Exodus

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5. Viaje

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Continuamos bromeando de camino al coche, mientras nos dirigíamos al hotel donde me alojaba y en el supermercado al que fuimos a comprar cuatro cosas. Nos lanzamos pullas, discutimos y reímos, y solo hicimos una pausa para intercambiar las cuatro palabras necesarias con quienes atendían la caja del supermercado y la recepción del hotel. No podíamos apartar los ojos el uno del otro.

Comimos de manera apresurada en la habitación, engullendo trozos de pan moreno con queso de cabra cremoso. Estábamos sentados en el borde de la cama y, después de limpiarnos las últimas migas del regazo, fue inevitable que nos tumbáramos. Recuerdo que ni siquiera me planteé algo distinto. Tenía la sensación de haber invocado a una especie de golem, un pararrayos contra mis proyecciones y complejos.

El relato que me habían inculcado de pequeña, ese que creí durante tanto tiempo acerca de la existencia de una nación entera al otro lado del Atlántico que seguía rezumando odio hacia mí por ser judía… Bueno, había encontrado un alfiler con que pinchar ese globo. Su cálida piel contra la mía, sus ojos alegres y sus tímidos movimientos lo hacían humano de una manera que yo jamás habría podido comprender de modo racional. En esos momentos no existían barreras entre nosotros, ni raciales, ni culturales, ni emocionales.

Tuve la sensación de que una vieja herida empezaba a cerrarse. Sentía el hormigueo de las terminaciones nerviosas al despertar, los músculos que se contraían y estremecían; todo mi cuerpo palpitaba. Era como si dos acantilados pugnaran por acercarse el uno al otro para salvar el abismo que los separaba, aunque temía que el seísmo solo sirviera para desencadenar una avalancha.

El plan original era seguir el mismo itinerario que había hecho mi abuela de campo en campo de concentración después de que en Auschwitz la seleccionaran para realizar trabajos forzados. Primero la enviaron al norte de Munich, y de ahí a Sajonia y a la Baja Sajonia, hasta que la dejaron tirada en Bergen-Belsen cuando el enemigo se acercaba peligrosamente. Sin embargo, de pronto, ante aquel hombre, el hombre por quien me habría registrado en un hotel para no salir de la habitación en dos semanas, comprendí que estaba cansada de tanta tristeza, de sentirme atrapada en el pasado mientras los demás vivían el presente, cansada de aquella pesada lealtad que reclamaba hasta el último ápice de mi energía mental. Nada deseaba más que ser humana por un momento, ser solo una persona, al margen del bagaje de mis antepasados con el que insistía en viajar. Quizá podía seguir cumpliendo con el objetivo original estando allí sin más, enfrentándome no a lo que había sido aniquilado, sino a lo que quedaba. Así que le propuse a Markus que pospusiéramos lo del Holocausto, y él sonrió y exclamó un «Zu Befehl!», «¡A sus órdenes!», de esa forma tan suya en la que empleaba la ironía con el rostro muy serio, de manera que yo nunca sabía a qué atenerme.

A la mañana siguiente, metí las bolsas de viaje en el maletero de su tres puertas y, en lugar de dirigirnos al norte, pusimos rumbo al sur y nos adentramos en el corazón de la Alta Baviera. A cerca de una hora Munich, los Alpes empezaron a despuntar en la distancia y emprendimos el ascenso en busca de un lugar donde alojarnos. No sabía nada de la región, salvo que era donde se había iniciado el movimiento El Jinete Azul sobre el que Richard me había hablado, por lo que supuse que habría muchos museos que visitar dedicados a esa época. Nos instalamos en un pequeño bed and breakfast del tranquilo pueblecito de Murnau am Staffelsee, encajado al pie de las montañas, desde donde disfrutaba de unas vistas espectaculares.

Gina y Frederic eran la pareja que regentaba el establecimiento; ella era pintora y él cocinero, y juntos habían creado un curioso lugar de retiro con el que pretendían rendir homenaje a la historia de la zona, un hotel repleto de cuadros y esculturas en cuyo restaurante servían además platos exquisitos. La propiedad contaba con un sinfín de rincones y escondrijos donde perderse, con gran profusión de plantas, fuentes, lugares de descanso acogedores y hamacas suspendidas a diferentes alturas. Cuando llegamos arrastrando las maletas por la gravilla, en el camino de entrada había un orondo gato británico de pelo corto tumbado al sol.

Markus se acercó para hacer caricias y arrumacos al animal, que casi se puso a ronronear con entusiasmo infantil. Me quedé mirando cómo aquel hombretón se inclinaba sobre el minino con gesto risueño.

—Mira. —Markus se volvió hacia donde yo esperaba con las maletas⁠—. Mira cómo se da la vuelta para enseñarme la barriga, parece que le gusta. ¿No es precioso?

—Se llama Max —nos informó Gina desde la entrada⁠—. Es de la casa. Os acompaño a la habitación. Espero veros luego, ¿bajaréis a cenar?

Asentí. De camino allí, había leído excelentes críticas del restaurante en internet.

—Desde luego que sí.

La habitación resultó ser una encantadora suite en la segunda planta, con un balcón orientado al oeste; el sol se ponía ya tras el tejado inclinado. Una luz ambarina proyectaba franjas sobre la cama y el suelo. Era como si hubiéramos encontrado un lugar donde el tiempo se había detenido y contuviera la respiración para que, en ese intervalo sagrado entre inhalación y exhalación, pudiéramos descubrirnos el uno al otro antes de tener la ocasión de pensar en cómo iba a funcionar lo nuestro cuando ese momento llegara a su inevitable final y tomara aire de nuevo.

