Exodus

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2. Desesperación

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Verzweiflung - Desesperación

פארצווייפלונג

Al acabar la universidad, de pronto me encontré realmente sola a la deriva. Aquel era el vacío absoluto que siempre supe que llegaría y que había logrado posponer hasta entonces. No suelo remontarme a esa época, y ahora que trato de hacerlo, descubro lo difícil que me resulta. Quizá se deba a que ya por entonces sabía que nunca querría recordar las experiencias que estaba viviendo y, siendo realidades presentes, las relegaba a los rincones más recónditos de mi mente antes de que tuvieran tiempo de convertirse en recuerdos almacenados. Alejaba mi propia vida de mí como si cada momento fuera una capa de piel muerta de la que pudiera desprenderme y deshacerme para siempre.

Cuando intento rememorar esa época, me perturba descubrir los círculos que dibujan mis pensamientos tratando de determinar en qué parte de ese almacén tenebroso posarse; así que, decidida a asirme a algo, me concentro en un árbol, un método que ya me ha funcionado otras veces. Muchos de los recuerdos más vividos de mi infancia se desarrollan alrededor de un árbol en particular, aun cuando los especímenes arbóreos no abundaban precisamente en el barrio donde crecí, lo cual tal vez sugiere que la memoria funciona como una planta, con un suceso raíz del que germina una red de eventos secundarios. El árbol que recuerdo era una acacia blanca de aspecto enfermizo que crecía en un pequeño alcorque arenoso de un patio de piedra del Upper East Side, en Manhattan. Supongo que ya habrá muerto. Antes pensaba que la muerte de ese árbol sería el anuncio de mi propio fin; ahora, sin embargo, a veces me pregunto si nuestros destinos no se labrarían uno a expensas del otro.

Lo primero que recuerdo haber visto desde la ventana de mi siguiente apartamento fue la acacia blanca. Era un árbol raquítico, de hojas que se tornaban quebradizas a finales de agosto, época en que me trasladé a ese piso, un tercero sin ascensor, situado detrás de una iglesia luterana en una de las esquinas de Lexington Avenue. Me pasaba horas sentada frente a la ventana de la cocina de mi nuevo hogar, la cual daba al patio que había entre la iglesia y el edificio de apartamentos, contemplando los racimos de vainas secas que pendían de sus ramas. Por entonces, era lo único que crecía a mi alrededor. Desde las ventanas de las demás habitaciones solo se atisbaban los rascacielos allí donde los edificios colindantes no entorpecían la vista, un extraño puzle geométrico de relucientes siluetas metálicas vislumbradas entre un entramado de pasajes y callejones. Mirara donde mirase, los muros delimitaban el horizonte. Por eso prefería sentarme junto a la ventana de la cocina y contemplar el paisaje interior en que se alzaba la frágil y esbelta acacia blanca.

El árbol tenía la altura justa para desplegar una pequeña corona de ramas en el retazo de sol que durante unas pocas horas se abría un pequeño hueco entre la hilera de tejados de Manhattan. Las vainas colgantes me recordaban las acacias que mi abuela me señalaba de vez en cuando durante los paseos vespertinos del shabos por las tranquilas calles de Williamsburg. Aunque adoraba todos los árboles, las acacias eran su especie favorita, y cuando visité Budapest muchos años después, descubriría avenidas enteras entoldadas bajo hileras de aquellos árboles centenarios que se acercaban unos a otros para formar un intrincado dosel a través del que se colaba la luz del sol, dibujando formas danzarinas en el suelo. En las pocas ocasiones en que veíamos una, parecía alegrarse tanto que las características distintivas de la planta se me grabaron en la memoria y las reconocía sin esfuerzo. Por eso sabía que era muy fácil confundirlas con las acacias blancas, una especie invasiva en Nueva York; de hecho, a veces las llamaban «falsas acacias». De manera inevitable, comparaba la exigua «falsa acacia» que se había convertido en el punto central de mi visión con el espléndido árbol de abundantes y extensas ramas que invadían el dormitorio de mi infancia. Frente al edificio de piedra rojiza de Brooklyn en el que crecí, un sicomoro imponente de tronco inmenso y una amplia copa de brazos frondosos ocupaba la acera. Las ramas se colaban por las rejas de mi ventana y arañaban el estuco granulado de debajo, ajenas a las limitaciones que les imponía el entorno urbano. La espesa fronda que me tapaba las vistas me ofrecía la ilusión romántica de vivir en una cabaña construida en un árbol y amortiguaba el estruendo de la ciudad a mi alrededor. En comparación, era evidente que aquí carecía de ese amortiguador; mi nuevo hogar se alzaba desnudo en mitad de un mar de torres, y mis noches agitadas estaban acompañadas por un maremagno de sirenas y bocinazos continuos, y por el traqueteo de las furgonetas que sorteaban los baches de Lexington Avenue a toda velocidad para realizar el reparto durante el amanecer. En todo caso, el árbol del patio representaba lo contrario: se había dejado acobardar por la infraestructura urbana que lo rodeaba. Cuanto más lo miraba, más me convencía de que era un mal presagio, de que el entorno despiadado en que me encontraba también acabaría debilitándome e intimidándome.

Había soñado y fantaseado con un sinfín de posibilidades respecto al futuro que me esperaba «fuera», pero jamás me había imaginado allí. A pesar de su aparente inaccesibilidad, siempre había sido consciente de la proximidad geográfica de Manhattan. El horizonte de la ciudad centelleaba como una colección de esquirlas de cristal tallado tras la extensión gris e imponente del East River, augurando ser justo lo contrario de mi mundo, pero también amenazando, en toda la gloria y el esplendor de sus formas cambiantes, con resultar un espejismo, una ilusión óptica que podía transformarse en algo más intimidante cuanto más me acercara. De pronto, aquella visión críptica se había convertido en el laberinto de hormigón en el que vivía, un domicilio fiscal de importancia vital que utilizaría para salvaguardar mi libertad, si bien resultaba irónico que solo pudiera alcanzarla viviendo en lo que, en días particularmente malos, consideraba una atestada prisión al aire libre.

