Exodus

Exodus


4. Raíces

Página 11 de 27

4

Cuatro meses después volvía a encontrarme en París, cenando con una joven cantante de ópera que llevaba un colgante con una estrella de David plateada. Había conocido a Miléna a través de un grupo de estudiosos del yiddish de Nueva York. Ella misma era judía, con un padre marroquí, cuya familia fue rescatada por bereberes durante la guerra, y una madre polaca asquenazí, educada también por supervivientes, así que era consciente del pasado pese a no haber tenido acceso directo a él. Para ella, estudiar yiddish era una forma de conectar con su legado. En esos momentos estaba preparando un espectáculo de antiguas melodías yiddish y necesitaba ayuda para reconstruirlas; al enterarse de que yo iba a estar en París, me preguntó si me importaría cantarlas para que ella pudiera grabarlas.

El día siguiente a mi llegada era la primera noche de Rosh Hashaná, así que Miléna me llevó a una sinagoga masortí (el judaísmo masortí es el equivalente europeo al judaísmo conservador) para las oraciones vespertinas. El rabino era un judío alsaciano, lo que mi amiga tuvo que explicarme porque el hombre, igual que su esposa e hijos, tenía una mata de pelo rubio y unos ojos azul claro que yo jamás había visto en la comunidad judía. Parecían una familia de supermodelos escandinavos, no judíos. En cambio, algunos de los asistentes eran de ascendencia marroquí, y la congregación iba alternando el operístico estilo de rezo asquenazí con gorjeantes y evocativas melodías del Magreb.

Miléna no hablaba bien inglés, y yo ni siquiera tenía un francés de turista, así que nos comunicábamos sobre todo en yiddish. Aunque era mi lengua materna, no la había hablado desde mi marcha, y rescatarla de las profundidades de mi memoria, donde la había enterrado creyendo que jamás volvería a usarla, me resultó casi antinatural. Sin embargo, el yiddish también era la lengua materna de la mujer que crio a Miléna, según me dijo, y llevaba tres años estudiándola en clases particulares. Otros judíos deseaban asimilarse y pasar inadvertidos entre los demás parisinos, pero a ella no le importaba que la distinguieran. Quería saber quién era realmente y buscaba el camino para sentirse orgullosa de ello.

Mientras el rabino daba su sermón en francés, ella se inclinaba de vez en cuando y, susurrándome en yiddish, me hacía un breve resumen de lo más importante. Los demás asistentes nos miraban con curiosidad. Resultaba evidente que no lo oían con mucha asiduidad. Aunque una vez había sido el idioma de ese pueblo, había corrido la misma suerte que el gueto, que había quedado borrado del mapa de Europa. Solo una docena de personas habían acudido al servicio de Rosh Hashaná, la que tal vez sea la festividad judía más importante del año. Como hasta los judíos menos rigurosos van al templo a presentar sus respetos ese día sagrado, supuse que en París no debían de quedar muchos, lo que no me sorprendió demasiado, ya que siempre había pensado que la ciudad habría eliminado todo vestigio del judaísmo. De hecho, presuponía que en toda Europa había ocurrido lo mismo, así que mis sospechas solo se veían confirmadas.

Cuando el servicio terminó, Miléna y yo corrimos al metro para llegar a tiempo a la cena festiva que se celebraba en el apartamento con jardín de su tía, en el barrio de Belleville. Entramos en la casa por un lateral, a través de una verja que se abría a un patio íntimo y rebosante de vegetación. Dentro encontramos una sala muy iluminada, ruidosa y abarrotada de gente, donde había un total de veinte amigos y parientes de todos los rincones del mundo. Allí se hablaban por lo menos seis idiomas a la vez. La comida ya se estaba sirviendo y disfrutando, y aunque vi platos familiares como el guefilte fish o los granos de granada, había muchísimas especialidades que me parecieron exóticas y desconocidas. Un hombre llevaba un tocado de un tejido colorido, otros se habían puesto unas gorras blancas de punto que les caían por un costado de la cabeza. Miléna, estaba sentada frente a mí y me presentó a todo el mundo en francés, pero no encontré a nadie con quien comunicarme. La pareja que tenía a un lado era israelí y solo hablaba hebreo; el hombre de mi derecha era húngaro y no hablaba ni inglés ni yiddish. Al fin, una joven que estaba sentada al otro lado de la mesa dijo ser alemana, y por primera vez intenté germanizar mi yiddish lo suficiente para que me entendiera.

Al observar al alegre grupo que me rodeaba, me maravilló haber creído, basándome en lo que me enseñaron de niña, que solo había una forma de ser judío y que todos los demás eran unos farsantes. Aunque ya había ampliado mi círculo para incluir en él a la población judía asquenazí estadounidense al completo, seguía manteniendo ese mismo enfoque homogéneo de la práctica judaica. Jamás se me ocurrió pensar que al otro lado del Atlántico pudiera existir todo un mundo nuevo de interpretaciones y tradiciones.

 

A la mañana siguiente, decidí visitar el viejo barrio judío de París. Crucé nerviosa el Sena en bicicleta, intentando evitar que el tráfico me expulsara de la calzada. Nunca había ido en bicicleta por una gran ciudad, pero allí estaba, ¡pedaleando por París! Me sentía como la chica de un anuncio de perfume francés.

Cuando al fin llegué al corazón del Marais, los amplios bulevares dejaron paso a las calles más estrechas que había visto en todo París; tanto que, si miraba hacia arriba, los tejados parecían inclinarse unos contra otros y solo dejaban una fina franja de cielo visible por encima de ellos. En la rue des Rosiers, un corto callejón de adoquines que por lo visto fue la calle mayor del barrio judío original, el aire olía a falafel recién hecho. Allá adonde mirara había turistas con pitas envueltas en papel de aluminio, intentando que el tahini no les goteara por todas partes. Después de echar un vistazo rápido, sin embargo, me pareció que el falafel era lo único remotamente judío que podía ofrecer la rue des Rosiers. Eso me fastidió: que el toldo del establecimiento tuviera una estrella de David no convertía de pronto el falafel en judío.

