Exodus

Exodus


5. Viaje

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Por fin, camino del hotel, vi mis primeros Stolpersteine, aquellos adoquines que había buscado en Salzburgo con tanto empeño. Me fijé por casualidad: estaban encajados frente a una casa elegante, los cuatro juntos, y cada uno llevaba grabado un nombre en memoria de una familia que había vivido allí, junto con las fechas de su deportación y de su muerte. Sin embargo, vistos desde arriba parecían algo muy inocente, parte del decorado turístico. Era escalofriante pensar en las personas que debían de pisar esos adoquines a diario, completamente ajenas a ellos, y más aún en quienes ahora ocupaban los apartamentos que habían sido vaciados por sistema para los «verdaderos» alemanes. ¿Cómo soportaban estar rodeados de todos esos recordatorios? Pensé que jamás podría vivir en Alemania, donde me arriesgaría a toparme con monumentos conmemorativos en cada esquina.

Telefoneé a Markus desde el aeropuerto. Había estado entretenida en otras cosas y hacía un tiempo que no hablábamos.

—No sabía si llamarías —dijo—. Creí que, al no estar juntos, la cosa se habría enfriado un poco.

—¿Es tu caso?

—Al contrario, se ha avivado.

—Entonces, ¿por qué das por hecho que a mí no me ocurre igual?

—Supongo que nunca está uno seguro.

—¿Recuerdas ese fragmento de Orgullo y prejuicio en el que Darcy le dice a Elizabeth que la ama contra su buen juicio, a pesar de que sus parientes sean de clase inferior, y ella se ofende muchísimo?

—Mmm…

—Supongo que yo te amo contra mi buen juicio. Contra esa parte de mí que dice que vives demasiado lejos y que desciendes de nazis, contra lo mucho que va a costar que esto funcione. No puedo creer que haya dejado que ocurra.

—Supongo que podría decirse que yo también te quiero, por improbable que parezca, sí, creo que sí —⁠dijo él, como si estuviera analizándose.

Sentí que se me encogía el estómago.

—¿Qué vamos a hacer? Es imposible que funcione.

—Iré a visitarte en septiembre —⁠decidió⁠—. Iremos viendo.

—De acuerdo —susurré—. Ahora tengo que subir al avión.

—Llámame cuando llegues a casa.

—Claro.

Me acomodé en mi asiento y miré por la ventanilla, preguntándome cómo era posible que me ocurrieran tantas cosas cada vez que viajaba al extranjero y cómo me sentaría retomar la vida que me aguardaba en Estados Unidos y su dinámica, tan opuesta, de sentarse a esperar.

Pero primero Isaac y yo volamos a California para pasar el resto de las vacaciones de verano en un clima más cálido y celebrar el aniversario de Justine, que coincidía con el mío. Cumpliría veintisiete años. Pasé el día asustada y angustiada. ¡Veintisiete! Habían transcurrido cinco desde que había abandonado mi comunidad, desde el primer cumpleaños en que inicié el ritual de evaluar mi progreso. Era consciente de que los años de transición serían difíciles y me había concedido un margen durante el que lo pasaría mal; no me había engañado respecto a lo que me esperaba. Desde entonces, en cada cumpleaños evaluaba cuánto había progresado respecto del anterior, tanto por dentro como por fuera. Si bien el mundo exterior había ido tomando forma de manera impecable con el paso del tiempo, en mi fuero interno lamentaba seguir sintiéndome desplazada y despersonalizada, incapaz de avanzar al mismo ritmo.

Tenía veintisiete años. Unos cuantos atrás, cuando conocí a Justine, había imaginado un futuro lejano, y ahora por fin me había construido una vida que debía proporcionarme seguridad y tranquilidad. Sin embargo, si en ese cumpleaños tenía que enfrentarme a algo para seguir avanzando era a mi incapacidad para encontrar fuera de mí lo que zanjara ese periodo de transición y me impulsara hacia un futuro por el que lo había sacrificado todo. Ese aniversario debía poner fin al ritual de autoevaluación, a ser dura conmigo misma, a concederme un tiempo limitado para conseguir lo imposible. Estaba en lo cierto cuando creía que necesitaba un hogar, pero lo había construido en el lugar equivocado: fuera de mí.

En ese momento supe que no volvería a trazarme un camino por adelantado. No se trataba de una carrera ni de una competición. Tendría que aprender a vivir con la incertidumbre y con los contornos indefinidos de mi personalidad.