En la práctica, es lo que era, después de haber vivido el 11-S y conocer las consecuencias que tuvo para la ciudad: el cierre de los puentes y los túneles; la cancelación del transporte público; el desabastecimiento de los supermercados, incapaces de reponer las estanterías a causa del retraso en la entrega de las mercancías; la caída de las líneas telefónicas y el colapso de la red de telefonía móvil. Y más tarde también sería testigo de los estragos causados por el huracán Sandy, cuando el centro de Manhattan se quedó sin electricidad y los residentes de los rascacielos se vieron atrapados en las plantas superiores porque los ascensores dejaron de funcionar y las escaleras que debían usarse en caso de emergencia apenas disponían de iluminación o carecían de ella por completo. Tenía claro que los habitantes de Nueva York eran especialmente vulnerables, pues se trata de una ciudad donde es difícil sobrevivir en un buen día, pero casi imposible durante una catástrofe, ya fuera propiciada por la mano del hombre o de la naturaleza. Acabé comprendiendo que es justo esa realidad lo que define a un verdadero neoyorquino: tentar a la suerte permaneciendo en ella te convertía en alguien del lugar, al contrario de quienes huían cada vez que la situación amenazaba con empeorar. Aun así, nunca antes había sido tan consciente del carácter traicionero de mi situación geográfica como en esos momentos. De manera intrínseca, mi razonamiento se entretejía con las creencias de mi infancia y pensaba que las ciudades que le daban la espalda a Dios estaban destinadas a recibir su merecido, como Babel, cuyos habitantes quisieron construir una torre que llegara al séptimo cielo y a Dios, quien, como castigo, fragmentó su habla en un millón de lenguas distintas para que la gente no pudiera entenderse entre sí y, por lo tanto, sus esfuerzos inútiles por coordinarse resultaron en el desplome de la torre y la destrucción total. Manhattan encajaba en ese arquetipo religioso de ciudades hedonistas y adoradoras de ídolos paganos que poblaban tantas historias bíblicas, y si las catástrofes me intimidaban era porque tenía miedo de verme arrollada por esa ola de ira divina, sin oportunidad de hallar refugio en un arca o subir a una colina desde la que contemplar el apocalipsis que tendría lugar a mis pies. Me sentía atrapada en un sentido primordial; sin ser consciente de ello, temía que cuando la mano de Dios llegara para barrer a los pecadores de la colina en la que se habían instalado con comodidad, yo también estuviera condenada a que me alcanzara el oleaje, solo por asociación.

Para algunos, Manhattan siempre será la ciudad de las posibilidades infinitas, de la libertad ejercida sin límites; sin embargo, en mi caso, nunca cumplió las promesas que la habían hecho tan atractiva. Quizá se debiera al momento o, tal vez, como acabé sospechando más tarde, a que el sistema de valores del imperio espiritual de mi infancia chocaba de manera tan frontal con el del reino materialista al que me enfrentaba de pronto que resultaban irreconciliables.

Al fin y al cabo, no fui yo quien decidió trasladarse a Manhattan ese verano de 2010. Lo hice por recomendación de mi abogada, poco después de dar por terminados mis estudios en el Sarah Lawrence. Me recordó que era el momento de pasar a la siguiente fase de nuestra estrategia legal. El periodo de separación necesario estaba debidamente documentado y habíamos logrado establecer un precedente en cuanto a la custodia, por lo tanto, había llegado el momento de intentar llegar a un acuerdo de divorcio, un proceso durante el cual tendría la oportunidad de determinar mis derechos como progenitora. Mi abogada me había informado de que, con independencia del tipo de causa, esta se juzgaría en el condado donde estuviera establecida la residencia del niño, y dado que mi hijo había estado viviendo conmigo, al menos no tendría que vérmelas con los jueces corruptos que los votos de la comunidad jasídica habían elevado a su cargo, famosos por fallar en repetidas ocasiones en contra de quienes decidían enfrentarse a sus principales electores. Sin embargo, tras estudiar con atención el sistema judicial y dónde podríamos ir a parar, mi abogada concluyó que me interesaba asegurarme en la medida de lo posible la asignación de un juez liberal, alguien que no temiera ir contra mi comunidad y que ya contara con algunos fallos justos en su haber. Según ella, esos jueces pertenecían principalmente a los juzgados de Manhattan.

Al principio recibí la noticia como un duro golpe para mi economía. Hasta ese momento había seguido una planificación financiera muy estricta; había usado el adelanto de Unorthodox, las memorias en que relataba mi vida en la comunidad jasídica y la decisión de abandonarla para sufragar los gastos mensuales básicos al tiempo que afrontaba los extras y los imprevistos con otros trabajillos. Mudarme a Manhattan significaría un aumento drástico de los gastos generales, por mucho que intentara reducirlos. Además, conocía muy bien el problema de encontrar alojamiento asequible allí, algo disparatado si te parabas a pensar en lo que allí se consideraba asequible. Polly, una compañera de clase del Sarah Lawrence que vivía con su marido y su hijo en un miniapartamento de tres habitaciones en un bloque de pisos de Tribeca, me había dicho que sus vecinos pagaban entre cuatro y cinco mil dólares de alquiler por pisos más pequeños. Recordé las palabras de una profesora de la universidad, que me pidió que reconsiderara la decisión de irme. «El divorcio ya es el primer indicador de pobreza en las mujeres estadounidenses —⁠me advirtió⁠—. ¿Cómo crees que te las arreglarás, tan joven y sin familia?».

No había confesado mis miedos a mi abogada y no pensaba hacerla partícipe de mi preocupación. Me sentía sumamente culpable por recibir su asesoramiento, prohibitivo en circunstancias normales, de manera gratuita, pero lo que de verdad me preocupaba era que su escasa confianza en mí flaqueara si descubría que la mía era pura fachada. Por entonces aún conservaba algo de fe, así que ese día salí de su despacho convencida de que, en efecto, me mudaría a Manhattan y de que todo saldría bien de una manera u otra. A pesar de que había perdido la esperanza de encontrar a Dios bajo los auspicios de una religión y también había abandonado la búsqueda de un equivalente secular, en aquella época todavía imaginaba mi vida como un relato, y los relatos eran lo único en lo que aún creía. Pensaba que la estructura narrativa reflejaba leyes naturales inamovibles, como la espiral áurea, y sí, sabía que en las historias había momentos de caos y confusión, pero al final todo parecía encajar siempre a la perfección, por eso creía que probablemente solo era cuestión de tiempo que empezara a ver cómo se entretejían los hilos de mi propia narrativa y a sentir que el tejido volvía a ajustarse a mí. Podría decirse que tenía una fe espiritual en el ímpetu imparable del desarrollo narrativo.