Caminé empujando la bicicleta hacia la mitad de la calle, donde arrancaba una calleja más larga que se internaba en el resto del Marais. Pasé junto a boutiques de ropa chic y panaderías pintorescas que afirmaban vender «especialidades yiddish» como knishes y ruguelaj. En esas panaderías no había nadie que hablara yiddish ni que pudiera presumir de cómo se preparaban sus productos, ni de si las recetas habían pasado de generación en generación o solo las había reinterpretado un repostero francés. La jalá no se parecía en nada al esponjoso pan trenzado con el que yo había crecido, desde luego; allí no era más que un brioche con otro nombre.

Sin embargo, en la rue des Rosiers encontré también una máquina pequeña y modesta que casi se parecía a las que expedían billetes de metro. La pantalla táctil despertó a la vida cuando la rocé con un dedo. Se podía elegir entre una docena de vídeos en francés y subtitulados en inglés, que resultaron ser testimonios de personas que habían vivido en aquella calle y describían cómo era la vida allí cuando aún era el corazón del barrio judío de París.

En uno de los vídeos aparecía un anciano al que se presentaba como profesor universitario que vivía en Estados Unidos y en cuya entrevista rememoraba la vergüenza que sintió una vez al desvelar su primer domicilio. «Era como decir que no habías hecho nada de provecho con tu vida. La rue des Rosiers era sinónimo de estancamiento, un lugar en el que solo se salía adelante con mucho esfuerzo.»

Comprendí que se refería a un gueto. Yo conocía bien los desaparecidos guetos europeos y sus condiciones de vida. Incluso el Lower East Side había sido en su momento un gueto estancado y apestoso para judíos, irlandeses... y cualquier grupo de inmigrantes pobres y oprimidos, en realidad. De pronto caí en la cuenta: Williamsburg también lo era. Había crecido en el que quizá fuera uno de los últimos guetos que existían. Aunque los originales habían sido decretados por la sociedad y el gobierno, y en cambio en Williamsburg el aislamiento era autoimpuesto, el resultado era el mismo: una burbuja, un muro invisible que había logrado separar las vidas de quienes estaban dentro y de quienes estaban fuera.

El hombre del vídeo parecía nostálgico y desdeñoso a la vez. Era evidente que no ensalzaba la rue des Rosiers como un lugar donde criarse y, sin embargo, su voz se teñía de pesar al saber que el barrio donde había nacido había desaparecido para siempre jamás. Eso hizo que me preguntara qué era exactamente lo que estaba lamentando yo al presentarme allí con la esperanza de encontrar algo y enfadándome por la desaparición de cualquier rastro de judaísmo. ¿Acaso pretendía recuperar el gueto? Claro que no, pero habría sido increíble descubrir un mundo en el que, por una vez, encontrara algo familiar y pudiera sentirme como en casa al instante. Lo que buscaba eran unas raíces, y había creído que los guetos europeos serían los lugares que con más probabilidad sentiría como parte de mí y de mi pasado. Quizá también me habría reconfortado ver alguna clase de vida judía moderna y próspera, en lugar de esa fría ausencia, esa conmemoración vacía.

Seguí andando hacia el final de la calle, donde había visto el cartel de una librería que rezaba JUDAICA. Pero estaba cerrada, y los pósteres enmarcados del escaparate eran representaciones crudas y nada favorecedoras de unos judíos jasídicos levantando mancuernas y sudando, como parte de una colección titulada «Oyrobics». Me sonrojé de vergüenza ante aquel insulto, que seguía pareciéndome dirigido a mí aunque nadie podría haberme relacionado con esas caricaturas.

Y entonces, cuando ya estaba a punto de irme con la bicicleta a otra parte, ofendida, de repente oí el más increíble de los sonidos: el de un shofar, alto y claro, que procedía de las plantas superiores de un edificio cercano. Corrí en su dirección, temblando de emoción ante la perspectiva de encontrar un verdadero servicio de Rosh Hashaná en lo que una vez fuera el gueto de París. ¿Habría todavía una comunidad judía en el Marais, después de todo? Por desgracia, no conseguí dar con la entrada a ninguna sinagoga. Los paseantes me miraban correr de portal en portal divertidos e intrigados, sosteniendo sus falafeles ante la boca y mientras esperaban a ver qué ocurría a continuación.

Fue entonces cuando reparé en un joven de tez oscura con una pequeña kipá en el pelo espeso y rizado, y una mochila que parecía pesar colgando de los flacos hombros.

—¡Tú eres judío! —exclamé, triunfal—. ¿Sabes de dónde viene ese sonido?

Reaccionó desconcertado ante mi apremio.

—Es lo que estoy intentando averiguar —dijo en un inglés algo rudimentario—. Espera aquí, se lo preguntaré al vendedor de falafeles.

Un momento después, salió del establecimiento diciendo que no sabía dónde estaban tocando ese shofar en concreto, pero que por lo visto había dos sinagogas cerca. ¡¿No una sino dos sinagogas?! Me encontré siguiendo al joven moreno por una callejuela bastante oscura, preguntándome qué probabilidades habría de seguir a un desconocido por un callejón y que aquello terminara bien. Un segundo después, no obstante, allí lo teníamos: un arco de entrada que conducía a dos puertas, una de una sinagoga turca y la otra de una argelina. Él entró por la derecha, yo por la izquierda, y al cruzar el grueso telón de terciopelo me encontré como recién llegada a otro mundo.

