Exodus

Exodus


3. Acción

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Handlung - Acción

האנדלונג

De algún modo, Manhattan a principios de otoño parecía más amable, más inofensivo. A medida que el calor pegajoso remitía y el frenesí temporal de verano iba decayendo y adoptando el ritmo más fiable y consistente de los hábitos urbanos rutinarios, volví a reconocer a sus habitantes habituales, aquellas mujeres de paraguas de lunares que avanzaban entre chapoteos bajo las lluvias breves y refrescantes, calzadas con sus botas de agua Hunter multicolores, y que cerraban los paraguas para echar un vistazo al cielo al ver que el sol, infinitamente más amable que en los meses anteriores, parpadeaba de manera fugaz tras un manto de nubes dispersas. Me encantaba el tiempo de Nueva York durante los periodos de transición entre las estaciones, esas tormentas y granizadas que se desataban con la misma rapidez que desaparecían, el cambio y el movimiento que se respiraban en el aire de manera incuestionable. Por fin la ciudad avanzaba a un paso con el que me sentía familiarizada, y cuando los conocidos vendavales otoñales llegaron para arrancar las hojas de las ramas, sentí un extraño alivio. Quería olvidar el viaje, borrar de mi memoria que el verano había tenido lugar, porque durante ese tiempo había aprendido algo aterrador a lo que aún no podía enfrentarme, si bien era incapaz de ponerle nombre.

Sin embargo, de pronto consultar la cuenta corriente me producía un inconfundible estremecimiento de placer. Era un verdadero milagro repasar las cuentas y comprobar que estaba al día con los pagos en una fecha en la que había temido llegar a números rojos. Y aunque técnicamente el milagro lo había obrado yo, me resultaba difícil determinar qué circunstancias había propiciado yo misma y cuáles podían atribuirse a otros factores. Desde pequeña, sabía que Dios podía actuar a través de otros o de uno mismo, y una parte de mí ponía en duda que hubiera sido capaz de obrar esa magia yo sola. Si lo que consideraba imposible se había hecho realidad, entonces la responsable no era yo, porque ese tipo de transformaciones tan drásticas solo podían atribuirse a Dios.

Fue una época confusa; de pronto, todo lo que me rodeaba parecía envuelto en un aura espiritual, cargado de energía positiva o negativa, y era como si estuviera tratando de ajustar la mía para sintonizarla bien. Ya no se trataba solo de indicios o señales, ahora todo estaba impregnado de una potencia. La desesperación en la que había estado inmersa el último año al fin había hecho mella; era como si mi mente estuviera bajo la influencia de una droga psicotrópica en dosis bajas. En la búsqueda de lo sobrenatural, había perdido el hilo que me unía a lo prosaico.

Pasé septiembre y octubre suspendida en una nube de embriaguez espiritual. Todo lo que el otoño anterior me había resultado aterrador, de pronto se me antojaba vivificante. Mi vida entera era una aventura irreal, una partida en la que podía jugar mis cartas de infinitas formas, donde no arriesgaba nada. Es probable que esa euforia fuera puramente interna, dado que nadie a mi alrededor pareció advertirla. Isaac no dio la menor muestra de percatarse, y aun así es innegable que por entonces me embargaba la exaltación. Cuando miro atrás, todos los recuerdos pertenecientes a ese corto periodo se hallan envueltos en una bruma brillante. Huelga decir que estaba destinada a estrellarme desde esa altura artificial al cabo de poco, como ocurrió cuando pagué el alquiler de noviembre y me di cuenta de que, una vez más, no tenía dinero.

Recuerdo que por entonces me reuní con mi agente, un día gris en el que los árboles estaban casi desnudos y soplaba un viento helado, un día en que la ansiedad volvía a asediarme de manera tan física y prístina que me hacía sentir sucia y avergonzada. Ignoraba que me encontraba al principio de un patrón que se repetiría mucho tiempo, una rueda en que el miedo al fracaso me hundía en las profundidades más angustiosas y de las que salía catapultada hacia alturas vertiginosas y extáticas siempre que me salvaba por un pelo de la ruina. Ese día, al tenderle el libro corregido para que se lo entregara a la editorial, le pregunté cuándo recibiría el siguiente pago del anticipo, que según establecía el contrato debía hacerse efectivo a la entrega del manuscrito, pero mi agente me explicó que, en realidad, el contrato era una especie de notificación oficial de que la burocracia se pondría en marcha una vez que el manuscrito hubiera sobrevivido a los ojos críticos y se considerara listo para imprimir. Me confesó que no podía decirme cuándo me harían efectivo el siguiente adelanto. En el mejor de los casos, el proceso de aceptación oficial les llevaría dos meses, incluida la burocracia, y, si todo iba bien, yo volvería a estar a flote en Año Nuevo. Sin embargo, me advirtió de que en las editoriales las cosas iban despacio. Al ver la cara que puse, suavizó el tono y me propuso que me buscara un trabajo. «¡En mis tiempos, entraba en las tiendas y preguntaba si necesitaban a alguien!».

De no haberme encontrado tan al límite, me habría echado a reír. En sus tiempos. Antes de internet, cuando se ofrecía trabajo en todas partes y nadie reservaba los puestos para alguien a quien conocía en persona o por la red, cuando todo el mundo tenía acceso a un empleo y las personas con estudios que procedían de hogares de clase media no vivían en la calle con la estera que antes utilizaban para hacer yoga y ahora hacía las veces de saco de dormir. ¿En qué realidad vivía esa mujer? ¿Cómo iba a entenderlo? Era imposible. Había amasado una fortuna y se había retirado con desahogo. Aunque le describiera mi situación en detalle, sería como hablarle en otro idioma. Jamás lo sentiría de manera física como yo.

