Exodus

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4. Raíces

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A lo largo de los años, mi abuela prestó poca atención a los vientos de fanatismo que soplaban a su alrededor. Cuando azotaban la comunidad y mi abuelo llegaba a casa con el anuncio de restricciones más severas, mi abuela le quitaba importancia agitando una mano y se ponía a cantar mientras aplicaba con sumo cuidado la cobertura a un bizcocho de avellana. Recuerdo que dedicar tiempo a los pequeños detalles la hacía muy feliz. Preparaba unos platos preciosos y buenísimos, una comida como yo solo había vuelto a encontrar hacía poco, en los restaurantes de París y Madrid, y que más adelante reconocería en muchos otros lugares, cuando ya vivía en Europa y cada visita a un restaurante me brindaba un inesperado viaje al pasado oculto entre los platos de la carta. La comida con la que crecí era suntuosa y tradicional, de un estilo que ya nadie preparaba en Estados Unidos, y formaba una parte tan esencial de nuestro mundo que es razonable que mi apego a ella no se desvaneciera ni después de marcharme. La buscaba como si fuera un portal hacia un territorio común, junto con la cultura y la historia de un continente entero.

Ya entonces le atribuía a mi abuela una elegancia indescriptible. La vida jasídica no era en absoluto elegante, pero ella sí: sus orígenes, su historia, su inimitable cocina. Mi abuela era europea, y aunque de niña yo no acababa de comprender lo que significaba eso, imaginaba que era algo maravilloso, como proceder de otro mundo.

Yo guardaba como tesoros las fotografías que le habían hecho de joven, con esos maravillosos vestidos de seda y encaje cosidos a mano. Me encantaban sus delgados tobillos con sus finos zapatos de tacón. Había algo de espectacular en su gracejo, y ese porte que conservaba incluso a una edad avanzada y que contrastaba muchísimo con otra fotografía que encontré en su cajón y en la que se veía a la Cruz Roja británica sacándola de Bergen-Belsen en camilla. Encarnar la belleza de esa manera después de haber soportado la más horrible de las atrocidades me parecía mágico. Sospechaba que mi abuela escondía algo muy poderoso en lo más hondo de su espíritu.

En su pasaporte figuraba el nombre de Irenka, «Irene» en húngaro. Jamás oí que nadie la llamara así, pero tampoco a mí me llamaban por el nombre que aparecía en mi partida de nacimiento. Era costumbre tener uno laico para que a la gente ajena a la comunidad le resultara más fácil relacionarse con nosotros. Mejor eso que provocar su odio por acabar haciéndose un nudo en la lengua al intentar pronunciar nuestros nombres hebreos. El nombre religioso de mi abuela era Pearl. A mí me parecía precioso, y creía que algún día podría ponérselo a mi hija, aunque enseguida razoné que cuando tuviera una hija sería demasiado pronto. Nosotros no poníamos a nuestros descendientes los nombres de parientes vivos, como hacían los judíos sefardíes, así que tendría que ser mi nieta quien se llamara así.

Con todos los nombres de mujeres pasivas y sumisas de la Biblia que podrían haber elegido, por alguna razón el que acabó en mi partida de nacimiento fue «Deborah». Nadie de mi familia se había llamado así, y los judíos asquenazíes nunca ponían a sus hijos nombres al azar. La costumbre es bautizar siempre a un niño en honor a un pariente difunto. De hecho, en mi Kiddish, el equivalente judío a un bautizo para niñas, me pusieron dos: Sarah y Deborah. De pequeña me llamaban Sarah; había muchísimas Sarah muertas en la familia. Deborah fue una añadidura, y casi nadie lo mencionaba. Nunca oí ninguna historia sobre ninguna pariente que se llamara así. Mirando el árbol genealógico que conseguí reconstruir gracias a mi labor detectivesca, ese nombre no aparecía ni remontándome a siete generaciones. ¿Por qué Deborah, entonces?

En el Libro de los Jueces, del que entonces busqué una traducción al inglés, Débora es presentada con las palabras eshes lapidus. Sabía que en la Biblia era frecuente definir a las personas de esa forma, con aposiciones descriptivas después del nombre: «esposa de», «hijo de», etcétera; así se identificaba la gente en aquellos tiempos. Lo extraño es que, si las palabras eshes lapidus, o «mujer de Lapidus», significan que Débora es una esposa, ¿cómo es que Lapidus no aparece nunca mencionado por sí solo en las Escrituras?

Lapidus también quiere decir «antorcha» o «fuego» en hebreo. No se trata de una palabra prosaica, sino de un término literario con connotaciones elevadas. Es muy poco probable que fuese el nombre de una persona. Los eruditos infieren que la descripción de Débora, por lo tanto, debe traducirse como «mujer de la antorcha», o «mujer ardiente», y no como la esposa de nadie.

«Mujer de fuego», pensé, y sonreí para mis adentros.

Nada era imposible para Débora. Es, sin lugar a dudas, la mujer más empoderada de la historia judía. Fue jueza, gobernante, estratega y comandante militar, profetisa… y un icono. Los griegos, más adelante, estamparían su efigie en una moneda. La reverenciaban por su belleza, su sabiduría y, sobre todo, su fuerza. Los rabinos conjeturan que muchos hombres quisieron casarse con ella, pero que ella se negó. Por eso le pusieron esa ambigua coletilla: eshes «lapidus».

Cuando me matriculé en la universidad, como necesitaba un nombre oficial para la documentación, consulté mi partida de nacimiento, en la que descubrí que solo aparecía Deborah; a partir de ese momento me olvidé de Sarah. Para mí, Sarah era mi antiguo nombre, el nombre de una niña pasiva. Deborah sería mi futuro.

Deborah, la mujer de la antorcha.