Debería mencionar que esa mañana se me había ocurrido ponerme unos vaqueros rojos que, tal como pensé nada más entrar, quizá no fueran la vestimenta más apropiada dadas las circunstancias. Sin embargo, una vez en el pequeño santuario, me consoló ver que todos los asistentes al servicio hubieran podido pasar fácilmente por una troupe de modelos descansando entre dos sesiones de fotos para Vogue. Las mujeres eran morenas y delgadas, tenían melenas relucientes, llevaban las muñecas llenas de pulseras y el cuello envuelto en pañuelos de seda. Los hombres eran igual de guapos y también iban muy arreglados. Pero después de asimilar la escena vi también algo más, vi que aquel era un servicio de verdad, con un rabino en una bimá en el centro de la sinagoga, rodeado de hombres con chales de oración, entonando cánticos que nunca había oído y cuyas letras no conseguía identificar. Era evidente que todas esas personas se conocían; la única extraña era yo. Mientras yo crecía dentro de la secta Satmar de Williamsburg, esos judíos argelinos habían estado siguiendo sus propias tradiciones, tan legítimas y auténticas como las de sus iguales jasídicos, si no más. ¿Por qué nunca se me había ocurrido que en el mundo podía haber otras comunidades judías con prácticas y enfoques que no tuvieran nada que ver con los míos, y aun así estuvieran igual de conectadas a nuestro patrimonio común como cualquier otra?

Cuando salí de la sinagoga, una anciana llena de arrugas y envuelta en un chal con bordados de hilo metálico encendía velas a un lado. En ese instante, contemplando las llamas sobre las que se cernía con un gesto tan protector, supe que había encontrado una pieza de mi nueva identidad. Había dado un paso atrás, alejándome de mi propio judaísmo lo suficiente para conseguir una especie de perspectiva global, para comprender su diversidad y su complejidad inherente. Quizá también yo podía ser una judía global, abierta a todo tipo de judaísmo, y descubrir en toda su extensión el amplio y colorido espectro. ¿Por qué iba a volver a limitarme a una sola versión?

 

 

Al regresar en esa ocasión a Nueva Inglaterra, con sus jardines bien cuidados y sus vallas de listones blancos, sus tiendas de artículos de deporte y refinados hostales rurales, noté más que nunca esa sensación familiar de incomodidad. En Estados Unidos no lograba reconocerme, o tal vez no podía reconocer a Estados Unidos dentro de mí, pero resultaba sorprendente comparar mi regreso al país, y el adormecimiento de las emociones que lo acompañaba, con la experiencia que vivía cada vez que llegaba a Europa, la inmediata y hormigueante sensación de entrar en contacto con algo antiguo y casi pero no del todo olvidado. Para suavizar el impacto de mi llegada esa vez, en el otoño de 2013, me dije que pronto regresaría, que aunque estuviera atrapada allí, en un lugar que me resultaba impersonal y ajeno, haría de mis viajes al extranjero algo habitual. Suponía que mi pasión por el continente europeo se convertiría sencillamente en parte de mi identidad, que mis viajes marcarían el ritmo que definiría mi vida futura, que harían de mí una «eurófila». Y, desde luego, de alguna manera creía que, si tenía la oportunidad de experimentar de nuevo esa sensación tan increíble, quizá comprendería qué era y aprendería a prolongar su influencia en mi vida para no tener que volver siempre a casa con ese devastador sentimiento de pérdida, esa tristeza ridícula e incomprensible que solo podía describir como la añoranza del hogar.

 

Durante los meses en los que la rutina y las obligaciones me impedían moverme, intentaba encontrar maneras de conjurar mi dolorosa melancolía. Por aquel entonces estaba convencida de que ese fenómeno evidenciaba un defecto de mi carácter, un desasosiego que nunca se mitigaba. Solo años más tarde comprendí que había estado añorando un hogar que aún no conocía de forma consciente, pero que de todos modos me resultaba hasta cierto punto familiar, porque, cuando por fin encontré un lugar donde quedarme, esa sensación persistente que me había acompañado toda la vida desapareció para siempre, y me vi victoriosa frente a todos aquellos que habían realizado funestas predicciones sobre mí, pues en mi vida no existe mayor triunfo que el de haber encontrado el camino a mi hogar. Sin embargo, por entonces no contaba aún con el consuelo de esa confirmación, y me sentía como una mujer cuyo amante ha partido a la guerra y debe conformarse con mensajes esporádicos garabateados desde el frente. Esa era mi estrategia de entonces, devorar por entero el canon de la literatura europea, y más concretamente la de aquellos que habían escrito acerca de Europa y, al hacerlo, la habían reconocido como una entidad superior y mágica cuyas consumadas virtudes solo estaban a la altura de sus debilidades. Me topé por primera vez con escritores de los que nunca había oído hablar, autores que no habían conseguido verdadero renombre en Estados Unidos, al contrario de los que había leído en la universidad, pero cuyas obras me destrozaron y me recompusieron con su clarividencia: Jean Améry, Gregor von Rezzori, Csezław Miłosz, Imre Kertész, Primo Levi, Joseph Roth, Mihail Sebastian, Salomon Maimon, Tadeusz Borowski, por nombrar solo a unos cuantos. Empecé a identificar un extraño patrón: cuando leía las obras de esos autores, sobre todo las de la generación que sobrevivió a la guerra, me invadía una curiosa sensación de comunión con las almas de las personas que me habían criado. Era como si mi abuela misma estuviera hablándome a través de esos libros, como si antepasados de todas las ramas familiares atravesaran el tiempo para agarrarme de la garganta.

 

Más o menos por esa época di con un poema de Anna Margolin en una antología de poesía yiddish, y al murmurar sus palabras en voz alta, siguiéndolas línea a línea con el dedo, igual que me habían enseñado a hacer de pequeña con los salmos, sentí que no era ni mucho menos un poema, sino un conjuro.