Volví a casa a pie, sintiéndome sola y resentida, sobre todo porque probablemente mi agente era la única persona de Nueva York que disponía de la información necesaria para comprender las circunstancias en las que me encontraba y, aun así, había decidido apelar a la profesionalidad para mantener las distancias, de manera que mi situación no le afectara. Lo único que le importaba era que los manuscritos se entregaran a tiempo, que se cumplieran las promesas contractuales y, por supuesto, llevarse un porcentaje. Me recordé que, aunque yo había logrado vender un libro cuando ni siquiera lo había escrito, en el peor momento de la recesión de los últimos tiempos, siendo una total desconocida de veintidós años, nada de todo aquello tenía valor comercial. Hacía poco habíamos mantenido una reunión con la editora durante la cual esta nos había informado con aire solemne de que, si bien Unorthodox era una obra dirigida a un público muy restringido, seguirían adelante con el proyecto y harían una generosísima tirada de ocho mil ejemplares, como gesto de buena voluntad. Según me explicó mi agente más tarde, ocho mil era el número mínimo de ejemplares que solía publicar una editorial grande como aquella. Como era natural, la reunión aceleró mi caída en una horrorosa falta de confianza en mí misma y el presentimiento punzante de que me esperaba la ruina absoluta. En esos momentos consideraba que el libro era mi única oportunidad, la única posibilidad de que mi situación cambiara y pasara de algo que se parecía bastante a la supervivencia a una estabilidad relativa y fundamental. Asimismo, necesitaba que alguien más creyera en el libro que había escrito. Al fin y al cabo, tenía deudas que algún día debería saldar. Precisaba algo más que unas migajas para salir del apuro; un empujón que me ayudara a subir los escalones de la clase media, a notar un suelo bajo mis pies, por fino y poco firme que fuera.

Recogí a Isaac en la escuela, donde al menos él continuaba cosechando los frutos de mi protesta del año anterior y estaba perfectamente adaptado y a gusto con sus compañeros. Incluso había hecho amigos. Tomamos el autobús que llevaba a la parte alta de la ciudad, a nuestro apartamento, donde calenté unos macarrones con queso que nos llevamos al sofá. Lo observé mientras comía, lo miré como si fuera la primera vez; había crecido muchísimo en los últimos tiempos. Cumpliría seis años en primavera, y el siguiente curso iría a primero, aunque solo Dios sabía dónde. La escuela era un jardín de infancia. La mayoría de los niños que iban allí, luego pasaban a escuelas adscritas al judaísmo ortodoxo moderno. Sin embargo, yo no podría alargar la mentira mucho más. Albergaba la esperanza de que, para cuando llegara ese momento, ya tendría el divorcio civil e Isaac podría asistir a la escuela que él quisiera. Pero, claro, también había que conseguir que lo admitieran y, sin dinero, ¿cómo me las arreglaría? Ya sentía de nuevo el pánico y tenía pensamientos circulares que no llevaban a ninguna parte, que solo se cerraban sobre sí mismos hasta implosionar en pequeños fuegos artificiales impregnados de desesperación.

Miré su sedoso cabello rubio, el hoyuelo de la mejilla izquierda que tanto amaba, los grandes ojos azules de su padre, esos ojos que tan feliz me habían hecho el día que nació, porque justo ese rasgo era el que había querido que heredara del hombre que habían elegido para mí, ese color tan estadounidense que quizá lo ayudara a sentirse más cómodo consigo mismo de lo que yo me había sentido jamás. Sabía que no tendría más hijos. Nunca lograría sentirme lo bastante segura para volver a asumir una responsabilidad tan absoluta con relación a otro ser humano. Justo entonces se me ocurrió que, como era joven y ya había dado a luz, sería una candidata ideal para la donación de óvulos; en el campus del Sarah Lawrence solía haber anuncios de ese tipo, ya que las mujeres jóvenes con educación universitaria eran productos especialmente valiosos para el catálogo de cualquier clínica privada de fertilidad. Se había evaluado mi inteligencia, mi fertilidad había quedado demostrada, y quizá hasta mi judaísmo resultara ventajoso en ese caso. Sabía que la mayoría de los rabinos habían decretado que un niño nacido de una donación de óvulos solo sería considerado judío si tanto la gestante como la donante podían demostrar su ascendencia judía.

Sí, se trataba de una explotación física abyecta, un procedimiento invasivo que tendría secuelas tanto físicas como psicológicas, pero a diferencia de las otras formas de explotación que podría haber escogido, la donación era totalmente legal y estaba bien pagada. Tal vez no estuviera regulada, pero tampoco estaba prohibida. Además, ¿qué opción me quedaba? No podía permitirme seguir esperando milagros, vivir en ese limbo asfixiante. Estaba cansada de verme obligada a caminar hasta el borde del precipicio una y otra vez, de poner a prueba mis límites hasta el extremo. No habría milagros. Esta vez, cuando reuniera el dinero que necesitaba para seguir adelante, no sería Dios el que actuara a través de mí. Sería mi propio cuerpo el que me proveería de sustento, de la manera más corpórea posible.

La gran ironía de este proyecto radicaba en el hecho de que, aunque estuviera ofreciendo mi cuerpo para su uso, por primera vez en mi vida sería yo quien lo decidiría y, por lo tanto, resultaría doblemente triste. Al fin y al cabo, se trataba de una de las razones por las que me había ido, para liberar tanto mi cuerpo como mi mente, y no había imaginado que me encontraría en una situación semejante, en la que tendría que volver a ofrecer mi yo físico para su inspección y uso ajenos. Sin embargo, mi determinación era férrea, y con ella recobré una pequeña parte de aquella satisfacción previa, pues en ese momento supe que volvía a empuñar las riendas y tuve el convencimiento de que siempre estaría dispuesta a hacer lo que fuera necesario para conservarlas.