En cualquier caso, primero dimos un paseo por el pintoresco pueblo. Frente a la iglesia se alzaba un imponente monumento conmemorativo, de granito, a cuyo pie había rosas y margaritas recién cortadas. Se llamaba Unsern Helden, «A nuestros héroes», y recogía los nombres de los vecinos que habían muerto luchando por la Alemania nazi.

—¿Eso está permitido? ¿Ahora pueden convertirlos en héroes? —⁠pregunté.

—No todo el mundo se unió al ejército de buen grado —⁠contestó Markus⁠—. Muchos lo hicieron obligados.

—¿No crees que entonces sería más apropiado llamarlo «A nuestras víctimas», o incluso «A nuestros mártires»? ¡Héroes…! ¿No te das cuenta de lo que implica?

Se encogió de hombros. Con el rabillo del ojo, vi que un adolescente rubio y con el pelo rapado me lanzaba una mirada furtiva. ¿Me había entendido? ¿Era un skinhead? Se lo comenté a Markus.

—Pues no hables tan alto.

—¡Pero es que esa es la cuestión! ¿Debería estar nerviosa por hablar de eso, aquí, donde ocurrió? ¿Donde se supone que se da la mejor educación del mundo sobre el Holocausto? ¿Ves algún monumento en recuerdo a los héroes judíos que murieron?

Pero no había ninguno, ni allí ni en ningún otro de los pueblecitos bávaros que visitamos. No volví a sacar el tema, pero resultaba evidente que la ausencia de elementos conmemorativos era otro modo de negación. Evitar la cuestión era fingir que no había ocurrido, y en ese sentido Baviera se parecía a Austria: el olvido o, mejor dicho, el revisionismo resultaba conveniente. No era justo responsabilizar a Markus de aquello, pero a pesar de que no existían límites entre nosotros cuando estábamos a solas en la habitación, fuera de ella era más fácil verlo en el otro lado de un gran abismo.

A la hora de la cena, paseamos hasta el restaurante, una encantadora gruta encalada, excavada en el lado oriental de la propiedad. En el interior, el tintineo de las jarras de cerveza, el rumor de platos y cubiertos al fondo y las conversaciones distendidas de los comensales animaban el ambiente. Todas las mesas estaban ocupadas, ya que el restaurante abría también para el público en general, pero Gina nos vio y se acercó. Llevaba una túnica larga hasta los pies y el pelo envuelto en un turbante de seda, lo que le daba un aspecto regio.

—Acompañadme afuera —dijo—, siempre reservo una mesa especial para los huéspedes.

La seguimos por la puerta trasera hasta un patio interior lleno de helechos susurrantes e iluminado por unas lucecitas navideñas colgadas entre los árboles. Debajo de una amplia sombrilla había una mesa solitaria hecha de tablones y cubierta con un chal blanco, en cuyo centro había un cuenco en el que flotaban unas rosas rojas. A su alrededor se sentaban tres hombres con unos vasos de vino.

—Una mesa para amigos —anunció Gina, sonriendo y saludando a los demás con un gesto de la cabeza⁠—. Lejos del ruido. Aquí se puede hablar.

Los hombres se presentaron; no todos eran vecinos del pueblo, pero parecían ser buenos amigos de Gina. Un académico, un mecánico y un motorista, un grupo de lo más variopinto. Después de que Frederic nos sirviera un vaso de un intenso vino tinto y unos platitos de pulpo crujiente y croquetas de cerdo, me relajé un poco y fue entonces cuando debí de pasar al alemán sin darme cuenta.

—¡Deborah! ¡No nos habías dicho que hablabas alemán! —⁠exclamó Gina⁠—. Qué pena, me habría dirigido a vosotros en alemán desde que llegasteis.

—Oh, no, en realidad no lo hablo —⁠repuse⁠—. Bueno, o lo hago muy mal.

—Qué va —protestó Gina—. Se te da muy bien. De hecho, deberías utilizarlo más a menudo. Sería una pena que no aprovecharas para practicarlo.

—Bueno, es que en realidad no es alemán. Si me escuchas un rato, lo entenderás.

El motorista sonrió y apuró su vaso.

—En este país hay muchos dialectos. Deberías oírme en bávaro.

—Es cierto. —El académico asintió⁠—. Yo apenas lo entiendo.

—¿Qué dialecto hablas? —me preguntó el mecánico, que apenas había intervenido desde que habíamos llegado y seguía con el mismo vaso de vino.

—Uno muy antiguo —contesté, reacia a contarles la verdad⁠—. Mi familia es de ascendencia francoalemana, y era lo que hablaban mis abuelos, que debieron de heredarlo de sus padres y abuelos. Dudo que siga usándose en Alemania.

En ese momento Markus se volvió hacia mí con mirada inquisitiva. Haciendo gala de su habitual estilo reservado, había estado muy ocupado con las tapas mientras yo llevaba el peso de la conversación. De pronto se cruzó de brazos y frunció los labios con gesto divertido, pero sin decir nada.

—¿Por qué no les has dicho que era yiddish? —⁠me preguntó más tarde, mientras regresábamos a nuestra habitación dando tumbos en la oscuridad.

—Creo que tenía miedo de su reacción —⁠reconocí.

—Ya me imaginaba que era por algo así.

—Aquí no hay judíos, Markus. Ni uno solo. Puedo percibirlo, es como si notara en el aire que falta algo. Y, por lo que sea, eso me asusta.

Durante tres días no paró de llover. Al tercero, descartamos cualquier intención de salir. Nos quedamos tumbados en la cama, con las ventanas abiertas para que corriera el aire, así que oíamos las gotas repicando en las tuberías metálicas y rebotando sobre las tejas de arcilla. Caían con estruendo sobre los helechos y los árboles de hoja ancha y salpicaban en el embarrado camino de entrada.

—Te canto algo, ¿vale? —le dije a Markus, que estaba tumbado a mi lado con los ojos cerrados⁠—. Dime si lo entiendes. Es una nana de cuando era pequeña.