 

Todos ellos: mi tribu,

sangre de mi sangre,

llama de mi llama,

los muertos y los vivos mezclados;

tristes, grotescos, enormes,

recorren mi interior como si fuera una casa oscura,

me recorren con rezos y maldiciones y lamentos.

Tañen mi corazón como una campana de cobre,

mi lengua se estremece.

No reconozco mi propia voz;

habla mi tribu.

 

Fragmento de «Habla mi tribu»,

de ANNA MARGOLIN

 

Al instante reconocí el fenómeno al que se refería. Supe que también a mí me habían criado para ser un receptáculo de otros, un ser a través del cual los muertos podrían revivir. No contaba con el privilegio de ser la propietaria de mi vida, de mi espíritu; tenía una deuda para con las personas que habían existido antes que yo y que habían luchado por sobrevivir para que mi existencia fuera posible. Con mi propia historia debía mantener vivas las suyas.

Cada vez que me sumergía en ese mundo de antaño que aparecía en los textos que había acumulado en mis visitas a librerías de viejo, resultaba desconcertante emerger de nuevo a por aire y seguir con mi vida cotidiana en aquel idílico y próspero rincón de Estados Unidos donde todo el mundo estaba inmerso en un presente benévolo, mientras que una parte de mí siempre permanecía en aquella época olvidada y drástica.

 

 

A principios de la primavera celebramos el séptimo cumpleaños de Isaac. Esa semana estaba haciendo bastante calor para la época del año, así que habíamos planeado una gran fiesta en casa para que los niños pudieran correr a sus anchas por el jardín. Mi madre, que en aquel momento solo desempeñaba un papel muy secundario en mi vida —papel que disminuyó más aún con el tiempo—, subió al tren desde Nueva York cargada de regalitos para los invitados y globos que había encontrado en una tienda de todo a noventa y nueve centavos. Yo compré algo de picoteo y unos cupcakes.

El día del cumpleaños de Isaac coincidió con el día de los Abuelos del colegio, así que allí los dejé a los dos por la mañana, y luego regresé a casa para inflar los globos y preparar cosas varias. Cuando fui a recogerlos a la hora de comer, habían hecho una corona de flores juntos: Isaac se había encargado del diseño y mi madre había empuñado la pistola de pegamento. Se llevaban bien, su relación no arrastraba la carga que conllevaba crecer en una familia como la de mi madre o la mía. Para él solo era su abuela, alguien que lo quería, sin complicaciones.

Isaac sabía que no me había criado ella, pero nunca me había preguntado por qué. Me habría gustado que diera por sentado que un hijo siempre podía contar con su madre, pero, por la manera en que se aferraba a mí, sabía que no me veía como la figura protectora e inamovible con que muchos niños identifican a sus padres. Él entreveía que yo procedía de un mundo críptico e inestable, y eso hacía que, en cierto modo, también el suyo fuera menos seguro.

En muchos sentidos, yo estaba repitiendo la vida de mi madre. Quizá por eso cuando me reunía con ella siempre me atenazaban el miedo y la ansiedad. ¿Estaba condenada a reproducir su experiencia vital y legársela a la siguiente generación en un ciclo imparable de infelicidad? También a ella le concertaron un matrimonio cuando no era más que una adolescente. Asimismo, se vio obligada a tener descendencia con un hombre al que no amaba. Mientras a mí prácticamente me criaban mis abuelos, ella realizaba trabajos ingratos para pagarse la universidad, algo que le granjeó el rechazo definitivo de la familia y de nuestra comunidad. Mi padre ya llevaba a sus espaldas tres divorcios religiosos de otras tantas mujeres cuando ella obtuvo el legal.

Mi madre y yo seguíamos sin poder hablar de esas cosas —ella rechazaba todos mis intentos diciendo que remover el pasado resultaba demasiado doloroso—, pero sí charlábamos sobre libros, un tema de conversación seguro y que nos unía. Me contó que ella, igual que yo, se escabullía de niña para ir a la biblioteca y llenaba sus días con tomos de autores británicos como la serie de las Torres de Malory, de Enid Blyton, quien también había sido hija de padres divorciados, un escándalo que la señaló entre sus iguales.

No tenía ninguna duda de que mi madre era feliz. Su vida había empezado como la mía, había transcurrido como la mía y, a pesar de todo, ahí estaba: culta, realizada e independiente. Y sin embargo, me preguntaba cuándo confiaría en mí lo suficiente para hablar con franqueza del pasado y facilitarme así el cierre que necesitaba para que nuestra relación avanzara. Hasta entonces nos habíamos tratado como meras conocidas; nuestra conexión resultaba superficial y endeble.

Hacía poco que le había preguntado, después de desenterrar el antiguo archivo sobre el pasado de mi familia, qué sabía de sus ancestros. Me interesaba averiguar si podría complementar la documentación fragmentaria que yo había recopilado, pero también si había sentido en algún momento la misma perentoria necesidad de conocer más de antaño para apuntalar su propia trayectoria.

—Nunca me interesó lo más mínimo —respondió con sarcasmo—. ¿Por qué iban a importarme esas personas? Eran ignorantes y estaban traumatizadas. Me alegro de haberme librado de ellas.

Sí, siempre dejaba muy claro que el pasado no tenía ni atractivo ni valor alguno para ella. Que, de hecho, era algo que debería borrarse por completo del registro. Pero no se daba cuenta de la contradicción inherente que había en proclamar algo así ante mí, porque yo era tanto parte como producto de ese pasado.

Cualquier intento que hiciera por borrarlo implicaría borrarme a mí también. ¿Cómo mantener una relación sólida con una hija que había salido de ese mismo lodo que ella estaba decidida a olvidar?

