Exodus

Exodus


6. Descubrimiento

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Es muy probable que quien paseara por Sonnenallee aquellos días me viera junto a la ventana del café Espera, o acurrucada en un banco de su pequeña terraza con mi revista New Yorker, cuya suscripción había trasladado a mi nuevo domicilio y, por consiguiente, me llegaba con tres semanas de retraso, y tal vez me habría pillado charlando con alguno de los vecinos con quienes había trabado una incierta amistad: una estudiante de la antigua Alemania del Este que hablaba muy buen inglés, un poeta y músico tan anticapitalista que rechazaba participar en la sociedad en que se veía obligado a vivir, un psicoterapeuta y DJ a tiempo parcial que había lamentado abandonar las opiniones de izquierda radical de su juventud con esa especie de lenta resignación que a menudo nos impone la edad adulta y un antiguo redactor que acababa de fundar su propia editorial independiente y al que a menudo se le veía fumando mientras leía las reseñas de sus autores que aparecían en la prensa nacional. Curiosamente, las personas de ese grupo estaban conectadas entre sí: al poeta lo publicaba el editor, el editor era vecino y amigo del psicoterapeuta, que a su vez había solicitado la habitación que alquilaban en el apartamento de la estudiante, con quien había congeniado. Así que a menudo acabábamos haciendo corrillo delante de la cafetería, y de vez en cuando se unían a nosotros más amigos, escritores y traductores de la editorial, compañeros de trabajo o socios de los demás, y también mi reducidísimo círculo de conocidos en Berlín. Como Benyamin, que se había convertido en parte integrante de mi mundo, una especie de pilar y apoyo fundamental gracias a lo bien que conocía mi pasado y a su capacidad de entender mi situación en toda su dimensión. Después de clase, muchos días Isaac se unía a nosotros para tomar un chocolate caliente y algo de merienda, y cuando la cafetería tenía que cerrar, la mayoría de las veces trasladábamos la reunión a mi apartamento. Yo disponía de un enorme comedor formal que me avergonzaba no utilizar, así que preparábamos cenas pantagruélicas en aquella cocina en la que faltaba de todo y las servíamos sobre la gigantesca mesa de roble, con las bulliciosas noches de Sonnenallee de fondo, mientras los destellos de las sirenas y de los carteles luminosos de las tiendas hendían la oscuridad y se abalanzaban sobre los ventanales. En esas noches, cuando acostaba a Isaac, siempre había gente en el salón, bebiendo cerveza y hablando entre susurros, o fumando en el balcón, y la sensación de estar constantemente rodeada de personas que me importaban y a quienes yo también parecía importarles, a pesar de mi más que evidente perplejidad, tenía un efecto beneficioso en mí. Poco a poco, casi sin que me diera cuenta, aquello fue creando un amortiguador emocional, un cojín de seguridad que me permitió relajarme.

Mis días empezaron a llenarse cada vez más de momentos entrañables, ataques de risa, arrebatos de felicidad, y a medida que esos momentos se acumulaban, los aspectos extraños y amenazadores de la vida en ese nuevo mundo comenzaron a desvanecerse, las personas que me rodeaban adoptaron formas nítidas y delicadas, y por primera vez en mi vida deposité mi cariño y mi optimismo en la sociedad que me acogía.

Más o menos por esa época empecé a tener problemas con toda la burocracia que conllevaba la solicitud de un Aufenthaltstitel, un permiso de residencia, tarea que me mantendría ocupada la mayor parte de ese primer año. Cada vez que me presentaba en aquella sala de espera del Edificio C Planta 2, tenía la sensación de estar suplicando que me permitieran quedarme, y entonces parecía poseerme el fantasma furioso de mi abuela, una suerte de poltergeist agraviado, y me sentía humillada y asqueada al someterme a un país que ya había perpetrado el sometimiento definitivo contra todos mis ancestros. Lo que me dio la fuerza necesaria para aguantar hasta el final del proceso fue el apoyo incondicional de mis nuevos amigos. En un momento dado, el editor recurrió a la ayuda de su compañero para intimidar al funcionario que llevaba mi caso; solo hizo falta su traje y su apellido aristocrático para que todos los obstáculos que me impedían recibir el título de residente desaparecieran como por arte de magia. Pero eso no ocurriría hasta nueve meses después de mi llegada, y antes viví muchas visitas dolorosas.