Justine, mi hijo y yo nos adentramos en la naturaleza salvaje de la península de California en dirección a Santa Cruz con la intención de llevar a Isaac a la playa. De camino, nos detuvimos en un acantilado para contemplar un lánguido jirón de niebla que había quedado suspendido sobre el océano después de que el resto del banco se hubiera disipado. Un extremo se inclinaba a modo de rayo de luz refractado y se reflejaba en las aguas como un tajo plateado en mitad del azul radiante. Dos enormes gavilanes colirrojos chillaron en lo alto y al alzar la vista los vi volar en círculos alrededor de una luna casi llena. En ese momento sonó el teléfono. Era el padre de Isaac.

—¿Sí?

—¿Estás bien? ¿Isaac también?

—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Alguien ha hecho correr el rumor de que te habías suicidado. Me he asustado.

—Qué tontería. No, estamos bien. Vamos camino de la playa.

Hasta que colgué no reparé en la cantidad de mensajes que tenía. Eché un vistazo a las redes sociales y comprobé que, en efecto, el rumor corría como la pólvora. En Facebook, mis amigos me etiquetaban en entradas que decían «¿Homicidio o suicidio?» y «¿De verdad es tan duro irse?».

Tuiteé una foto con mi hijo.

«¡Estamos divirtiéndonos en la playa! Siento desmentir los rumores».

Cuando guardé el teléfono y eché un último vistazo al espléndido y deslumbrante océano, reflexioné sobre la ironía de lo que acababa de ocurrir. ¿Por qué iba a creer nadie que me encontraba al borde de la desesperación justo entonces, cuando había dejado atrás aquellos años espantosos de avanzar a ciegas, cuando por fin creía tener una vida de verdad? Me había ido y había valido la pena: bastaba con ver a Isaac retozando en la arena. Sin embargo, ese verano me había ocurrido algo más, había realizado un gran progreso hacia el hallazgo de una identidad. Había encontrado un relato; ya no era un fantasma amenazado por el olvido.

Markus y su madre me visitaron en septiembre. Isaac había empezado segundo de primaria, y cuando ellos llegaron las hojas de los árboles habían comenzado a abarquillarse. Hacía un tiempo espléndido, con cielos azules y despejados que servían de escaparate a puestas de sol claras y límpidas, como la bola de Times Square descendiendo en Nochevieja. Al atardecer paseábamos en barca por el lago, desierto en esas fechas gracias a que las hordas de veraneantes habían regresado a la ciudad después del día del Trabajo, y las hojas crujían bajo nuestros pies mientras explorábamos los pintorescos pueblos de Nueva Inglaterra.

Un día los llevé a Manhattan para enseñarle la ciudad a la madre de Markus. Nunca había estado en Estados Unidos y era la primera vez que viajaba sin su marido.

Paseamos por Central Park, disfrutamos de un gelato a la sombra del edificio Flatiron y estuvimos a punto de tener un accidente con un camión en el East Village. Cruzamos el Williamsburg Bridge y me ofrecí a enseñarles mi antigua comunidad. Era Sucot, de manera que el silencio imperaría en las calles, pero los jasidíes se pasearían con sus mejores galas. Les mostré las cabañitas de madera que construían en porches, escaleras de incendios y patios delanteros, ya que con la festividad se pretendía recordar la antigua celebración bíblica de la cosecha, cuando la gente dormía en cabañas temporales para vigilar los cultivos.

Ada miraba por la ventanilla, embelesada. Pasamos por delante del edificio de piedra rojiza donde me había criado, silencioso e implacable, con las persianas cerradas a cal y canto y sus pesadas puertas metálicas impertérritas. Cuando circulamos frente a la casa de al lado, la anciana que había sentada a la sombra del portal me miró fijamente. Bajé la cabeza para evitar que me reconociera. Nos detuvimos en el semáforo en rojo y vimos que en la esquina de la acera de enfrente se había congregado una familia de jasidíes: unas chicas les hacían carantoñas a sus primos pequeños, en cochecitos de bebé, mientras una pareja joven y cohibida mantenía entre sí la distancia obligatoria de algo más de un metro.

—Soy incapaz de imaginarte aquí —⁠comentó Markus⁠—. Te miro a ti, los miro a ellos y no hay manera de relacionaros.