Y entonces, como si esa fe fuera algo que merecía una recompensa, ocurrió un milagro: encontré el pequeño apartamento de dos habitaciones, con vistas al patio de la iglesia y a la espigada acacia blanca que crecía allí como podía, y sin más me convencí de que era obra de un poder superior. Había conocido al sacristán de la iglesia, un hombre alto y rubio llamado Schultze, en el transcurso de una corta entrevista tras la que me ofreció el pequeño apartamento por dos mil dólares al mes, un precio por el que no habría podido alquilar ni un estudio en Harlem. Todavía me quedaban en la cuenta ocho mil dólares del adelanto que había recibido por el libro. Sabía que con eso tendría a lo sumo para tres meses en Manhattan y no disponía de un plan que me permitiera permanecer en mi nuevo domicilio a largo plazo, pero conservaba esa fe extraña y terca, y la vieja creencia profundamente arraigada de que quienes no perdían la fe eran recompensados. Es posible que esas convicciones contribuyeran más a entorpecer mi avance que a impulsarlo.

Metí en cajas mis escasas pertenencias e hice varios viajes para trasladarlas al centro. Alquilé un servicio de transporte para que me llevaran el colchón y el sofá. A fin de amortiguar el golpe para Isaac, que acababa de cumplir cuatro años, le compré un Lego con la esperanza de que eso distrajera su atención de aquel nuevo cambio en su corta vida, pero es mucho más listo que yo y no se dejó enredar. Comprendió lo que estaba ocurriendo en cuanto bajamos del coche, y se negó a entrar en el edificio. Chilló y lloró, me gritó que quería volver a casa, me pegó, me tiró frenético de la ropa, me dijo que me odiaba; temblaba, agitado por un pánico y una furia desmedidas y, aun así, del todo comprensibles. En ese momento vi con absoluta claridad que no estaba cumpliendo una de las principales obligaciones maternas: era incapaz de proporcionarle un hogar estable.

Al final, lo subí en brazos los tres pisos. La tristeza y la vergüenza que sentía en la boca del estómago se acumularon en mi garganta en forma de bilis mientras trataba de sujetar a mi hijo para que dejara de dar manotazos y patadas, estremecida por los alaridos que resonaban en la escalera. Abrí la puerta del nuevo apartamento y prácticamente aterrizamos en el pasillo, momento en que pude relajar los músculos. Su pataleta fue en aumento; lo senté en el sofá y se apartó de mí con brusquedad para emprenderla a patadas y puñetazos con los cojines. Incapaz de consolarlo, me derrumbé en el suelo y también me puse a llorar. De pronto, la pérdida de autoridad cayó sobre mí con todo su peso, como un bloque que se precipitara desde lo alto, y acusé el golpe. Mis hombros se sacudieron de alivio cuando el miedo y el dolor reprimidos salían como por una válvula de escape. Ahí estaba, primero el grato vacío, el fin de la despreocupación que había estado fingiendo ante otros y ante mí, de la convicción de que, al fin y al cabo, marcharme no había sido algo tan drástico, de que ahora llevaba una vida normal y corriente. Ahí estaba la realidad que tanto había evitado, irrumpiendo para reclamar su sitio: la fragilidad del lugar que ocupamos en el mundo, mi aterradora carencia de recursos, tanto materiales como personales, la imposibilidad de aferrarme a nada ni a nadie.

Isaac me miró, perplejo ante mi agitación y mi respiración entrecortada. Sus lágrimas cesaron. Mientras yo continuaba tragando saliva y jadeando entre sollozos, gateó hasta mi regazo, se metió el pulgar en la boca y no tardó en quedarse dormido. Lo acuné en aquella habitación triste y en penumbra, mirando por la ventana el laberinto de ladrillo, acero y cristal y el retazo de cielo gris deslavazado que despuntaba por encima, sintiendo mental y físicamente lo perdidos que estábamos en ese nuevo mundo, habitado por ocho millones de personas que luchaban por sobrevivir en un entorno de recursos cada vez más limitados. Mi hijo y yo estábamos solos por completo, y era muy posible que nuestra historia terminara ahí, en aquella ciudad donde asegurar un techo sobre tu cabeza era una batalla perdida, donde la gente como yo desaparecía a diario por el sumidero del fracaso. El pánico había formado en mi interior una sierra de dientes toscos que me rasparía los nervios durante muchos años.

Los momentos difíciles pasan si estás dispuesto a esperar. El día a día se inmiscuye con obstinación en esa parálisis inducida por el dolor, hasta que agarras la cuerda que te ofrece y la escalas a pulso para salir. A fin de crear cierta imagen de estabilidad, elaboraba listas interminables de cosas por hacer. Repasarlas me proporcionaba la sensación, que tanto necesitaba, de que mi vida continuaba teniendo sentido, un sentido que era importante porque concedía a mi existencia forma y textura, era un antídoto contra la tiranía del vacío aterrador.

Isaac encabezaba la lista. Debía restituir un poco de normalidad y rutina en su vida lo antes posible. Necesitaba amigos, necesitaba estímulos, necesitaba orden, así que decidí apuntarlo a un jardín de infancia. Dado que el acuerdo de custodia temporal establecía que Isaac debía asistir a un colegio privado de filiación judía, y yo aún fingía llevar una vida que observaba los preceptos judíos, solicité una entrevista en una escuela primaria Ortodoxa Moderna que no quedaba muy lejos de donde vivíamos, con la esperanza de reunir los requisitos necesarios para optar a una beca por ingresos. Además de presentar la solicitud, tuve que comparecer ante una junta para acceder a una matrícula reducida. La junta estaba formada por tres judíos de mediana edad, todos ellos miembros de familias prominentes y adineradas del Upper Manhattan. No estaba preparada para la primera pregunta que me hicieron.