A la mañana siguiente visité la clínica de la Quinta Avenida, donde esperé junto a otras mujeres, mayores que yo, adineradas. Tenía las mejillas encendidas porque, en medio de todas ellas, sabía que resultaba muy obvio qué me había llevado allí y me mortificaba la declaración tácita, pero evidentemente pública, de mi pobreza y desesperación. Aun así, reconozco que me sorprendió que todas aquellas mujeres, pertenecientes a una clase privilegiada y con la educación que suele llevar aparejada, estuvieran dispuestas a hacer oídos sordos de manera temporal a los principios éticos que pudieran tener frente a la oportunidad de ser madres. Me percaté de que el personal médico y de enfermería empleaba conmigo un tono y una cadencia distintos en comparación con la forma en que se dirigían a esas mujeres esbeltas y de piel tersa. Cuando salí de la consulta, después de haberme sometido a las pruebas necesarias y haberle dejado a la enfermera los viales de sangre y fluidos corporales, salí a una calle azotada por el viento como si me adentrara en otro mundo. De pronto estaba claro que había dos estratos, el superior y el inferior, y que el segundo solo existía en beneficio del primero. Mi cuerpo era mi último recurso, y una vez más, incluso en esa nueva vida, deseaba estar fuera de él.

Tiempo después, viviendo en Alemania, al comentar que había donado óvulos habría quien reaccionaría ante esa revelación con la sorpresa que los estadounidenses habrían mostrado si hubiera hablado de prostituirme. Aunque la prostitución era una profesión legítima en la mayoría de los países europeos, donar óvulos a cambio de dinero era ilegal. Parecía que todo estuviera del revés, era como si no hubiera podido traicionarme a mí misma de manera más abyecta. ¿Acaso no me había consolado pensar que por lo menos no me prostituía? Más tarde, mientras sufría los efectos secundarios, no habría sabido decir con claridad cuál de las dos opciones era el verdadero mal menor. Al fin y al cabo, había conocido a muchas mujeres en Nueva York que se habían prostituido de manera informal, a través de oscuras redes clandestinas, a cambio de un dinero extra o de ropa buena, básicamente a cambio de un estilo de vida más desahogado. Y muchas otras que lo habían hecho solo para sobrevivir. No se trataba de algo tan radical. Casi formaba parte de la cultura. ¿La decisión de donar óvulos también se integraba en esa cultura de la explotación?

Las jeringuillas llenas de hormonas llegaron en un envío especial refrigerado, junto con instrucciones detalladas. La etapa de inyecciones duraría dos semanas, al final de las cuales tendría que pincharme una dosis de activación especial, y cuarenta y ocho horas después se realizaría la aspiración. El manual explicaba que debía pellizcarme la barriga y no soltar el trozo de piel hasta inyectarme todo el vial. Era probable que me saliera un cardenal en el lugar del pinchazo; en el caso de que las inyecciones posteriores resultaran dolorosas a causa del hematoma, solo tenía que escoger otro punto, siempre en la barriga. Advertían de que si desarrollaba algún síntoma, como dolor abdominal, sangrado y demás, debía llamar a la clínica, y si eso ocurría fuera de las horas de atención al público, acudir al hospital. La guía no explicaba ni el origen de los síntomas ni la probabilidad de que aparecieran.

Al observar las largas y finas agujas, me sorprendió que no me provocaran la ansiedad de siempre. ¿Cuándo me había convertido en esa persona que se desprendía de sus antiguos miedos como si fueran lujos que ya no podía permitirse? La primera inyección fue bien, apenas noté la aguja mientras sujetaba el pellizco de piel con firmeza entre los dedos, pero la irradiación del frío líquido resultaba muy molesta, por lo que tuve que ir despacio, introduciéndolo gota a gota hasta que no quedó nada en el vial. Ese día me sentí relativamente normal, igual que el siguiente; quizá no fue hasta el cuarto por la tarde cuando empecé a notar una ligera hinchazón en el vientre. Aun así, me dije que el tratamiento no era ni la mitad de malo de lo que esperaba y que, al final, tal vez resultara un sacrificio muy pequeño a cambio de una recompensa generosa. Unos días después, la ligera hinchazón se transformó en una pesadez inequívoca, como si transportara piedrecitas en la barriga. Al décimo día las piedras eran grandes y duras; su peso tiraba de mí hacia delante de tal manera que me costaba mantenerme derecha. Informé a la clínica y les describí la sensación, pero me dijeron que era normal, que se debía a que los ovarios estaban llenándose de folículos. «Por lo general, a lo largo de la vida de una mujer los ovarios nunca alcanzan un tamaño superior al de una nuez. Se supone que los tuyos deben crecer hasta el tamaño de, por decir algo, una naranja». Me estremecí ante aquella imagen y el teléfono se me resbaló de las manos sudorosas. Si de manera natural los ovarios nunca alcanzaban el tamaño de una naranja, ¿no sería lógico pensar que no deberían hacerlo?

Esa noche me despertó un dolor agudo en el vientre. Di vueltas y más vueltas, pero lejos de desaparecer, el malestar se intensificaba cada vez que cambiaba de postura. Según las instrucciones, yo debía acudir al hospital, pero no quería dejar solo a Isaac, así que llamé a una amiga que sabía que se despertaría con la vibración del móvil, le expliqué que tenía una emergencia y le pregunté si podía venir a quedarse con él. No entré en detalles, pero al cabo de veinte minutos se encontraba en la puerta. Para entonces, yo ya estaba vestida y lista para recorrer con paso vacilante las pocas calles que me separaban de la sala de urgencias del Monte Sinaí.