—Mmm… —asintió, relajado.

Me puse a cantar en yiddish.

Duerme, mi niño,

descansa, mi vida.

Cierra los ojos,

en sus brazos

una madre te acuna.

No temas,

no te preocupes

por que el sol se ponga.

Llegará una nueva mañana

llena de alegría y felicidad.

Sehr schön —comentó⁠—. Una cancioncilla preciosa.

—Espera, que no he terminado.

Y proseguí:

Mi niño, tuviste una madre,

pero apenas la conociste.

La quemaron en las llamas de Auschwitz.

Un viento funesto soplaba entonces,

caía una lluvia fría y húmeda

cuando te encontré, mi niño, en el húmedo bosque.

Los dos escapamos juntos

en busca de un lugar seguro,

encontramos a unos partisanos y nos quedamos con ellos.

No temas, ni niño, duerme bien.

Un día conocerás a Dios

y podrás pedirle

que vengue la sangre derramada de tu madre.

—Esa es la nana —dije, y me volví para mirarlo⁠—. Eso le cantaban a los niños en mi comunidad.

Markus había abierto los ojos. Enarcó las cejas.

Ja, es bastante dura.

—Creo que esa canción resume mi infancia.

Fue algo parecido a una disculpa y, al mismo tiempo, una especie de aviso. Quería que Markus comprendiera que no podía evitar todos esos sentimientos que emergían con la fuerza de un huracán, que temía que arremetieran contra él al surgir de las profundidades con una furia incontrolable. Tal vez trataba de decirle que se retirara, que se protegiera.

Por fin salió el sol. Cuando abrimos los ojos por la mañana, nos levantamos de un salto de la cama y devoramos el desayuno en un santiamén. Estábamos ansiosos por aprovechar el buen tiempo y ver cuanto fuera posible, ya que pronosticaban más lluvia a lo largo de la semana.

—¿Adónde vamos? —preguntó Markus cuando nos subimos al coche.

—¡A las montañas, por supuesto!

Nunca había estado en los Alpes, ni en ninguna cordillera que pudiera compararse con ellos. La idea me entusiasmaba. Fue un viaje precioso, las laderas formaban un muro constante delante de nosotros; por mucho que nos acercáramos, nunca parecían retroceder o encogerse, desafiando toda lógica. Nos detuvimos en Mittenwald, el último pueblo antes de la frontera austríaca, para contemplar el Isar, un río que se alimentaba de las escorrentías glaciares y cuyas aguas, del color del helado de menta, espumaban alrededor de piedras y rocas en su vertiginoso discurrir. Paramos junto a la orilla para hacer fotos con los Alpes, todavía lejanos, como magnífico telón de fondo. Pasada la frontera aparecieron los barrancos escarpados y las curvas cerradas, y por fin llegamos a Innsbruck, en Austria, un poco mareados. Paseamos por el casco antiguo, que estaba abarrotado de turistas, y compramos algo de comer en un supermercado para llevárnoslo a una zona menos transitada, a un parque con sauces y abedules centenarios a la orilla del río Eno. Al otro lado del centelleante torrente de tonos verdosos, viviendas de vivos colores tapizaban las laderas en su ascenso hacia las montañas coronadas de nieve, que se alzaban sobre ellas de manera imponente. Agujas y cúpulas asomaban juguetonas entre el paisaje. Acabamos de comer y descendimos por unos escalones improvisados hasta la orilla del río. Markus se quitó los zapatos y los calcetines y se adentró en la corriente, y yo me arremangué los vaqueros e hice otro tanto. El agua estaba helada y corría veloz alrededor de mis pies.

—¿Te atreverías a bañarte aquí? —⁠le pregunté a Markus⁠—. Con la fuerza que lleva, supongo que será peligroso.

—Llevo un rato observando esa rama grande que hay ahí en medio, y no deja de dar vueltas. Tiene pinta de que hay un remolino, o dos corrientes que van en direcciones opuestas.

Seguí su mirada y, en efecto, en mitad del río una rama enorme se agitaba adelante y atrás como zarandeada por dos fuerzas contrarias. La estudié con atención, preguntándome si sería una señal. ¿Esa rama era yo, condenada a agitarme adelante y atrás sin descanso entre lo que dictaba mi instinto y las creencias que me inculcaron en la infancia? En esencia, ¿seguiría atrapada en ese estado el resto de mi vida?

—Bueno, ¿adónde le gustaría ir a continuación a mi princesa judía? —⁠preguntó Markus una vez que volvimos a calzarnos.

Yo estaba mirando el mapa.

—¿Sabías que Italia quedaba tan cerca?

—¿Quieres cruzar otra frontera?

—Ya que estamos aquí, sería una pena no hacerlo. ¡Quién sabe si volveré a pisar esta parte del mundo!

—¿A cuánto queda de aquí?

—A una hora u hora y poco —⁠contesté de manera imprecisa.

Lo más probable es que Markus supiera que mentía, pero no dijo nada.

Me fijé en que en Bolzano todos los carteles estaban en alemán e italiano. Aparcamos delante de una iglesia imponente y cruzamos la calle hasta un puesto de comida, donde Markus pidió pizza en alemán, de la que dimos buena cuenta en una mesa alta, bajo una sombrilla. Los gorriones empezaron a reunirse a nuestro alrededor; se acercaban a saltitos para picotear las migas. Markus, después de haberse hartado de pizza, se puso a darles de comer.

—Mira esto —dijo, haciendo que los gorriones volaran hasta la yema de sus dedos para picar los trocitos de pan que sujetaba entre ellos.

Los vi acercarse con cautela y revolotear cerca de su mano agitando las alas sin parar, tratando de llevarse lo que pudieran, aunque casi todo acababa en el suelo y se alejaban solo con una miguita en el pico.

