Exodus

Exodus


1. Preguntas

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Una vez que empecé a escribir, fue como si ya no pudiera parar. Di rienda suelta a toda la furia y el dolor de los años anteriores, no en un diario, sino en un blog anónimo.

Lo monté a través de un servidor proxy en la biblioteca de la facultad para impedir que nadie pudiera rastrear el origen de las entradas y relacionarlas conmigo. Lo que empezó siendo un simple ensayo, una tarea extra que me había encargado una profesora perspicaz, fue creciendo hasta convertirse en una suerte de desquite literario. Durante años, las personas de mi vida habían llevado las riendas del relato y me habían dictado mi propia historia, pero de pronto estaba decidida a tomar esas riendas y hacer valer mi propia fuerza narrativa y mi arsenal de palabras personal. Me sorprendió descubrir que el blog no solo me servía como terapia, sino que también atraía a numerosos lectores, muchos de los cuales parecían hallarse en situaciones similares a la mía. Y así fue como empecé a comunicarme y relacionarme por internet con disidentes, oculta tras el personaje de una ama de casa jasídica descontenta, mientras que en mi vida real y cotidiana lo único que hacía era intentar a toda costa llegar a ser algo más.

Dos años después de matricularme en el Sarah Lawrence ya había conseguido ir desprendiéndome de pequeñas partes de mi antiguo yo, casi como si fueran escamas, al principio gracias a detalles sencillos como un cambio de aspecto, mejorar mi competencia lingüística, modular mi acento para que sonara más estadounidense o aprender nuevas destrezas sociales. Imitaba a quienes me rodeaban. Me probé la «americanidad» que tenía más a mano y, aunque no me quedaba perfecta, pensé que eso tendría que bastarme, pues no veía más opciones. Razoné que alguien como yo jamás podría lucir otra identidad sin sentir que le apretara o le tirara de algunas costuras. Debía aprender a vivir con esa sensación de incomodidad. Después de todo, ¿qué eran un tirón aquí o allá, en comparación con el corsé que había llevado toda la vida?

La segunda parte de mi plan consistía en abrir mi propia cuenta corriente con el dinero que había ahorrado haciendo trabajillos de redactora de textos publicitarios, alquilar un coche y buscar un apartamento donde empezar oficialmente una nueva vida con mi hijo, que por entonces tenía casi tres años. Busqué algo asequible y encontré una buhardilla de dos espacios con techos inclinados que daba al río Hudson y costaba mil quinientos dólares al mes. Compré un colchón para una habitación; en la otra puse un sofá barato, dos sillas y una mesa.

El apartamento tenía vistas al río y a los acantilados de The Palisades, que se alzaban en la orilla contraria, más allá de la cual se encontraba mi antiguo hogar conyugal. También estaba allí mi marido, que seguía entrando y saliendo de él como si nada hubiera cambiado, como si su mujer solo hubiese ido un momento a la verdulería y fuese a regresar enseguida para hacerle la cena.

Lo cierto es que me marché sin despedirme. Mi abogada me aconsejó que dejara la puerta abierta, ya que su intención era enlentecer el proceso todo lo posible y postergar cualquier acontecimiento importante no solo para establecer un precedente legal, sino también para ganar tiempo de cara a la publicación de mi libro, lo que ella consideraba nuestra única baza real para salir de la situación con algún pequeño logro; de hecho, la realidad legal para las mujeres jasídicas era muy precaria y lo único ante lo que mi comunidad se amilanaba era el foco cegador de una atención pública prolongada. Aunque a mí no me parecía que hubiera aún una puerta abierta, en realidad todo llevaba tiempo siendo un libro cerrado. Eli y yo llevábamos cinco años casados, pero en los dos últimos casi no nos hablábamos. Nuestras vidas se cruzaban solo en puntos muy concretos, como las comidas del sábat, y entonces siempre había otras personas presentes que nos servían de distracción. Quizá, como nunca habíamos llegado a conocernos de verdad, no nos dimos cuenta de que estábamos distanciándonos. Esa nueva separación no resultaba muy diferente de la vida que habíamos llevado hasta entonces.