Una vez allí, empecé a explicarles lo de la donación de óvulos y que me habían indicado que acudiera al hospital si aparecían esos síntomas, pero enseguida me percaté de que las enfermeras a cargo de las admisiones me miraban desconcertadas, como si nunca se hubieran encontrado con un caso similar o no estuvieran preparadas para ello. Llamaron a un médico, y por sus erráticas preguntas intuí que él tampoco se había topado nunca con nada parecido; es decir, que nunca había tratado a una donante de óvulos y desconocía el protocolo por completo. Fue a realizar una consulta y cuando regresó me dijo que podría tener SHO, síndrome de hiperestimulación ovárica, y que si bien se trataba de un síndrome identificado, apenas se sabía nada acerca de cómo o por qué se producía, ni de cuáles eran las consecuencias a corto o largo plazo; sin embargo, lo más importante era descartar una torsión ovárica, así que iba a pedir una ecografía. Por su tono cortante y su lenguaje corporal esquivo mientras me informaba del diagnóstico, tuve la clara impresión de que me consideraba una estudiante que había asumido un riesgo absurdo para ganar un dinero extra. No imaginaba que pudieran existir motivos más profundos para tomar semejante decisión.

En la sala de ecografías, el técnico me paseó el transductor por el vientre y se mostró igualmente confuso cuando por fin comprendió que aquellas esferas del tamaño de pomelos eran mis ovarios. Comentó que era la primera vez que veía algo así, por lo que no sabía qué recomendar, pero que no podía ser bueno para mi cuerpo. Aunque percibí el juicio velado en su voz, seguía concentrada en la palabra pomelo. ¿Los pomelos no eran más grandes que las naranjas? ¿Aquella mujer no había dicho una naranja? Me enviaron a casa por la mañana y me indicaron que llamara a la clínica, ya que ellos tenían más experiencia en esos casos. El médico creía que no existía una amenaza inminente de torsión, pero no podía asegurarlo.

En la clínica me dieron cita de inmediato y volvieron a hacerme una ecografía, esta vez con su máquina cara y sofisticada. La doctora me aseguró que no había nada de que preocuparse, que todo estaba en orden, que lo estaba haciendo muy bien y produciendo un montón de óvulos. Tanto era así que incluso podíamos adelantarnos y ponerme ya la inyección de activación para programar la aspiración. La noticia me alivió, no quería ni imaginar lo que me esperaba si mis ovarios seguían creciendo; además, seguro que después de la aspiración recuperaban su tamaño habitual, como si no hubiera pasado nada. Estaba impaciente por que realizaran la extracción y poder continuar con mi vida. Pensé que simplemente lo olvidaría y todo volvería a la normalidad. Creía que me convencería de que había valido la pena cuando viera el cheque.

El día de la punción, llevé a Isaac al colegio, y luego me recogió uno de esos coches con conductor que suelen pasearse por las avenidas más lujosas y me condujo a una clínica privada, donde un anestesiólogo primero me inyectó fentanilo para inducirme el estado inicial de relajación y somnolencia y después me colocó un catéter por donde me introducirían la anestesia que me dormiría durante la intervención. Me llevaron a la mesa de exploración ginecológica, me pidieron que contara hacia atrás desde diez. Sentí cómo el anestésico me quemaba el brazo, pero solo fui capaz de llegar hasta tres antes de que la oscuridad me envolviera.

Cuando desperté, estaba en la sala de recuperación. Lo primero que noté fue la euforia, esa sensación increíble, incomparable e indescriptible de bienestar absoluto y sin fundamento que por lo visto es habitual mientras el fentanilo abandona poco a poco tu organismo. La enfermera se acercó para preguntarme si me apetecía comer o beber algo, ya que había tenido que ayunar antes de la intervención, y la miré igual que si fuera un ángel de la guarda.

—Lo has hecho muy bien —dijo sonriendo⁠—. Creo que te han extraído seis docenas, si no más.

Sonreí a mi vez, agradecida, como si me hubiera dedicado un cumplido. Fue más tarde, ya en casa y metida en la cama hecha un ovillo a causa de los calambres más dolorosos que haya tenido jamás (le dije a Isaac que me dolía la barriga), cuando pensé que seis docenas era una cantidad desmesuradamente alta. ¿No me habían dicho que tratarían de que produjera unos seis en cada ovario, es decir, un total de doce? ¡Cómo no iban a tener mis ovarios el tamaño de un pomelo! ¡«Hiperestimulada» se quedaba corto! En ese momento comprendí que me habían hecho inyectarme una dosis superior a la habitual de manera intencionada.

Horrorizada, me puse a buscar información al respecto en internet y leí varios foros donde mujeres que habían pasado por experiencias similares aportaban su testimonio. Me enteré de que, por desgracia, se trataba de un engaño habitual en la industria, y dado que la donación de óvulos aún no estaba regulada en Estados Unidos, técnicamente no era ilegal jugar con las dosis de hormonas. Algunas afectadas habían creado un grupo y estaban enviando peticiones al Congreso para que se estableciera una normativa clara al respecto, a fin de que las donantes estuvieran más protegidas, pero por el momento éramos conejillos de Indias con las que la industria experimentaba a su antojo, y nadie se había parado siquiera a pensar en las consecuencias. Unos años después, leería artículos sobre antiguas donantes con cáncer de ovarios que estaban luchando para que se investigara si existía una relación, pero incluso entonces esa práctica continuaba aún pendiente de regulación.

En la clínica estaban tan satisfechos con los resultados que, cuando fui a recoger el cheque de diez mil dólares, me preguntaron si estaría dispuesta a realizar una nueva donación al cabo de dos meses.

—¡No! —contesté con un tono que transmitía a las claras el horror que me producía la propuesta.

—Pero ¿por qué? —preguntó la doctora, que parecía sinceramente sorprendida⁠—. El tratamiento ha ido muy bien y es evidente que tiene una fertilidad óptima.

—¡Me sobreestimularon! —exclamé⁠—. Produje tantos óvulos porque me dieron una dosis demasiado alta de hormonas. ¿Cómo voy a confiarles mi salud cuando son capaces de hacer algo así solo para aumentar sus beneficios? Sigo siendo un ser humano; no soy una máquina que optimizar para obtener mejores resultados.