Siglos después del mandato de Débora, los judíos seguían hablando de ella, aunque no siempre con palabras amables. El grupo de rabinos que se sentaron alrededor de una mesa en una sinagoga a debatir sobre cada palabra de la Biblia, y que luego hicieron transcribir las actas de sus reuniones en una recopilación de trabajo que se convertiría en el Talmud, se esforzaron por denigrar con una determinación perniciosa a las pocas mujeres que habían conseguido hacerse un hueco en la historia bíblica. Contra Débora descargaron una virulencia desenfrenada, pues, del escaso conjunto de mujeres que aparecían mencionadas de forma positiva en las Escrituras, ella era la única que representaba una verdadera amenaza. No solo fue una mujer santa; ni madre ni esposa, Débora transgredió todas las reglas escritas al ocupar una posición que hasta entonces solo habían ostentado los hombres y que nunca volvería a concedérsele a ninguna mujer. Murió indómita, aunque seguro que hubo unos cuantos que quisieron retirarla mediante un conveniente matrimonio para relegar su nombre al olvido, oculto tras el de su marido.

Existe un pasaje especialmente memorable del Talmud que recoge una conversación en la que los rabinos compiten entre sí burlándose de los nombres de las mujeres profetas. Da la casualidad de que algunas de ellas llevan nombres de animales, nombres pensados para denotar laboriosidad, una cualidad muy valorada en una mujer judía. Deborah es la palabra hebrea que designa a la abeja, una criatura muy trabajadora. Los rabinos se mofan de ella atacándola por tener un nombre tan vulgar y poco sofisticado. Pero el hebreo, como idioma, funciona de una forma muy interesante. Las palabras se componen de raíces de tres letras cuyo significado cambia al añadirles sufijos, prefijos y vocales intermedias. La raíz de Deborah consiste en los equivalentes hebreos de la D, la B y la R. Esa es también la raíz del sustantivo habla. La versión hebrea de la H añadida al final de un vocablo de acción suele denotar el género femenino. Por lo tanto, DeBoRaH se deconstruiría de manera literal en «ella habla».

Esa clase de gimnástica lingüística es un deporte muy apreciado entre los rabinos talmúdicos. Se pasan interminables páginas entregados a un juego llamado «gematría», en el que se valen de un código que asigna valores numéricos a las letras hebreas para establecer conexiones entre diferentes palabras demostrando que sus sumas dan el mismo resultado. Las acrobacias que realizan a fin de llegar a sus complejas conclusiones son necesarias, ya que a menudo constituyen la única prueba que citan para demostrar una afirmación.

El hebreo es sin duda una lengua que apela a los amantes de la decodificación. Tiene muchas capas, y cada una de ellas añade un significado. Cada palabra cuenta a menudo con usos dobles o triples. La naturaleza poética de la escritura hebrea ha permitido siglos de conjeturas y deconstrucciones, lo que tampoco se alejaba mucho de lo que hacía yo en mi clase de poesía de la universidad. Mi abuelo comprendía ese concepto. A menudo me advertía de que, aunque vivíamos nuestras vidas según la estricta interpretación rabínica de la Torá, existía una posibilidad nada desdeñable de que estuviéramos equivocándonos en muchos aspectos. Fue el primero en explicarme el concepto de metáfora, y me dijo que eso era lo que sucedía con el hebreo: nunca sabías si habías elegido el significado correcto, siempre podía ser literal o figurado. Tal vez el idioma fuera oscuro a propósito y estuviera pensado así para ocultar significados, que solo serían accesibles a quien dispusiera del código correcto. Y los códigos podían estar equivocados. Si uno usaba una clave errónea, obtenía un resultado completamente confuso.

Mi abuelo, que pese a todo confiaba en su rabino, siempre me recordaba que la fe en los rectos era nuestro seguro contra el error. Si abrigábamos intenciones rectas, sin duda Dios modificaría sus deseos para alinearlos con los de los santos que nos guiaban. Tal era la reverencia del Cielo por nuestros santos rabinos. Los mismos santos rabinos que se habían mofado de Débora, que había sido elegida por Dios para conducir a la nación judía a una victoria extraordinaria, que había sido bendecida con un reino de paz y prosperidad sin precedentes y, lo más importante, que había sido amada por los súbditos de la nación y recordados con cariño.

Era evidente que el autor del Libro de Débora tenía una opinión muy distinta a la del quisquilloso grupo que dejó plasmadas unas opiniones tan subjetivas en el Talmud. Porque entonces mi dedo dio con la siguiente frase: «Y Débora se levantó, madre de Israel, y habló».

Con la historia de Débora se me presentó la primera oportunidad de encontrar un reflejo positivo en el espejo del judaísmo. Los primeros años después de mi marcha, allá adonde fuera siempre había alguien o algo que quería mostrarme su percepción adquirida de la cultura judía. Un estereotipo, un chiste, una referencia a Woody Allen; incontables ejemplos de una identidad proyectada de la que yo nunca había sido consciente, o al menos no tanto como de mi existencia dentro del marco judío en que había crecido. Nadie me había hablado nunca de Débora más que de pasada. Las historias de Moisés, David y Salomón se contaban una y otra vez en toda su gloria, pero las mujeres siempre quedaban hasta cierto punto excluidas de la memoria colectiva, solo permanecían sus sombras.

Deseé entonces enarbolar el recuerdo de aquella mujer silenciada, de forma que ya nadie pudiera pasarla por alto.