«Ahora mismo, a mí me ocurre igual —⁠pensé⁠—. Cuando lo tengo delante, es como si no tuviera nada que ver con mi pasado. Mi vida es tan distinta que no puede dar cabida a esa historia. Sin embargo, si ya no es mi pasado, ¿qué es entonces?».

Recorrimos Kent Avenue y aparcamos en el paseo marítimo. Paseamos hasta la pequeña playa, desde donde se veían los edificios de Manhattan recortados contra el horizonte.

Posamos para una foto con aquel magnífico y rutilante paisaje como telón de fondo. Ada sostenía la aparatosa cámara con torpeza, tratando de familiarizarse con ella mientras yo seguía sonriendo en paciente espera, pero cuando el flash se disparó por fin, Markus se inclinó hacia mí y me besó en la boca. Más tarde, mientras cenábamos marisco en una terraza, miré la foto en la pantallita de la cámara y me extrañó que la sorpresa y la inquietud que había sentido en ese momento no se hubieran plasmado en la imagen.

Por la noche rodamos hasta el centro de la cama y nos aferramos el uno al otro como para evitar caernos. Él, que nunca había podido dormir en la misma cama con nadie, y yo, que había pasado las noches al lado de Erik despierta, con su pesado brazo sobre el pecho.

—Es increíble lo bien que encajamos —⁠susurró.

De hecho, yo me sentía como una llave con una forma extraña que por fin había encontrado la cerradura adecuada.

El sábado los llevé al mercadillo agrícola local.

—Es alucinante —comentó Markus en el coche, admirando el hermoso paisaje al que ya me había acostumbrado⁠—. ¡Es como en las postales! No hace falta ni retocar las imágenes con Photoshop.

Su madre parecía extasiada cuando llegamos al mercadillo. Un grupo de bluegrass tocaba en la glorieta mientras los compradores pululaban bajo el sol del otoño.

—Es como en las películas —⁠susurró Ada, cautivada.

Nos encontramos con varias personas que conocía de por allí y se las presenté. Se trataba de mis amigos Dan y Debbie, abogados judíos, y de Anita y Harvey, también abogados judíos de Nueva York. Cuando regresamos al coche, cargados con tomates, queso y jamón, de pronto vi a Ada muy pálida. Parecía cansada y con pocas ganas de hablar.

—¿Qué ocurre? —le pregunté en alemán, pero no entendí lo que masculló en respuesta.

Le di un leve codazo a Markus.

—Pregúntale qué le pasa —le susurré.

Markus se volvió hacia su madre y charlaron brevemente en alemán.

—Ah, que nunca había conocido a un judío en persona —⁠me informó⁠—. Se siente un poco abrumada… En realidad, se siente culpable.

Como siempre, se había explicado con su habitual tono neutral, casi divertido.

—¿Culpable? ¿Por qué iba a sentirse culpable? —⁠pregunté, incrédula.

—Por lo que hizo su padre. Es la primera vez que se topa con las personas a las que él persiguió. Creo que la ha afectado mucho.

—¡Pero si yo soy judía! Y no la traumatizó conocerme.

—Es verdad, pero creo que está empezando a procesar lo que significa, ya sabes. No había tenido que enfrentarse a ello porque hasta ahora no había sido necesario.

Más tarde, en el salón, nos habló de los recuerdos que guardaba de su padre, de cuando había pegado a su hermano mayor después de que este llegara a casa hablando de una película sobre el Holocausto que les había puesto su profesor. El padre de Ada había ido a ver al maestro a su casa y lo había amenazado con tomar represalias si volvía a enseñar esa inmundicia en clase.

—Me da igual lo que hicieran tus padres —⁠le aseguré⁠—, quiero vivir el presente. Quiero que mi vida esté llena de amor, comprensión y perdón. No quiero quedarme estancada en antiguos rencores y prejuicios, como me inculcaron de pequeña. Quiero dejar todo eso atrás.

—Sí, pero quizá sea más sencillo para ti —⁠insistió ella⁠—. Eso solo es posible para quienes perdonan. Los culpables no pueden decir que quieren dejarlo todo atrás.

Esa tarde los acompañé al aeropuerto sumida en un estado de aturdimiento. Era incapaz de imaginar cómo me sentiría cuando Markus no estuviera. Al bajar del coche, Markus me miró y me dijo:

—Es como lanzarse en caída libre. Sabes que llevas un paracaídas sujeto a la espalda, pero aun así estás convencido de que te precipitas hacia la muerte. Esa es la sensación que tengo ahora mismo al marcharme y dejarte aquí.