—Bueno, creo… —balbuceó— creo que no… Es decir…, le dimos la dosis habitual para una mujer de su edad. Al fin y al cabo, tuvo un hijo con diecinueve años, pero ahora tiene veinticinco. La fertilidad varía mucho con el tiempo. Partimos de que ahora no es tan fértil como entonces… Compréndalo, todavía no es una ciencia exacta. Pero si donara de nuevo, ajustaríamos la dosis, ahora que sabemos…

—No pienso volver a donar nunca —⁠afirmé con voz acerada⁠—. Y le aseguro que no se lo recomendaré a nadie.

Aunque podría pensarse que el hecho de no dejarme pisotear me reportaría cierta satisfacción, no fue así.

Al final, habían obtenido lo que querían de mí. Lo único que saqué de todo aquello fue el cheque, ese que me quedé mirando en la acera, frente al imponente edificio de oficinas del centro de la ciudad: un uno seguido de cuatro ceros. Había descubierto por qué la donación de óvulos estaba tan bien pagada. No solo compraban tus óvulos, compraban tu vida.

Después de la punción, tuve ciclos irregulares y extremadamente dolorosos durante años, y sufría episodios esporádicos de torsión ovárica que me dejaban incapacitada durante días, si no semanas. Mi cuerpo nunca volvería a ser el mismo, como varios médicos confirmarían más adelante, ya en Europa. Sin embargo, aunque sus rostros sorprendidos me recordarían la humillación y la degradación a la que me había visto obligada a someterme, también me haría comprender que había estado dispuesta a sufrir y a sacrificarme para sobrevivir, para que mi hijo pudiera alcanzar la plenitud en su nueva vida sin que mis escasos recursos supusieran un obstáculo que saboteara su desarrollo. La vergüenza siempre iría acompañada de una especie de orgullo obstinado, y pasó mucho tiempo antes de que me decidiera a hablar de ese capítulo de mi vida, porque estaba convencida de que nadie sería capaz de comprender lo complejo de mis circunstancias o emociones. Quizá siga siendo así, pero ahora lo comento de vez en cuando, pues he hecho las paces conmigo misma, y en realidad eso es lo único que importa.

Dios es como esa muleta que, cuando la sueltas, descubres que no necesitabas porque las piernas siempre te han funcionado. Estaba decidida a dejar de ver el mundo desde una óptica mística, convencida de que en el futuro me iría mejor si evitaba que ese prisma distorsionara mi visión de la realidad, por mucho que pudiera ofrecer algún consuelo.

La mañana del 25 de diciembre me subí al coche para dar una vuelta por la ciudad, cosa que no solía hacer. No esperaba el paisaje posapocalíptico con que me encontré al circular por la autovía FDR a toda velocidad sin toparme con ningún coche ni ver barcos navegando por el East River. Lo mismo ocurría en la autopista West Side. En veinte minutos recorrí un trayecto que, por lo general, me habría llevado más de una hora. Cuando conducía por las estrechas calles del Soho, habitualmente repletas de selectos compradores, solo vi escaparates con las persianas bajadas y cubos de basura metálicos que iban de un lado a otro empujados por el viento.

Aquella desolación resultaba escalofriante en una ciudad como Manhattan, que yo solo conocía en constante y desaforado frenesí, lo cual puso de claro manifiesto lo fuera de lugar que estaba en ese mundo, pues me mostró de manera concreta y evidente que en ese momento los demás seres humanos tenían un hogar. Ese era el alcance real de mi soledad; no una simple rareza, sino una extraña anormalidad. Fue entonces cuando sentí en lo más hondo de mí que era una nave vacía y sin amarras, flotando en el espacio sideral, atrapada más allá de los límites de la vida.

Por la tarde, fui a recoger a Isaac a casa de su padre. Eli me miró de manera inquisitiva y dijo:

—Pronto hará tres años de tu marcha. No vas a volver, ¿verdad?

Negué con la cabeza, esta vez convencida hasta la médula de la respuesta. Los saltos al vacío a los que había sobrevivido en los últimos años me habían ayudado a trazar una línea entre mi pasado y yo. El mismo sufrimiento en sí era como un muro de ladrillo que bloqueaba el paso y me impedía regresar.

—Entonces, ¿podemos pedir un guet? —⁠preguntó.

Imaginé que estaba pensando en volver a casarse, para lo cual no necesitaba un divorcio civil en la comunidad judía, pero sí uno religioso. En términos prácticos, también podía conseguirlo sin mi consentimiento, pero se trataba de un proceso muy lento y costoso ya que requería un heter meá rabanim (literalmente, «permiso de cien rabinos»).

—Sí, claro, iremos juntos cuando esté lo del divorcio civil.

Mi abogada me había informado de que el guet era una figura protegida en el estado de Nueva York y de que sus condiciones debían someterse a las acordadas en el divorcio civil. Por mi parte, me era indiferente obtener un divorcio religioso o no, ya que había decidido apartarme de la observancia religiosa, pero ese era un extremo que él desconocía. Además, que a Eli aún le importara suponía una pequeña ventaja para mí, aunque empezaba a tener mis dudas, ya que últimamente también él había comenzado a cambiar de aspecto. Primero fue recortándose la barba hasta que un día esta desapareció por completo. Luego les llegó el turno a los payós, cada vez más cortos, tanto que acabaron convirtiéndose en pequeños mechones casi invisibles que parecían patillas.

—De acuerdo, nos sentaremos a la mesa de mediación —⁠dijo.

Me alegré de que estuviera dispuesto a evitar una batalla judicial.