Sin embargo, también recibí una cura de humildad cuando hice cola en el mercado bisemanal de Landwehrkanal para comprarme un falafel con todos sus complementos por 1,75 euros y charlé con el amable vendedor, cuya familia procedía de Ramala, aunque él había nacido y crecido en un campo de refugiados del Líbano. Me invadió la tristeza al saber que, a pesar de que habían sido sus abuelos los que habían perdido su hogar, él seguía siendo un refugiado dos generaciones después. Esperaba conseguir la residencia permanente en Alemania; hacía tiempo que había perdido la esperanza de labrarse una vida en una tierra que no le resultara extraña, así que se contentaría con cualquier país que lo aceptara. Sus circunstancias contrastaban fuertemente con las mías.

Una persona como yo, educada por supervivientes del Holocausto y muy consciente de la agonía sin par que conlleva la pérdida del hogar, sentía una compasión entreverada de culpa, incomodidad y vergüenza. Por otro lado, el hombre que me servía el falafel se esforzaba por verme como a un ser humano y no como a una enemiga. Al menos eso me pareció cuando se tomó la molestia de sonreír y bromear conmigo mientras enrollaba el pan laffa. Esa dinámica del «ellos» y «nosotros» era algo de la que solo «nosotros» éramos plenamente conscientes, y una vez que me asaltó esa convicción en Europa ya no pude desprenderme de ella. A ninguno de los dos, ni a él, el palestino, ni a mí, la judía, jamás se nos percibía como simples individuos fuera de nuestra burbuja de fuertes connotaciones; en el resto del mundo, el relato sobre cómo nos relacionábamos estaba inextricablemente ligado a nuestras identidades políticas y todas las implicaciones que estas llevaban asociadas. Me pareció el colmo de la ironía que fuésemos capaces de ser solo un humano frente a otro. De hecho, la más sorprendente de mis experiencias como judía estadounidense en Berlín han sido mis encuentros con palestinos, un segmento de la población con el que nunca antes me había cruzado en la vida real. Un taxista que oyó hablar a mi hijo de una festividad judía me dijo que su familia y él también eran refugiados palestinos que habían terminado en Alemania. Al notar mi nerviosismo añadió:

—El ochenta por ciento de los palestinos solo quieren la paz. No odian a los judíos. Es Hamás quien nos traiciona.

A principios de abril, durante las vacaciones de Pascua, viajé con Isaac y el equipo de la película a Israel, donde permanecimos dos semanas planificando el rodaje de algunas escenas. Era la primera vez que visitaba el país y, tras las experiencias de los últimos años, me enfrenté al viaje con una mezcla de entusiasmo y temor. No había olvidado lo que me había dicho aquel israelí un par de meses antes, aquello de que los judíos como yo éramos reliquias de la Diáspora, una rama agonizante, destinada a ser superada por un nuevo tipo de judío, empoderado, satisfecho consigo mismo y, lo mejor de todo, libre de los complejos psicológicos impuestos por un legado de opresión y victimización. Me pregunté si mi experiencia en Israel multiplicaría por diez esas hirientes acusaciones, si me harían sentir como un espécimen lastimero y lamentable, de casta inferior. En la pequeña sociedad cerrada en la que había crecido ya había visto lo críticos y jerárquicos que podían ser los judíos entre sí. En esos momentos me invadió una vaga inquietud ante la perspectiva de sumergirme en una versión magnificada de esa sociedad.

Después de un extenso interrogatorio en el aeropuerto, salimos a la dorada luz de la tarde de Tel Aviv, y al principio fue una delicia caminar entre edificios de piedra bruñidos por el tiempo y entrever las olas azules del Mediterráneo bajo un sol que se cernía directamente sobre él, igual que la primera vez que vi el mar en California. En esos momentos, mi impresión de la ciudad portuaria no distó mucho de las que me había llevado en otras ciudades con puerto que había visitado en las islas de Grecia e Italia. La vida metropolitana de los muelles tiene algo que no se parece más que a sí misma.

