absoluta pobreza, en un aparcamiento de caravanas en Georgia, y con los años se había reinventado hasta convertirse en ese pintor elegante y leído, envuelto por el halo místico de haber regresado de Europa hacía poco. Igual que yo, se había nutrido de la poesía y la literatura. Pero aun entonces, en esa nueva encarnación y con su impresionante currículum, se sentía fuera de lugar, según me contó, cuando enfrentaba su trabajo a los valores preponderantes en el mundo del arte actual. Hacía poco que yo había leído a Émile Durkheim, y al oírlo decir eso enseguida me vino a la cabeza la palabra anomia. Tal vez lo impresionara con ese conocimiento, con mi capacidad recién adquirida de manejarme con ese tipo de palabras, pues estábamos al principio de una amistad estrecha y poco común. Ambos habíamos roto con algo de forma irreparable y podría decirse que buscábamos nuestro verdadero yo; sin embargo, nos sentíamos más lejos que nunca de nuestro objetivo. Por eso podíamos ofrecernos consuelo mutuo en ese estado compartido de exilio y alienación, más tangible aún por el hecho de que, aunque ambos habíamos conseguido ser artistas económicamente independientes, ninguno podía comparar su estilo de vida con la opulencia extravagante que nos rodeaba por doquier en aquel enrarecido entorno, donde teníamos vecinos como Kevin Bacon y Meryl Streep.

Lo que resultó maravilloso durante esa época, una distracción que me extasiaba, fue poder aprender más sobre el mundo del arte, que despertaba una curiosidad insaciable en mí. Por aquel entonces, Richard era mi válvula de escape particular; un gentil con la única traba de un pasado sumido en la pobreza que había ascendido en la escala social con uñas y dientes y había llegado a los peldaños más altos. Esos círculos, tal como ya entonces sabía, no estaban determinados necesariamente por el dinero, sino por el acceso a riquezas más profundas y valiosas, algo que costaba toda una vida conseguir. Yo no podía reinventarme como había hecho él, porque aunque cambiara mi forma de hablar o de vestir, me faltaban los rasgos genéticos básicos necesarios para proyectar esa excentricidad sofisticada, blanca, anglosajona y protestante que él irradiaba. A mí siempre me verían como a una judía intentando camuflarse.

Aunque entre nosotros existía esa línea divisoria y, cada uno a su manera, ambos éramos conscientes de ella, nuestros puntos en común parecían superarla. Así que con el tiempo empecé a verlo como a un hermano, si no de sangre, al menos sí de espíritu. Me pasaba horas sentada en el suelo de madera caldeada por el sol de su estudio, hojeando las gruesas páginas satinadas de sus muchos libros de arte y admirando los grabados de alta calidad mientras él se sentaba ante su caballete y se dedicaba a aplicar luz sobre lonas oscuras. Así me familiaricé con la obra completa de Rembrandt, Vermeer y Hammershøi, pero también con nombres que no conocía, y tan diversos como Eugène Carrière, Gabriël Metsu, Andrew Wyeth o Caspar David Friedrich. Mientras trabajaba con mano experta en un boceto, Richard me hablaba de Klimt y Schiele, de Rodin y su amante Camille Claudel, de Renoir y sus musas. Él había aprendido todo lo que podía saberse sobre la historia del arte, y yo me empapaba en ese pozo de conocimiento. Me habló del tiempo que pasó estudiando en la New York Academy of Art, donde había ingresado gracias a una beca; de inmediato reconocí el fenómeno que describía de verse tratado con condescendencia por ser el alumno pobre y sin estudios, tolerado solo de cara a la galería para preservar la imagen de las artes como ámbito accesible a todo el mundo. Sus intentos de crear algo fuera del marco de lo comúnmente aceptado eran ridiculizados, en el mejor de los casos, o deslegitimizados, en el peor. Tras un periodo de frustración, escribió una carta a un controvertido pintor noruego llamado Odd Nerdrum, famoso por rebelarse de una forma similar contra los valores del arte contemporáneo, y le pidió estudiar con él. Para sorpresa de Richard, Odd lo aceptó como alumno.