La abogada se alegró mucho cuando le conté la conversación, dijo que nos encontrábamos en una situación ideal: habíamos conseguido aplacar a la otra parte y hacer que bajara la guardia. Al fin y al cabo, siempre habíamos querido la mediación. Prepararía la propuesta y se la enviaría a su abogado. Por un tiempo habría un toma y daca, pero al final llegaríamos a un acuerdo.

—No quiero pedir nada —la avisé⁠—. Solo la custodia.

—¡Pero, querida, tienes derecho a un mínimo de pensión alimenticia! Dudo que ningún juez acepte un acuerdo de mediación sin manutención, ni siquiera es legal.

—Bueno, no declara sus ingresos, y sé que no quiere que eso salga a la luz; es mi baza para la negociación. Tengo la opción de prometer que no le causaré problemas. Además, técnicamente, un juez no puede asignar un porcentaje sobre un ingreso inexistente, ¿no?

Aceptó de mala gana, pues le preocupaba que más tarde me arrepintiera de esa decisión. Una vez firmado el acuerdo, me advirtió, sería casi imposible pedir una manutención si, por ejemplo, nuestra situación cambiaba. Sin embargo, eso no me preocupaba. Había aprendido que, fueran cuales fuesen las circunstancias, solo podía confiar en mí misma. Eso siempre era mejor que depender de otra persona, y estaba dispuesta a encarar el futuro ateniéndome a esos términos. Volví a casa dando saltitos, con la sensación de que la libertad me esperaba a la vuelta de la esquina. ¿Quién sabía?, ¡el próximo verano podría estar viviendo en otro lugar! Abracé con cautela un nuevo y prudente optimismo.

En febrero, la editorial empezó a concertarme entrevistas. No me dieron ninguna preparación previa, simplemente me indicaban la persona con quien debía reunirme, el lugar y la hora. Mi agente me advirtió de que no estaba en condiciones de ponerme selectiva, y que casi debería agradecer emocionada el menor interés que la prensa pudiera mostrar por mí, de modo que no me sentí autorizada para cuestionar por qué debía conceder una entrevista a The New York Post, el peor tabloide de la ciudad, ni entendí que sus titulares se reprodujeran de manera distorsionada en la prensa amarilla de otras partes del mundo. Por entonces tampoco sabía cómo debía dirigirme a los periodistas. Hablaba con ellos igual que lo habría hecho con un amigo, y no estaba preparada para que mis declaraciones se publicaran fragmentadas y manipuladas a conveniencia, sacadas totalmente de contexto para presentar una imagen más procaz que suscitara mayor interés. Mi infancia seguía ejerciendo una gran influencia en la manera en que me relacionaba con cualquier forma de autoridad; traté a los dioses menores del periodismo con las mismas intenciones honestas e ingenua sinceridad con que había intentado cautivar a Dios.

De la noche a la mañana, experimenté la típica invasión estadounidense de la «fama», en palabras de Baudrillard, esa desaparición instantánea y absoluta del anonimato que me arrolló como una avalancha y me aturdió, un alud que me arrancó las capas de personalidad con que me cubría y que dejó en carne viva mi ser, despiadadamente desollado. Perdí la capacidad de saber quién era; de pronto solo existía dentro de un marco impuesto por el público, sujeta a sus dictados. En esa época de mi vida, aprendería que la fama puede suponer la mayor pérdida de libertad de todas. ¿Acaso no había pasado ya por la experiencia de vivir en un mundo donde todos parecían saber mejor que yo quién era? Sin embargo, tenía la sensación de que ninguna de esas limitaciones anteriores podía compararse con esa red psicológica que lo abarcaba todo, en la que había acabado enredada sin remedio como la agitada captura de un pescador, sometida al escrutinio de los expertos antes de terminar servida en un plato del que todos estaban invitados a comer.

Sin embargo, la entrevista de The New York Post, aunque resultara humillante cuando la leí, desencadenó una oleada de interés que llegó a su apogeo antes de la fecha oficial de publicación del libro. Barbara Walters, antigua alumna del Sarah Lawrence, me llamó para invitarme a su programa de entrevistas de ámbito nacional, The View, un magacín que, según me informó mi editorial, Simon & Schuster, verían más de doce millones de personas. A mi editora le temblaba la voz de emoción cuando me lo comentó por teléfono. La situación había cambiado de manera drástica a lo largo de la última semana; de pronto, el libro ya no estaba dirigido a un lector muy específico, sino que era claramente capaz de despertar el interés del público en general. En la editorial, casi estaban desbordados de nervios y emoción ya que, al final, no disponíamos de suficientes ejemplares impresos para semejante demanda. Aunque habían hecho un pedido para intentar cubrir la avalancha de compras por adelantado que les habían llegado a raíz de la aparición de la entrevista en The New York Post, no estaría listo hasta al cabo de unas semanas, y ni siquiera la cantidad solicitada bastaría para atender la demanda que solía derivarse de ese tipo de entrevistas televisadas.

La mañana del día oficial de publicación, el mismo que debía aparecer en el programa, me llamó mi abogada.

—Tengo malas noticias —anunció.

Agarré el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se me quedaron blancos.

—¿Qué ocurre?

—El abogado de Eli se ha puesto en contacto conmigo. Creo que es religioso y sospecho que ha visto el Post. Dice que recomendará a su cliente que no acuda a mediación y que solicite la custodia exclusiva. Me ha dado la impresión de que le parece un castigo justo por tu comportamiento. Es ridículo, le he dicho que ese tipo de alegaciones no se sostendrían en los juzgados de Manhattan. Pero si Eli continúa adelante, nos veremos obligadas a ir a juicio, y eso podría significar años, y mucho dinero. De manera que, aunque pudieras ganar, no es lo que yo recomendaría. ¿Crees que podrías hacer algo para que recapacite?

Respiré hondo y me armé de valor.