En nuestra primera mañana allí, cuando fuimos a la cafetería que había al otro lado de la plaza a tomar un café y desayunar, noté un cambio en Isaac: se le veía más desenvuelto, se relacionaba con naturalidad con los empleados de la cafetería y se mostraba espontáneo y simpático con los desconocidos de la mesa de al lado. Me di cuenta de que, para él, verse rodeado de judíos sin duda significaba algo, aunque después de aquella única conversación que tuvimos antes de trasladarnos a Berlín no habíamos vuelto a hablar del tema. Parecía haberse relajado y dar por hecho que estaba en un país donde todo el mundo era como él y donde podía comportarse en consonancia. Al ver su nuevo ánimo despreocupado sentí un dolor intenso y repentino al pensar que con mis decisiones vitales estaba privándolo precisamente de aquello que yo había dejado de valorar, y sobre lo que había extrapolado que carecía de valor universal.

Esos primeros días fueron deliciosos; buscamos playas bonitas y callejuelas estrechas y repletas de flores, comimos platos familiares, reímos sin medida y sin que nadie se girara preguntándose por qué éramos tan escandalosos. Yo misma empezaba a sentirme un poco diferente. Esa homogeneidad estaba afectándome hasta cierto punto, esa nueva y extraña sensación de, por primera vez en mucho tiempo, ser como todos los demás.

El momento en que ese sentimiento pasó de ser agradable a resultar desconcertante fue el primer día de la Pascua judía. Ya me había fijado en que en las tiendas de comestibles habían cubierto los pasillos de alimentos prohibidos con grueso papel de estraza, tal como establecía la ley, pero resulta difícil describir la gran consternación y la sensación de ultraje que me invadió cuando, sentada en un restaurante no kósher con otros judíos laicos, me dijeron que no podía pedir nada que llevara pan. Fue como si de repente hubiera aterrizado dentro de aquellos antiguos y familiares muros que tanto había luchado por superar, como si acabara de viajar atrás en el tiempo. Qué paternalista era el Estado al asumir que los preceptos ortodoxos básicos afectaban a todos los judíos, fueran cuales fuesen sus opiniones o elecciones individuales… Aquello era invasivo, pues no toleraba el desacuerdo. El camarero parecía sorprendido y no supo qué hacer frente a mi indignación. Se disculpó profusamente, me explicó que para el restaurante servirme pan significaba arriesgarse a recibir una multa cuantiosa, y que no tenía nada que ver con sus creencias personales. Repuse que yo era estadounidense y que aquello me resultaba de lo más chocante en un entorno laico y no kósher, donde aun así había que someterse a unas regulaciones que yo consideraba obsoletas y absurdas. No era solo por el pan. Era por la teocracia, le dije.

Hacia el final de mi primera semana en Israel, no solo me había quedado claro que las autoridades contra las que había luchado por liberarme contaban en ese país con un poder cada vez mayor como resultado de los bruscos cambios en las proporciones demográficas, sino que comprendí que, a pesar de las exenciones de las que todavía disfrutaba la población laica, que era menguante en comparación con la religiosa, el hecho de estar rodeada únicamente de personas de mi misma identidad étnica no solo resultaba tranquilizante, pues también tenía algo de terrible reclusión. ¿Cómo iba a cultivar mi harjavós hada’as, esa amplitud de perspectiva que mi abuelo había considerado la clave de la felicidad personal, en un ambiente tan limitador y estrecho de miras?

Ya no me sentía intimidada por aquel israelí que se había burlado de mi condición de judía del exilio; ahora, en cambio, era yo quien lo compadecía, atrapado como estaba en el pequeño marco de un estanque social poco profundo donde se le impedía establecer y desarrollar conexión alguna con el mundo que pudiera llevarlo a un crecimiento y una evolución. Mientras me dirigía al Kótel, el Muro de las Lamentaciones, donde me vi relegada a la sección de mujeres, al fondo, y mientras en las calles de Jerusalén me escupían a pesar de ir vestida con recato, comprendí que yo no era una judía del exilio. En todo caso, era en Israel donde me sentía en el exilio, exiliada de mi verdadero yo, exiliada de la valentía y la ilustración del legado de la Diáspora, aislada de la diversidad de la experiencia judía.