Lancé un trozo de reborde a los gorriones que había encaramados en el seto que teníamos cerca.

—No hagas eso —me regañó Markus⁠—. Consigue que se acerquen.

—Prefiero que no. No me parece bien obligarles a que vengan solo para mi entretenimiento.

Se burló de mí. Vi cómo los tentaba para que se aproximaran a su mano extendida y sonreía con aire triunfal cada vez que un gorrión volaba con torpeza hasta ella. Markus mencionaba a menudo lo mucho que le gustaban los animales, y lo había visto detenerse cada vez que se topaba con un gato o un perro por la calle, pero aquella manera curiosa de expresar su amor me sorprendió.

Se acercó una paloma y le lancé unas migas recordando que mi abuela siempre dejaba semillitas en el porche para los pájaros del barrio.

—¡Uf, no des de comer a las palomas! —⁠protestó Markus⁠—. No hay bicho más tonto.

—¿Y por eso no merecen que les den de comer?

En ese momento toda una bandada de palomas se posó y de inmediato la escena se volvió caótica. Hasta cierto punto, Markus tenía razón. Las palomas daban tumbos en círculos, como incapaces de ver la comida que tenían delante, hasta que un gorrión descendió tan rápido que casi ni lo vi y se marchó con el premio en el pico entre tanta confusión.

—¿Lo ves? —se jactó Markus—. Son tan tontas que no saben ni comer lo que les tiras.

Paseamos un rato por la ciudad deteniéndonos en todos los puestos de helados, hasta que no nos cupo ni uno más. Luego emprendimos el largo viaje de vuelta, aunque paramos en Hall in Tirol a tomar algo y luego en Seefeld in Tirol para cenar, si bien era bastante tarde. Lo saqué a colación de camino al hotel, tratando de disfrazar mi inseguridad de humor sombrío.

—¿Sabes?, puede que no te hayas dado cuenta, pero todo el asunto ese de los pájaros es una especie de metáfora de la supervivencia del más apto —⁠comenté⁠—. Decidiste que los pájaros inteligentes eran los que merecían que los alimentaras y luego los hiciste bailar por unas migas. Yo diría que se parece mucho a lo del Übermensch[3] ese vuestro, ¿no?

Markus negó con la cabeza, impaciente.

—¿No lo habíamos hablado ya? Por eso estoy contigo, por una Wiedergutmachung[4] ¿no?

—Ya no me parece gracioso.

—¿Quieres que deje de bromear sobre el asunto?

—Recuerdo algo que leí sobre una mujer llamada Katrin Himmler. Se casó con un judío israelí, hijo de supervivientes del Holocausto, y decía que todo iba bien hasta que discutían, porque entonces ella era la nazi y él el judío incapaz de superarlo.

Markus ni se inmutó. Mantuvo las manos sobre el volante mientras avanzábamos por carreteras oscuras.

—Evidentemente yo no te veo de esa manera, como un descendiente de Himmler. Sé que no eres así, pero a veces esa voz en mi cabeza que grita: «Todos los alemanes son malos», la voz con la que crecí, es como si tomara el mando.

Genau. Es comprensible.

Me incliné hacia él, lo besé y le acaricié el cuello. No podía ser más hermoso. ¿Cómo podía horrorizarme tanto mi relación con él en momentos tan puntuales y sin venir a cuento, cuando todo mi cuerpo se estremecía en su presencia?

Al día siguiente no me sentía muy bien. Llovía de nuevo, y después de comer decidimos echarnos una siesta. Dormí media hora y desperté en mitad de lo que parecía el pico de un ataque de pánico. Nunca me había despertado en semejante estado. Incluso antes de abrir los ojos, sentí el corazón desbocado y que todo mi cuerpo se estremecía con fuerza.

Permanecí tumbada unos minutos, paralizada por el miedo y la conmoción, antes de reunir el ánimo suficiente para llamar con un hilo de voz a Markus, que se encontraba a mi lado, leyendo un libro. No se había percatado de que estaba despierta.

—Markus.

—¿Sí, cariño?

—¿Puedes tomarme el pulso? —⁠le pedí.

No quería parecer histérica. Supuse que estando en la cama y sin moverme, daba la impresión de que todo era normal. Los corazones acelerados no se ven.

Ja, natürlich —contestó, y me sostuvo la mano con la mirada fija en el reloj. Al cabo de un minuto, se volvió hacia mí⁠—. Un poco rápido, ja, sobre todo teniendo en cuenta que estás tumbada, ¿no?

—Markus, me, me… —titubeé—. No me encuentro bien.

Me miró preocupado y mi ansiedad se desbocó al instante como un caballo de carreras al oír el pistoletazo de salida. El corazón me latía con más fuerza que antes y empecé a notar que las manos y las piernas se me dormían. Comencé a respirar aceleradamente.

Markus se levantó y rodeó la cama.

—¡Tengo miedo, estoy muy asustada! —⁠gimoteé mientras me revolvía bajo las sábanas tratando de librarme de aquella sensación.

—Tranquila —dijo él, sujetándome por el brazo y mirándome a los ojos⁠—. ¿Qué sientes?

—Estoy entumecida, de la cabeza a los pies. ¿Qué me está pasando?

—Toma aire.

Imité el ritmo de su respiración, lenta y profunda, pero no tenía la sensación de que me ayudara. Diez minutos después, empecé a notar que me recuperaba, aunque seguía un poco mareada. Me incorporé.

—¿Estás bien?

—Sí, eso creo. Necesito un poco de aire.

Markus regresó a su lado de la cama y retomó la lectura, como si no hubiera pasado nada.