Cuando Eli me preguntaba dónde estaba, por qué no volvía a casa, yo tenía la precaución de no hacer declaraciones sobre el futuro. Decía que necesitaba espacio y, ya que él no entendía ese concepto, pero prefería no preguntar, sencillamente aceptaba mi explicación como si le encontrara sentido. Estaba convencido de que la separación sería temporal; tal vez por eso no intentó evitar que me llevara a nuestro hijo. En su mundo, las mujeres no podían sobrevivir sin los hombres, ¿por qué iba a ser diferente en nuestro caso?

Según mi abogada, me interesaba establecer un periodo prolongado de separación durante el que me permitieran quedarme con mi hijo. Para conseguirlo, debía fingir que todavía no tenía clara la intención de divorciarme, que estaba abierta a otras opciones. Y, por supuesto, no podía desvelar mi propósito de hacerme laica. En lugar de eso, debía introducir poco a poco pequeños cambios en mi estilo de vida, siempre manteniéndome dentro de la esfera de lo aceptable. Eso implicaba seguir cocinando kósher, cubrirme el pelo cuando iba a encontrarme con Eli para que viera al niño, llevar a nuestro hijo a una guardería judía, etcétera. Solo más adelante, cuando ya contara con la seguridad de ese precedente, podría relajarme de verdad y vivir como deseaba.

Aun así, al principio incluso esos pequeños cambios me parecían trascendentales. Me entusiasmaba ser independiente y celebraba mi libertad de muchas formas sencillas. Invitaba a compañeros de clase a una modesta fiesta de cócteles, preparaba una tabla de quesos diferentes cuyos nombres me resultaban desconocidos y me sentía una anfitriona sofisticada. Iba a la gran biblioteca de la ciudad, con sus enormes ventanales con vistas al río, y disfrutaba de poder leer en la veranda acristalada sin cohibirme. Me llevaba a casa pilas gigantescas de libros, que amontonaba con orgullo cerca de la entrada para que las visitas los vieran. Estaba decidida a leer todos los títulos que me había perdido hasta entonces, libros que formaban parte fundamental del canon laico. Cuando tomé prestado un gastado ejemplar que recopilaba textos de Epicuro sobre la felicidad, al instante recordé una palabra yiddish que sonaba parecida al nombre del autor, apikurusapikores, y de repente comprendí que ese término despectivo para «hereje», que mi abuelo solo usaba cuando quería denigrar a las gentes más despreciables, debía de estar inspirado en él. Creí que leyendo su guía para una vida feliz recibiría una educación diametralmente opuesta a la que me habían dado de niña, porque era evidente que la felicidad no había sido el objetivo de mi comunidad. Al rechazar la religión, supuse que por el contrario estaba escogiendo la dicha, como si rechazar la noche fuese escoger el día. Devoré el texto con ansia, aunque era consciente de que el acto de leer ciertos libros, incluso entonces, seguía acompañado de una ligera sensación de culpa y cautela.

Además de aprovisionarme de títulos tabú, también celebraba todos los instantes cotidianos en los que me sentía normal. La normalidad, tal como había llegado a entenderla en aquel tiempo, era una vida sin proscripciones. El camino para satisfacer los deseos personales había pasado a ser directo, sin obstáculos arbitrarios que bloquearan el paso. Todo lo que necesitaba era el vehículo de la voluntad.

Sin embargo, ¿dónde estaba ese vehículo, ese recurso interior que parecía ir y venir a capricho, como un tren sin conductor? Unas veces creía que poseía esa fuerza y que nunca me abandonaría; otras, me sentía como si esta jamás hubiese estado ahí, como si me hubiera despertado de un dulce sueño a una cruda realidad. Las fluctuaciones entre esos dos estados emocionales eran tan repentinas, tan frecuentes y tan intensas que pronto comprendí que, para sobrevivir a ese periodo, tendría que instalarme en otro estado emocional muy diferente: la insensibilidad. Tenía suerte, por supuesto, ya que recordaba épocas similares en que me había valido de ese mecanismo de reclusión personal para sobrevivir, así que solo tuve que sacar a flote lentamente ese recuerdo, consciente de que los desafíos a que me enfrentaba exigían una reserva de control emocional sin precedentes.