Resulta difícil explicar por qué no empecé a sentirme más unida a mi abuela hasta después de vernos por última vez, y no en cualquier otro momento de los que compartimos en mi infancia. Yo siempre había estado a su lado en la cocina, mezclando merengue y masa de pastel en grandes cuencos, y puede que solo habláramos de cosas intrascendentes, pero ya entonces anhelaba conocer a la persona que ella había sido. En el momento en que aparecí, la vida de mi abuela había empequeñecido mucho. No la conocí en sus buenos tiempos, cuando cuidaba con aplomo de una familia de once y cosía a mano la ropa de sus hijos inspirándose en la última moda que veía en los escaparates de Saks y Bloomingdale’s. Era capaz de mirar un vestido y saber al instante cómo confeccionarlo; ni siquiera necesitaba un patrón. Las vecinas murmuraban que su marido era rico y le daba todos los caprichos, pero ignoraban que en realidad ocurría lo contrario. A pesar de su éxito económico, mi abuelo no era dado a gastar dinero en bienes materiales. Así que, en realidad, su mujer vivía esclavizada mientras guardaban las apariencias.

Ya en aquella época, para mí mi abuela era casi un fantasma. Tal vez por eso, su espíritu pareció acompañarme en mi huida. No sentí la separación de una forma tan acusada porque siempre había estado muy apegada a su recuerdo, y eso no se desvanecería jamás, por muy lejos que yo viajara. Al contrario, al deshacerme de los vínculos que la comunidad jasídica imponía en las relaciones, por fin fui capaz de indagar sobre quién había sido mi abuela. Abrí aquella carpeta llena de fotografías y documentos y empecé a recomponer todo lo que pude. Establecí una cronología de fechas, lugares y personas. Aun así, me faltaban tantos elementos que sabía que, si algún día quería llegar a tener la historia completa, debía empezar por el principio.

Para mí, ella era el modelo definitivo de dislocación. La historia de su exilio y su emigración me resultaba más real que la de cómo había encontrado una nueva vida en Estados Unidos, la única vida en la que yo la había conocido. Al experimentar mi propio exilio y vagar literalmente por el mundo en pos de una nueva identidad, no había nadie a quien pudiera sentirme más unida que a la memoria de su juventud, a la muchacha que cruzó ríos y océanos en busca de un lugar que pudiera considerar su hogar. Por fin tenía permiso para sacar a la luz su pasado.

Eso implicaba viajar al nordeste de Hungría, donde ella había nacido, así que varios meses después, en mitad de una ola de calor nada habitual, salí del aeropuerto a la neblina húmeda de Budapest. La capital del condado nororiental de Szabolcs-Szatmár-Bereg era Nyíregyháza, y gracias a que un conocido mío de Nueva Inglaterra me había puesto en contacto con el rector de la única universidad de la ciudad, este se presentó con un Mercedes y un chófer para llevarme hasta allí. Zoltán, además de dirigir la universidad, era un novelista y poeta húngaro, pero estudiaba inglés desde hacía apenas un año, así que para comunicarnos teníamos que valernos de su anticuado alemán medio olvidado y de mi yiddish. Me confesó que, con su mentalidad de novelista y el deseo de transmitirlo todo de una forma hermosa, le dolía en el alma no poder comunicarse conmigo con más eficacia. Aunque conseguíamos entendernos, yo notaba su frustración. También para mí resultaba duro verme impedida por limitaciones de vocabulario, pero al mismo tiempo era mi destino, en cierto modo, ya que nunca volvería a poder hablar mi lengua materna con alguien capaz de entenderme, y ningún idioma que adoptara, por mucho que me esforzara en dominarlo, me serviría de la misma forma. Por suerte, Zoltán había crecido junto a hablantes de yiddish, y los giros extraños y la gramática arcaica que yo utilizaba no lo desconcertaban.

—La segunda lengua de Hungría era el alemán —⁠me explicó⁠—, pero ahora es sobre todo el ruso. El inglés ni siquiera se contempla. No esperes poder comunicarte con nadie directamente —⁠me advirtió.

Me había buscado una intérprete, alguien que trabajaba en la universidad pero que había estudiado un año en Estados Unidos. Fue un gran alivio enterarme.

Dimos un breve paseo por la ciudad. Debido a las últimas inundaciones, no se podía acceder a las orillas del Danubio; en todo el centro de Europa, muchas vías férreas habían quedado sumergidas y las regiones bajas se habían convertido en lagunas de aguas estancadas. El edificio del Parlamento húngaro, que solía ser el orgullo arquitectónico de la capital, estaba tapado por andamios y solo sus imponentes agujas blancas despuntaban entre los gigantescos trabajos de rehabilitación. Nos alejamos de los ruidosos volquetes y de los obreros de la construcción y recorrimos la avenida Andrássy en dirección a la famosa plaza de los Héroes. Zoltán tenía una anécdota para todo, conocía cada escultura y cada estatua. Me las presentaba por su nombre y me preguntaba si había oído hablar de tal o cual personaje, pero a mí todos los nombres me resultaban igual de extraños. Un poeta húngaro famoso, señalaba, un artista húngaro famoso, un rey famoso, un general famoso, un escritor famoso. Me pregunté si alguno de ellos lo sería también fuera de Hungría.

La primera impresión de Budapest —⁠tan diferente de otras capitales europeas por su falta de sofisticación contemporánea y de esa afectada grandiosidad del antiguo esplendor⁠— me dejó conmocionada. De inmediato percibí cuánto había influido la estética del Viejo Mundo que de pronto veía alrededor en el entorno de mi infancia. Los gigantescos edificios de viviendas, con sus fechadas agrietadas y ennegrecidas por los años, me recordaron a las imponentes sinagogas que se alzaban entre los bloques de pisos de Williamsburg. Me fijé especialmente en los numerosos carteles pegados que quedaban a la altura de los ojos, algunos recientes, otros convertidos ya en jirones medio deshechos por los elementos y el paso del tiempo. También Williamsburg había estado empapelado de panfletos como aquellos, llamados pashkevilin; no teníamos radio ni televisión, así que recurríamos a ese anticuado medio de comunicación y publicidad.

Nos sentamos en la terraza de un café, con un calor asfixiante, y bebimos un vino Tokaji fresco. Zoltán me enseñó a brindar en húngaro.