—Díganos, ¿por qué está aquí? ¿Por qué no lleva a su hijo a una escuela satmar o, en su defecto, a una jasídica? —⁠quiso saber uno de ellos tras echar un vistazo a la solicitud, mirarme y volver a fijar la vista en la documentación⁠—. En resumidas cuentas, procede de allí, ¿no es así?

Creía que la respuesta era obvia; aun así, intenté disimular mi malestar y contestar con educación.

—Bueno, porque me gustaría que mi hijo obtuviera un título al acabar el instituto. Quiero que tenga la oportunidad de recibir una verdadera educación y todo lo que esta puede ofrecerle. ¿Acaso no es lo que desearía cualquier madre para su hijo?

—Pero ¿por qué nosotros? —insistió⁠—. ¿Por qué deberíamos ser nosotros quienes asumiéramos esa responsabilidad? Al fin y al cabo, usted no pertenece a nuestra comunidad.

La implicación era evidente. Resultaba irónico que la mentalidad exclusivista de grupo de la que había intentado huir existiera en todas partes. Todo el mundo era un «nosotros». ¿Sería siempre una extraña fuera a donde fuese?

Respiré hondo. Traté de controlar la voz. Cuando retomé la palabra, lo hice con un tono exageradamente humilde y respetuoso.

Jas vesholom —contesté, una expresión yiddish que equivale a «Dios nos guarde». Me llevé la mano al corazón⁠—. La responsabilidad no es suya, por descontado. Creo que todo tiene una razón de ser, y si por algún motivo mi hijo asiste a una escuela pública, soy consciente de que será porque así estaba escrito, ustedes no tendrán nada que ver.

Por descontado, sabía que incluso allí, entre los judíos más cosmopolitas, la escuela pública era el mal supremo. Nadie quería una mancha así en su historial celestial.

Uno de los hombres alzó un dedo con expresión indignada, como si pretendiera reconvenirme, pero su colega alargó la mano hasta su brazo para detenerlo. Se volvió hacía mí y dijo que podía irme; la junta deliberaría y me comunicaría su decisión. A la semana siguiente, Isaac empezó el jardín de infancia allí. A pesar de que el profesorado era amable y mi hijo logró trabar alguna amistad, cada vez se mostraba más retraído a la hora de entrar en el edificio. Empezaba a descubrir que existían diferencias entre los demás niños y él, y a comprender que se le castigaría por ellas. Como la comunidad de la que procedíamos, ese nuevo mundo habitado por judíos acaudalados era un entorno conformista donde en esta ocasión se nos marginaba no solo por nuestra falta de recursos económicos, sino también por mi juventud y mi condición de madre soltera, y porque mi procedencia no se asemejaba a la de las demás familias. La congregación del Upper East Side se componía de personas con ingresos, extracción e ideales similares, y en cierto modo era tan uniforme como el mundo del que proveníamos, si no más. Había sacado a Isaac de un entorno opresivamente homogéneo y lo había dejado caer en otro. ¿Cómo iba a condenarlo a vivir mi misma infancia cuando el objetivo primordial de todo lo que había hecho era evitarlo? ¿Acaso, me preguntaba con preocupación, debíamos abandonar la esperanza de encontrar una comunidad, ya fuera judía o de cualquier otro tipo? Un extraño siempre será un extraño. Eso decían mis profesoras de los que no se amoldaban a la comunidad. No amoldarse se convertía sin remedio en una enfermedad crónica. El miedo a que esa máxima fuera cierta me atormentaba en lo más hondo de mi ser. Me negaba a aceptar que mi destino, y menos aún el de mi hijo, estuviera decidido de antemano. Me dije que todo aquello era temporal. Que un día no muy lejano se ratificaría el divorcio y entonces seríamos libres de verdad para empezar nuestras vidas desde cero, según nuestras propias condiciones. Encontraríamos un lugar donde no nos harían sentir como extraños.

El siguiente punto de la lista era encontrar trabajo. Rellené solicitudes e imprimí currículos diligentemente, pero hasta en el Sarah Lawrence todos sabían que hallar un empleo con un sueldo que te permitiera sobrevivir en la ciudad de Nueva York pasaba por contar con los contactos sociales adecuados que te facilitaran el acceso a un buen programa de prácticas no remuneradas con el objetivo de abrirte camino y, algún día, conseguir un buen puesto. Acababa de estallar la crisis económica de 2008, y nunca había oído hablar de nadie que hubiera obtenido un trabajo decente en Manhattan de buenas a primeras, uno que te permitiera ganarte la vida, solicitándolo a la manera tradicional. Aun así, estaba claro que tenía que hacer algo. ¡Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos!

¿Sabía ya por entonces que algunas historias acaban en desastre con la misma facilidad que de manera triunfal? Ahora sé que la única ley estructural de una narración es que tiene un principio y un final, sea cual sea.

Mientras Isaac estaba en el colegio, yo intentaba mantenerme ocupada a la espera de la respuesta de las empresas a las que había enviado mi solicitud. Encontré cafeterías donde te dejaban quedarte horas dando sorbitos a la misma taza de café. Me llevaba un libro, pero a menudo apartaba la vista de las páginas para observar el trajín de las jóvenes camareras. Tenían mi edad, y me preguntaba qué vida llevarían, financiada al menos en parte con ese trabajo.

A veces viajaba en metro hasta la otra punta de Manhattan, ida y vuelta, para pasar el rato. Al principio, observaba a los neoyorquinos desde mi especial situación, con la sensación de que formaban parte de una representación teatral que se anunciaba como la gran recompensa por el alto precio que debían pagar por vivir allí. Sin embargo, a medida que los meses se sucedían y el tiempo cambiaba, poco a poco me di cuenta de que, al contemplar a quienes se movían y pasaban por mi lado, me había alejado de mi propia historia con discreción. Era consciente de las que se desarrollaban a mi alrededor sin cesar, y sabía que suponían un marcado contraste con el evidente vacío y el estancamiento en que se encontraba mi vida.