Richard me enseñó entonces la obra de Odd, y me sorprendió que un artista vivo siguiera utilizando unas técnicas características del Siglo de Oro neerlandés y el barroco flamenco, si bien yo acababa de conocerlas, y que no parecieran manidas ni recicladas. Las imágenes de esos cuadros, a pesar de haberse creado con gruesas y fastuosas capas de pintura al óleo, me parecían de lo más futuristas y al mismo tiempo primigenias. Era como si un hombre de las cavernas hubiese colaborado con un pintor de una era desconocida que aún estaba por llegar. Escuchaba a Richard contarme anécdotas de sus aventuras en casa de Odd con cierta envidia, aunque seguía siendo maravilloso vivirlas indirectamente a través de él, pues gracias a su incomparable memoria fotográfica y su don para la descripción visual, que no aplicaba solo en sus cuadros, sino también a su forma de relatar, retrataba a personas y lugares con un lirismo que yo solo había encontrado en la literatura decimonónica.

Me habló de cuando emprendió ese viaje para estudiar con Odd, de cómo fue la primera vez que salió del país y de lo abrumado e ignorante que se sintió al principio. Sin embargo, una vez instalado en la gigantesca casa de Odd en Francia, con sus tremendas chimeneas y cristaleras —detalles que yo era capaz de visualizar porque él los había integrado en muchos de sus cuadros—, se había dado cuenta de que allí ya existía toda una comunidad de personas que compartían sus sentimientos en cuanto a que sus cánones estéticos no coincidían con los imperantes en la sociedad. Odd le había dado el nombre de «movimiento kitsch», y estaba pensado como protesta ante la filosofía del arte posmoderno, pues encarnaba una postura de estética humanista en la que Odd consideraba una sociedad tecnológica antihumanista. Los artistas que se identificaban profundamente con esa experiencia se veían atraídos por Odd y sus ideas, y encontraban un hogar entre personas que, de forma similar a ellos, se consideraban parias y marginados en el mundo del arte.

Contemplando las diversas obras de Richard y sus compañeros, me percaté de que en todas ellas la marginalización y alienación eran temas preponderantes, y eso me conmovió de una forma que no había sentido en anteriores visitas a museos de arte contemporáneo. Esa especie de nuevo arte viejo me recordaba a mí misma en mi afán por llenar mis estanterías con obras de autores muertos hacía tiempo, mientras que con cada temporada llegaba una avalancha de títulos contemporáneos que a menudo me costaba distinguir entre sí, ya que todos parecían repetirse en estilo y perspectivas. En muchos sentidos, suspiraba por un pasado al que todavía me sentía anclada, un pasado en que las voces individuales de los artistas eran más distintas unas de otras, más valientes en su búsqueda de la verdad, más nítidas en su representación de esta.

Richard terminó por convertirse en uno de los mejores alumnos de Odd, y de los más renombrados. La obra que había creado bajo su tutela acabó atrayendo la atención internacional y lo catapultó a un mundo donde coleccionistas y críticos de arte lo adulaban y las galerías competían por exponer su trabajo. Era un contraste brutal con la tibia recepción de sus inicios, cuando todo el mundo rechazaba sus ideas porque no contaba con una buena formación y unos orígenes que lo acreditaran. Me identificaba mucho con esa reinvención suya, que era como yo lo veía. Ambos habíamos experimentado transformaciones repentinas y completas en nuestra vida, también yo había aterrizado en el mundo literario sin preparación alguna y no sabía muy bien qué hacer con mi éxito.