Lo más complicado eran las noches, porque es entonces cuando uno olvida quién es y solo vuelve a recordarlo por la mañana. Durante esas horas oscuras, todo se vuelve confuso e ingobernable. Es algo que me ha ocurrido siempre, incluso en la actualidad. Por la noche, nada es seguro. El tiempo no es inalterable. La vida no es algo concreto y lineal, sino una masa de agua turbia sobre la que nada se sabe. Por mucho ejercicio mental que se realice, resulta imposible ahuyentar la convicción de que todo está perdido. ¡Cómo temía las horas que precedían al alba! Isaac y yo dormíamos juntos en el colchón individual y, cuando me despertaba presa de ese pánico ya conocido, su respiración suave y regular, junto a mí, me recordaba lo único de lo que todavía estaba segura: que era su madre. Eso significaba algo. Tenía una misión y podía dejarme guiar por ella. Era lo único que daba cierta forma a mi vida.

No obstante, había noches en que despertaba y veía la oscuridad que teñía toda la ventana, volvía la mirada hacia mi hijo y su presencia me reconfortaba pero también me asustaba. Yo misma era todavía muy joven y estaba muy sola en ese mundo en el que luchaba por integrarme, pero ya tenía a mi lado a alguien aún más vulnerable, y era responsable de ambos. ¿Qué clase de esperanza habría para nosotros, si los dos dependíamos de mis escasas reservas? Aunque las horas centrales de la noche se abrían como abismos insondables, sabía que solo debía aguantar hasta la mañana, porque poco a poco, a medida que salía el sol, la terrible convicción de que carecíamos de futuro se disiparía indefectiblemente y sería reemplazada por un entusiasmo hacia todo lo que nos deparara el día. El miedo fue retrocediendo, se convirtió en un ruido de fondo al que acabé por acostumbrarme. Encontraba solaz en los rituales de nuestra vida cotidiana, en el café, el desayuno, los trayectos pausados hasta la guardería, que estaba en lo alto de una cuesta. Tenía cosas que hacer en ese nuevo mundo con su nueva clase de tiempo, un tiempo que debía organizar sola, sin el estricto horario religioso que antes había definido cada hora y subdividido mi existencia en fragmentos manejables. De pronto, el tiempo era un bucle interminable que yo dividía a mi antojo siguiendo un horario elegido con libertad: comida, trayecto a la guardería, universidad, guardería otra vez, cena, baño, trabajo, cama. Pero las jornadas jamás volverían a parecerme tan nítidas y definidas como antes. Los días que dejaba atrás se desdibujaban en la nada, los que tenía por delante se confundían unos con otros, difuminados como el horizonte en el desierto. Para Isaac, que enseguida hizo nuevos amigos en la guardería y había pasado del yiddish al inglés en cuestión de semanas, no era ningún problema. El mundo anterior no había conseguido grabarse aún a fuego en su espíritu. A mí me llenaba de júbilo verlo jugar. «¡Lo has salvado! —⁠me decía⁠—. Lo has conseguido a tiempo y jamás se sentirá como te sientes tú. No conocerá este dolor. Y aunque no logres nada más en toda tu vida, con esta hazaña ya habrás hecho suficiente». Esa revelación me consolaba mucho.

