Exodus

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4. Raíces

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Al regresar, paramos a comer en un pueblo llamado Napkor. Me abalancé con avidez sobre una sopa fría de pera, servida con tiras dulces de palacsinta, o crepes húngaras, a modo de fideos. Era incapaz de identificar los sabores: un leve dejo de nuez moscada; una especie de crema que no era ni dulce ni agria, sino un tanto ácida; y un punto picante que podría provenir de un kumquat. La despaché casi antes de que tocara la mesa, pero me olvidé de ella en cuanto llegó el pato, despiezado de manera claramente reconocible: un muslo de piel crujiente para Angelika y otro para mí, una pechuga para Zoltán y un batiburrillo de distintas partes y órganos para el chófer. Lo sirvieron sobre un lecho de puré de patatas de color caramelo, espolvoreado con generoso pimentón dulce y acompañado de unas tiras de col y ciruelas pasas teñidas de un morado intenso. Nos lanzamos al ataque, y el silencio reinó en la mesa hasta que no quedó nada en los platos.

Cuando terminamos, me pregunté maravillada cómo era posible disfrutar de aquellos manjares, platos que superaban sin esfuerzo muchos de los que me habían servido en los mejores restaurantes de Nueva York en esos meses en que mi condición de famosa lo había permitido, en un paraje tan remoto y a precios tan ridículamente baratos. ¿De verdad se reducía a algo tan sencillo como a recetas perfeccionadas generación tras generación, al agua extraída de manantiales y pozos profundos, y a la tierra fértil y no adulterada de la que se nutrían cultivos y animales? Supuse que, en tales condiciones, nadie necesitaba a un chef con estrella Michelin. Hasta el día de hoy, prefiero los platos alimenticios y sin ínfulas que me preparaba mi abuela con tanto amor a esos tan ornamentados que sirven en unos restaurantes con un elitismo tan manifiesto que resultan ofensivos en su incongruencia.

 

La tarde estaba muy avanzada cuando volvimos a Nyíregyháza, justo a tiempo para visitar la sinagoga antes de que cerrara.

Durante la guerra, habían reunido a los judíos delante del edificio para deportarlos, y deseaba con todas mis fuerzas visitar el lugar, pisar el mismo suelo en el que el exilio de mi abuela había empezado de manera tan espantosa. Habían pavimentado la plaza, y los deteriorados edificios de apartamentos que la rodeaban servían de recelosos testigos. Los destartalados balcones, con sus franjas de pintura azul desconchada, se asemejaban a una multitud de ojos medio entornados por el agotamiento. No era ese el Nyíregyháza que mi abuela había visto el día de su deportación; aun así, en cierto modo parecía conservar el recuerdo de aquel momento en sus huesos cansados. La amplia plaza desierta y el cielo gris parecían querer darme la razón.

La sinagoga era un edificio majestuoso de ventanas altas y estrechas rodeado por una verja. Intenté imaginar la redada que había tenido lugar allí mismo; sin embargo, no era posible que aquellos sucesos dramatizados en películas o evocados con realismo en libros que había leído hubieran ocurrido en un lugar tan tranquilo y anodino como ese. Tendría que abrirse una brecha en la realidad para que pudiera suceder algo semejante. La vida, tal como yo la entendía, la búsqueda banal de sustento, salario y entretenimiento, tendría que desmoronarse por completo y verse sustituida por algo extraño y perteneciente a otro mundo.

La sinagoga era rosa, con molduras blancas. No se parecía en nada a las shuls del lugar del que yo procedía, me recordaba más a los templos reformistas que había visto en Manhattan. En el interior, la galería destinada a las mujeres era baja y abierta y, por lo tanto, dado el tamaño reducido del edificio, estas debían de quedar claramente a la vista de los hombres, que se situaban más abajo. La sección femenina de las sinagogas de mi comunidad estaba separada por completo de la sala principal, tanto por la altura como por la distribución, ya que se trataba de un espacio acotado. Sin embargo, de pronto me encontraba con una comunidad ortodoxa muy moderna que no tenía nada que ver con esa otra que recordaba y de la que mi abuela formaba parte.

—¿Vivía aquí algún jasidí antes de la guerra? —le pregunté al rabino.

Angelika lo tradujo. El hombre negó despacio con la cabeza.