Richard pasó con Odd una temporada bastante más larga de lo habitual, viajó con él a su propiedad de Noruega y luego regresó a París. Durante ese tiempo, poco a poco fueron desarrollando una intensa relación maestro-discípulo, hasta que al final Odd le confió a Richard la propiedad que tenía en Francia durante tres años, periodo en que pintó frenéticamente. Cuando lo conocí, estaba preparando varias exposiciones con avidez, que se inaugurarían al cabo de solo tres meses. Me invitó a que lo acompañara en el viaje de su próxima instalación en París. Yo nunca me había planteado en serio viajar a Europa. Siempre me había parecido un lugar de cuento de hadas, un reino mítico, pero no dudé en aceptar la invitación.

Después de dejar a Isaac en casa de su padre para que pasara las vacaciones de Pascua, me subí con Richard a un avión. Recordé la primera vez que vi a Eli, hacía ya casi siete años, el día que nos prometimos. Durante el encuentro, me habló de un viaje que había hecho a Europa con su padre y sus numerosos hermanos, y me contó que habían recorrido el continente en furgoneta, parando solo para visitar sepulturas de rabinos dispersas por toda Europa, sobre las que colocaban piedras, encendían velas y rezaban. A mí me había horrorizado enterarme de que en semejante viaje no hubiera visto nada más que tumbas. Hablamos de volver los dos juntos, algo que nunca sucedió. Me había equivocado al dar por hecho que él compartía mi deseo de ver mundo, porque al final resultó que no tenía interés por nada; fue eso lo que le impidió realizar cualquier incursión más allá de los cementerios, y no el hecho de que su padre no le diera permiso.

Sin embargo, también era cierto que Eli nunca había entendido mi obsesión por aquella lejana tierra natal, a la que estaban ligadas todas las familias de mi comunidad. Las personas que lo habían criado habían nacido en Estados Unidos y no hablaban de ella. Sin embargo, a mí me había educado alguien de esa primera generación, alguien que recordaba el Viejo Mundo y cómo eran las cosas antes de que todo cambiara. Y aunque mi abuela siempre había estado convencida de que no quedaba nada a lo que regresar, yo sabía que necesitaba verlo por mí misma.

Cuando me expuse a la luz dorada de París en aquel primer viaje, ignoraba que sería la primera de muchas visitas, que desarrollaría una inexplicable adicción a ese continente, una atracción que me consumiría hasta que por fin me rendí a su llamada. Todavía pensaba que sería un breve escarceo, una aventura romántica de la que luego te desentendías y conservabas solo alegres recuerdos. Todavía miraba la ciudad con ojos ávidos, como si no fuese a volver a verla.

Estoy convencida de que los estadounidenses que van a París se sienten empequeñecidos. Nos han enseñado que los franceses lo hacen todo mejor que nosotros, así que poco importaba el cuidado con que hubiera elegido mi vestuario para el viaje, o lo mucho que me hubiera estudiado el género de los sustantivos en francés, sabía que mi americanidad era evidente y notoria, y eso me hacía sentir inferior. Envidiaba a Richard su dominio del idioma, la forma en que las palabras abandonaban sus labios, la manera en que parecía haber adaptado incluso su lenguaje corporal y sus gestos faciales a los de los parisinos. Supuse que él pasaba del todo inadvertido. Años más tarde, después de vivir cinco años en Berlín, nos reencontraríamos de nuevo en un café de París y me daría cuenta de que su francés era casi incomprensible a causa de su marcado acento estadounidense. También me asombraría ante mis propios rudimentos en esa lengua, que parecían haber calado en mí como por ósmosis. Sin embargo, para entonces ya me habría convertido en europea. En aquel primer contacto aún me sentía abrumada por el peso de un continente en el que todo me resultaba tan sumamente extraño y, al mismo tiempo, justo como debía ser.

Paseamos por los amplios bulevares, Richard con la cara vuelta hacia el sol y las manos metidas con desenfado en los amplios bolsillos de sus pantalones de lino, como si estuviera en su casa, mientras que yo no hacía más que girar la cabeza como loca a un lado y a otro intentando no perderme ningún detalle. Parte de mí sentía una emoción simple e infantil al pensar en la niña que había sido, y me imaginaba contándole que un día recorrería los Champs-Élysées. ¡Caray, si de pequeña ni siquiera habría sabido pronunciar el nombre de la avenida!