Me bastaba un solo vistazo para saber de qué narrativa formaba parte una persona. Mi imaginación rellenaba los espacios en blanco, me inventaba de dónde venían y adónde iban, jugaba a adivinar a qué se dedicaban, con quién cenarían esa noche, y comprendí que, al haber salido de mi estructura narrativa, me encontraba atrapada en un espacio inerte en el que mi vida había dejado de evolucionar y avanzar, pues carecía de los vínculos con personas y lugares que suelen servir de impulso.

Para una lectora (aún hoy me sigo identificando en gran medida como tal) resulta algo particularmente devastador. Dado que nunca he valorado nada tanto como el acto sagrado de prestar significado al caos, fue aún más doloroso comprender que había sido arrancada del espacio en el que germinan las historias. Recordé que de pequeña había ido percatándome poco a poco de que era un personaje, igual que los que conocía gracias a mis sesiones clandestinas de lectura, y que lo mismo ocurría con las demás personas que me rodeaban. Y en ese momento reparé en que dependía de mí convertirme en el personaje «principal», en la «protagonista» de mi historia, porque si me quedaba sentada de brazos cruzados estaba condenada a interpretar el pequeño papel que se me había asignado y, por lo tanto, sacrificaría mi historia en favor de la de otra persona.

Había anhelado de tal manera una autonomía que me permitiera dictar mi propia narración que me había catapultado más allá de cualquier estructura que pudiera contenerla. De hecho, había ido a parar a una especie de vacío narrativo. Había quemado todas mis naves y me encontraba atrapada en ese éter entre el estancamiento y la acción, en una especie de limbo narrativo.

En aquel momento de mi vida empecé a alejarme de los libros porque la lectura se convirtió en un recordatorio doloroso de mis limitaciones. Me había servido de alimento durante la infancia, y no solo por el simple gozo inherente a ella, por la evasión que proporcionaba la fantasía, sino porque esos libros demostraban que la vida podía vivirse de manera activa en lugar de sentarse a ver cómo una mano impersonal la desovilla en lazadas predeterminadas. Los libros habían sembrado en mi interior el deseo de vivirla en su plenitud, y ahora que por fin había huido al mundo donde podía hacerlo, resultaba demoledor descubrir que sencillamente era incapaz de agarrar el hilo de una nueva historia y zambullirme en la trama sujetando las riendas con fuerza. Continuaba estancada en el mismo lugar que antes, obligada a vivir de manera indirecta, ya fuera a través de la lectura, ya fuera observando cómo otros gobernaban las existencias tangibles en que estaban inmersos. Sin embargo, lo que quería de verdad, lo que siempre había deseado, era vivir y dejar por fin aquella observación anhelante.

La vida se compone de personas, eso lo sabía. No hay historias sin personajes. Las personas crean movimiento y evolución, son el antídoto contra el estancamiento. Sin embargo, me costaba hacer amigos en mi nuevo entorno. Había buscado a antiguas compañeras de clase que sabía que también vivían en Manhattan, pero no tardé en comprender que el principal nexo de unión allí era un patrimonio personal similar. Lo cual no significa que mis conocidas del Sarah Lawrence me juzgaran o rechazaran de pronto por ser pobre, sino que mi pobreza las incomodaba y dificultaba la amistad en la práctica: cuando proponían ir a comer a un restaurante o pedir hora en la peluquería, no me quedaba más remedio que decir que no, consciente de los precios exorbitantes habituales en tales sitios. Ellas no tenían la culpa de poder permitirse cosas que estaban fuera de mi alcance, pero al final se cansaron de buscar opciones que no costaran dinero, sobre todo cuando era mucho más fácil acudir al restaurante al que querían ir desde el principio, solo que con alguien que pudiera permitírselo. De manera que, poco a poco, fui perdiendo las escasas oportunidades de trabar amistad que se presentaban; mis dificultades económicas remacharon mi soledad hasta que se convirtió en un elemento permanente e inamovible.

A medida que pasaba el tiempo y no había perspectivas de trabajo a la vista, mi cuenta corriente empezó a adelgazar peligrosamente. Intenté estirar el dinero incluso más de lo que había hecho hasta ese momento, viviendo a base de paquetes de judías blancas de setenta y nueve centavos y huesos de caña de cuarenta centavos que cocinaba, aliñados con un montón de especias para darles sabor, como mi abuela me había enseñado. Recalentaba el guiso cada vez, hasta que solo quedaban sobras quemadas. A tenor de los cambios que sufrió nuestra dieta, me pregunto si Isaac se dio cuenta de que me preocupaba que tuviéramos suficiente para comer. Ante todo, quería ocultarle mi miedo, librarlo de aquella carga, pero creo que pocos padres lo consiguen por completo cuando atraviesan dificultades. En la actualidad, me fijo en su relación con la comida —⁠cuando se interesa por lo que vamos a comer, por los ingredientes o por cuándo nos sentaremos a la mesa⁠— y no puedo evitar preguntarme si esa vaga preocupación por el sustento futuro se remonta a esos días en que pasar hambre me producía una sincera inquietud.

Había vivido privaciones de pequeña, pero nunca de ese tipo. Las carencias de entonces habían sido principalmente emocionales. Los congeladores siempre estaban atestados de comida y dulces, y si el estómago me rugía a medianoche, mi abuela corría a la cocina a prepararme algo. Yo no sabía qué era saltarse una comida salvo durante los ayunos religiosos repartidos a lo largo del año, e incluso entonces celebrábamos que concluían con unos festines tan increíbles que casi disfrutaba de esas veinticuatro horas previas de moderación. Me parecía que merecían la pena cuando me encontraba con los ruegos artificiales que estallaban en mi lengua con el primer bocado tras la puesta de sol.