—Que yo sepa, no. Por lo que he oído, había un pequeño grupo en Satu Mare, que ahora pertenece a Rumanía, y quizá otra comunidad pequeña más al sur, pero por esta zona no había jasidíes en aquel entonces. En los ochenta, los lubavitchers llegaron a Budapest con la intención de convertir a todo el mundo. Incluso probaron conmigo. Como si para ellos no fuera lo bastante buen judío —comentó con tono burlón, evidenciando lo absurdo de la situación.

Convertir a un rabino... Teniendo en cuenta la larga línea de rabinos de la que descendía, era insultante que los lubavitchers, que además formaban parte de un movimiento radical de solo doscientos años de antigüedad, se atrevieran a dudar de la integridad de su herencia, exclamó.

La sinagoga contaba con una vieja mikvá, lugar donde se lleva a cabo un baño ritual, que el rabino procuraba conservar en buen estado, aunque no la usaba. Sin embargo, según me dijo, los satmar visitaban con bastante asiduidad las tumbas de sus rabinos y, cuando lo hacían, la usaban a cambio de un donativo que ayudaba a mantener la sinagoga. Se ofreció a enseñármela. Solo podía accederse a ella desde el sótano, al que descendimos por una escalera de cemento que se adentraba en la tierra, en la parte trasera del edificio. Una vez en el sótano, entramos en un espacio frío, húmedo y oscuro que había sido excavado a tal fin, en el fondo del cual había una pequeña piscina de agua de lluvia estancada que se alimentaba por medio de una bomba. El olor era muy penetrante.

—¿De verdad entran ahí? —pregunté, incrédula.

—Sí —contestó, un tanto desconcertado—. Procuro cambiar el agua antes de que vengan, pero lo que ve es lo que hay. Y el edificio ni siquiera cuenta con duchas donde lavarse después. Pero les vale con esto. Mientras cumpla la Halajá, lo demás no importa.

Arrugué la nariz. La única vez que me sumergí en una mikvá masculina, vi una cucaracha gigantesca flotar a mi lado, y cuarenta y ocho horas después caí enferma, aquejada de un herpes zóster que, según estableció el médico que me lo diagnosticó, había cogido en las aguas templadas que había compartido con un sinfín de hombres y mujeres. ¿Qué había sido de esas historias que nos contaban acerca de que los judíos se libraron de la peste gracias a sus rituales de higiene?

El rabino y su ayudante nos acercaron en coche a la universidad, ya que nuestro chófer había acabado su turno ese día. Los oí charlar animadamente en húngaro en el asiento delantero y más o menos intuí que la conversación versaba sobre mí, así que le pedí a Angelika que aguzara el oído.

—Dice que no entiende cómo alguien puede hablar tanto y prestar tanta atención al mismo tiempo, que tu cerebro trabaja muy deprisa —me informó sin poder reprimir la risa—. Pero que eres un encanto.

—Ah, ¿se lo está traduciendo? —intervino el rabino—. No, no se ofenda. Es que no solemos recibir visitas de gente tan entusiasta, aquí estamos acostumbrados a un ritmo más tranquilo.

—No pasa nada —contesté sonriendo—. No es la primera vez que me lo dicen.

Cuando llegamos a la residencia, Zoltán me acompañó a mi habitación.

—No sabes cuánto me alegra todo lo que hemos podido hacer —comentó—. Esto es lo que quiero demostrar, ¡que los húngaros están dispuestos a echar una mano! Aquí no hay antisemitismo. Nunca lo ha habido.

Cuando partí de Nyíregyháza unos días después, contemplé el mundo que desfilaba al otro lado de la ventanilla pensando que el planeta era como una bola de nieve que alguien agitaba de vez en cuando. La guerra había sido una sacudida particularmente vigorosa y, en consecuencia, mi abuela había ido a la deriva en medio del caos hasta acabar en la otra punta del orbe, lo que había cambiado para siempre el legado de nuestra familia. Y ahí estaba yo, desandando su errático camino, buscando un lugar donde desembarcar, preguntándome si existía siquiera.