Rio tímidamente, con la mirada cansada. En su cara vi la misma extenuación que se había apoderado de mí antes, tan profunda, tan intensa que era imposible que no sintiera que perdía pie, como me ocurría a mí.

—Todo irá bien —me apresuré a decir⁠—. El paracaídas se abrirá. Retomaremos nuestra vida cotidiana.

—No lo sé —contestó—. Puede.

Me siguió con la mirada mientras me separaba del bordillo, sujetando su mochila con ambas manos. Eché un vistazo a su rostro desamparado por el espejo retrovisor, solo una vez.

Pensé en la distancia; luego, en la costumbre que había adoptado a lo largo de los últimos años de encariñarme con personas que vivían cada vez más lejos. Me pregunté si simplemente pretendía perpetuar mi alienación o si en cierto modo sabía que poniendo la barrera cuanto más lejos mejor me animaba a distanciarme todo lo posible de mis raíces.

A lo largo de mi vida había invertido grandes esfuerzos en apartarme del lugar del que procedía, y aun así tenía la sensación de que ese abismo siempre se abría ante mí para recordarme la verdadera distancia que debía salvar.

Me conmovían esas personas de lugares tan lejanos que habían insuflado novedad a mi existencia. Me sentía como una figura en un inmenso tablero de ajedrez, avanzando poco a poco hacia la victoria, dirigida por un verdadero genio que no deseaba actuar con precipitación. En ocasiones la estrategia se me hacía indescifrable, pero no podía negar que seguía en la partida, dirigiéndome hacia un objetivo final. Aunque ignorara lo que me esperaba en el otro lado, a veces resultaba emocionante atisbar la orilla desconocida hacia la que siempre señalaba mi brújula interna.

Quizá buscaba ese avance cuando volví a ver a Markus en noviembre. Esa vez fui yo quien voló a Frankfurt durante las vacaciones de Acción de Gracias, ya que no tenía a Isaac. Me recogió en el aeropuerto. Esa vez dejé de lado las presiones que nos habíamos impuesto durante el verano y todo lo que acarrearon, pospuse el objetivo de mi viaje por Europa y opté por aceptar lo que la vida me ofreciera. Decidimos pasar el fin de semana en París, retomando el ritmo de los viajes por carretera que había caracterizado nuestra relación desde el principio. Estábamos cerca de la frontera francoalemana cuando nos fijamos en una enorme caravana blanca detenida en el arcén y junto a la que aguardaba una familia de tez oscura. La policía estaba registrando el vehículo. Al aproximarnos a la garita del puesto fronterizo, redujimos la velocidad. Markus bajó la ventanilla y el guardia se inclinó para echar un vistazo dentro del coche, recorriéndonos con la mirada.

—¿Adónde van? —preguntó.

—A París —contestó Markus sonriendo.

El guardia volvió a mirarme y esbozó una sonrisa de suficiencia.

—Pues que se diviertan, tortolitos —⁠dijo en un alemán coloquial, y dio unos golpecitos en el techo del coche para indicarnos que podíamos seguir.

Pasamos junto a la familia detenida en el arcén y conforme Markus aceleraba me volví para mirarlos. Estaba atónita: allí había dejado de ser sospechosa gracias a mi color de piel; los tiempos habían cambiado y el testigo había pasado a otros chivos expiatorios.

Ya en París, llevé a Markus a la galería de Richard para enseñarle el trabajo del que había estado hablándole y presentarle al propietario, Yann, con quien yo había hecho buenas migas. También a los muchos mecenas que la visitaban con regularidad, como Bruno, banquero, y François, heredero de un imperio industrial, cuya bulliciosa e idiosincrática compañía encontraba muy entretenida. No sabía de quién presumía más: si de Markus, mi atractivo y enigmático novio, ante aquel grupito esnob y excéntrico, o si de mis sofisticados amigos franceses ante el alemanísimo depositario de mis afectos. Yann nos invitó a cenar esa misma noche, y aunque la conversación fluía, parecía hacerlo alrededor de Markus, quien, a pesar del ambiente distendido y la charla incesante, apenas habló mientras cortaba el bistec con movimientos rítmicos y aquella sempiterna sonrisita de suficiencia que revoloteaba en la comisura de sus labios, la cual en ese momento se me antojó más un defecto que un encanto. Tras la cena, Yann me llevó aparte.