Egészségedre —dijo despacio, lo cual significaba: «A tu salud».

No sería la última vez que le pediría que me lo repitiera, porque yo siempre invertía las sílabas y retorcía la pronunciación; no parecía haber retenido nada del húngaro que oyera de niña. Paprikajancsi, me llamaba a veces mi abuelo cuando hacía muchas travesuras. Aunque literalmente significaba «granos de pimienta», comentó Zoltán, en realidad también era el nombre de un payaso, un personaje similar a Polichinela. Ninguno de mis abuelos había querido que aprendiéramos su lengua materna. Solo usaban el húngaro si pretendían mantener algo en secreto, o en conversaciones acaloradas a puerta cerrada. Aquel era el idioma del pasado y no se nos permitía acceder a él. Nosotros éramos el futuro, y el futuro solo hablaba yiddish.

Teníamos por delante tres horas en coche hasta la gran llanura septentrional que limitaba con Rumania al este y con Ucrania y Eslovaquia al norte, y en la que Nyíregyháza solo era una pequeña ciudad en un entorno rural. El tráfico disminuyó en cuanto entramos en el condado de Szabolcs-Szatmár-Bereg, que en su día había formado parte de Transilvania y que en la actualidad era una zona pobre y agrícola. Cuando llegamos a Nyíregyháza acababa de llover, pero el frescor proporcionado por la lluvia ya había desaparecido. Algunos edificios de cemento aún no se habían secado del todo, y del asfalto emanaba vapor. Hace muchos, muchos años, esas ordenadas avenidas estuvieron flanqueadas por refinadas casas señoriales y edificios de apartamentos con patios, pero de la antigua elegancia que describiera mi abuela no quedaba ni rastro. Nyíregyháza parecía sumida en una crisis económica, como si nunca se hubiera recuperado de la caída del régimen comunista, más de veinte años atrás. Allí no había habido ninguna revolución, ningún renacer. Daba la impresión de que la ciudad se hubiera contentado con unas cuantas manos de pintura, lo que se hacía evidente en los bloques de pisos medio desmoronados pero remozados y pintados de alegres colores mediterráneos como para rebelarse contra la ruina. Recorrimos a toda velocidad el centro, un puñado de casas enlucidas con estuco y tejados de tejas de arcilla intercaladas entre los grandes bloques.

A pesar del calor, dormí como un tronco. Me despertaron los arrullos de una paloma frente a la ventana y, cuando abrí los ojos, por un momento pensé que estaba otra vez en Brooklyn. Recordé que, en casa de mis abuelos, las mañanas de julio también despertaba temprano y con ese mismo sonido: los arrullos de las palomas que se posaban en las ramas de los árboles, a la altura de mi ventana, mientras las últimas ráfagas frescas de brisa nocturna se colaban en la habitación. Entorné los ojos para protegerme de la brillante luz matinal y entonces vi dónde me encontraba. Me incorporé de inmediato y me acerqué a la ventana abierta para echar un vistazo a ese mundo extraño al que había llegado y confirmar que seguía siendo real.

En el exterior, dos ginkgos viejísimos flanqueaban la entrada del edificio de la residencia universitaria donde me hospedaba. Vistas de cerca, sus hojas soportaban el tremendo peso de unas gotas de rocío del tamaño de monedas de cinco centavos. De vez en cuando alguna rama se agitaba en la brisa, y entonces el rocío temblaba y resbalaba de la superficie de las hojas, que volvían a enderezarse en cuanto el viento cesaba. Por los senderos abiertos entre los exuberantes jardines y el césped crecían las acacias de las que mi abuela me había hablado con tanto cariño; sus primorosas hojas, semejantes a las de los helechos, filtraban con suavidad la luz del sol, que dibujaba contornos de encaje sobre la hierba.

Allí estaban todas las plantas de su infancia, algunas de las cuales había intentado cultivar en nuestro pequeño jardín trasero. Paseando por aquel campus, me alegré de reconocer varios arbustos y flores. Los jardines de la universidad no eran de estilo inglés, sino que más bien daba la impresión de que habían surgido de forma silvestre y solo habían sido domesticados, y lo justo, a posteriori. Matorrales y plantas crecían con desenfreno e invadían unos el terreno de otros, y la hierba que ocupaba todos los rincones disponibles era el doble de alta de lo que solía dejarse crecer en Estados Unidos. Sauces y álamos competían por el espacio, frondosas matas de lavanda bordeaban los caminos, y a su alrededor se enredaban zarcillos de ficus trepador. Oí a una paloma arrullar desde lo más hondo de su garganta en una rama, sobre mi cabeza. El aire estaba impregnado de la fragancia de la exuberante vegetación, el sol calentaba ya mi piel; cerré los ojos e inhalé profundamente para intentar preservar ese momento en un recuerdo muy concreto, acompañado de todos sus vividos detalles sensoriales. Resulta curioso que nunca lleguemos a controlar los momentos que rememoraremos más adelante con sus olores y sus sonidos, tan inmediatos y evocadores. Meses después, no lograría recordar ese instante a voluntad; en cambio, se me aparecían otros flashes, como la visión de unos ojos oscuros y recelosos en el rostro de una mujer romaní envuelta en un pañuelo rojo intenso, unas nueces hermosas y verdes colgando aún de un árbol frondoso, dos hombres mayores jugando al tenis en una cancha agrietada mientras sus mujeres, a las que sacaban más de cuarenta años, los miraban desde la banda.