—Puedes llamar ahora mismo a su abogado e informarle de que hoy estaré a las doce en The View comentando lo de su amenaza ante una audiencia de doce millones de espectadores. Pregúntale si es eso lo que desea. Si quiere que mantenga la boca cerrada sobre el asunto de la custodia, más vale que a las once esté firmado el acuerdo al que llegamos.

Suspiró.

—Uf. Vale. Pruebo y te digo algo. ¿Seguro que estás dispuesta a obligarlo a enseñar sus cartas?

Me dolía la mano de la fuerza con que agarraba el teléfono.

—Segurísima.

Ya en los estudios, esperaba nerviosa, sentada en un sillón mientras me maquillaban y peinaban, sin quitarle el ojo al teléfono. A las 11.30 me encontraba en el camerino con los demás invitados y seguía sin tener noticias. Mentalmente, empecé a componer una solicitud de custodia adecuada para la televisión nacional. El teléfono no sonó hasta que la asistente me llamó para acompañarme al borde del plató. Eran las 11.50.

—¡Lo ha firmado! —me chilló mi abogada al oído, entre risas⁠—. ¡Aleluya, ya tienes tu divorcio!

Pensé que iba a desmayarme en los mismos peldaños del plató. Pero le entregué el móvil a la asistente, me recompuse, los subí y, medio aturdida, di la entrevista que había preparado.

Una hora más tarde, mi editora se puso en contacto conmigo para informarme de que habíamos vendido cincuenta mil libros electrónicos en una hora. Llamé a mi agente para darle la noticia.

—¿Cómo es posible que hayamos vendido tantos libros electrónicos? —⁠pregunté⁠—. Creía que habías dicho que no se vendían tan bien como los de papel.

—Bueno, pero es que no quedan de papel, ¿no te has enterado? Se han agotado casi al instante.

Tres días después, aparecía en el puesto número dos de la lista de superventas de The New York Times, en la categoría combinada de papel y digital, y todo gracias a las ventas de la edición digital. No dejaban de llegarme mensajes airados desde todas partes del país, de personas que habían recorrido librería tras librería para comprar el libro y habían tenido que volver a casa con las manos vacías y sin que los libreros supieran darles una fecha en la que fuera a estar disponible. Se tardarían tres semanas en reponer las estanterías, tiempo durante el que continuamos en la lista de los más vendidos como resultado de las ventas de ejemplares electrónicos, que no se habían detenido.

Aquella vorágine duró meses, tras los cuales solo amainó de manera parcial. De pronto, me veía obligada a hacer malabarismos para encajar varias entrevistas al día. La pérdida del anonimato resultaba perturbadora, y no solo en sentido general, sino también por la forma en que la gente me abordaba mientras hacía cola para pedir un café o cuando iba con mi hijo en el metro. Lo aterrador era que nunca estaba segura de si la persona que se me acercaba lo hacía con intención de felicitarme o censurarme. Cuando tanta gente posee una idea caricaturizada de ti, ya sea positiva o negativa, empiezas a perder esa perspectiva sobre ti misma que tanto has trabajado y solo te ves en el espejo de sus proyecciones. Comenzaron a llegarme amenazas de miembros de mi comunidad; alguien me reenvió una conversación en yiddish sobre si, según la Halajá (la ley judía), sería lícito matarme en nombre de Dios. Tíos y primos con los que apenas había tenido contacto de pequeña me escribían de pronto cartas en las que me animaban a suicidarme. No podía comer ni dormir. Nunca como entonces necesité tanto escapar de Nueva York.

Cada vez estaba más cerca de lograrlo. De pronto disponía de suficiente dinero en la cuenta corriente para mucho tiempo. Mi vida había cambiado de la noche a la mañana, si bien la nueva versión no era necesariamente más atractiva que la anterior. Me invitaban a fiestas exclusivas y a lugares elegantes; me encontré rodeada de famosos y personas importantes, y del ejército de subordinados y aspirantes a famosos que los veneraban. El dinero me había legitimado y, de pronto, todo el mundo quería ser mi amigo. Y aunque jamás lo hubiera dicho, ese nuevo capital social me abrumó más que mi soledad forzada. Ese mundo se me antojaba falso y peligroso, y ni podía ni quería creer que esa era la otra opción, que en él era donde los demás encontraban su consuelo. Por fuerza debía haber algo mejor, algo más profundo y menos superficial. No había olvidado que me había prometido buscarlo. Pronto. La demanda de divorcio ya estaba en los juzgados, en cuestión de semanas recibiría la sentencia.

De hecho, en la víspera de la Pascua de 2012, una festividad que ya no observaba, pero cuya esencia, no obstante, aún comprendía, mi abogada me la envió por correo electrónico, firmada y rubricada. «¡Ahora ya puedes casarte! —⁠Había escrito⁠—. ¡Es broma!».

Era libre. Era libre de verdad. En la víspera de una festividad que celebraba la liberación del pueblo judío, una judía había sido declarada libre. Ya nada se interponía entre mi futuro y yo.

Bueno, nada salvo el requisito habitual de que viviera dentro de un radio de aproximadamente dos horas respecto a la residencia oficial de mi exmarido, ya que el padre de Isaac conservaba los habituales derechos de visita, igual que antes. Habíamos acordado que se adscribirían de manera estricta a los fines de semana y a las vacaciones, y que evitaríamos que Isaac se viera afectado en la medida de lo posible por los desplazamientos entre los dos.