—Deborah, pero ¿qué haces con ese hombre? —⁠preguntó⁠—. ¡No te pega nada! ¡No abre la boca! —⁠Sin darme tiempo a protestar o a defender a Markus, se apresuró a añadir⁠—: No me malinterpretes, no tengo nada contra él, pero, bueno, es tan… alemán… Míralo, pero si es todo ángulos y esquinas. —⁠Yann no estaba mostrándose típicamente francés ni dando rienda suelta a sus prejuicios; de hecho, hablaba alemán con bastante fluidez y le tenía mucho cariño tanto al país como a su gente, así que le presté atención⁠—. ¿Estás segura de que te interesa esa persona, Deborah? ¿O lo que te interesa en realidad es el lugar del que procede?

La pregunta se me quedó grabada porque hacía tiempo que sabía que era cierto, tal vez desde el principio. Aquel hombre representaba una puerta para mí, una puerta a un mundo al que ignoraba cómo acceder, y había esperado encontrar en él al guía que me llevara ilesa hasta el otro lado.

Probablemente sabía incluso antes de subir al avión que lo nuestro se había acabado, o al menos el componente romántico, y cuando unos días después informé a Markus al respecto no puedo decir que pareciera sorprendido. Años más tarde le contaría que a veces no nos enamoramos de las personas en sí, sino de la evolución personal acelerada que prometen, de la manera en que pueden transformarte en algo que se acerque a la persona que sabes que puedes acabar siendo. Markus tardaría un tiempo en comprender lo que trataba de explicarle, pero al final concluiría que su vivencia había sido un reflejo de la mía, que él también había emprendido una nueva etapa personal de resultas de nuestra relación. Lo cierto es que todas las relaciones, por breves o duraderas que sean, añaden una faceta nueva a nuestro carácter, pero el proceso resulta más apremiante cuando uno se considera una superficie roma y sin facetas.

Con respecto a las relaciones que entablé en esos años de transición, los recuerdos que me han dejado están teñidos de una extraña culpa, pues me declaro incapaz de separar el afecto que sentía por cada persona de la realidad incontestable de haberla usado para impulsar mi propia metamorfosis, como si jugara en ambos lados del tablero de ajedrez. Quizá aquello también fuera la clave definitiva, lo que me hizo comprender que había llegado al otro lado, pues mis relaciones de pronto dejaron de ser la vía hacia un destino lejano y se convirtieron en el destino en sí.

Sé que ese proceso, el de valerme de personas como si se tratara de vehículos que transportaran mi carga en la dirección escogida, era esencial para conseguir mi objetivo original, el que me había establecido hacía años de manera inconsciente tras abandonar mi comunidad, y que consistía en liberarme de los miedos profundos e irracionales y de los prejuicios que me habían inculcado de pequeña. Sabía que Markus había sido fundamental en el camino hacia esa libertad. Había dado un paso en la dirección correcta, aunque no podía precisar cómo, ni cuántos más quedaban todavía. Aun así, lo sentía con el mismo convencimiento con que veía mi progreso de los últimos años y los cambios profundos que se habían operado en mí, y sabía que la montaña rusa continuaría un tiempo, que al cabo de unos años sería una versión tan distinta de mí misma como lo era en ese momento en comparación con cinco años antes. Qué satisfactorio era y sería mirar atrás y constatar que valía la pena confiar en mi instinto. Intento perdonarme por conducirme de esa manera en la vida, la única que conocía en aquella época, porque entonces creía que no tenía más herramientas a mi disposición y que se trataba de una cuestión de supervivencia, de mirar el abismo que se abría bajo mis pies y aferrarme a cualquier cuerda que encontrara.

El invierno de ese año estuvo marcado por unas nevadas fuertes y copiosas que amortiguaron todo sonido como un manto opresor; las temperaturas gélidas eran implacables y amordazaron nuestra actividad habitual. Muchos días no se podía transitar por las carreteras por el peligro que suponía, y acabaron por cerrar la escuela. A menudo nos quedábamos sin electricidad porque un árbol helado o demasiado cargado de nieve había caído sobre los cables viejos, y era raro que Richard y yo consiguiéramos vernos. De ahí que pasara ese invierno fundamentalmente exiliada, experimentando la máxima expresión del aislamiento inherente al estilo de vida que había escogido. Lo único que amenizaba aquellas jornadas eran los libros que había ido atesorando, el fuego que manteníamos encendido a todas horas en aquella chimenea descomunal de ladrillo —⁠alrededor de la cual habían construido la espaciosa cocina como si hubieran querido rendir tributo al hogar tradicional, y que de alguna manera seguía funcionando a pesar de tener más de dos siglos de antigüedad⁠—, y las amplias ventanas saledizas de ambos lados, que nos permitían ver los comederos de pájaros que yo había instalado.