Me di cuenta de que echaba de menos Berlín de una forma en que nunca había añorado ningún lugar. Quería volver a casa, y lo digo con toda la intención, porque jamás había sentido ese deseo ardiente de regresar al lugar del que procedía, ni una sola vez, ni siquiera cuando abandoné mi comunidad, tampoco cuando me marché de Manhattan ni cuando dejé Nueva Inglaterra; en esta ocasión, sin embargo, experimenté el nuevo y desconocido anhelo del regreso.

Tras aterrizar en Berlín, dejé la maleta en mi apartamento y poco después ya estaba sentada en el banco de delante del café Espera, dando sorbitos a una limonada con el rostro vuelto hacia el sol, y ¿quién resultó pasar por allí? Pues el poeta cuya afabilidad había añorado aquellas dos últimas semanas. Tampoco tardó en aparecer la estudiante de pelo castaño, sonrisa eufórica y paso enérgico, y hacia el final de la tarde era como si todos hubiéramos vuelto a reunirnos, sentados en nuestro círculo mágico bajo el sol dorado y errático. Antes de que cayera la noche, supe con clamorosa certeza que nunca abandonaría Berlín.

Dicen que Berlín tiene dos caras y que coinciden con sus dos estaciones del año: un largo invierno gris y lúgubre que todo lo abarca, y las maravillosas semanas delicadas y afables de un precioso y truncado verano. Durante mis visitas a la ciudad antes de trasladarme allí, de Berlín solo había vivido lo que llamaban la Schokoladenseite[6] el lado bonito; me había formado una impresión de la vida berlinesa a partir de los filtros tonales de unos días largos y luminosos, de tardes perezosas de colores violáceos y noches frías y vigorizantes. Lo había visto todo en flor, había sido testigo del buen humor colectivo de una población liberada, que celebraba, quedaba y se relajaba en los espacios públicos y las explanadas verdes. Había mirado con envidia los despreocupados rostros de los jóvenes que pedaleaban en sus bicicletas contra una fuerte brisa mientras las mangas de sus camisetas ondeaban al viento.

No me había preparado lo suficiente para el invierno berlinés, que, no obstante, fue la estación que marcó mi llegada como habitante de la ciudad. Había vivido inviernos antes, desde luego, y estaba más que familiarizada con el año de cuatro equilibradas estaciones que marca la vida en la costa nordeste de Estados Unidos, pero esos los había experimentado de una forma muy diferente. Los inviernos de América, según recuerdo, eran espectaculares, con enormes cielos despejados, vientos fríos y cortantes, y una pálida luz dorada que casi parecía brillar más que la del verano a pesar de transmitir solo una mínima parte de su calor. Guardo memoria de nevadas reiteradas, de la nieve nueva apilándose sobre la vieja, del aire casi siempre lleno de gruesos copos blancos que conservaban su forma cristalina incluso al posarse sobre la lana de mi abrigo o en mi pelo. Recuerdo que los sonidos de la vida quedaban amortiguados por ese manto transitorio, y la rosada luz sobrenatural que aparecía justo cuando paraba de nevar, y el inevitable cielo azul, claro, despejado, de la mañana siguiente, con un sol fulgurante que se reflejaba en la capa blanca del suelo. El invierno nunca me había envuelto en un gris eterno e inerte de la manera en que lo haría en el recibimiento más que grosero que me brindó Berlín.

Allí tuve que resignarme a un invierno apático y esquivo que, tal como comprobaría, podía empezar ya en octubre y durar hasta mayo. Aun así, la mayor parte de ese tiempo no se caracterizaba por revitalizantes días gélidos y claros, sino por un frío húmedo y una luz tenue, una atmósfera cuyo limitado espectro de cambio oscilaba entre una lluvia aguijoneante y una niebla mordaz que parecía cernerse sin descanso en el aire; se caracterizaba por una cubierta de nubes omnipresente, pesada y densa, que parecía abrazar los tejados de los edificios y daba la impresión de atraparnos a todos bajo una gigantesca carpa que nos sofocaba. Lo peor de todo era el estado de ánimo de la gente, la forma en que discutían en el transporte público o se abordaban por la calle, la manera en que los funcionarios y los empleados públicos refunfuñaban y los camareros ponían cara de exasperación.