Pronto bajamos a los frescos túneles de la estación del RER, donde montamos en un tren regional que nos llevaría a Maisons-Laffitte. Cuando salimos al exterior en pleno centro de esa localidad famosa por sus carreras de caballos, recordé que era el lugar al que Hemingway iba a apostar, según contaba en sus memorias, París era una fiesta. La pequeña ciudad no parecía muy diferente de como la había descrito el autor. No había aceras, solo calles sin pavimentar, y los cascos de los caballos quedaban grabados en la hierba. Las urracas realizaban intrépidas cabriolas en el césped, y en las lindes de las propiedades valladas crecían dientes de león.

La casa de Odd se encontraba en una calle amplia y bonita desde la que se veía todo el Sena y las colinas de la orilla contraria. Su autorretrato, plasmado en baldosas cerámicas, era lo único que señalizaba el domicilio; en el timbre no había ningún nombre. La verja se abrió despacio para dejarnos pasar y avanzamos por un camino bordeado de frondosos árboles hasta un pequeño claro desde el que por fin se veía la casa, un grand château con matas y árboles creciendo por doquier en silvestre abandono.

Dentro, habían retirado todo el mobiliario de la casa. La obra de Odd se exhibía en las opulentas salas de techos altos; una visita por las dependencias reflejaba una vida entera de grandes logros. Aunque Odd estaría en su estudio de Berlín durante toda la exposición y solo regresaría al día siguiente para organizar el transporte de la obra una vez concluida, sus cuatro hijos, dos chicos y dos chicas, iban de aquí para allá ofreciendo a los invitados información o copas de champán. Todos eran adolescentes de piel reluciente, complexión escandinava y etéreos ojos azules.

Mis zapatos de tacón alto resonaban en el suelo de piedra al pasar de una sala a otra. Los cuadros eran fascinantes. De cerca, su poder de transformación dejaba en ridículo todos los libros que había leído. A esas alturas, también yo estaba cautivada por la obra de Odd. En la «vida real», había tenido que exiliarse tras verse perseguido por unas acusaciones políticas de fraude fiscal en su país natal. La comunidad kitsch estaba convencida de que todo era una estratagema para reprimir una voz crítica. Al contemplar sus cuadros, me resultó evidente que tenía una visión del mundo muy distinta a la de cualquier otra persona que hubiera conocido. En uno se veía a un grupo de personas de aspecto primitivo sentadas, devorando las extremidades de un cadáver humano que yacía junto a ellas, y detrás el paisaje era un páramo pedregoso contra un cielo ceniciento; se aludía a un mundo demasiado bárbaro para que las reglas éticas, o su aplicación, se sostuvieran en modo alguno.

No tardaron en pedirnos a los invitados que nos reuniéramos en el salón principal, donde el compositor noruego Martin Romberg había preparado un concierto para la velada. Un violoncelista y un pianista empezaron a tocar, y cuando llegaron a las notas más altas pude oír los gorjeos de varios pájaros en respuesta desde el atardecer. Justo entonces miré alrededor, a toda la gente que se había reunido allí, y el estómago se me cerró de pronto al darme cuenta de que la casa estaba llena de arios de rasgos angulosos y tez clara, como los que describía siempre mi abuela. Noruegos, suecos, austríacos, alemanes... Desde luego, era lógico pensar que quienes con más probabilidad se interesarían por la obra de Odd serían las personas que más se le acercaran étnicamente. Se me aceleró el corazón. Me pregunté si sería la única judía de la exposición. ¿Alguien se había fijado? Presa del pánico, hui de la casa e intenté calmar mi respiración en la tenue luz de la terraza exterior. ¿Qué me ocurría? ¿Por qué no podía ser una más entre los demás? ¿Eran todo imaginaciones mías, algo que me habían inculcado, o era real? Y, lo más importante, ¿cómo podía llegar a saberlo con certeza?