En la fiesta de Isaac, mi madre se proclamó fotógrafa oficial, pues se sentía más segura entre los invitados estando detrás de una cámara y teniendo algo que hacer. Al verla esconderse tras la lente, siempre en los límites de mi campo de visión, me pregunté cómo tenía yo tan claro que no podía esperar un futuro sin desentrañar el pasado, y en cambio, ella era capaz de rechazarlo por completo. ¿A qué se debía que yo hubiera salido tan diferente, si en definitiva llevaba sus genes? Era como si, al abandonarme en su huida, se hubiese podado del árbol genealógico que yo había dibujado de pequeña y, en consecuencia, ya no quedaba esperanza de que ninguna relación floreciera entre nosotras.

Volví a fijarme en Isaac. La fiesta estaba siendo todo un éxito. La tarde de principios de primavera resultaba bastante calurosa, y los niños se pusieron el bañador y pidieron que los dejáramos zambullirse en el lago. Repartí los globos de agua que había preparado y los reté a que primero se mantuvieran secos durante un concurso de puntería. Vi a Isaac correr emocionado por todas partes, con la cara embadurnada del glaseado de los cupcakes y un aire de felicidad absoluta al saberse el centro de la atención. Yo era consciente de que para él era muy especial poder celebrarlo con todos sus amigos del colegio. Nunca habíamos estado muy arraigados en un lugar o una comunidad, era la primera vez que mi hijo experimentaba la sensación de pertenecer a un grupo, aunque yo no la compartiera.

 

 

Por entonces, Isaac ya había descubierto que era uno de los poquísimos alumnos judíos de su nuevo colegio en las ondulantes colinas de Nueva Inglaterra, pero yo siempre lo había animado a que compartiera todo lo posible su cultura y su legado con sus compañeros. Llevaba dulces tradicionales al colegio en las festividades judías, en repetidas ocasiones le pidieron que explicara la cultura judía ante sus compañeros y nunca nadie le hizo sentirse avergonzado de ello. Pensé en mi experiencia en París y agradecí que no tuviera que temer ese tipo de varapalos, que por lo menos pudiera dar por sentado que la mayoría de la gente no intentaría excluirlo ni negarle nada a causa de su sangre. Pero también quería que entendiera que el rechazo había formado parte de su historia. ¿Cómo explicárselo sin asustarlo? A su edad, no se me habría ocurrido hablarle del Holocausto ni de ninguna de las otras grandes crónicas de persecución, como la de la Inquisición, pero sí quería hablarle de la historia étnica de la Diáspora, decirle que sus antepasados habían vivido en unas condiciones muy diferentes a las que disfrutábamos nosotros. Decidí ponerle la película de El violinista en el tejado para explicarle cómo habían vivido los judíos, sin excepción, y que había hecho falta una gran guerra y la llegada de muchos cambios para que ahora viviéramos como lo hacíamos. Mientras lo veía intentando asimilar todo eso, me di cuenta de lo diferentes que éramos; yo jamás había sido capaz de concebirme fuera de esa identidad, y él luchaba por encontrar un lugar en ella. Entonces, ¿de verdad habíamos escapado? ¿Había liberado a mi hijo de ese legado impuesto y permitido que se definiera a sí mismo?

 

En las vacaciones de primavera, decidí llevármelo a Europa conmigo. Viajamos a Andalucía, donde se encontraba la afamada cuna del pensamiento judío del continente. Isaac aprendía español en el colegio, así que era una oportunidad para que practicara el idioma mientras yo seguía investigando ese tirón emocional que sentía y que era cada vez más poderoso. Sabía que España había tenido un papel importante no solo en la vida judía del continente europeo, sino también en mi propio legado personal. Las creencias místicas y las tradiciones que habían alimentado y documentado los eruditos sefardíes medievales eran las que más adelante se habían integrado y fundido con la tradición jasídica, así que de niña había estado en contacto con costumbres e historias que databan de esa época. Al visitar Andalucía, estaba reconociendo que las raíces de mi legado se adentraban mucho más allá de Williamsburg, más allá del Imperio Habsburgo, más allá de mediados del siglo XVIII, cuando se fundó el movimiento jasídico en sí. Fue el reconocimiento de que el sistema de raíces era extenso y llegaba muy hondo, una confirmación de que mi pasado era algo más que una anomalía; se trataba del producto de las vicisitudes globales. Quería que Isaac fuera capaz de comprenderlo para tener el consuelo fundamental que proporciona el saberse poseedor de un lugar en la historia.

Visitamos ciudades grandes y pequeñas entre Sevilla y Granada. Era maravilloso estar en el extranjero con mi hijo por primera vez, como un sueño que, aunque no me había atrevido a alimentarlo, se había cumplido. Le enseñé las grandes mezquitas y las catedrales que salpicaban el paisaje andaluz, nos quedamos hipnotizados viendo a los bailaores flamencos, descubrimos cabras monteses sobre cuestas rocosas con sus cencerros al cuello, sonando sin descanso, pero no nos encontramos con nada que fuera ni remotamente judío. Aquella era la cuna de la vida judía en Europa, le expliqué, y debido a la Inquisición acabamos diseminados por todos los países del norte. Pero ¿dónde estaban las pruebas de ello, un mínimo tributo? Todo lo demás seguía presente, las influencias musulmanas se habían conservado a pesar del proceso de cristianización, solo nuestros vestigios habían sido arrasados, y eso resultaba descorazonador.

Decidí que viajaríamos en tren a Córdoba, porque sabía que Maimónides había estudiado y escrito allí, y había leído que una estatua erigida en una plaza pública de la antigua ciudad romana donde había vivido lo conmemoraba. Cuando llegamos a la plaza en cuestión, comprendí que aquello se había convertido en el centro de un barrio chic y caro. Igual que en París, cuando visité el Marais, también aquellas calles habían sido un gueto judío, pero en la actualidad era una zona pretenciosa y abarrotada de boutiques con precios exagerados. Aun así, la estatua seguía allí y, cuando se la señalé, Isaac se puso a bailar de emoción a su alrededor. Todavía conservo la foto que le hice en ese entrañable momento. La sencilla felicidad de esa experiencia era innegable: él y yo solos, explorando el mundo y descubriendo al fin algo con lo que nos sentíamos conectados personalmente.