Fuera, en el patio, caí en la cuenta de que nadie que me hubiera visto en los momentos en que peor estaba me había hecho sentir tan normal. Aunque poco después de mi matrimonio, concertado cuando tenía quince años, me habían diagnosticado ansiedad, ese había sido mi primer ataque de pánico en muchísimo tiempo, y había sucedido, también por primera vez, durante el sueño. ¿Qué intentaba decirme mi cuerpo? ¿Estaba traicionando a mi abuela al dejar su viaje de lado y sustituirlo por un amorío con el enemigo?

Además, ¿qué tenía ese lugar que tanto me asustaba? Solo sabía que había llegado el momento de irse. Daba igual las maravillas que hubiera descubierto allí, el desasosiego me impedía disfrutarlas de verdad.

Tal vez me perturbaba que todo fuera tan bello: ¿acaso era justo que aquel pintoresco entorno de cuento de hadas hubiera dado lugar a una de las mayores atrocidades del mundo? Como si se tratara de un relato de los hermanos Grimm, quería que la oscuridad cayera sobre unos bosques impenetrables y el cielo se tiñera de un morado tormentoso. Pensaba que ese lugar debería reflejar lo que había ocurrido en él. Que transmitiera tanta paz y tranquilidad era inmoral, una traición imperdonable.

A la mañana siguiente pagamos la cuenta y nos dirigimos a Frankfurt; solo nos detuvimos para comer en un pueblecito de Hesse. Al cabo de muy poco yo tendría que estar en Berlín, desde donde salía mi vuelo de vuelta, pero decidí quedarme en Frankfurt uno o dos días porque Markus lo había dispuesto todo para que conociera a su madre, un encuentro que me suscitaba curiosidad porque la mujer se había criado entre nazis declarados. A pesar de que Markus me había contado que ella había tenido siempre una relación muy complicada con su familia y las ideas que defendían, me preguntaba si sería capaz de identificar algún vestigio de su educación que pudiera haber quedado impreso en su carácter, del mismo modo que sin duda ocurría conmigo.

Ada había enviudado recientemente y por entonces vivía en el pequeño apartamento que había utilizado como santuario personal durante su matrimonio. Tenía un precioso jardín en la parte delantera y otro en la posterior, con una pequeña terraza, donde nos acomodamos. Un joven rosal trepador recorría la barandilla, a la que estaba bien fijado, y se notaba que las plantas de las bonitas macetas de barro estaban cuidadas con esmero. Ada tenía el pelo de un blanco tan puro como el de su piel y unos enormes ojos azul claro. Paseé la mirada por el jardín y por un instante fue como si me encontrara ante el que guardaba en mi memoria. Se parecían tanto que tuve la sensación de haber ido a visitar a mi abuela. Mientras charlábamos en el porche, por primera vez fui consciente de lo mucho que añoraba contar con una persona mayor en mi vida, como antes.

—Quería preguntarle sobre sus padres —⁠me decidí al fin, después de haber disfrutado de un cuenco de fresas con nata⁠—. Me gustaría saber cómo fue tenerlos de progenitores y cómo pudo salir usted tan diferente y criar a un hijo como Markus.

—Mis padres odiaban a todo el que no fuera alemán, no solo a los judíos. Mi padre no se arrepintió ni en su lecho de muerte y mi madre no dejaba de hablar de cuando le había besado la mano a Hitler. Ven, te enseñaré una foto de ellos.

Fuimos a su despachito, donde guardaba una vieja fotografía de color sepia pegada con celo a un adorno y en la que se veía a una pareja sorprendentemente diminuta paseando con su pastor alemán bajo la lluvia y sonriendo debajo del paraguas que compartían. El rostro del hombre casi quedaba oculto por el sombrero de fieltro y las enormes gafas de montura gruesa, pero aun así se distinguía la nariz, a todas luces prominente. Me recordó al típico judío de mediana edad que compra bagels en el Upper West Side. Y lo mismo ocurría con la mujer, de frente estrecha y cejas pobladas y oscuras.

—¡Pero si parecen más judíos que la mayoría de los judíos que conozco! —⁠exclamé.

—¿Verdad? —Ada se echó a reír—. Y con el pastor alemán, tan orgullosos de sí mismos… No se asemejaban en nada a los alemanes ideales de sus fantasías.

—En cambio usted… —dije sin pensar⁠—. Es muy blanca y tiene los ojos azules. Es curioso…, Markus y usted no se parecen en nada.

—Markus ha salido a su padre.

Sí, tenía la frente alta y ancha, pero la nariz grande, el pelo oscuro y los ojos de color avellana. Si bien su sonrisa se me antojaba muy alemana: el labio superior sobresalía ligeramente sobre el inferior, lo que le daba un aire de perplejidad altiva perpetua.

—Mi generación no tenía nada que ver con ellos. Por entonces, todo el mundo se rebelaba contra sus padres, contra lo que habían hecho. No queríamos ser como ellos. Tampoco ayudó que a mí también me trataran con crueldad. Mi madre me hacía meter los dedos en el enchufe a modo de castigo. Se lo eché en cara cuando fui mayor, pero no quiso hablar del tema. Estaba claro que ella sabía que era enfermizo.

Recordé todas esas fotos de Hitler jugando con niños, y que los nazis volvían a casa y abrazaban a sus mujeres. Ni se me había pasado por la cabeza que pudieran ser tan crueles con su propia prole como lo fueron en el cumplimiento de su deber.

Markus me llevó a hacer una corta visita a la ciudad. Quise saber si alguno de sus hermanos era antisemita, pues me preguntaba si esos patrones serían genéticos, como Ada aseguraba, y si se saltaban generaciones y luego reaparecían fuera de contexto.

—Mi hermano pequeño atravesó esa fase de adolescente, pero creo que en general ya se le ha pasado.

—¿Cómo que «en general»?