Así que era natural que mis primeros meses en Berlín estuvieran marcados por un pánico contenido; en parte a causa del miedo a haber tomado una decisión desinformada que probablemente acabaría lamentando, sumado al miedo adicional a tener que reconocer que eso podía ser cierto, y en parte a causa del choque cultural al que tuve que enfrentarme en muchísimos aspectos.

Más o menos por la época en que había empezado a relajarme gracias al amortiguador que constituía mi nueva y pequeña comunidad, de pronto salió el sol. Al principio solo a ratos: recuerdo cinco días de un sol radiante en febrero que, pese a ser todavía gélidos, pasamos sentados fuera, con el toldo del Espera recogido, acurrucados en nuestras chaquetas y bajo unas mantas, tan ebrios de felicidad al ver aquella luz que no recuerdo sentir el frío. Pero no fue hasta que regresé de Israel a mediados de abril cuando la primavera irrumpió de lleno, cuando los árboles que bordeaban la isla central de la bulliciosa Sonnenallee empezaron a desplegar sus hojas, y las floristerías sacaron su mercancía a la calle, y los balcones se llenaron de macetas en flor, y en las fachadas de los edificios estallaron de repente verdeantes enredaderas y hiedras trepadoras. Fue entonces cuando comprendí qué clase de transformación sufría esa ciudad todos los años en su avance hacia el verano. Era casi como un cambio de vestuario entre dos escenas de una obra teatral.

Durante esos meses en los que la ciudad cobró vida a mi alrededor, también en mi interior despertó algo nuevo. No puedo atribuir ese proceso a nada en concreto, sino que fue más bien una acumulación de factores: me compré una bicicleta barata de segunda mano a través de los Kleinanzeigen, los anuncios clasificados, y gracias a sus pedales empecé a aventurarme fuera de mi Kiez. Exploré diversos barrios, parques y lagos con amigos, y en julio, cuando Isaac se subió a un avión para reunirse con su padre tal como en un principio habíamos acordado en el nuevo convenio, mis prioridades dejaron de ser por un tiempo las responsabilidades diarias de una joven madre soltera, y por una breve temporada me convertí en alguien más parecido a mis amistades: una joven despreocupada en Berlín, con la embriagadora e ilusoria convicción de que el verano duraría para siempre. Por las noches nos reuníamos en torno a las mesas de las terrazas de Sonnenallee, delante de un pub bastante antiguo al que se le notaban los años pero que aun así era muy acogedor, el Kindl Stuben. El humo del tabaco de los adictos a la nicotina que había entre nosotros convergía sobre nuestras cabezas, y bebíamos y charlábamos hasta altas horas de la madrugada, momento en que recorría pedaleando las pocas manzanas que me separaban de mi casa, donde conciliaba un sueño tranquilo y profundo del que despertaría, repentina y rápidamente, sobre el mediodía, cuando el sol que atravesaba las gruesas cortinas calentaba la habitación más de lo que era agradable.

Pasábamos las primeras horas de la tarde delante del Espera, recuperándonos de la noche anterior. Cuando el sol era demasiado intenso nos trasladábamos a la sombra de los enormes árboles de Treptower Park con uno o dos libros y unas manzanas. Ya entrada la tarde, cuando mi apartamento no recibía tanta luz directa y estaba más fresco, me sentaba unas horas a escribir en mi gran mesa de comedor, que, como todo lo demás en aquel piso que debería haber sido temporal, pertenecía al subarrendatario. No tenía una fecha de entrega, no era algo que me hubiera comprometido a escribir por contrato ni nada que nadie esperase; escribía solo para mí. Fue como si experimentara de nuevo con mi voz interior para ver si resultaba lo bastante valiente y volvía a emerger en aquel nuevo espacio.