Según mi guía de viaje, avanzando un poco más por esa calle se hallaba la vieja sinagoga. Al llegar, entramos en la minúscula sala que constituía una de las únicas tres sinagogas de esa época restauradas en toda España. Era más pequeña que mi primer apartamento. Se habían recuperado marcas y grabados en las paredes de piedra, pero, por lo demás, allí solo se exhibía una menorá de latón en una vitrina sobre la plataforma.

—¿Por qué no hay nada más? —me preguntó Isaac.

No supe qué contestar. Habíamos estado en muchas catedrales restauradas con cariño, todas ellas amplias y grandiosas, y repletas de obras de arte y bellos objetos. Algo de razón tenía.

—No lo sé. Tal vez porque todo se destruyó y luego no pudieron recuperarlo.

La sinagoga era tan pequeña que no se tardaba más de tres minutos en recorrerla. Al salir, había una urna para donativos estipulados en cincuenta céntimos. Recordé lo cara que era la entrada de la Giralda de Sevilla y el contraste me enfadó. Al otro lado de la calle, en la Casa de Sefarad, también cobraban una entrada muy exigua y, como la sinagoga, el museo judío era pequeñísimo y contaba con escasos artículos de exposición.

Le pregunté al hombre del mostrador si era judío, o si alguno de los trabajadores de allí lo era.

—Por desgracia no, señora —dijo como pidiendo perdón y en un inglés con marcado acento—, pero a todos nos importa mucho la historia de la presencia judía en España y nos esforzamos por preservarla.

—¿Es que ya no quedan judíos en Córdoba?

—Muy pocos. Antes había once, pero el hijo del rabino se fue a estudiar a Inglaterra, así que ahora solo son diez.

Me costaba comprender cómo diez personas podían conservar la idea de comunidad. No me había topado con ningún otro vestigio del judaísmo en la región. Tal vez yo no entendía cómo abordar el proceso de investigación. Años después, cuando regresé a España invitada por una comunidad judía de Barcelona, sus miembros me explicaron exactamente por qué apenas quedaban huellas de la vida judía. Pero, para entonces, comprendería mejor Europa tras llevar años viviendo allí, y mis reflexiones sobre esas primeras visitas quedarían teñidas por un bochorno rayano en la incredulidad.

Ser judío en España, me dijeron, era sinónimo de discreción y de pasar inadvertido. En el timbre de su sinagoga no había ninguna placa que la identificara como tal, y ocupaba uno de los muchos apartamentos de un edificio, pero no porque tuvieran que ocultarse, sino porque ocultarse había acabado formando parte del ejercicio ritual de la identidad judía en España. El impacto del estilo de vida de los marranos (los judíos clandestinos) resonaba aún a través de las generaciones y había quedado integrado por completo en su tradición. Tampoco había que deshacerse de esas tradiciones solo porque no siguieran siendo necesarias. Al fin y al cabo, las tradiciones no eran valiosas por su significado actual, sino más bien por el que tuvieron en tiempos remotos.

Isaac no se dejó desalentar por lo que nos explicó el hombre. Estaba emocionadísimo con explorar el museo, continuamente se adelantaba y me llamaba cuando veía algo que quería enseñarme, pero yo recorrí el pequeño edificio muy pensativa.

Bajé la mirada hacia la hoja explicativa que me había dado el empleado. Hablaba de la historia de los judíos de Córdoba. Nos encontrábamos en lo que seguía llamándose barrio judío, pero, según el documento, todos los hogares que en su día estuvieron ocupados por judíos fueron destruidos en los disturbios de los siglos XIV y XV.

Antes de salir, se lo comenté al hombre.

—Pero, si el supuesto barrio judío quedó arrasado por completo después de que se los expulsara, ¿por qué seguir llamándolo «barrio judío»? ¡Ni siquiera el suelo que pisamos es judío! Hace siglos que lo habitan cristianos.

Debió de sentirse en un aprieto. Seguro que nadie le había hecho nunca tantas preguntas, y me di cuenta de que estaba siendo maleducada con él, pero me sentía frustrada y no podía evitarlo.

—Lo llamamos «barrio judío» en recuerdo de las personas que vivieron aquí una vez, señora —contestó con paciencia.

—Pero mire alrededor —insistí—. ¡Ahora es el barrio de moda! Esto es su Soho, su West Village, igual que lo tenemos en Manhattan. ¿Se hace una idea de lo insultante que resulta que el barrio más caro y más a la última evoque el recuerdo de un pueblo que fue oprimido y torturado aquí? España no ha hecho ningún esfuerzo por tender una mano a la comunidad judía ni invitarla a regresar. Lo correcto sería ofrecerles este barrio. No me extraña que solo queden diez judíos.

«Yo no viviría aquí por nada del mundo —pensé—. Me pondría enferma.» Salí del museo muy abatida.

—Estás enfadada porque aquí ya no hay judíos, ¿verdad, mamá? —preguntó Isaac.

—Supongo que sí. Pero también porque esperaba que hubiera más que ver. Esta fue la mayor comunidad judía de España. Hemos visitado mezquitas e iglesias por todas partes... Esos templos no los destruyeron. ¿No podrían habernos dejado algo intacto también a nosotros?

No debería habérmelo tomado de una forma tan personal, y lo sabía, pero no podía evitarlo porque, en cierto modo, me confirmaba lo que mis abuelos siempre me habían asegurado: que existía una especie de instinto primigenio que impelía a borrar la existencia de los judíos, tanto en la práctica como en el recuerdo, y en esos momentos yo misma sentía la amenaza de la desaparición, porque sin un pasado en el que reflejar mi presente me veía obligada a seguir flotando sin raíces, y lo lamentaba muchísimo, pues nada deseaba más que obligar físicamente a la sociedad que me rodeaba a reconocer la verdad, a reconocer que yo era parte integrante de la historia.