—Es la forma de rebelarse de los jóvenes de aquí. Saben que es ilegal y que está considerado políticamente incorrecto, por lo tanto, es lo primero que escogen para demostrar que van contracorriente. Les hace parecer guays. Pero para ellos se trata de algo abstracto, ni siquiera han tratado nunca con judíos. Mi hermano no es antisemita, solo cuenta algún chiste ofensivo de vez en cuando.

—Yo a eso lo llamaría ser antisemita, Markus.

—Entonces todos los adolescentes alemanes lo son, porque es lo que se hace ahora para ser guay. Sueltan declaraciones políticamente incorrectas para demostrar que todo les da igual, y dado que los judíos son un tema delicado, les gusta meter el dedo en la llaga.

—¿Tu hermano vería con buenos ojos que salieras conmigo?

—Supongo que sí —contestó Markus⁠—, aunque a mí me daría lo mismo lo que pensara.

—A mí no.

Pasamos la última noche en su estrecha cama. Amanecimos igual que cuando nos dormimos, yo envuelta en sus brazos mientras nos asábamos como pollos en el bochorno estival. Cuando desperté, la cabeza me daba vueltas. Markus tenía que ir a trabajar y yo debía tomar un tren a Berlín, donde pasaría la semana siguiente, antes del vuelo de vuelta. Me besó en la frente.

—Llámame cuando llegues —dijo.

Asentí, y desde la ventanilla del tren lo vi alejarse pesadamente por el andén, sin mirar atrás. Tanto si alguno de los dos se había planteado algo más como si no, pronto quedaría claro que nuestra relación había adquirido vida propia y que ni él ni yo seríamos capaces de detener su curso natural.

Cuando llegué a Berlín, me asaltó la sensación de haber perdido el sentido mágico de la orientación que me había guiado a través de media Europa. Berlín se extendía en todas las direcciones, y sus dimensiones me recordaban que era muy pequeña. Me agobiaban sus mapas complicados y la disposición caótica de las calles, llenas de andamios y zanjas, como si la ciudad entera se encontrara en construcción. ¿Dónde estaban los distritos ordenados y los barrios perfectamente trazados que había visto en otras ciudades europeas? No había muchos puentes peatonales por los que cruzar el río, que ni siquiera era una masa de agua fácil de abarcar con la vista, como ocurría con el Sena en París. Vías elevadas lo cruzaban aquí y allá, y en los tramos más estrechos los edificios casi parecían echársele encima.

Los primeros días tuve miedo a salir de la habitación del hotel. Markus ya no estaba a mi lado, y de pronto me resultaba extraño ir por la vida sin él. Me alojaba en el límite del antiguo barrio judío, lo que no descubrí hasta que por fin decidí aventurarme fuera. La vieja sinagoga estaba a dos minutos a pie. A pesar del estado lamentable en que se encontraba, era evidente que se hacían esfuerzos por conservarla, como las zonas acordonadas en las que quedaban aún mármoles y mosaicos intactos. Para poder entrar, tuve que pasar un férreo control de seguridad y un detector de metales. En el exterior del edificio había una placa donde se explicaba que la sinagoga había sido profanada y posteriormente destruida, y debajo de la descripción se leía una línea en negrita y a un tamaño mayor: NO DEBEMOS OLVIDAR. Saqué una foto y el guarda de seguridad que había al lado sonrió, como si posara. Estuve tentada de decirle que la sonrisa era inapropiada, pero me limité a mirar al frente, fingiendo que no me había dado cuenta.

Después tomé el metro para visitar el memorial del Holocausto; al fin y al cabo, estaba en Berlín, la capital de Alemania, la parada más importante de la ruta del Holocausto, ¿adónde iba a ir si no? Era una mañana gris, entre semana; las estaciones estaban desiertas y silenciosas, y en la superficie, las grandes manzanas urbanas de fríos edificios contemporáneos resultaban intimidantes. Quizá de manera inconsciente, hasta ese momento me había mantenido alejada de las exposiciones sobre el Holocausto, aunque no había motivo para preocuparse: los memoriales alemanes eran escuetos y concisos. Descendí a la cámara subterránea del monumento conmemorativo, donde se ofrecía una breve explicación histórica dirigida a turistas y escolares, y me uní a la procesión de visitantes que avanzaba despacio por los pasillos.

«Ha sucedido y, por consiguiente, puede volver a suceder: esto es la esencia de lo que tenemos que decir», rezaba la cita de Primo Levi que había grabada en la pared, nada más entrar. Aunque no hacía mucho que Levi había llegado a mi biblioteca, en sus palabras había hallado de inmediato la voz de mis abuelos hablándome sobre las experiencias que nunca habían sido capaces de verbalizar.

Avancé poco a poco, siguiendo la hilera de gente que pasaba por delante de aquella fotografía en alta definición de los Einsatzgruppen en que los escuadrones de la muerte recorrían una pila de mujeres desnudas y blancas como la nieve que se retorcían de dolor, amartillando los rifles a medida que iban ejecutándolas una por una, y seguí a la multitud hasta una estancia en penumbra cuyo suelo estaba formado por unos cuantos paneles retroiluminados con testimonios de varias víctimas del Holocausto, extraídos de postales o diarios.

También había un poema de Miklós Radnóti, el poeta judío húngaro del que recordaba que Zoltán había hablado con tanto cariño. Estaba traducido al inglés y al alemán. Lo leí entre susurros para mí misma.

Caí a su lado y su cadáver se dio la vuelta, tenso ya como una cuerda que se rompe. Con un disparo en la nuca. «Así acabarás tú también», musité para mí; quédate quieto, no te muevas.

La paciencia florece en la muerte. Luego oí Der springt noch auf, encima, y muy cerca. La sangre mezclada con el barro se secaba en mi oreja.