Me sumergía en aquellos libros de manera indiscriminada, virando con brusquedad de uno a otro y volviendo atrás, y sus voces empezaron a competir entre sí por hacerse un lugar en ese espacio nuevo y aislado de mi mente en invierno. A veces leía sin ser realmente consciente del efecto que las palabras estaban teniendo en mí hasta que las historias y las imágenes volvían a la vida en mis sueños de manera contorsionada y perturbadora. En mi fuero interno sabía que se trataba de algo más que de una crisis invernal, y a pesar de que se hizo más evidente con el paso del tiempo, era incapaz de resolver aquel misterio, pues seguía sintiéndome igual de atrapada que antes en un mundo en el que no encajaba.

Mientras tanto, Eli también había empezado a cambiar de estilo de vida de manera drástica gracias, quizá, a la mujer con la que estaba saliendo, que no era religiosa. De pronto, Isaac me informaba de que su padre ya no comía kósher o no observaba el sábat. Hacia el final de ese año, la barba y los payós de Eli desaparecieron por completo y se apartó de la comunidad ortodoxa. Ya no discutíamos por las fiestas judías, o porque Isaac celebrara la Navidad, y ya no tenía que preocuparme por el abismo que existía entre nuestros estilos de vida y el efecto emocional que eso pudiera tener en nuestro hijo. Como suele suceder, la novia de Eli supuso una distracción que se tradujo en una reducción de la frecuencia de sus visitas, y comencé a alimentar la esperanza de que esa limitación arbitraria impuesta en nuestras vidas desaparecería algún día gracias a la buena disposición que nacería de la satisfacción personal de Eli.

El invierno fue llegando a su fin en Nueva Inglaterra como lo había hecho siempre: avanzando día a día con paso parsimonioso hasta que de súbito desapareció y abrió la puerta a una primavera desenfrenada. Luego llegó la Pascua, y con ella su equivalente judío, el Pésaj. Aunque participé en la búsqueda de huevos con Isaac y comí cordero sentada a una mesa al sol con otros padres del colegio, no hice planes para celebrar la festividad judía por mi cuenta.

Por entonces creía que el Pésaj conmemoraba la liberación, y en esos momentos no me sentía imbuida de ese espíritu. Cuando recibí la sentencia de divorcio la víspera de la Pascua judía de 2012, pensé en lo irónico que era celebrar mi liberación de un matrimonio concertado a la vez que el fin de la esclavitud del pueblo judío. Pensé que el Pésaj sería siempre una buena ocasión para mirar atrás y comprobar lo lejos que había llegado desde que había abandonado una vida en la que no me sentía a gusto. Pero el halo de ese triunfo se había desvanecido con el tiempo.

De niña vivía aquella celebración como un calvario. Me obligaban a aguantar despierta hasta que terminaba, lo que a menudo coincidía con el amanecer, y era raro que la cena se sirviera antes de medianoche. Como las demás mujeres y los niños que se sentaban a la mesa, debía seguir en silencio los minuciosos rituales que los hombres llevaban a cabo hasta el momento en que mi abuelo se interrumpía para llamar la atención a los niños que cabeceaban sobre los platos vacíos. Teníamos que mirarlo mientras envolvía trozos de matzá casera con suma ceremonia en una servilleta blanca de damasco y ataba los extremos antes de echarse el paquetito al hombro, momento en el que los niños nos levantábamos de las sillas adormilados para tomarnos de la mano y seguirlo por el comedor arrastrando los pies. Esta recreación del Éxodo era una tradición anual, y la única ocasión en que veía a mi abuelo dedicar tiempo a los niños pequeños. El principio fundamental de la Pascua judía es transmitir la historia del Éxodo a los jóvenes, de ahí que ni siquiera estuvieran exentos los recién nacidos, que aunque se hubieran dormido iban detrás de él en brazos de sus madres.