Estaba lista para marcharme de allí, pero saliendo de aquel barrio asediado por modelos sorbiendo capuchinos pasé junto a una pequeña joyería. En el escaparate tenían estrellas de David hechas a mano. El joyero era un anciano que no hablaba inglés, pero señalé la que me gustaba y me dijo lo que valía. Dejé el dinero en el mostrador; él abrió la vitrina y levantó el collar con delicadeza. Me miró e hizo el gesto de ponérmelo con una mirada interrogante.

—Sí, quiero llevármelo puesto —dije.

Me aparté el pelo para que pudiera abrochármelo en la nuca. Cuando vi la estrella descansando sobre mi jersey fue como si me la hubiera tatuado.

Salí de la tienda con la estrella al cuello, sin esconderla bajo el jersey. Pensé en Miléna, en París, y mantuve la cabeza bien alta al recorrer la calle con Isaac de la mano, asegurándome de mirar a todo el mundo a los ojos. Casi sentía que estaba realizando un anuncio ante el mundo, una proclama sobre quién era yo. Era judía, pensé mirando al frente. No importaba qué vida llevara, mis raíces seguían estando allí, puede que mil años atrás, pero tan legítimas como las de cualquier otro. A fin de cuentas, la biblioteca de textos hebreos de mi abuelo había contado con tomos de los grandes eruditos sefardíes: Bartenura, Abulafia, Caro, Maimónides, Luria, Vital. El enfoque del pensamiento que habían transmitido esos textos, con su naturaleza circular y alegórica, había hecho que marcaran nuestras vidas y nuestras actitudes. Todavía desempeñaban un papel significativo en la forma en que yo abordaba la resolución de problemas, y seguramente lo harían durante el resto de mi vida. Las historias que me habían contado de niña, los mitos y cuentos populares que habían hecho volar mi imaginación, estaban plasmados allí, y sus hebras se hundían por entre la tierra suelta del tiempo para anclarme, a través de miles de años, a un continente extraño. Mi relación con Europa era amplia y tenía muchas facetas, era un legado que tanto mi hijo como yo podíamos reclamar.

Cuando aterrizamos de vuelta en Nueva York al día siguiente, pensé en ese recipiente vacío que tanto había temido mi abuela y que yo había sentido en mi fuero interno durante mi primer regreso a Nueva York, dos años antes. Imaginé entonces que en algún lugar del fondo de ese receptáculo se había tapado un agujero. Las profesoras de mi pasado me habían dicho que un receptáculo solo podía llenarse con espiritualidad y creencias, pero yo acababa de comprender que en el mío ya había algo y que no era eso. La estrella que llevaba colgada no era un gesto de fe ni un ritual religioso, sino algo más profundo y más sencillo, un símbolo de autoconocimiento, de sentirme completa. Mi abuela decía que valía la pena abrirle la puerta a cualquier recipiente mientras contuviera algo, fuera lo que fuese, y yo casi podía discernir que en algún lugar, a lo lejos, una puerta se había abierto, aunque fuera solo un resquicio, y que al otro lado se intuía todo un mundo que tiraba de mí con una fuerza magnética.

 

 

Es importante explicar que, aunque la atracción que sentía hacia Europa era muy poderosa, en aquel momento no me resultaba fácil definirla como positiva o negativa. Si bien cuando me encontraba en Estados Unidos deseaba estar en el extranjero y, al principio, poner un pie en el continente europeo suponía un bálsamo para mí, no podía evitar notar que, tras pasar allí unos días, experimentaba una agitación emocional, casi una desazón. Por supuesto, resultaba fácil explicarlo a cierto nivel; aunque Europa era el hogar de mis antepasados y la Atlántida perdida que servía como única referencia del ideario de mi abuela, también de la gran catástrofe, el apocalipsis que casi nos erradicó de la faz de la Tierra, y mi existencia se debía al hecho de que mi abuela había conseguido sobrevivir por los pelos. Regresar a un lugar así, en efecto, era arriesgarse a encontrar a la vez el renacimiento y la destrucción de uno mismo.

Hay quien habla de la culpabilidad heredada relacionada con el Holocausto. Había leído que los hijos de los supervivientes reprimen sus sentimientos y acallan sus sueños. Llevaba una vida de duelo eterno. Había noches que las pasaba despierta imaginando los rostros de todos esos niños muertos, atormentada por la idea de su existencia truncada. ¿De verdad había venido al mundo solo para reponer la familia, como sostenía mi abuelo? ¿Mi misión era traer sus almas a este mundo para que vivieran de nuevo? ¿No bastaba con seguir sus huellas para que fueran vistos..., para que su recuerdo viviera por siempre en mi espíritu?

De niña, a menudo soñaba que estaba en los campos de concentración con mi abuela. Siempre despertaba con la certeza de que había muerto o estaba a punto de morir, y de que aquello de alguna forma demostraba que seguía sin ser lo bastante fuerte, o especial, para sobrevivir a lo que había soportado ella. Comparada con mi abuela, era una quejica y una enclenque. Cuando ella no estaba, me pasaba las horas mirándome en el oxidado espejo dorado de su dormitorio, intentando imaginar cuál habría sido mi aspecto al borde de la muerte, con la piel pegada a los huesos, los ojos hundidos en el cráneo. ¿Qué la hacía diferente para haber sido capaz de salir de ese pozo de desesperanza humana que sin duda a mí me habría engullido entera?

¿Creía en su derecho inalienable a la vida de una forma a la que yo jamás podría aspirar?