 

Szentkirályszabadja, 31 de octubre de 1944

Un sollozo repentino se atoró en mi garganta. Tuve que sentarme, y el pañuelo que llevaba no bastó para limpiarme el rímel y los mocos. Aquellas palabras tan vividas y poderosas me trasladaron junto a él, tendida a su lado mientras lo veía agonizar, y no pude soportarlo.

Der springt noch auf. Por entonces me defendía en alemán lo suficiente para entender esa expresión tan sencilla, «Todavía se levanta de un salto», y también para saber que la habían extraído de Kaddish por el hijo no nacido, de Imre Kertész: «Me levanté de un salto y, por así decirlo, volví a esconderme, ich sprang doch auf, de hecho sigo aquí, aunque no sé por qué, salvo que se deba a la casualidad, tal como nací; soy tan cómplice de continuar en este mundo como lo fui de mi llegada a él».

Reconocí en la voz de Kertész mi incapacidad heredada para reconciliar mi existencia con el exterminio de tantas otras, y trajo consigo aquella advertencia de mi infancia, la que me hacía preguntarme si ya había pagado la deuda que me había sido impuesta por la supervivencia de mi abuela.

Los demás visitantes me esquivaban con cuidado, pero yo no veía nada, me daba igual. Me quedé sentada delante del poema hasta que el pecho dejó de dolerme. Recordé la rabia y la tristeza profundas que había experimentado la primera vez que vi esas imágenes, en el Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto, siendo adolescente. Emociones que conservaban la intensidad de entonces y me llevaban a preguntarme si se diluirían o se atenuarían alguna vez.

En otra sala se leían los nombres de las víctimas, acompañados de descripciones de su vida y su muerte. La siguiente estaba dedicada a los campos de concentración. En uno de los cubículos, un niño de unos siete años atendía a la explicación de cómo funcionaba Auschwitz con los auriculares pegados a las orejas. Lo observé consternada; podría haber sido mi hijo. El niño me miró a los ojos, enrojecidos e hinchados. «No deberías estar aquí —⁠quise decirle⁠—. Eres demasiado pequeño». ¿De verdad era necesario instruir a un niño de siete años sobre los campos de concentración?

Isaac aún no sabía nada del Holocausto, lo cual me hizo pensar que, sin embargo, se trataba de algo que había formado parte de mi vida desde que yo tenía conciencia. Cuando pensaba en mis abuelos, ¿los relacionaba de inmediato con la idea de que eran supervivientes de un genocidio? ¿Existía un solo momento en que no asociara mi identidad a la suya, de manera categórica e incuestionable, convencida de que yo también habría sido un objetivo y de que podía serlo aún si el mundo perdiera la cabeza una vez más antes de que me llegara la hora?

En una sala lateral, un grupo de escolares alemanes aplaudieron con fuerza, aunque indiferentes, cuando una superviviente del Holocausto finalizó su charla. Mientras salían de allí, sus rostros parecían decir: «Bueno, otra más».

Recuerdo ver la cabeza de mi hijo cuando nació, con sus húmedos y relucientes rizos rubios, y pensar «Gracias a Dios, no parecerá judío» antes de desplomarme en la almohada.

Escribí algo en el libro de visitas, debajo de un mensaje de un joven estudiante ucraniano que rezaba: «No lo olvidemos nunca».

¿Cómo describir esta sensación de estar viva y aniquilada al mismo tiempo? ¿De descender de los vivos y de los muertos? Una parte de mi alma ha sido exterminada. ¿Cómo voy a cerrar jamás esta herida familiar? ¿Cómo voy a contárselo a mi hijo?

 

Firmé debajo con mi nombre.

En la salida me topé con una fotografía a tamaño real de Bergen-Belsen durante su liberación. Aquella fue la escena que dio la bienvenida a las atónitas tropas británicas, que se dispusieron a documentarlo todo. La imagen mostraba a unas mujeres esqueléticas sentadas entre montañas de cadáveres, como si se alzaran de entre los muertos. El horror era indescriptible; mirara donde mirase, la fotografía retrataba un páramo posapocalíptico. Me quedé petrificada. Mi abuela había sido testigo de aquella atrocidad. Aquel día estaba allí, abandonada en aquel mundo nauseabundo, abyecto e inhumano. Nunca conseguiría borrarlo de su memoria. Sentí que la ira volvía a apoderarse de mí y reptaba como la bilis por mi garganta. Abandoné la exposición y corrí escaleras arriba para desaparecer entre los pilares de cemento y sus espeluznantes pasillos, asaltada por las sombras fugaces y fantasmales de los visitantes que se movían entre ellos. Tan pronto estaban allí como desaparecían.

Me detuve entre dos pilares y me apoyé en uno para llorar, decidida a quedarme sin lágrimas para el resto del viaje. «Solo por esta vez, sácalo todo y quítatelo de encima. No queda nada por lo que llorar. No has visto nada que no hubieras visto antes. Algún día tendrás que dejar de sufrir por estas cosas».

Esa noche tuve una pesadilla y desperté en la oscura habitación del hotel a las tres de la madrugada. Estuve recordando la fotografía de los Einsatzgruppen. ¿Cómo era posible que aquellos hombres hubieran sido capaces de hacer algo semejante?

Llamé a Markus. Estaba despierto.

—No puedo dormir, tengo pesadillas.

Le hablé de la fotografía.

—¿Te importa buscarla en Google y enviármela?

Lo hice.

—La foto se las trae.

—Por primera vez en mi vida, creo que sería capaz de matar a alguien. Me domina la rabia, y eso me asusta, porque en cierta forma podría explicar lo que hicieron, y no quiero. No puede ser. Acabo de recordar algo que me contó una vez una buena amiga —⁠añadí de pronto⁠—. Ella también es judía y una de sus abuelas sobrevivió a los campos. Es de California, muy liberal, una lesbiana casada con una mujer no judía. Me dijo que su familia era capaz de aceptar cualquier cosa, tenía una mentalidad muy abierta, pero que lo único que jamás podría hacer era llevar a casa a un alemán. Es como la línea que sabemos que no debemos cruzar.