El 3 de agosto me enamoré. Sucedió por casualidad; en realidad no hay más que contar porque al final todas las historias de amor son iguales. Corrientes, universales. Decimos que el amor consiste en ser la mejor versión de nosotros mismos junto a la otra persona, pero yo antes no había tenido ninguna versión auténtica de mí que mostrar, así que solo había creado una que resultara adecuada para la persona y la situación correspondientes, con la esperanza de que a través del otro me sería concedida la gracia de una identidad proyectada, por efímera que fuera. Esta vez, en cambio, no era que solo pudiera ser yo misma junto a esa nueva persona, sino que además tenía una verdadera identidad.

Por primera vez me embarcaba en una relación amorosa con alguien que vivía en mi misma ciudad, y eso era una clara señal de que por fin había dejado atrás mi constante anhelo de escapar. Había encontrado mi menujás hanéfesh, la paz personal. Poco a poco Berlín fue quedando consagrado por los ritos habituales de la pasión; cada esquina en la que nos besábamos, cada cafetería en la que compartíamos un cigarrillo y una copa de vino, cada pequeño rincón donde conspirábamos juntos quedaron marcados para siempre por el recuerdo de esa experiencia. Incluso recorría mi barrio y los adyacentes en bicicleta cuando estábamos separados, y la inmediatez de cada momento compartido, de cada caricia y cada mirada cargada de ternura, saltaba a mi encuentro como si se tratara de un maravilloso découpage, un milhojas de recuerdos fugaces acumulados y apilados unos sobre otros igual que capas de película semitransparente. Por si no me había bastado con descubrir el sublime atuendo estival de Berlín, de repente lo veía a través de la lente adicional de la euforia romántica, y me enamoré de la ciudad precisamente porque era el lugar donde, por primera vez en mi vida, sentía una felicidad sencilla y humana.

Ese Spätsommer, el final de verano, mientras me enamoraba de una persona, pero también de una ciudad, una vida y un futuro en potencia, por fin encontré un apartamento propio, una posible dirección permanente en Berlín, con mi nombre en el contrato y habitaciones vacías que llenar con mis propios muebles, libros y obras de arte. Me parecía un paso muy significativo en la buena dirección; de hecho, solo entonces comprendí lo desestabilizador que había sido estar como quien dice ocupando una vivienda, fuera de los límites de la ley (cosa de la que solo me informaron más tarde), en un apartamento registrado a nombre de otra persona, lleno de las cosas de otra persona. Así que el traslado me prometía una felicidad maravillosa. Volví a meter mis pocas pertenencias en las cajas que había usado para enviarlas allí y las transporté en varios viajes con un coche prestado. Mis amigos fueron a ayudarme a pintar las paredes verde desvaído del dormitorio de delante y, cuando terminamos el trabajo, la luminosa capa blanca resplandeció al sol que entraba a raudales por las enormes ventanas dobles; la habitación misma parecía limpia, fresca y ligera, justo como sentía mi corazón. Unos días después, la primera mañana que desperté en esa habitación blanca y vacía, abrí los ojos a la suave luz y vi las ramas robustas del viejo plátano que se alzaba justo delante de mis ventanas, cuyas exuberantes hojas verdes se mecían en la brisa, y por un instante me sentí en la habitación de mi niñez, arropada bajo el edredón húngaro mientras el sol iluminaba los altos techos blancos, escuchando los crujidos de las extremidades del enorme sicomoro que se cernía sobre nuestra casa de piedra rojiza. Un momento después vi las decorativas fachadas de los edificios de antes de la guerra tras las ramas del plátano y me ubiqué de nuevo en el tiempo y el espacio, pero aun así solo me hizo falta ver las ramas oscilantes para saber que eran una señal. Aquello era lo que había anhelado cinco años atrás, de pie ante la ventana de mi pequeño y oscuro apartamento de Manhattan, mirando hacia el patio de la falsa acacia con la profunda certeza de que todo estaba mal y tendría que corregirlo. Y de pronto, ahí estaba aquel gran árbol munificente cuya risa susurrante se colaba por mi ventana abierta… Porque ¿cómo podía explicar el viaje de los últimos cinco años y hasta dónde me había llevado, si no era gracias a una especie de guía sobrenatural? Aquel era el primer indicio de un fenómeno que se me revelaría a lo largo del año siguiente, el del círculo que se cierra, el de las partes que consiguen formar un todo, el de la estructura narrativa que logra un final perfecto.

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