Dormimos en el apartamento de uno de los mecenas de Richard; yo en un sofá de terciopelo rojo en un estudio repleto de obras de arte, él en un colchón inflable en el salón.

Al día siguiente volvimos a casa de Odd, esta vez para darle la bienvenida, ya que regresaba de Berlín. Su círculo más íntimo se había reunido en la cocina para preparar la cena. Kristoff, el austríaco que exponía la obra de Odd en su galería de Oslo, y Helene, su esposa; David, un pintor kitsch de Venecia; y también algunos de sus discípulos más destacados. Bork, su hijo mayor, se paseaba por allí con un traje que parecía caro. Yo no servía de mucho en la abarrotada cocina, así que me dirigí a la gran sala de estar, donde colgaba mi pieza favorita de Odd: Volunteer in Void, una figura suspendida en una galaxia mítica. Estaba sentada en el borde de un baúl contemplando la gran obra, cuando Aftur, la única hija morena de Odd, entró en la sala.

—¿Es verdad que eres judía? —preguntó en un inglés titubeante tras acercarse a mí.

Me quedé de piedra. Me sentí a la vez señalada y acusada, pero también como si una pequeña ave delicada se hubiese posado en mi dedo por casualidad y tuviera que ir con cuidado para no espantarla.

—¿Cómo lo has sabido?

—Mmm... ¿Por tu nariz? —dijo Aftur con inocencia, como preguntando si había acertado.

—¿Quién te ha dicho que los judíos tienen narices como la mía?

—Mi padre. Mis hermanos siempre me llaman «la judía» porque tengo el pelo castaño.

Aftur se parecía a la Liesl de Sonrisas y lágrimas, con pómulos marcados, una mandíbula delicada y penetrantes ojos azules. Sus dientes brillaban como perlas en dos hileras perfectas cuando sonreía, y tenía un hoyuelo casi imperceptible en una mejilla hundida.

—Si mi opinión de experta te sirve de consuelo, a mí no me pareces nada judía —dije riendo.

—Mi padre tiene una octava parte de judío —me informó Bork, que de repente se sumó a la conversación.

Temblando de emoción al hablar, me contó que, cuando iba al colegio, sus compañeros solían llamarlo «puto judío». Me lo dijo como si quisiera equiparar su experiencia a la mía, como si fuera un terreno común que compartíamos.

—Sí —confirmó su hermano pequeño, Øde—, y luego nos decían que fuéramos a gasearnos. —Lo comentó con un aire de camaradería, como si todos acabáramos de superar un encantador rito iniciático y de pronto perteneciéramos a un club exclusivo y especial.

Myndin, la más pequeña, toda trenzas rubio platino y una tez translúcida, se apuntó también y preguntó:

—¿Es cierto que creciste siendo ortodoxa?

—Sí —respondí.

—Vi una película sobre eso —añadió con entusiasmo.

—¿De verdad? ¿Cuál?

Único testigo. —Y sonrió contenta, como una gatita esperando una caricia.

Le expliqué a Myndin la diferencia entre los judíos y los amish hablando despacio y en un inglés esmerado, para que me entendiera. La situación desembocó en un aluvión de preguntas sobre los judíos jasídicos por parte de todos los hermanos. En eso estábamos cuando llegaron Odd y su mujer, Turid, a los que oír entrar en el vestíbulo con gran estrépito. Turid no tardó en acercarse al corrillo que formábamos, y se puso a escuchar y a hacer preguntas. Odd irrumpía en la sala de vez en cuando, barriendo el polvo del suelo con su teatral túnica a lo Harry Potter.

—He oído que eres toda una rebelde —dijo cuando nos presentaron.

—¡Eres la judía errante! —Y levantó un puño como imitando algún tipo de icono, quizá la estatua de la Libertad.