En aquel entonces todavía no era consciente de la cantidad de lecciones que inconscientemente había aprendido de mi pasado, ni de lo profunda que era la marca que el sistema de creencias de mi infancia había dejado en mí. Aunque había abandonado las normas y las tradiciones, todavía buscaba a Dios de una forma instintiva, pretendía ver señales donde solo había sucesos naturales, deseaba creer que el mapache agazapado que había salido de debajo de las escaleras de la entrada a plena luz del día era un mensaje en clave para que no me sintiera tan sola. Ni siquiera sabía cómo vivir sin Dios. Sentía un vacío muy doloroso en el corazón, y la gran ironía consistía en que de pronto había allí muchísimo más espacio para él en comparación con antes, cuando había quedado relegado a un segundo plano, arrinconado por tantas normas y reglamentos. Antes, Dios había estado confinado en los territorios de la oración y el ritual; ahora, lo buscaba en los extáticos crescendos de los poemas y en los sobrecogedores arrebatos de la música clásica, y a menudo, cuando en una obra de arte veía algo que se parecía a la perfección o se le acercaba mucho, sentía que lo había encontrado a él. Mi cuerpo experimentaba ese reencuentro como una epifanía, era un sentimiento tan poderoso que se me saltaban las lágrimas. Creía que la perfección de la que eran capaces los humanos debía ser prueba de la existencia divina. A fin de cuentas, ¿no me habían dicho siempre mis profesores que Dios estaba en cada uno de nosotros, en forma de una chispa que Él nos había entregado y que debíamos alimentar para convertirla en fuego? El reto consistía en cómo encontrar esa chispa en mi interior, y en qué hacer con ella.

Sin embargo, tampoco tenía ya ninguna certeza, o no como las que tuve de pequeña. Dios se había distorsionado hasta volverse irreconocible. De pronto, mi antiguo anhelo por encontrarlo luchaba con mi nueva voz interior, que me impelía a rechazarlo, a librarme de él. Recordé a Epicuro, que en su lista de requisitos para la felicidad había escrito:

El hombre irreligioso no es quien destruye a los dioses del pueblo, sino quien impone las ideas del pueblo a los dioses. […] El pueblo, al otorgar a los dioses la totalidad de sus propias cualidades morales, acepta deidades similares a él y considera ajeno todo lo que no se le parezca.

En el Sarah Lawrence conocí a muchos ateos, y resultaba un tanto irónica la pasión con que intentaban convertirme; era la candidata perfecta para la iluminación. Mantuvimos muchas conversaciones serias mientras tomábamos café en la cantina, debates fumando en el césped durante los que intentaban transmitirme su sabiduría, una sabiduría que yo a menudo percibía como un frío consuelo. Un ateo con gafas de concha y el pelo grasiento me dijo una vez con brusquedad que debatir la existencia de Dios era como debatir la existencia de una realidad falsa. Por supuesto que era posible que todos estuviéramos viviendo en un videojuego simulado por ordenador, postuló, pero hasta que se encontrara alguna prueba de ello era más sensato concluir que la existencia de dicha realidad era altamente improbable y, por lo tanto, hacía inviable su defensa. Para él, que Dios existiera o no resultaba irrelevante. El solo hecho de que pudiera surgir la duda hacía que la respuesta fuera discutible; él no necesitaba a Dios, así que ¿para qué molestarse?

Recordé que de pequeña había experimentado mi propia «desrealización» cuando empecé a temer que quizá yo fuera la única persona con deseos reales y absorbentes. Qué miedo me producía esa posibilidad. ¿Y si vivieras en un videojuego y lo supieras? ¿Cómo podía abstraerse mi compañero de esa contingencia con tanta entereza?

Ese mismo año me había apuntado a un taller anual de no ficción creativa con la intención de juntar en esa clase buena parte de mis memorias, por las cuales había recibido un primer adelanto que financiaba en gran medida mi existencia. Muy en el fondo, la descomunal tarea de escribir un libro entero me asustaba, apenas había redactado cuatro textos a lo largo de mi vida. ¿Qué sabía yo de escritura, en realidad? Una voz cargada de reproche iniciaba un comentario continuo en mi cabeza cada vez que iba a clase, de manera que concentrarme con ese clamor interno me suponía un gran esfuerzo.

Como parte del taller de escritura, nos pidieron que al principio de cada semana imprimiéramos catorce copias de una historia que hubiésemos escrito y las distribuyéramos entre las demás estudiantes. Después las leíamos y realizábamos una exhaustiva crítica por escrito. Al final de la semana, la profesora elegía una en concreto para debatirla en el aula. Llegó el día en que la profesora me notificó que había escogido mi relato. El día del juicio, me senté completamente encogida; no era capaz de imaginar qué dirían mis compañeras sobre aquellos pretenciosos recuerdos personales de la infancia, trufados de yiddish transliterado. Esa semana había tratado de ahorrarles un poco de trabajo de traducción cultural, así que entregué algo que, en comparación, era bastante más neutro. No quería que tuvieran que pasar por el mal trago de intentar pronunciar en voz alta todas esas palabras extranjeras.