A veces, cuando la casa estaba vacía y en silencio, revolvía en sus cajones buscando pistas. Era difícil descubrir nada sobre mi abuela de otra forma. Le hacía muchas preguntas, pero a ella casi nunca le apetecía hablar, al contrario que las mujeres de mi comunidad, que parloteaban sin descanso sobre cualquier cosa. Sus respuestas eran extraordinarias por su concisión críptica. Así que, en lugar de preguntar, recopilaba obsesivamente documentos ajados y fotografías en tonos sepia, y me colaba en el despacho de mi abuelo para usar la fotocopiadora a color antes de devolver esos tesoros descubiertos a sus escondites originarios. Guardaba bajo el colchón una carpeta llena de copias de postales, cartas y papeles. No sabía por qué ya entonces me sentía tan impelida a colorear los vagos contornos del pasado de mi familia, hasta el punto de sobrepasar con mucho lo que me habían pedido en aquel trascendental trabajo de clase, pero sí recuerdo que esa carpeta fue uno de los pocos objetos que me llevé cuando por fin abandoné la comunidad. Dejé años de diarios, agendas y fotografías personales, pero por algún motivo rescaté esa carpeta del sótano húmedo, donde nadie la había tocado en años. Esos documentos eran la única conexión con mis raíces; no las más superficiales, que se habían plantado en Nueva York, sino las más profundas, que se hundían en la tierra del otro lado del océano. En aquel entonces no sabía que, tras mi marcha, aquella carpeta resultaría fundamental en la labor de reconstruir mi sentimiento de identidad. Aún no podía imaginar que, para tener un futuro, necesitaría hasta tal punto recurrir a épocas pasadas en las que apuntalarlo.

El día que abrí la carpeta por primera vez después de muchos años, hojeé documentos en varios idiomas intentando recomponer la historia que contaban. Abrí también un viejo sobre marrón que tenía las esquinas destrozadas y reforzadas con cinta adhesiva marrón. Lo había encontrado remetido entre los cobertores húngaros que mi abuela apilaba en la vieja cuna de madera que todavía ocupaba un rincón de su dormitorio, a pesar de que el menor de sus hijos ya contaba treinta y tantos años. Contenía un viejo pasaporte con una foto suya de adolescente, con el pelo oscuro y abundante, ondeando como si soplara una brisa y sujeto con una horquilla en el lado donde abultaba más. Esbozaba una sonrisa triste, como la de alguien que acaba de realizar una proeza hercúlea, una larga caminata o kilómetros a nado. En el documento figuraba el año 1947, de modo que esa proeza debió de ser su ardua recuperación del tifus. Tuvo que ganar de nuevo el peso perdido en el campo de concentración, dejarse crecer el pelo otra vez y asimilar la pérdida de todo.

El pasaporte de mi abuela no tenía una cubierta de cuero brillante, como el mío de ahora. Era una sencilla hoja de cartulina doblada por la mitad. Un documento temporal. APÁTRIDA, se leía en gruesa letra negrita. Era el pasaporte que le expidió la Comisión de Extranjería sueca después de la guerra, cuando Hungría ya no quería reconocerla como ciudadana y ningún país estaba dispuesto a ofrecerse a ello. Hasta que se naturalizó como estadounidense, mi abuela utilizó esa declaración de categórica indigencia como pase para cruzar fronteras y océanos. Durante muchos años fue una refugiada que dependía de la esporádica generosidad de países anfitriones y organizaciones internacionales de ayuda humanitaria.

La historia de los judíos, según yo la había aprendido, técnicamente nos convertía a todos en refugiados. La última vez que tuvimos un hogar fue antes de la destrucción del Segundo Templo, en el 70 d.C. Fue entonces cuando Dios nos castigó enviándonos al exilio, o galut, como lo conocemos nosotros, y empezó la Diáspora. Nos maldijo a vagar sin rumbo, desplazándonos de región en región y de país en país. Cada vez que nos asentábamos y disfrutábamos de cierta comodidad, algo hacía temblar el suelo bajo nuestros pies: cruzados, cosacos, tártaros, nazis. En 1944 la tierra se estremeció, y varios años después mi abuela llegó a Estados Unidos con su pasaporte de apátrida.

Dentro de ese sobre marrón encontré toda la correspondencia entre ella y el burocrático organismo gubernamental que se encargó de su naturalización. Se dirigían a mi abuela como «DP3159057». En aquella época, según me dijo, trabajaba de secretaria en Williamsburg. Nunca mencionó en qué empresa, ni cuáles eran las atribuciones exactas de su puesto, pero sí me contó que compartía un apartamento en Hooper Street con otras compañeras, y que por la noche la despertaban los gritos que proferían en sus terribles pesadillas. Todos los que la rodeaban estaban afectados por los mismos traumas, así que se puso en contacto con una casamentera.

«Estoy preparada para empezar una nueva vida», le dijo. Quería tener muchos hijos. Acababa de venirle el periodo por primera vez con veinticuatro años y se sentía aliviada. Había perdido a diez hermanos en la guerra, pero acabaría dando a luz a once hijos. Sin embargo, no educó a su prole en las mismas tradiciones que sus padres le habían inculcado a ella. Pertenecía a una generación de posguerra en la que, si no le habías dado la espalda a Dios por completo, era porque ibas directo hacia la otra punta del espectro. Se casó con un ferviente seguidor de lo que empezaba a ser un movimiento extremista. Aunque había recibido una buena formación y obtuvo éxito bastante joven, mi abuelo era el único hombre al que conocía mi abuela en el Nuevo Mundo que insistiera en llevar la barba tradicional. Más adelante, sus hijos e hijas crecerían en un gueto autoimpuesto y gobernado por unos rabinos que intentaban encontrarle sentido al Holocausto y apaciguar al iracundo Dios que había arrasado a la población judía de Europa.

Ir a la siguiente página

Report Page