También queríamos visitar el pueblo natal de mi abuelo, Újfehértó se llamaba, a veinticinco minutos de la localidad donde nació mi abuela. La funcionaria que cobraba por imprimir partidas de nacimiento, actas de defunción y documentos similares para personas en mi misma situación nos hizo volver tres días seguidos, cada vez con una excusa distinta. Allí nos encontrábamos el tercer día, después de haber conseguido todos los sellos oficiales y pagado todas las tasas, con la puerta del ayuntamiento cerrada desde hacía ya una hora, mientras Angelika y yo seguíamos dentro y, aun así, aquella mujer continuaba chasqueando la lengua en señal de desaprobación, abriendo y cerrando armarios en los que asomaban de manera tentadora libros de registro antiguos y manteniendo vagas conversaciones telefónicas en húngaro que yo no entendía mientras los certificados seguían sin imprimirse.

Mi traductora me indicó que posiblemente debería esperar, que recibiría el resto por correo. En Levelek no habíamos tenido ningún problema para obtener las partidas de nacimiento y de matrimonio de mi abuela, bisabuela y tatarabuela. De hecho, la funcionaria del registro nos las había facilitado con una sonrisa risueña. En Újfehértó sentí que estaba a punto de echarme a llorar y me apresuré a salir de allí. Las lágrimas empezaban a anegarme los ojos mientras el empleado de la limpieza se esmeraba en retirar el candado de las puertas dobles para que pudiera abandonar el edificio. Una vez fuera, todo a mi alrededor se emborronó de grises y marrones al tiempo que me desmoronaba en un banco.

Zoltán fue a sentarse a mi lado y me preguntó qué me ocurría.

—Es que no lo entiendo —protesté con voz entrecortada, incapaz de controlar los sollozos, a mi pesar—. ¿Qué le pasa a esa mujer?

La traductora lo explicó en pocas palabras.

—Hay gente así. Burócratas. Es una lástima, pero bastante común. No todo el mundo puede ser encantador.

«No sabes cuánto me alegra todo lo que hemos podido hacer», había dicho Zoltán el día anterior, cuando me dejó en la universidad. «Los húngaros están dispuestos a echar una mano. Aquí no hay antisemitismo.» Pobre Zoltán. Estaba segura de que él no albergaba ni una pizca de antisemitismo en su corazón, y tampoco el maravilloso grupo que había reunido para que me ayudara en mi investigación, pero sé que se habría sentido muy mal de haber sabido que, en el resto de mi viaje, me enfrentaría a algo muy distinto.

Quizá recibí el primer amargo bofetón de realidad cuando volví a Budapest, donde por primera vez conocí a un judío con miedo. Había quedado con una amiga llamada Ella, con quien había contactado por internet, que me llevó a visitar el barrio judío, una zona en la que era experta, a pesar de no ser judía. Allí descubrí una comunidad judía en plena efervescencia: un carnicero kósher, un jasidí belzer de Israel que había regresado a Budapest con sus hijos y con quien pude conversar en yiddish, mujeres con shéitels acompañando a jovencitos con tirabuzones laterales descuidados, letreros en hebreo junto a otros en húngaro, sinagogas, baños rituales y toda la parafernalia que tan conocida me resultaba. El jólent, un plato muy popular en las comunidades judías de todo el mundo, aparecía en las cartas de la mayoría de los restaurantes.

Después de visitar la sinagoga ortodoxa, Ella y yo decidimos pasarnos por la tienda de arte ceremonial judío que había al lado. El encargado era un joven que estaba sentado detrás de un mostrador sobre el que se apilaban montones de libros. Tenía el pelo castaño y rizado, y una fisonomía agradable que me resultó familiar, muy judía. Así que se lo pregunté. Mi amiga se encontraba a mi espalda y no vi cómo palidecía. Peter —así se llamaba— se apartó y se alejó de mí, encogiéndose de hombros en actitud defensiva.

—Eso es algo muy personal —contestó.

Ah. En el lugar de donde yo procedía no tenía nada de personal. Cuando un judío está de viaje y conoce a otro judío, se saludan con un «Shalom».

—Disculpa —susurró Ella—, es estadounidense.

—Ah.

Peter se relajó un poco.

—Entonces, ¿en Hungría no puedes preguntarle a alguien si es judío?

Ella negó con la cabeza.

—Aquí resulta muy ofensivo, porque casi nunca se trata de una pregunta inocente. Hay que ir con cuidado en un entorno tan antisemita.