Cuando mi abuelo terminaba el recorrido alrededor de la mesa, volvía a ocupar su lugar a la cabecera con su espléndido kítel blanco, y con la matzá en la mano nos hablaba de las aguadas gachas de patata que le habían servido de sustento durante el servicio militar obligatorio en el ejército húngaro. Sin embargo, a pesar de que repetía la misma historia todos los años, la fatiga y el hambre debieron de contribuir a que se me escapara con qué propósito lo hacía. Pensaba que mi abuelo pretendía trazar un paralelismo entre la historia de la Pascua judía y su propia liberación de la esclavitud, cuando en realidad reflexionaba sobre esos primeros años en que había luchado por rehacer su vida, guiado por Dios hasta aquel Nuevo Mundo que lo esperaba al otro lado del océano Atlántico por medio de milagros en forma de pasaportes robados y documentación falsa. Fue en este país, tras años de incertidumbre, donde también halló cierto consuelo y esperanza en las palabras del rebe Satmar, y se sumó a la iniciativa de construir un nuevo hogar para los judíos húngaros supervivientes. Mi abuelo defendía que, debido a las experiencias vividas, se sentía identificado con los esclavos judíos que llegaron a la Tierra Prometida, y que nosotros podíamos hacer lo mismo porque pertenecíamos a su linaje. Reconocía que el Dios que había liberado a nuestros antepasados con tanta maestría escénica no los había conducido a Canaán por la vía más rápida; sin embargo, a pesar de haberlos obligado a vagar por el desierto durante cuarenta años, había obrado milagros para que no desfallecieran por el camino con la esperanza de que su fe en Él se fortaleciera con el tiempo y de que la nueva identidad de aquel pueblo conformara una conciencia todavía fuertemente influenciada por un pasado de opresión. Cumplió su promesa, nos aseguraba mi abuelo, y si bien era posible que nunca entendiéramos el motivo de la dilación, lo único que importaba era el desenlace feliz. Sus palabras sugerían que la travesía era más importante que la llegada.

Yo no tenía previsto vagar tanto tiempo después de dejar el mundo en que había crecido; estaba decidida a librarme lo antes posible de esos sentimientos de pérdida y desamparo, como si fueran un capullo inútil e inservible del que saldría estirándome y desplegando mi nuevo e inmaculado ser, renacida. Sin embargo, en aquellos momentos parecía que la vida con la que había soñado era, si no inalcanzable, al menos muy remota.

La primera noche de la Pascua judía me encontré una vez más sentada a una mesa, en París, con Richard y sus muchos mecenas, atracándonos de platos de «le cheeseburger» y de vino tinto. Bruno, uno de ellos cuyo pelo cano le caía sobre los ojos como liberado por la embriaguez, se inclinó hacia mí para compartir una observación que al principio me resultó un tanto desconcertante.

—¿Sabes, Deborah?, siempre he tenido la impresión de que las leyes religiosas kósher y halal son una forma de ejercer violencia, por inocuas que parezcan —⁠comentó⁠—, porque existe una violencia intrínseca en apartar a las personas de la mesa. La table es el punto de encuentro de todos los humanos —⁠afirmó, como harían muchos franceses⁠—. Prohibírsela a alguien es violar tu propia humanidad.

Me sorprendió la naturalidad con que Bruno expresaba una opinión tan insolente, además de políticamente incorrecta, pero no supe ofrecerle una respuesta sencilla. Me limité a pasear la mirada sobre el animado grupo de sibaritas sentado a la mesa, y aunque no se había llevado a cabo ningún ritual que conmemorara la ocasión, tuve la sensación repentina de que la comida que compartíamos tenía un significado ceremonial. Era la Pascua judía y yo estaba allí. Quizá mi abuelo tenía razón y la festividad no celebraba el momento en que rompemos nuestras ataduras, sino lo que llega a continuación: la larga y lenta travesía hacia un nuevo futuro.

Había vislumbrado ese futuro en mi hijo, quien había contado la historia del Pésaj a sus compañeros de colegio cuando estudiaban la esclavitud afroamericana en clase de historia. Su maestro me dijo que parecía muy orgulloso de compartir su visión de aquella festividad, de la que algunos alumnos nunca habían oído hablar. Cuando les pidieron que hablaran de familiares que hubieran demostrado coraje en circunstancias adversas, mi hijo relató la historia que le he contado muchas veces acerca de cómo mis abuelos sobrevivieron a la guerra y del pesar que se transmitía de generación en generación. «Creo que mi mamá es valiente porque aprendió a ser feliz —⁠dijo⁠—. Incluso cuando los demás siempre estaban tristes».