Al principio, mis compañeras abordaron el material con vacilación, tal vez porque no deseaban herir mis sentimientos. Pero entonces una de las estudiantes estrella de la clase, una chica gótica de tez pálida, oriunda de Ohio, abrió sus comentarios a mi redacción exclamando con grandilocuencia:

—¡Deborah, me alegro muchísimo de que por fin hayas «desjudeizado» tu texto! Todos los que habías entregado hasta ahora resultaban muy confusos, pero este sí he logrado entenderlo. —⁠Su tono era de felicitación, sin duda, casi como si estuviera alabando a una niña de preescolar que acabara de hacer un dibujo lleno de color.

Las demás rieron con incomodidad, era evidente que se habían percatado de la intención tendenciosa del comentario, pero la profesora lo desestimó con un gesto de la mano e hizo que el debate prosiguiera. Fue como si esas palabras nunca se hubieran pronunciado, pero yo me había quedado conmocionada. Me sentía como si acabaran de abofetearme.

Me atenazó el pánico. ¿Y si me equivocaba al querer compartir las experiencias que llevaba dentro? No eran «universales», como decía siempre mi profesora, solo pequeñas rarezas que existían apenas en los márgenes de la sociedad. Pensé en esos grandes poetas y escritores de yiddish largamente olvidados que llevaba un tiempo desenterrando de entre montones de libros polvorientos de la biblioteca. Casi todas las personas capaces de entenderlos habían muerto, y las que seguían vivas habían escogido una vida sin arte, sin cultura, pues achacaban a esas complacencias la desgracia de su pueblo.

No volví a entregar más textos personales en todo el curso. Me reuní varias veces con mi profesora, que con delicadeza intentó animarme a que me apartara de lo que ella denominaba mi voz «de joven adulta», lo cual debía de ser su eufemismo para describir un lenguaje sencillo y un estilo directo. No me molesté en explicarle que habían sido nada menos que esos libros para jóvenes adultos los que enriquecieron mi infancia y plantaron en mí la semilla de mis mejores cualidades. Más de una década después, volveríamos a encontrarnos en una cafetería de una plaza de Berlín, bajo unos tilos esplendorosos, y descubriría que nuestro recuerdo de aquella época era muy diferente. Mi profesora solo recordaba haberme animado mucho a avanzar, decía que siempre supo que, de algún modo, yo iba por el buen camino. Pensé en Lauren, la única alumna de aquel taller con quien más adelante trabaría amistad, y en los cotilleos que, según me contaba, corrían a mis espaldas —⁠pullas sobre la inaccesibilidad no de mi estilo, sino del contenido⁠—, y me pregunté si también todas aquellas jóvenes recordarían esa escena de una forma tan diferente. A fin de cuentas, el Zeitgeist había sufrido una transformación radical desde entonces, lo marginal se había vuelto central; lo central, superfluo. Si hay ciertas cosas que hoy no diríamos, ¿seguimos habiéndolas dicho en el pasado?

Al final del semestre, cuando llegó el momento de elegir las asignaturas para el siguiente curso, me salté toda la sección de talleres de escritura del programa. Me propuse no volver a hablar de mi vida privada, y tampoco socializaba mucho, aunque seguramente no conseguía engañar a nadie. Temía que, solo con abrir la boca, pudiese desvelar el hecho de que no tenía una identidad real. Estaba desesperada por encontrar a la persona en la que podía convertirme. Intentaba imitar las expresiones de quienes me rodeaban, copiaba acentos, gestos y conductas sociales. Durante un tiempo fumé porque me parecía que toda la gente guay del Sarah Lawrence fumaba. Salía a la puerta de la biblioteca con Sharon, una amiga del programa de máster, y la veía tragar el humo con suma naturalidad. Yo, en cambio, era muy consciente de la forma en que el cigarrillo se inclinaba en mis dedos, y me preguntaba si se me vería igual de cómoda que a ella sosteniéndolo, si en cierto modo ya parecía una más. Contemplaba con reverencia su larga melena rubia, su piel bronceada… ¿Llegaría yo a parecer algún día tan normal, tan estadounidense? Esa afectación guiaba cada uno de mis movimientos en público. Solo cuando volvía a encontrarme en un estado de completa soledad olvidaba esa sensación, pues no había nadie que pudiera verme sin máscaras y al natural, únicamente mi hijo, y él ya me conocía de todas las maneras posibles, y siempre lo haría.