—¿Tan mal está la situación?

Pensé en esos pocos días que había pasado en el este de Hungría, durante los que había visitado un buen número de ciudades, pueblos y aldeas y conocido a tanta gente, y la única persona que quizá se me antojaba un pelín antisemita había sido aquella burócrata. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que simplemente se tratara de una persona grosera y poco dada a ayudar a los demás, ¿no? O de una funcionaria con exceso de trabajo y mal pagada. O de una supervisora frustrada y molesta con una estadounidense que se creía con derecho a aterrizar en su pueblo con chófer, traductora y estimado rector universitario a la zaga.

—He oído hablar del partido Jobbik, y de la propuesta de Gÿongyösi de confeccionar una lista de judíos que podrían suponer un riesgo para la seguridad nacional, pero el Parlamento no se lo tomó en serio, ¿no? —comenté.

Ella frunció la frente.

—Ahora solo cuenta con el ocho por ciento de los votos, pero en las elecciones del año que viene conseguirá un veinte como mínimo.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco de repente? ¿El antisemitismo vuelve a ser algo aceptable?

—El problema es que, en Hungría, nunca desapareció —contestó Ella con tono sombrío.

 

Las inundaciones continuaban, así que Ella no pudo enseñarme los zapatos esculpidos que flanqueaban las orillas del Danubio. En su lugar, me llevó a la sinagoga de la calle Dohány, mayor que la ortodoxa, y en cuyo patio señorial, convertido en esos momentos en un memorial, los judíos de Budapest se habían visto obligados a esperar su deportación. Los últimos días de la guerra, me informó Ella —tras la retirada de los nazis ante el avance del frente ruso—, los húngaros se encargaron de arrastrar hasta el río a los judíos que quedaban y arrojarlos a sus aguas después de matarlos de un tiro. Para ahorrar munición, los ataban en grupos de cinco o seis y disparaban solo a uno; así todos caían al río y en lugar de morir por una bala morían ahogados.

Antes les obligaban a quitarse los zapatos, que, grandes y pequeños, viejos y nuevos, quedaron flanqueando las orillas. Los escultores habían recreado la escena colocando réplicas a lo largo de ambos lados del Danubio. Según Ella, las aguas del río bajaron teñidas de sangre durante semanas.

—No cumplían órdenes. Solo querían deshacerse de los judíos antes de que el mundo recuperara la cordura y se les escapara la oportunidad.

Observar el día a día de los judíos en Budapest fue una actividad especialmente absorbente porque de pronto podía no solo imaginar cómo había sido el judaísmo antes de la guerra, sino también verlo, ya que la comunidad que había sobrevivido continuaba viviendo como si no hubiera pasado el tiempo. ¿Quería ver los viejos edificios de viviendas que se distribuían alrededor de patios resonantes de los que unos verdugos espectrales se llevaban a sus víctimas sollozantes? Allí estaban, igual de ajados y decadentes que entonces, mientras las voces de los niños reverberaban por todas partes como espíritus atrapados. ¿Imaginaba al judío arquetípico, con la cabeza agachada en actitud humilde, mirando al suelo y midiendo todos sus movimientos para atraer la menor atención posible? Allí estaba, era el hombre que salía del restaurante kósher y se metía la kipá en el bolsillo, comprobando si alguien lo miraba. ¿Qué sabía yo de esa vida en la que debías mantener tu identidad en secreto, en la que siempre había que echar la vista atrás para guardarse las espaldas ante una posible amenaza? No, nunca me había visto en tal situación. Había anhelado deshacerme de mi atuendo jasídico para pasar inadvertida y ser normal, pero jamás por miedo. El miedo era lo que nos había mantenido tan desunidos en Europa y lo que continuaba haciéndolo en lugares como Budapest, pero ¿debía sentirme concernida por esa amenaza? Incluso yo había comprendido que las historias de odio y persecución, diseñadas para enseñarme a mantenerme alejada de los gentiles, no tenían vigencia en el Nuevo Mundo, en el crisol de Brooklyn donde había crecido. Sin embargo, la cuestión era: ¿podía decirse lo mismo de todas partes? ¿Europa había cambiado en alguna medida o seguía siendo el mismo lugar que describía mi abuela?

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