Aun así, también recordaba que siempre habíamos tenido una relación extraña con la comida. Todavía tenía grabada en la cabeza la imagen de mi abuela sentada en una silla, en un rincón del comedor, mordisqueando un hueso de pollo durante horas, ensimismada, ajena a mis preguntas o a mi mirada llena de curiosidad. Dejaba escapar gemiditos mientras roía el hueso, quizá saboreándolo, aunque había algo más en esos suspiros tremendamente tristes, como si recordara otros tiempos, una época en que no había con qué engañar al estómago, salvo los restos que nadie quería. ¿Qué otra cosa explicaba aquel afán por chupar la médula de los huesecillos de pollo cuando la casa rebosaba de comida?

El hambre era uno de sus temas recurrentes. Por eso me obligaba a rebañar el plato en todas las comidas, recordándome que ella no había tenido nada que llevarse a la boca para hacerme sentir culpable por no comer, aunque estuviera saciada. Era como si tratara de inculcarme que debía comer mientras pudiera, como si hubiese de volver esa hambruna infinita que ella había vivido, que yo podía prevenirla comiendo más para compensar de antemano la carencia futura.

Sin embargo, ahora que pasaba hambre, haberme hartado entonces hasta el empacho no me servía de nada. La privación de alimento era una tortura singular que me habían enseñado a temer por encima de todas las cosas, pero el miedo a verte en esa situación es aún peor. A decir verdad, volviendo la vista atrás, soy consciente de que en realidad nunca llegué a ese punto. Puede que la calidad de la comida dejara bastante que desear, tal vez no disfrutáramos de los platos que más nos apetecían, pero tenía el estómago lleno. Era el miedo a esa gran amenaza de la que hablaba mi abuela lo que me consumía, haciéndome creer que ya había sucedido lo peor. Aunque estuviera saciada, me pasaba las noches dando vueltas y más vueltas, como si me hubiera ido a dormir sin cenar, y todas las mañanas me despertaba antes de tiempo, luchando contra ese miedo infinito a la noche. Contemplaba la salida del sol, que se alzaba entre la bruma mientras sus rayos insistentes iluminaban cada partícula de la niebla tóxica y se reflejaban en los resplandecientes regueros de orina de perro que salpicaban la acera. Ni siquiera el Upper East Side, con sus famosas y amplias avenidas flanqueadas de relucientes escaparates, sus plazas de asfalto gris recorridas por neoyorquinos con ropa de diseño, gafas de sol y zapatos de suela roja, se libraba de los excrementos que producía la ciudad. Por mucho que se esforzara en ocultar la basura y limpiar las aceras, todo era en vano. Me resultaba extraño pensar que, una vez, ese lugar sucio, ruidoso y maloliente llegó a cautivar mi imaginación y poblar mis sueños. Aunque fuera solo un día, me habría gustado estar en la piel de alguien enamorado de esa ciudad. Quizá el cambio de perspectiva habría acabado con mi resistencia.

Después de dejar a Isaac en el colegio, sin dinero que gastar en las horas que se extendían ante mí, empleaba ese tiempo que no podía permitirme en deambular por la ciudad para contener el pánico. Recorría Lexington Avenue, Park Avenue, Madison Avenue, llegaba a la Quinta Avenida y me adentraba en Central Park; me acercaba hasta el embalse, pasaba junto al cobertizo de las barcas, volvía a la milla de los museos y recorría las tranquilas calles secundarias, con sus lujosos edificios solariegos de la belle époque.

Un día volvía a casa por Park Avenue, atravesando el dominio de porteros, aparcacoches y chóferes, cuando fui testigo de una escena rocambolesca que aún hoy recuerdo con absoluta claridad. Dos policías flanqueaban un cuerpo que yacía tendido boca abajo delante de la magnífica entrada de un elegante e imponente bloque de apartamentos. Daba la impresión de que estaban tratando de determinar si el vagabundo en cuestión estaba muerto o solo dormía. No era la primera vez que veía algo similar; en esas ocasiones, la policía, avisada por los guardias privados del vecindario, solía zarandear al vagabundo para despertarlo y lo conminaba a trasladarse a otro sitio. Era muy probable que horas después volvieran a llamarlos para que lo echaran del siguiente lugar, pero así era la vida de los sin techo en la ciudad de Nueva York. No podían pasar el día sin hacer nada, pero tampoco había adónde ir, así que vagabundeaban cuanto podían. Por entonces yo dedicaba mucho tiempo a pensar en esas personas porque estaba convencida de que era solo cuestión de tiempo que yo acabara igual. A pesar de la brusquedad creciente con que insistían los policías, aquel vagabundo no daba señales de vida. Y entonces, de repente, el aparcacoches uniformado abrió la puerta del edificio, por la que salió una mujer alta y esbelta, de reluciente melena rubio platino y largas piernas enfundadas en unas botas negras de piel, de caña alta y tacón de aguja, que se contoneaba como si estuviera en una pasarela de camino al coche de alquiler con chófer que la esperaba. En esos escasos segundos, reparé en el bolso de piel de cocodrilo, en el abrigo de marta cibelina, en cómo alzaba barbilla, proyectada hacia fuera igual que si la sostuviera un aparato ortopédico invisible, y calculé que probablemente llevaba treinta mil dólares solo en ropa. La contemplé, incrédula mientras extendía una pierna larga y delgada por encima del cuerpo del hombre tendido en la acera, como si no existiera, o mejor dicho, como si su existencia no fuera más que una molestia sin importancia de la que ya se ocuparían los demás, antes de desaparecer en el interior del oscuro coche de alquiler y cerrar la portezuela tras ella con decisión. El vehículo se incorporó al tráfico de inmediato, y los policías continuaron con los empujones y zarandeos como si no hubiera pasado nada.

Esa imagen tan lamentable acabó representando para mí la ciudad de Nueva York. Escenas similares se repetían a diario en Manhattan; sin embargo, esa en concreto se me quedó grabada en la memoria con suma claridad, igual que un vídeo en reproducción continua. Tenía la sensación de que esas muestras ostentosas de riqueza con que me topaba de pronto confirmaban, por su absoluta indiferencia ante la realidad del sufrimiento humano que las rodeaba, lo que mi educación me había llevado a creer: que la riqueza era inmoral y el origen de todos los males. Acabé repudiando Nueva York por su obsesión con el lujo a expensas de todo lo demás, una fealdad que consiguió deprimirme. Perdí la capacidad de emocionarme con los pequeños regalos de la vida porque acabaron eclipsados por la omnipresente fealdad de un paraíso capitalista.