Me pregunté si, al cruzar todas las líneas que me habían trazado, en cierto modo no había sabido dibujar unas propias.

Al día siguiente me apunté a una visita a Sachsenhausen, el campo de concentración que serviría de modelo, ubicado en las afueras de Berlín. Durante el trayecto, conocí a una pareja judía de Park Slope, Brooklyn. La mujer, hija de supervivientes ucranianos, me contó que su madre y ella habían regresado a su pequeño pueblo de Ucrania, donde una turba de borrachos furiosos las había perseguido.

—¿Cómo permitisteis que os hicieran algo así hoy en día? ¿Cómo dejasteis que se salieran con la suya? —⁠pregunté.

—¿Y qué íbamos a hacer? Es Ucrania.

—Yo habría hecho algo. No habría permitido que me trataran así. El mundo ha cambiado, no pueden hacernos esas cosas.

Se quedó callada, cabizbaja.

—¿Creéis que existe algún lugar donde no tengamos que enfrentarnos al antisemitismo? —⁠me pregunté en voz alta, y les hablé del revisor que me había cerrado la puerta en las narices en Rosenheim.

—Hay que tener cuidado con lo que se dice delante de los alemanes —⁠susurró la mujer, señalando a los demás pasajeros con un gesto de la cabeza⁠—. Son muy sensibles a estos temas.

—Y más que deberían serlo.

—Estás en su país como invitada —⁠insistió⁠—. No puedes ir por ahí diciendo esas cosas.

—¿Igual que invitaron a mi abuela a sus campos de concentración?

—¿Por qué estás aquí?

—Quiero enfrentarme a esa parte de mi identidad para poder dejarlo atrás.

—Eso es imposible —afirmó—. No hay modo de superarlo. Llevo toda la vida intentándolo.

—Pues yo diría que no me va mal —⁠repuse⁠—. Estoy convencida de que lograré pasar página. Buena parte de mi obsesión se debe a que crecí rodeada de secretismo. Sabía qué era el Holocausto, pero nadie hablaba jamás de sus vivencias. Era como si cuanto habían vivido antes de Estados Unidos fuera una experiencia colectiva que pudiera condensarse en una palabra. Necesito conocer las historias personales; creo que eso me reportará un poco de paz. No quiero que la historia de mi abuela se diluya dentro de una categoría amplia.

En nuestro grupo había un joven rubio y apuesto. Era suizo alemán, muy alto, de mandíbula marcada y pómulos prominentes. Sus ojos eran canicas de un azul frío bajo unas cejas doradas. No hablaba mucho. Más tarde lo invité a tomar algo; nuestros hoteles estaban en el mismo barrio.

—¿Por qué has decidido visitar el campo de concentración durante tu estancia en Berlín? —⁠quise saber, preguntándome qué hacía en ese tipo de visitas alguien que a todas luces no era judío, y que era tan joven y de aspecto tan normal.

—¿No crees que es importante estar informado sobre el tema? —⁠replicó.

—Mi familia lo sufrió. ¿Qué relación tienes con todo esto?

Se aclaró la garganta y apartó la bebida.

—Para ti es obvio, ¿no?

—¿Tu familia estuvo implicada de alguna manera?

—No, pero en cierto modo creo que todos nos sentimos concernidos por lo que ocurrió, en ambos lados. Todos participamos de una forma u otra, aunque fuera como meros testigos.

Me acordé de un alemán al que conocí en la cafetería que solía frecuentar en casa. Se llamaba Peter y había nacido poco después de la guerra. «A todo alemán le ha ocurrido alguna vez que se hayan negado a atenderlo, o le hayan cerrado la puerta en las narices, o no le hayan estrechado la mano cuando se ha presentado —⁠me dijo⁠—. Lo asumimos como normal. Sin embargo, cuando era pequeño e iba al colegio, la asignatura de historia solo llegaba hasta la Primera Guerra Mundial. El Holocausto ha empezado a impartirse hace poco, cuando la gente se ha sentido bastante distanciada de lo que hicieron los nazis».

Regresé al hotel dando un paseo por las calles de Scheunenviertel, el antiguo barrio judío, a la caída de la tarde. Algunas eran preciosas, apartadas y tranquilas, con hileras ordenadas de casas restauradas con mucho gusto, hogares que una vez pertenecieron a familias judías de clase trabajadora y que, tras la gentrificación, ocupaba gente de vaqueros ajustados. Pasaba junto a un parque cercado por una bonita verja cuando me fijé en el inquietante conjunto escultórico de la entrada. Leí que aquel lugar había sido un cementerio judío antes de que los nazis destruyeran las lápidas y se convirtiera en un parque público. Vi a una madre joven con su niña de pocos años; la pequeña correteaba por el sendero con sus piernas regordetas, dando grititos de alegría. Se me paró el corazón ante aquella escena. ¿Aquella madre sabía que su hija corría sobre tumbas desacralizadas de judíos? ¿Qué mundo era ese en que se criaba a los niños en las mismas calles que habían sido testigo de tanta destrucción, en las que se había derramado tanta sangre?

Aunque ardía en deseos de preguntárselo, permanecí callada, observando. Era duro reconocer que había ido allí con la esperanza de encontrar una tierra arrasada para siempre, en cierto modo, una tierra que no pudiera volver a albergar verdadera vida. Pero los niños correteaban entre los fantasmas como si no hubiera ocurrido nada. A mi derecha, en la pared del edificio de apartamentos que había junto al cementerio, un grupo de artistas trabajaban en un mosaico muy colorido. Era un mural alegre, con delfines y mariposas. En la pancarta que había al lado se leía: PROYECTO MURO DE LA PAZ.

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