Daba igual. Por fin estaba en el mundo del que procedía mi abuela. Aquellos eran los olores y los sonidos de su infancia. Esos árboles habían sido sus testigos, ese sol la había calentado en días de verano como el que yo estaba viviendo. No había pensado cómo sería pasear por unos terrenos que tal vez ella hubiera pisado, ni bajo un cielo tan radicalmente diferente de aquel que un día debió de parecerle tan lejano, el del polvoriento y ruidoso Brooklyn. En ese momento se me humedecieron los ojos, y las lágrimas que se acumularon me nublaron la vista y la convirtieron en borrones dorados y verdosos. En algún lugar se puso en marcha un cortacésped, y el ruido me sobresaltó. Intenté volver a enfocar el mundo; vi a una urraca pasar a saltitos, un estornino que picoteaba en una grieta del pavimento, y despacio, capa a capa, mi entorno regresó a mí como las hojas de masa sumamente delicada y quebradiza que mi abuela había apilado con destreza para crear su famosa tarta Napoleón.

De camino a Kántorjánosi, un pueblecito a cuarenta kilómetros de Nyíregyháza, tan pequeño que si parpadeabas lo pasabas de largo, estuve casi todo el rato callada mientras Zoltán conversaba con Angelika, la intérprete voluntaria. Tenía en la mano una vieja fotografía de la casa donde vivió mi abuela de pequeña. La había tomado uno de mis tíos en 1988, durante una visita, y yo la había rescatado en una de las búsquedas del tesoro de mi infancia. No conocía la dirección exacta, por supuesto, así que mi plan consistía en recorrer el pueblo con el coche y ver si alguna de las casas coincidía con esa fotografía de veinticinco años atrás.

No era el plan más infalible del mundo, como comprendí mientras pasábamos junto a campos de cereal, huertos de manzanos y viñedos muy bien cuidados. Allí, el terreno era muy llano y se extendía kilómetros y kilómetros en todas direcciones. Todos los campos estaban repletos de enormes y soberbios cultivos que parecían inmunes al implacable calor del verano. ¿Estaba loca por pensar que podía presentarme con unas fotografías y que el pasado de mi abuela se materializaría ante mí como por arte de magia? Ahora que estaba allí, algo que jamás creí que ocurriría, de pronto me sentí tonta y temí fracasar después de haber recorrido un camino tan largo. Con mi viaje pretendía conseguir algo, algo que constituyera una especie de punto final. Pensaba que, si lograba recrear el periplo de mi abuela antes de acabar en los brazos de los jasidíes de Satmar, de algún modo podría dar un contexto a mi propia expedición de regreso al amplio mundo donde ella vivió una vez. En cierto sentido, solo sería capaz de comprender mi propia dislocación en el marco de la suya. Muchas veces nos vemos reducidos al «de dónde venimos»; si no en un sentido inmediato, al menos sí en el ancestral. Estaba convencida de que la angustia vital que corría por mis venas era fruto de algo más que mi infancia. Tenía que proceder de una herencia compleja y más amplia, algo de lo que yo solo era una parte fragmentaria, y para acabar con esa angustia necesitaba encontrar las viejas fracturas y repararlas.

Kántorjánosi solo tenía una calle principal, que se dividía en dos más pequeñas pasada la plaza del pueblo, y unos cuantos callejones sin salida. Pensando que sería más grande, lo atravesamos tan deprisa que tuvimos que dar media vuelta y regresar en cuanto nos dimos cuenta de que ya no había más casas. Yo observaba cada edificio en busca del característico trabajo de forja de la verja que salía en mi fotografía, pero todas las casas se parecían mucho, con las fachadas de estuco pintadas de diferentes tonos de beis y tejados inclinados con tejas de arcilla.

Todas tenían su propia verja y su jardín.

—¡No la veo! ¿Y vosotros?

Les enseñé la foto. Sentí que me invadía el pánico al pensar que había llegado hasta aquellos confines remotos para nada, que jamás conseguiría dar con la casa exacta, que seguramente ya hacía tiempo que no existía.

—¿Es esa de ahí? —preguntó Angelika señalando una vivienda decrépita con una verja herrumbrosa y combada ante la que pasábamos.

Me volví para mirar e intentar compararla con la fotografía.

—¡Me parecen todas iguales! —⁠exclamé⁠—. ¿Cómo voy a saberlo?

—No importa —dijo Zoltán—. Vayamos a hablar con el alcalde y veamos si ha averiguado algo.

Había llamado con antelación para anunciar nuestra visita y su propósito; lo miré con gratitud. ¿Qué motivo tenía ese hombre para ayudarme tanto? No nos conocíamos de nada, y no era probable que volviéramos a vernos después de aquel peregrinaje. ¿Qué beneficio sacaba él de aquello?

El despacho del alcalde se encontraba en un edificio modesto pero nuevo que se alzaba junto a la plaza de la localidad. Dentro, varias personas hacían cola en un pasillo. Parecían esperar algún tipo de ayuda o asistencia social.

—Gitanos —dijo Angelika, traduciendo directamente el antiguo término húngaro que designaba a los pueblos romaní y sinti.

La secretaria del alcalde parecía azorada con nuestra presencia. Podía imaginarla abrumada ante la idea de que yo fuera una personalidad estadounidense que esperaba que dejaran lo que estuvieran haciendo para ayudarme. Nos indicó que pasáramos al despacho del alcalde y aguardáramos allí a que él llegara. Una vez dentro, nos sentamos a una mesita cubierta con un tapete de ganchillo como los que tenía mi abuela en la mesa del comedor. Fue ella quien me explicó que las mujeres empezaban a preparar sus ajuares a muy temprana edad, y que confeccionaban y cosían su propia ropa blanca. Me pregunté quién habría tejido ese tapete.

El alcalde era un hombre de voz suave que parecía algo sobrepasado por aquel alboroto. Era evidente que el pequeño pueblo no solía recibir visitas. Nos anunció que había localizado la casa de mi abuela; ahora vivía allí una anciana que, según nos contó, era bastante conocida en la localidad. Todos los días se sentaba en el banco que había a la entrada de la casa y hablaba con cualquiera que pasara por delante. Aunque ya tenía noventa y tantos años, afirmaba recordar a mi familia.