Ese día, después de que la mujer rica se alejara en el coche de alquiler a toda velocidad, al dar media vuelta, asqueada, vi en la acera de enfrente una gigantesca iglesia católica con las puertas abiertas. Sin pensarlo, crucé la calle y ocupé uno de los bancos. En el silencio y la soledad del edificio encontré una tregua a la fealdad del exterior, y a partir de entonces, a fin de mitigar la desesperanza que crecía en mí, empecé a escapar con regularidad a los numerosos e imponentes templos que flanqueaban aquellas calles privilegiadas. Escogía las iglesias solo porque, a diferencia de la mayoría de las sinagogas, abrían al público a diario. No pretendía ampararme en la religión, simplemente encontraba una especie de salvación en el silencio que presidía esos lugares, en la fresca oscuridad de aquellos edificios de piedra vacíos.

Visité muchas iglesias, tanto católicas como protestantes, si bien prefería las católicas, con su olor a incienso, sus velas parpadeantes y sus curas recorriendo de forma discreta los suelos de piedra con sus túnicas misteriosas, que se me antojaban capas de mago. Frecuentaba las catedrales de la Quinta Avenida, o la iglesia anglicana de Santo Tomás Moro de la calle Noventa y cuatro, donde el revestimiento de paneles de madera oscura recordaba a una mansión inglesa y cuyo sacerdote se movía afanosamente cerca del púlpito sin mirar jamás hacia el rincón en el que me sentaba, bajo los aleros. Pasaba días enteros en ellas, a resguardo, a salvo del caos arrollador de la ciudad. A menudo me dejaba arrastrar a una especie de trance del que despertaba horas después, incapaz de dar cuenta del tiempo que había transcurrido. Quizá empezara a meditar por entonces. Me sorprende cómo el instinto tomó las riendas en esa época, buscando mecanismos de supervivencia que me ayudaran durante la difícil transición.

¿Y si, después de todo, Dios seguía estando ahí?, me preguntaba, sentada en uno de los bancos del fondo de San Ignacio de Loyola. ¿Y si siempre había estado ahí, en el silencio, en la soledad, en mí? ¿Y si lo que necesitaba era deshacerme de todo, de absolutamente todo, para encontrarlo?

Empecé a fantasear con la idea de que por fin me hallaba en el verdadero camino hacia Dios, de que al quedarme sin comodidad ni apoyo algunos llegaría a descubrirlo. Recordé las historias que me habían contado de los lámed vavniks, de cómo habían logrado elevarse a los Cielos renunciando a todo consuelo terrenal. Tal vez había emprendido una senda durante esos últimos años. Quizá el espíritu de Leibel de Osvari habitaba verdaderamente en mí.

Casi todas las noches, después de acostar a Isaac me daba un baño de agua caliente con la esperanza de relajarme lo suficiente para que el sueño me visitara con facilidad en lugar de pasarme la noche dando vueltas y más vueltas a causa del estado de angustia y vigilia permanente que tenía secuestrado mi cerebro. El cuarto de baño de baldosas blancas era pequeño y estrecho. La bañera estaba hecha a medida para que cupiera en el reducido e incómodo espacio, pero había una ventanita en un extremo que solía abrir para ventilar. Una noche de la primavera de 2011, había dejado la ventana abierta mientras me bañaba porque hacía bastante calor, cuando, al sacar la cabeza del agua tras lavarme el pelo, oí algo que me sobresaltó, una especie de canto con un aura mística. Al principio creí que la música procedía de un aparato, pero sonaba demasiado difusa y vibrante para confundirla con una grabación. Enseguida deduje que se trataba del coro de la iglesia, que ensayaba al otro lado del patio, y que el buen tiempo les había permitido dejar abiertas algunas de las grandes vidrieras alargadas. Presté atención a aquellos tonos resonantes que llegaban a mis oídos de manera intermitente y que hicieron renacer en mí esa antigua convicción que albergaba en mi interior. Si aquello no era una señal, no sabía qué otra cosa podría serlo. Me sequé, me puse una bata y me acerqué a la ventana de la cocina para ver si desde allí divisaba el coro. No pude, pero las voces incorpóreas inundaron el apartamento con mayor potencia y nitidez, como si las transportara una corriente de aire mágica.

Miré la acacia blanca, que contra todo pronóstico había empezado a florecer, y en cierto modo su tenacidad me animó. El coro de la iglesia continuó cantando, salmos que no conocía o que no supe reconocer, llenos de palabras que era incapaz de distinguir o comprender, y mientras ellos entonaban aquellos cánticos y yo seguía en la ventana, escuchándolos, sentí que una fuerza muy antigua y profundamente arraigada me impelía a rezar. Sería mi última plegaria, aunque en aquel momento lo ignoraba. En retrospectiva, sé que no era más que la misma mezcla exaltada de estímulos internos y externos que había conducido a todas mis súplicas anteriores. Es decir, a lo largo de mi vida, cada vez que me he sentido animada a rezar de manera ferviente y espontánea, justo antes me hallaba en un estado que solo puedo describir como drogado y que se parece mucho a como me siento en la actualidad después de tomarme una copa de vino; el mundo adopta una cualidad pasiva y benigna, y las emociones me desbordan como si se hubieran abierto las esclusas de un canal. Cada vez que me ocurría, tenía la impresión de que fuerzas internas y externas se confabulaban para llevarme a ese precipicio espiritual desde el cual solo quedaba saltar.

Hasta cierto punto, el suicidio y la oración están relacionados. Del llamamiento espiritual a Dios se desprende la sensación, o incluso el convencimiento, de que el solicitante delega toda responsabilidad sobre su ser y su vida en Dios. En el caso de quien salta al vacío, la delega en la muerte, pero ambas acciones están animadas por el estímulo subyacente de que no hay nada que perder.