Tras ese estado de ánimo celebratorio inicial que había dado color a los primeros días después de la huida, bajo mi insensibilización había estado fraguándose una combinación paralizante de miedo, soledad y duda. Habían transcurrido seis meses desde mi marcha, y mi familia por fin empezaba a sospechar que no iba a volver. Para evitar su manipulación y sus amenazas, cambié de número de teléfono y me recluí más aún en mi interior por temor a que me siguieran o descubrieran. Sin embargo, aunque sabía que no quería que me arrastraran de vuelta a mi pasado, tampoco estaba muy segura de que hubiera un lugar para mí en ningún otro sitio.

Me hallaba en el mundo exterior y a la vez no, o no de verdad. Me sentía desplazada, como si contemplara la fotografía de una escena de la que recordaba haber formado parte, pero no lograra localizarme en ella. En mis sueños, siempre buscaba un punto en un mapa donde sabía que vivía, pero era incapaz de dar con la calle. De algún modo, me habían borrado.

Desde mi partida, había empezado a comparar la vida con una enorme cuadrícula, una sección transversal de conexiones humanas. Cada hombre y cada mujer con que me encontraba eran un punto señalado en un intrincado mapa, un mapa indiscernible a simple vista, pero evidente a mi percepción sensorial. Unas líneas los unían entre sí y con sus familiares más cercanos, y otras más largas salían disparadas por canales abiertos en la cuadrícula y se vinculaban a amigos, vecinos, amantes e incluso a simples conocidos. Allá donde mirara, veía esos lazos invisibles que conectaban a las personas; todo el mundo parecía tener su cuadrícula firme e inextricablemente consolidada. A mí me habían expulsado de mi cuadrícula.

Me pregunté cuánto tiempo sobreviviría sin una cuadrícula propia, y si construirse una desde cero sería posible siquiera. ¿No estaría condenada a vivir desconectada de los demás puntos, en mitad de una tierra de nadie, sintiendo que me desvanecía hasta desaparecer a medida que pasaban las horas? En mi nueva vida no había personas. Sencillamente no había tenido tiempo de conocer a ninguna. Llenar con corazones y mentes el espacio que me rodeaba me llevaría años y, aun entonces, nada me garantizaba que llegara a ser capaz de confiar o apoyarme en ellos como habría hecho con una familia. Lo peor era saber que, si me ocurría algo, tardaría mucho en descubrirse. Por algún motivo, eso me preocupaba bastante; la idea de que un día pudiera acabar tirada y descomponiéndome en algún lugar.

No es que me sintiera sola, o no en el sentido clásico de la palabra, el de ansiar compañía. A fin de cuentas, si de verdad hubiera querido, habría podido encontrar un par de compañeros. Pero prefería la soledad, que me permitía no tener que prestar tanta atención a mis defectos, a todo lo que aún faltaba en mi vida. Además, llevaba recluyéndome en un espacio mental vallado desde pequeña. Al crecer en un mundo en el que unos vecinos denunciaban los pecados de otros y los amigos se traicionaban para conseguir la aprobación de las autoridades de la comunidad y la benevolencia que la acompañaba, la confianza era un lujo que nunca había podido permitirme, pues tenía una multitud de transgresiones que mantener ocultas. Tal vez después de mi marcha había buscado esa nueva soledad de manera inconsciente porque a fin de cuentas era la única situación que me resultaba familiar y, por lo tanto, segura.