No obstante, estaba decidida a sacarle el máximo provecho. Dibujé un círculo en el mapa, con la casa de Eli en el centro, y estudié todos los lugares posibles dentro del límite de las dos horas. Nueva Jersey se encontraba al suroeste, un estado que conocía y en el que no deseaba vivir, lleno como estaba de comunidades judías ortodoxas donde me reconocerían con facilidad. Al norte se hallaban las montañas Catskill, donde pasaba los veranos de pequeña, un lugar al que acudían los judíos jasídicos en los meses más calurosos. Recordaba muy bien aquellas semanas en los pantanosos campamentos de verano, en los que las moscas se arremolinaban como tornados sobre los charcos, que nunca se evaporaban a causa del bochorno y la humedad. En dirección sureste estaba Brooklyn, en esos momentos lleno de hípsters y artistas, pero también era el lugar del que yo procedía y al que no me atrevía a volver. Y justo al este se encontraba el condado de Westchester, ese enclave privilegiado, donde se ubicaba la universidad a la que había asistido y que no suponía una verdadera mejora respecto a Manhattan. Moví el dedo más arriba, al noreste, dejando atrás los condados de Westchester y Duchess, crucé el valle del Hudson en diagonal hasta la cadena de los Apalaches, la vieja cordillera aplanada y suavizada por el tiempo, y me detuve en un pequeño triángulo rural, en la confluencia de Massachusetts, Nueva York y Connecticut. Estaba justo en el borde del radio que podía permitirme, al pie de las montañas Berkshire. Conocía el lugar; de hecho, había estado allí antes, durante una breve visita a una amiga de la universidad, Lauren. En realidad, había ido a ver a sus padres, ambos judíos no practicantes que ejercían la abogacía en Nueva York y que tenían una casa en el bosque a la que escaparse los fines de semana y las vacaciones.

Recordaba a la familia de Lauren con claridad porque le había preguntado a su padre cómo era posible que se declarara judío si parecía que ya no observaba ni practicaba los ritos habituales, ni daba la impresión de que mantuviera ninguna relación con la cultura judía. Sin embargo, cuando le preguntaban, insistía en que lo era.

—Es sencillo —contestó—: supongo que siempre he tenido muy claro que si Hitler reapareciera, también llamaría a mi puerta.

Y eso le bastaba, tanto a él como a la mayoría de los judíos que yo había conocido desde entonces: la profunda convicción de que aquello que los unía a todos era esa hipotética vulnerabilidad común, ese gigantesco «Y si…». Eso nos igualaba a todos, era el hilo capaz de conectar a alguien como su hija con alguien como yo, a pesar de las diferencias de clase, económicas y educativas.

Recordé aquella casa de dos plantas, con aire de los años sesenta, situada en la cima de una colina muy arbolada; la parte delantera quedaba cobijada por la sombra perpetua del bosque de abedules, mientras que la trasera, con la galería envolvente, disfrutaba de unas vistas espectaculares de los valles del oeste y, en días muy claros, las Catskill se distinguían en el horizonte lejano como gruesos trazos azulados. Recordé esa visita fugaz y también aquella otra, más prolongada, que le hice a Justine en su casa de California, y dado que resultaba evidente que mis opciones aún eran relativamente limitadas y que con toda probabilidad seguirían siéndolo, ¿por qué no daba un paso drástico y dejaba atrás la civilización? Buscaría un alquiler barato de un año en el extremo noroeste de Connecticut, donde hallaría paz y tranquilidad, e Isaac iría a una magnífica escuela. Solo le quedaba un mes en el jardín de infancia; un mes más en Manhattan y adiós muy buenas.

Acudí con Eli al Bet Din de Estados Unidos para llevar a cabo la ceremonia del guet, como había prometido. Cuando llegamos, me sorprendió que el sofer, el escribano, fuera jasidí, y caí en la cuenta de que entre los ortodoxos modernos no había personas cualificadas para desempeñar esa función. A fin de que los documentos religiosos fueran oficiales y vinculantes, se requería que estuvieran redactados en hebreo, una caligrafía compleja que se tardaba décadas en dominar. Sabía que, al menor error, el escribano debía empezar de nuevo desde el principio.

El sofer me preguntó mi apellido de soltera, y cuando se lo dije, asintió de manera reflexiva.

—Yo también soy de Williamsburg —⁠comentó en yiddish, alzando la cabeza por encima del presidente de la sala, o rav, que lucía una pequeña y discreta yármulka, si bien quedaba claro que el hombre no entendía ni una palabra de lo que decíamos⁠—. ¿Estaba casada con este hombre? —⁠preguntó el escribano enarcando las cejas al reparar en mis vaqueros y en que llevaba la cabeza descubierta, y mirando luego la gran kipá negra de Eli⁠—. No puedo creerlo. ¿Una chica de Williamsburg?

El rav lo interrumpió y le recordó que solo teníamos treinta minutos para solventar el trámite antes de la siguiente cita. El escribano se puso manos a la obra y empezó a redactar con frenesí mientras el rav dictaba los pormenores. Nos pidieron que ratificáramos que se trataba de nosotros, lo que entrañaba dar nuestros nombres hebreos completos, así como los de nuestros padres. A partir de ahí, el rav informó a Eli del procedimiento en hebreo mientras yo aguardaba a un lado, a la espera de que llegara el momento de cumplir con el pequeño papel que desempeñaba en el trámite. Cuando los documentos estuvieron listos, el rav los dobló y se los presentó a Eli, indicándole que repitiera lo mismo que él. A continuación, tuve que extender las manos mientras Eli dejaba caer el guet en ellas y me decía en hebreo:

—Por el presente, declaro que eres libre de casarte con otro hombre.

Esas palabras me sacaron de quicio y reí con sarcasmo.

—Ahora, apártese —me ordenó el rav muy serio, señalándome. Retrocedí unos pasos⁠—. Entrégueme el guet.

Lo dejé sobre su mesa.

—Pueden irse —anunció el rav, despidiéndonos sin dirigirnos ni una mirada⁠—. Ambos recibirán una copia por correo.

Y eso fue todo.

Eli me tendió la mano para estrechármela una vez que salimos del edificio.

—¿Has olvidado que estamos divorciados? —⁠pregunté⁠—. Ya no podemos tocarnos.

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