Por entonces, cuando sentí que saltaba a ese vacío que comparten ambas acciones, con el estómago encogido como si en verdad me hubiera lanzado en caída libre, recordé al marido de mi profesora de secundaria, seguidor del movimiento Breslov, que animaba a rezar en un estado de trance alcanzado a través de estupefacientes. Más tarde se dijo que, tras emprender una meditación espiritual en el tejado de la sinagoga, había acudido al encuentro de la muerte al saltar sin darse cuenta en un momento de máxima exultación.

Ese era el precio que nos exigía la oración. No bastaba con dirigirse a Dios desde la seguridad, no; requería que estuviéramos dispuestos a asumir riesgos, a ser vulnerables. Solo entonces un poder supremo nos tendería la mano, después de habernos entregado a él. Una oración no era un salmo que uno murmuraba con indiferencia, que repetía para sus adentros o que sentía solo en su conciencia, sino un acto con cuerpo y alma y que afligía a ambos con intensos espasmos de subyugación devota. Quien oraba con fervor invitaba al espíritu de la oración a instalarse en su interior y a ocuparlo, desde el mismo centro hasta los recovecos más recónditos de su ser. Por eso también habíamos aprendido a shuckle mientras rezábamos, que era el arte de balancearse adelante y atrás enérgicamente para favorecer tal proceso.

Pero esa noche, con veinticuatro años, volví a dirigirme a Dios de la misma manera que lo hacía de niña: como si se tratara de un viejo amigo, como si fuera tangible y me escuchara desde el más allá con el carácter que siempre le había atribuido, colérico pero benévolo. Formulé las invocaciones en silencio, las palabras daban vueltas en mi mente como un grabado caligráfico, como si las cincelara en el éter. Mientras murmuraba las oraciones de un viejo salmo que siempre me había gustado, una imagen de mí misma, más joven, se introdujo de pronto y a plomo en mi conciencia sin darme tiempo a defenderme de su acometida.

Allí estaba yo, con doce años, sentada junto a la puerta del despacho de la directora. A pesar de mi edad, continuaba metiéndome en problemas por motivos que no alcanzaba a comprender. Sabía que esa vez el rabino llamaría a mi abuelo, mi abuelo llamaría a mi tía, y yo tendría que aguantar semanas de sermones y estrecha vigilancia por algo que había dicho, que llevaba puesto o que había hecho en la escuela sin darme cuenta. Recuerdo estar sentada en aquel duro banco de madera como si fuera ayer, con la espalda encorvada en actitud de derrota, mirando el suelo rayado mientras sentía el escozor de los ojos, que amenazaban con desbordarse de lágrimas y componer un falso retrato de culpabilidad, triste y cansada, a la espera de que la aplicación de la justicia pusiera fin a aquel atropello. De manera que empecé a rezar el Salmo 13, la oración que, siguiendo un ritual supersticioso, solía repetir hasta la saciedad cada vez que me encontraba en situaciones difíciles. Me lo sé de memoria; es un himno magnífico, con un lenguaje efectista que transmite un mensaje contundente; sus tajantes afirmaciones insinúan una relación estrecha y directa entre Dios y quien alza la súplica. Susurro para mí las palabras en hebreo:

¿Hasta cuándo, Señor?

¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?

¿Te olvidarás de mí para siempre?

¿Hasta cuándo debo estar angustiado, y andar triste todo el día?

¿Hasta cuándo mi adversario me dominará?

Señor y Dios mío, mírame y respóndeme;

ilumina mis ojos, y mantenme con vida.

Que no diga mi adversario que logró vencerme.

¡Se burlará de mi si acaso caigo!

Yo confío en tu misericordia;

mi corazón se alegra en tu salvación.

Te cantaré salmos, Señor,

porque tú siempre buscas mi bien.

Y entonces, cuando iba por veintiséis o veintisiete repeticiones, se abrió la puerta del despacho, si bien no fue el rabino quien asomó, sino la secretaria, que dijo que la directora estaba muy ocupada para recibirme y que era mejor que volviera a clase. ¡Oh, qué alegría experimenté durante el corto trayecto de vuelta al aula, consciente de que me había librado de un castigo seguro! ¿Cómo describir mi asombro al creer que, con mi oración, quizá había tendido la mano a algo mágico y poderoso que, desde el otro lado de un muro imponente, era capaz de salvarme?

Años después, volví a buscar en mi interior ese espíritu que había perdido durante mi desarraigo, porque me aferraba a la creencia de que aún conservaba la capacidad de hacer que lo imposible se materializara, de percibir lo invisible, de servirme de otra dimensión. En esa ocasión evoqué las imágenes turbias de mi desesperación, los retratos de la derrota que me asaltaban con frecuencia, y las presenté de nuevo ante la mirada de Dios para que comprendiera lo delicado de mi situación en toda su magnitud. Al fin y al cabo, ¿acaso no era ese mi poder especial, el de suscitar una respuesta mediante una descripción emotiva? Mi súplica, la primera tras un largo periodo de silencio, era como una entrevista importante que estaba obligada a superar con éxito; debía recalcar lo apurado de mi situación para no desperdiciar la audiencia que me había concedido. Si lo conseguía, como había hecho a los doce años cuando necesité su ayuda con urgencia, si mi desesperación resultaba tan pura y auténtica como lo había sido entonces, estaba claro que también esta vez sería capaz de lograr mi salvación.

No tardé en sentirme agotada por el esfuerzo, poco más o menos como con la plegaria que había alzado de niña, como si advirtiera que mi almacén espiritual se vaciaba y supiera que al ser humano se le ponía a prueba cada vez que luchaba por llegar a Dios. Estaba claro que los seres terrenales contaban con una cantidad limitada de energía espiritual, y yo no había recargado la mía en mucho tiempo. Cuando acabé la oración, esperé un rato junto a la ventana, casi aguardando una respuesta celestial, o por lo menos una señal sutil, pero no sucedió nada; mejor dicho, nada tan concreto como lo que ocurrió aquel profético día en la escuela, cuando la secretaria se plantó en la puerta cual aparición sobrenatural y fue como si Moisés hubiera separado las aguas del mar Rojo ante mis ojos.

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