Recordaba una expresión en yiddish de cuando era pequeña que se traducía más o menos como «una vaca que huye del establo». Se utilizaba para describir a los judíos jasídicos que abandonaban la comunidad, comparando tal comportamiento con el de una vaca a la que soltaban tras pasar toda la vida encerrada. Decían que esos animales acababan por salir corriendo como locos colina abajo, directos a su muerte. Los rebeldes jasídicos, según comentaba todo el mundo, se entregaban a una vida de desenfreno y drogas, que inevitablemente concluía en desgracia, igual que la malhadada trayectoria de las vacas. La moraleja hacía hincapié en que la libertad suponía un peligro especial para aquellos que nunca la habían experimentado. De niña, me molestaba muchísimo que usaran esa expresión desdeñosa cuando la conversación giraba en torno a los pocos rebeldes que conocíamos en nuestra sociedad. ¿Acaso la expresión no señalaba más lo reprobatorio de una vida confinada en un establo que los peligros de la libertad? ¿No era evidente que la vaca habría estado mucho mejor pastando libre desde el principio?

Un domingo por la mañana conduje hasta el aparcamiento solitario que había cerca del puente de Tappan Zee, donde solía recoger a Isaac después de que hubiera estado con su padre. Por entonces todavía nos tratábamos con amabilidad.

—No éramos como las demás parejas —⁠me dijo Eli ese día⁠—. Todos se peleaban con uñas y dientes, pero nosotros no.

Suspiré.

—Eso no significa que fuéramos felices. —⁠«Significaba que no nos había importado lo suficiente», pensé, pero no lo dije⁠—. Yo quiero ser feliz. ¿Tú no?

Eli me miró con unos ojos vacíos y perplejos, como si nunca se hubiera parado a pensarlo.

—¿Cuándo volverás a casa? —⁠preguntó.

—¿Por qué no te vienes tú conmigo? —⁠repliqué⁠—. Sabes que allí nunca podremos ser felices.

Me miró como si por un segundo estuviera planteándoselo, pero la expresión de sus ojos enseguida delató lo contrario. «Ahí está esa palabra otra vez», parecían decir.

—¿Y qué significa ser «feliz»? —⁠preguntó.

Tenía parte de razón. ¿Qué sabíamos nosotros de la felicidad? Ni siquiera había un sustantivo para ello en yiddish. Menujás hanéfesh, lo había llamado mi abuelo, o harjavós hada’as. Para él, esos conceptos significaban felicidad. «El descanso del alma», «la amplitud de la mente». Pero eso no me bastaba. Yo deseaba conocer la esencia pura de la dicha, no quería conformarme con ese poco de paz o de comprensión que a él le habían satisfecho. Deseaba aprender el arte de la felicidad, y para eso debía convertirme en una apikores, una hereje o una epicúrea, según cómo se entendiera el término.

—¿Nunca has oído hablar de la teoría de Quine acerca de la telaraña de creencias? —⁠me preguntó mi profesor, durante una de las reuniones para el trabajo final del máster.

Me explicó que Quine fue el primer filósofo que puso en entredicho la idea de que los sistemas de creencias tuvieran forma piramidal. Según él, una pirámide era susceptible de desmoronarse si sufría el deterioro suficiente, pero una telaraña era capaz de modificar sus márgenes sin que el centro sufriera un daño sustancial. Fue Quine quien postuló que las personas eran capaces de exponerse a ideas que cuestionaban su telaraña y limitarse a modificar los márgenes para mantener sus creencias intactas. Al final, dijo, daba igual lo bien informados que estuviéramos, cada uno elegía lo que deseaba creer.

Supe que en mi vida ya no habría más religión. Sin embargo, tampoco podría llenar el vacío que esta había dejado. Sentía que no lograría encontrar nada en este mundo a lo que aferrarme. Por muy grabadas que tuviera mis antiguas creencias, por muchas marcas que dejara al intentar arrancarlas de mi fuero interno, debía aprender a vivir con esos vacíos, porque era mejor vivir con la verdad que en la peligrosa comodidad de la mentira.

Pero incluso ese era un pensamiento ingenuo. Al fin y al cabo, yo era un ser humano. La aguja de mi brújula interior temblaba constantemente porque buscaba algo cuya naturaleza no sería capaz de identificar hasta pasado un tiempo.

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