—Pregúntale al alcalde si la mujer se acuerda de mi abuela —⁠le pedí a Angelika.

—Puede que sí —contestó él—. A veces no está muy lúcida, pero dice que recuerda algunas cosas. ¿Quiere que vayamos a verla?

Echamos a andar todos juntos por la calle principal, que llevaba el nombre del poeta húngaro János Arany, mientras los vecinos nos observaban desde el otro lado de sus verjas, entornando los ojos con desconfianza ante nuestra llamativa procesión.

—Aquí la gente siempre se ha llevado bien con los judíos —⁠aseguró el alcalde, con toda la intención, dirigiéndose a Zoltán y pidiéndole que tradujera⁠—. Por regla general, los húngaros no son antisemitas.

A continuación, se dispuso a explicarle los planes que tenía para el pueblo, claramente contento ante la visita de un funcionario a su pequeña ciudad, y Angelika fue traduciéndome entre susurros mientras los seguíamos. Le explicó que la economía del lugar se basaba en la agricultura, y que aun así los romaníes reunían suficiente dinero para amueblar sus hogares con todo lujo, un comentario en el que incluso yo detecté el sarcasmo. Calculaba que, en esos momentos, el cincuenta por ciento de la población de la región estaba compuesta por romaníes. Hubo un tiempo en que estuvo constituida por un porcentaje similar de judíos, pensé, y me pregunté si el alcalde habría expresado el mismo desagrado ante tal hecho. Supuse que resultaba sencillo no mortificarse por el antisemitismo cuando no quedaban judíos a los que odiar.

Una mujer de tez morena, nariz ancha y chata y el pelo teñido de un naranja encendido cruzó por delante de nosotros empujando una sillita de paseo cargada de bolsas de plástico negras. Se paró en la acera opuesta y nos miró de manera inexpresiva cuando pasamos por delante. Poco después, nos detuvimos frente a la casa destartalada que Angelika había señalado hacía un rato. Le eché un vistazo a la fotografía que llevaba en la mano y comprobé que, en efecto, se trataba de la casa correcta, si bien se la veía muy descuidada. En realidad, se componía de dos edificios: uno destinado a vivienda en la parte delantera y otro, separado, donde se ubicaba la cocina. El tejado de zinc del de delante estaba muy oxidado, y los líquenes cubrían el de terracota de detrás. Daba la impresión de que podían desplomarse en cualquier momento.

Ante la verja había un banco ocupado por una mujer de aspecto ajado y con un solo diente. Apoyaba un brazo en un bastón, y llevaba un vestido holgado y floreado que se abotonaba al frente y bajo el que asomaba una piel curtida y tostada por el sol.

En cuanto nos tuvo lo bastante cerca, le dijo a Angelika que yo no era la primera persona que la visitaba. Recordaba que, hacía muchos años, un joven alto también se había pasado por allí a hacerle unas preguntas.

—Mi tío —supuse—. Es quien hizo la foto.

Cuando se la enseñé, la mujer se excusó por el estado de la casa y aseguró que no había podido realizar las reparaciones necesarias. Aun así, el jardín que quedaba a su espalda rebosaba de color, y se lo comenté. Había muchos rosales, podados con esmero, y lilas que asomaban entre los arabescos oxidados de la verja. Llamó mi atención un banco lleno de macetas con geranios.

—Dile que mi abuela solía hacer lo mismo —⁠le pedí a Angelika⁠—. Replantaba los esquejes.

Angelika transmitió la información, tras lo que la anciana sonrió y respondió con gesto animado.

—Antes tenía muchas más plantas —⁠me comunicó mi intérprete⁠—, pero ahora ya está muy mayor.

Angelika se inclinó e inició una conversación en húngaro. Yo me volví hacia la casa que quedaba a sus espaldas. Me costaba creer que mi abuela hubiera pasado su infancia en ese lugar, en aquel pueblecito diminuto. La mujer cosmopolita y sofisticada que conocí no podía haberse criado en unas casuchas tan desangeladas y dejadas de la mano de Dios como las que tenía enfrente.

—Bueno, pues parece que recuerda a una mujer ya mayor que vivía aquí. Era comadrona —⁠comentó Angelika, devolviéndome a la realidad⁠—. Tenía cinco hijos, y una de las hijas se llamaba Laura.

—Esa era mi bisabuela Leah —⁠confirmé⁠—. ¿Recuerda a Irenka, la hermana mayor de Leah?

Angelika se lo preguntó y luego se volvió hacia mí.

—No está segura.

—¿Y que solían extraer agua carbonatada del subsuelo, que luego vendían?

—Sí, dice que tenían una tiendecita en la parte delantera de la casa. —⁠Angelika se volvió hacia la anciana, que continuaba hablando⁠—. También dice que le compró la casa a un hombre llamado Schwartz, después de la guerra.

—El padre de Laura —supuse—, aunque eso es imposible porque murió durante la guerra. Nadie de la familia sobrevivió.

Con un gesto, le indiqué a Angelika que no se lo tradujera. Por extraño que pareciera, sentí lástima por la anciana, al percatarme de que la mujer había creído necesario inventarse una historia para justificar los años que llevaba viviendo en esa casa.

—Quiere saber si te gustaría entrar y echar un vistazo. Dice que todo sigue igual que cuando la compró.

—¿No le importa? —pregunté, incrédula.

—En absoluto. Adelante.