Me acordé entonces de una familia noruega que habíamos conocido en la galería de Richard. La hija era pintora y estudiaba con Odd. La abuela también era una artista de éxito por derecho propio, según me contó, aunque ya se había retirado. Alargó una mano para acariciarme la cara, y yo me estremecí un poco ante esa invasión, aunque no me aparté, tal vez porque de niña me habían enseñado a aguantar muchos pellizcos de señoras mayores en la mejilla.

—¿Eres judía? —preguntó casi con adoración.

Solté una risa incómoda y me alejé de su mano.

—¿Cómo lo ha notado? —pregunté con sarcasmo.

—Tienes unas preciosas facciones judías —contestó—. Cuando era pequeña, tenía una amiga judía, pero hubo que ayudarla a cruzar la frontera durante la guerra y no volví a verla. —Dejó la mirada perdida, como si recordara algo muy lejano aunque doloroso.

Episodios como ese serían los primeros de muchos otros que iba a vivir durante mis visitas a Europa. Me pareció extraño que ese fetichismo de lo judío no me resultara diferente cuando era positivo que cuando se presentaba en forma de ignorancia y antisemitismo. Todos querían definirme por el hecho de ser judía, mientras que yo luchaba por definirme fuera de esa identidad. Cada vez que pensaba que lo había conseguido, alguien se acercaba con un comentario similar y yo perdía ese equilibrio que tanto trabajo me había costado edificar. La identidad que estaba construyéndome era precaria, en el mejor de los casos.

 

Al día siguiente me encontraba en un café junto al Arco de Triunfo, contemplando las enormes paulonias imperiales que llevaban hasta la place Charles de Gaulle, resplandecientes con su floración rosada y violácea. Cuando me terminé mi café sans lait, sentí un nudo en la garganta al recordar cómo se emocionaba mi abuela todas las primaveras con la floración de los árboles, cómo repetía sus nombres cuando pasábamos junto a ellos y me explicaba qué hacía única y especial a cada especie. El cedro era muy valorado por su madera aromática, la acacia por sus hojas delicadas pero fuertes. De vez en cuando, un tilo le recordaba a Europa. Pensé que París le habría encantado. Qué pena que no tuviera ocasión de visitarlo...

Cuando era pequeña, todas las mañanas veía a mi abuela encender la tradicional vela yáhrzeit en la misma mesa, donde ardería durante veinticuatro horas, hasta que encendiera la siguiente. Se trataba de una expresión tradicional de duelo, aunque en su caso hacía un uso subversivo de ella. No estaba permitido llorar a los familiares que habían fallecido hacía mucho tiempo. La ley judía limitaba el periodo de luto a un máximo de un año, tras el cual se consideraba obligatorio que los dolientes pasaran página ya que, al fin y al cabo, había que aceptar la voluntad de Dios. Sin embargo, mi abuela nunca dejó de encender esas velas, y aunque afirmaba que eran por este o por aquel, yo sabía que esa llama representaba las almas de toda su familia, desde su hermana pequeña, de dos años, hasta el hermano mayor, de diecisiete: todos habían muerto gaseados en Auschwitz.

Alcé la mirada hacia los árboles en flor, con sus pétalos brillantes al sol, y me pregunté si mi abuela habría deseado ver París. Por mucho que hablara con gran elocuencia y nostalgia de Europa, ni una sola vez la oí expresar su deseo de regresar de visita. ¿Sería para ella un paisaje arrasado, un erial de almas asesinadas y charcos de sangre? ¿O acaso se sentía rechazada por Europa, pues la había echado a patadas de allí y enviado a Estados Unidos, negándose a reconocerla como hija legítima?

Fuera como fuese, ahí estaba yo, enfrentándome a una parte de aquello a lo que también ella se había enfrentado, sintiéndome a la vez rechazada y proclive al rechazo, pero también en casa. Era un vertiginoso cóctel emocional, y noté que algo se había agitado en mi interior.

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