¿Lo creía de verdad? ¿Había conseguido engañarlo? Para mí, el milagro del Pésaj residía en la disposición alegre de mi hijo, en su audaz curiosidad y en la naturalidad de sus afectos. Me sorprendió ser el vínculo entre mi pasado y él, porque para mí resultaban dos aspectos irreconciliables.

Era mi quinta Pascua judía fuera de la comunidad jasídica. Pensé en la Hagadá, el texto que los jasidíes leían en voz alta por esas fechas, y recordé el fragmento que contenía instrucciones para enseñar la historia del Éxodo a cuatro hijos potencialmente distintos, descritos como el sensato, el sencillo, el ignorante y el malvado. Según recoge la tradición, el hijo malvado formula las preguntas a su padre usando el pronombre «vosotros», lo cual se interpreta como que él mismo se excluye de la pregunta y, por lo tanto, da por hecho que la respuesta no le atañe. Es su autoexclusión consciente lo que se equipara con la maldad, ya que rechaza un principio básico del judaísmo: la conformidad y la adhesión; es decir, que alcanzamos la redención a través de la unión duradera. La individualidad lleva consigo la amenaza de la ruptura, de la fragmentación. ¿Cuál es la única respuesta aceptable ante ese hijo malvado? La Hagadá dice que saltarle los dientes, de lo que se infiere que razonar con él es inútil, ya que la individualidad, una vez que arraiga, no puede extirparse, y la única forma de derrotarla es mediante la neutralización de sus medios de expresión. El padre debe decir que si el hijo malvado hubiera estado en Egipto, no habría sido redimido.

Al pasear la mirada por la mesa mientras los demás hablaban y reían como si no tuvieran ninguna preocupación, me di cuenta de que yo también era un hijo malvado, o mejor dicho una hija. (Curiosamente, la Hagadá no destina ni una sola línea a instruir a los padres sobre cómo responder a sus hijas).

Era la hija malvada por antonomasia porque había abandonado la comunidad jasídica y escrito unas memorias sobre cómo era la vida en ese mundo, una autoexclusión consciente dado que violaba la norma tácita que prohibía hablar en público del problema del fundamentalismo dentro de la comunidad judía. Me atacaron con la mayor virulencia posible por haberme atrevido a poner en entredicho las leyes de la pureza marital, que son el pilar fundamental de la opresión patriarcal que sufren las mujeres y que infesta la historia judía. Luego, tratando de reconstruir mi vida desde cero al margen del mundo jasídico, me había embarcado en un viaje en pos de una concepción del judaísmo que considerara real, sincera y compasiva. Sin embargo, lo que buscaba no se adscribía con facilidad a ninguna idea aceptable o ampliamente consensuada, de manera que mis críticos podían afirmar que mi judaísmo no era real. La posibilidad de que pueda existir un judaísmo auténtico fuera de su estrecho espectro es un anatema para ellos, como lo fue para las autoridades que expulsaron a Spinoza de su seno muchos siglos antes. Y, sin embargo, si algo soy es judía; un judío proscrito sigue siendo un judío, aislado en su propio mundo, alguien a quien solo se le tiene en cuenta para rechazarlo. La doble exclusión los marca de por vida, como una cicatriz.

Pero la verdad a la que entonces debía enfrentarme si pretendía liberarme no solo de las ataduras tangibles, sino de los grilletes que a menudo nos colocamos nosotros mismos y que proceden de nuestra educación, era que huía del judaísmo. Me molestaba tener una identidad de grupo y que la política que la acompañaba se me impusiera como una herencia onerosa; estaba librando una batalla imposible por abandonar las filas en las que había nacido y abrazar la singularidad y el absolutismo simultáneos de no ser más que humana.

La antigua esperanza que aún albergaba era la posibilidad de vivir, al menos, entre personas que aceptaran eso como algo natural y decisivo en lugar de imponer un hérem moderno, una censura que implica la expulsión de la comunidad. ¿Me encontraría alguna vez entre mis verdaderos iguales, en un mundo cuyo lenguaje emocional entendiera, un lugar donde no me viera obligada a ceder a la presión para adaptarme a modas y dictados? ¿Existía ese mundo siquiera? Sentía que estaba ahí afuera, pero sabía que debía explorar su cartografía porque, aunque tuviera que esperar a que mi hijo fuera adulto, era innegable que un día reclamaría mi lugar en ese mundo.

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