Recorrí con cuidado el camino que conducía a la puerta lateral del edificio principal. Sin embargo, una vez dentro, enseguida me arrepentí de la decisión. La casa estaba sucísima y apestaba a aguas fecales. Me costaba imaginar a mi abuela, pulcra hasta el extremo, en un lugar como ese. Salí al cabo de un momento, tratando de aferrarme a los detalles más bonitos. La vivienda contaba con una amplia habitación al frente y otra en la parte posterior. Los techos eran altos y estaban cruzados de vigas entre las que colgaban unas lámparas de araña viejas y aparatosas, cuyos cristalitos polvorientos reflejaban los débiles rayos de sol que trataban de iluminar la penumbra del interior. Imagino que todos dormían allí, en una misma habitación, los padres y sus diez hijos. No era de extrañar que hubieran enviado a mi abuela adolescente a vivir a Nyíregyháza. No debía de haber sitio para tanta gente.

Por eso no la gasearon, me contó una vez, porque la habían deportado por separado y no llevaba en brazos a uno de sus hermanos pequeños cuando se enfrentó al doctor Mengele en la ronda de selección. A cualquiera que sostuviera un niño en brazos lo enviaban automáticamente a morir. Asesinaron a toda su familia el mismo día. Ella fue la única que superó el proceso de cribado gracias a que la consideraron apta para el trabajo. Sin embargo, nunca me contó nada más, aparte de que la liberaron de Bergen-Belsen. El tiempo que transcurrió entre su llegada Auschwitz y la salida de Bergen-Belsen siempre había sido una incógnita para mí. ¿Cómo iba a desentrañar el secreto de su coraje y su resistencia si ignoraba qué la había hecho aguantar durante ese periodo desconocido? Sin embargo, me dije que, al fin y al cabo, me encontraba en el inicio de mi viaje, y que las respuestas, si las había, llegarían a su debido momento siempre que fuera lo bastante valiente para continuar.

El alcalde preguntó si quería conocer a la única familia judía que aún vivía en el pueblo, y cruzamos la plaza hasta una vivienda de distribución similar. El hombre informó a la mujer romaní que trabajaba en el patio de que estábamos buscando a Orsi Neni. Zoltán me susurró que el alcalde y Orsi tenían una relación bastante estrecha y que se llevaban muy bien, como queriendo decir que allí la raza no era un problema, sobre todo en la actualidad.

—Es una de las personas más queridas del pueblo —⁠recalcó el alcalde, indicándole a Angelika que tradujera.

Orsi Neni, una anciana diminuta de ojos redondos hundidos en un rostro profusamente arrugado, salió de la casa. Su voz era un susurro crepitante. Le pregunté si hablaba yiddish. Negó con la cabeza y nos explicó que su padre sí, pero que ella no lo había aprendido. Dijo que no recordaba a mi abuela, pero que tal vez se debiera a que ella era muy pequeña durante la guerra.

—¿Cómo es que logró volver? —⁠pregunté.

—Se escondieron en Levelek —⁠contestó Zoltán, refiriéndose a una población de mayor tamaño que quedaba al norte, a unos quince minutos de allí⁠—. En ese pueblo todos colaboraron y se negaron a entregarlos a los nazis.

—Mi abuela decía que había nacido en Levelek. ¿Hay un hospital o algo parecido?

Angelika se lo tradujo al alcalde, pero este negó con la cabeza.

—Que yo sepa, no.

Tampoco supo explicar por qué mi abuela habría nacido allí en lugar de en Kántorjánosi, donde vivió de pequeña.

—Levelek es nuestra siguiente parada —⁠anunció Zoltán⁠—. Conozco a la funcionaria del registro.

Antes de irnos, le pregunté a Orsi Neni si seguía encendiendo velas los viernes por la noche y si hacía jalá.

—¡Por supuesto! —respondió.

—¿Y sus hijos también? —quise saber.

—No, solo ella —contestó Angelika⁠—. Cuando muera, nadie continuará la tradición. Ni siquiera ella misma sabe muy bien por qué lo hace, solo recuerda que su padre le dijo que lo hiciera, antes de que lo deportaran, y ella sigue sus instrucciones tan bien como las recuerda. Pero no puede obligar a sus hijos a hacerlo. Al fin y al cabo, han recibido la misma educación que la gente de aquí. Ya no mantienen ningún vínculo con todo eso.

Qué extraño me resultó encontrar a una mujer judía que había crecido en las mismas circunstancias que mi abuela, pero que, por azares del destino, no se había visto obligada a abandonar su hogar y, en cambio, había perdido todo vínculo con su herencia. Recordé lo que había pensado esa mañana, la facilidad con que podría haberme encontrado en una situación similar. ¿Eso significaba que podría haber sido como los hijos o los nietos de esa mujer? ¿Cómo se valora algo así? Desde luego habría sido una bendición, ¡pero a qué precio!

Ya nos íbamos cuando la mujer romaní frunció la frente oscura y arrugada y me aferró la mano con fuerza.

—¿Qué quiere? —le susurré a Angelika.

—Dice que solo quería sostener tu mano.

La volví y le mostré la palma por si deseaba leérmela. La mujer me la soltó de inmediato, como si quemara, y se sonrojó.

—Dice que ya no hace esas cosas —⁠me informó Angelika.

Quise disculparme, avergonzada a mi vez por lo que había presupuesto. Ignorante de mí, me había recordado a las gitanas que quisieron leerle la mano a Isaac a las puertas de la mezquita de Córdoba.

El alcalde había retomado su conversación sobre el pueblo con Zoltán.

—Aquí no hay antisemitismo —⁠insistió⁠—. Aquí los judíos, los gitanos y los húngaros siempre han estado bien avenidos. —⁠Daba la impresión de que deseaba presentar el pueblo como un modelo de tolerancia⁠—. Nunca hemos tenido problemas de racismo —⁠aseguró con orgullo.

Me deshice en agradecimientos cuando nos despedimos. Él continuó saludándonos con la mano mientras nos alejábamos, de pie en medio del camino de tierra, hasta que tomamos la curva que conducía fuera del pueblo.

Continuamos hasta Levelek, cuyo alcalde parecía algo más refinado. Era más joven, vestía con elegancia y tenía unos brillantes ojos azules. Comentó que su familia había llegado a Hungría durante la revolución polaca.

—Por eso es guapo —bromeó Zoltán.

Llevaron los libros del registro a la mesa del alcalde, quien me invitó a hojearlos. Allí encontré la partida de matrimonio de Laura Schwartz, de Levelek, con Jacob Fischer, de Nyíregyháza, los padres de mi abuela. Sus nombres, lugares de origen y ocupaciones aparecían anotados con claridad. Jacob era talmudista, lo que confirmó mi sospecha de que sus padres tenían dinero, ya que solo la gente con posibles podía permitirse no trabajar. También hallé la entrada del nacimiento de mi abuela, el 8 de enero de 1927, unos años después de que sus padres se casaran. Habían acudido al registro al cabo de cinco días, el 13, que coincidía con la fecha de nacimiento de mi abuelo.

—Si Laura era originaria de Levelek, quizá vivieron aquí los primeros años. Eso explicaría que su primer hijo naciera aquí, antes de mudarse y abrir una tienda en Kántorjánosi.

—El alcalde se ofrece a llevarnos al cementerio judío —⁠anunció Zoltán⁠—. Puede que allí encuentres más información sobre tu familia.

Nos trasladamos al cementerio en el coche del alcalde, que sin duda era más alegre que el de Kántorjánosi, y parecía encantado de hablar con Zoltán y Angelika. Resultaba un poco surrealista que yo, una mujer de veintitantos años que habría pasado completamente inadvertida en la marabunta de Nueva York, fuera la causa de tanta animación y tanto revuelo en un pueblecito a miles de kilómetros de mi hogar.

Un hombre descamisado salió a recibirnos a la entrada del cementerio. El sudor destellaba como gotas de rocío en su pecho lampiño. Angelika me tradujo y me explicó que su mujer y él habían decidido encargarse del camposanto hacía unos diez años, ya que su casa estaba pegada a la propiedad. Lo seguimos por un camino de tierra hasta una tapia de ladrillos con una pequeña cancela en medio y esperamos a que la abriera.

Mis esperanzas se desvanecieron tan pronto como me encontré al otro lado de la tapia. Lo único que veía ante mí era un campo desierto y cubierto de hierbajos secos, hasta que reparé en algunas tumbas que asomaban entre la maleza.

—Los gitanos ya se habían llevado casi todas las lápidas antes de que él empezara a hacerse cargo del cementerio —⁠explicó Angelika, prestando suma atención a las palabras del encargado, que hablaba con timidez⁠—. La piedra es de buena calidad y están muy buscadas.

—Entonces, ¿no queda ninguna? —⁠pregunté.

—Muy pocas.

Había visto un par en el otro extremo del cementerio, y otra más al fondo a la izquierda. Me aproximé primero a la lápida solitaria, pero al acercarme vi que la inscripción estaba muy desgastada y volví como pude sobre mis pasos.

—De todas maneras, no se lee la inscripción —⁠dije⁠—. No importa, no creo que estén aquí.

—¿No quieres echarles un vistazo a esas dos antes de irnos? —⁠preguntó Zoltán.

—De acuerdo —accedí, y empecé a abrirme paso entre las hierbas.

Llegando a las lápidas, debí de rozarme con unas ortigas. Nunca las había visto y por tanto no sabía cómo eran, pero el dolor se extendió con rapidez por mis tobillos y ascendió por las pantorrillas; era como si estuviera picándome una colonia entera de hormigas.

—¡Ay!

Angelika se echó a reír.

—¡Ha pisado una csalán! —⁠le comentó a Zoltán.

—No te preocupes, Deborah —⁠me consoló él⁠—. El picor desaparecerá dentro de diez minutos.

Cuando enderecé la espalda, me di cuenta de que estaba frente a las lápidas. Quizá el escozor de las piernas contribuyó a que tardara en comprender lo que tenía delante. La inscripción se leía a la perfección.

MUJER VALEROSA, FAIGA LEAH, rezaba una. SANTA, FAIGA PESSEL, decía la otra. Las únicas dos lápidas legibles del cementerio pertenecían a mi bisabuela y a mi tatarabuela.

—¡Dios mío!

Los demás interrumpieron su conversación un momento y se volvieron hacia mí. Angelika levantó la vista del móvil.

—¡Son ellas! —exclamé.

Se acercaron como pudieron hasta allí.

—Esa es la tumba de Laura —⁠dije, señalándola⁠—. ¡De todas las lápidas del cementerio, son las únicas que aún se conservan más o menos en buen estado! Tiene que haber una explicación, Angelika. ¿Podrías preguntarle si alguien se ha pasado por aquí alguna vez con la intención de hacerse cargo del mantenimiento?

El encargado aseguró que nadie había visitado nunca el camposanto ni había interferido en su cuidado.

—Es pura casualidad —comentó—. Solo quedaban esas dos cuando empecé a ocuparme de este lugar.

Pensé que era imposible que se tratara de una coincidencia, hasta que me fijé en la inscripción de la parte inferior de las lápidas: DESCENDIENTE DEL SANTO LEIBEL DE OSVARI. ¡Reb Leibel, el santo oculto! ¡Su nombre aparecía en la lápida como si se tratara de una protección mágica! Las historias que había oído en mi infancia acerca de ese antepasado misterioso se agolparon en mi memoria, como la sangre en una herida. No, aquello era demasiado. No podía ser tan real, lo tenía allí mismo, literalmente grabado en piedra.

Me pregunté si cabía suponer que los gitanos, dado el estereotipo supersticioso que se les atribuía, también se habían mantenido alejados de las lápidas, igual que habían aprendido a hacerlo otros judíos, por el miedo que infundía entre los suyos la leyenda que me habían contado de niña. Sin embargo, el encargado del cementerio afirmó que no sabía nada al respecto y me resigné a vivir con la duda.

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