Evelina

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Parte Primera » Carta XXII

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CARTA XXII

Evelina continúa

18 de abril, mañana del lunes

La señora Mirvan me acaba de relatar una anécdota sobre lord Orville que me ha sorprendido mucho: me ha agradado y disgustado por igual.

Mientras estaban sentados uno junto a la otra durante el espectáculo en la ópera, le mostró su preocupación por la impertinencia que la joven dama que tiene bajo su protección había sufrido por parte del señor Lovel, pero que tenía el placer de asegurarle que en el futuro no la volvería a molestar.

La señora Mirvan, con gran inquietud, le rogó que se explicara y le dijo que confiaba en que él no tuviera en seria consideración un asunto tan insignificante.

—Nada —respondió él— requiere una atención más inmediata que la impertinencia, porque deriva siempre en un abuso, si viene tolerada.

Después añadió que debía disculparse por la libertad que se estaba tomando al intervenir, pero que habiendo tenido el honor de bailar con la señorita Anville, se consideraba parte interesada, por lo que no podía resignarse a una paciente neutralidad.

Luego prosiguió contándole que le había hecho una visita al señor Lovel la mañana siguiente al espectáculo; que ésta transcurrió de un modo amistoso, pero que los detalles no eran interesantes y mucho menos necesarios; únicamente le aseguraba que la señorita Anville podía estar totalmente tranquila ya que el señor Lovel había dado su palabra de honor de no volver a mencionar ni tan siquiera aludir a los hechos acontecidos en la recepción de la señora Stanley.

La señora Mirvan expresó su satisfacción por esta feliz conclusión y le agradeció las corteses atenciones hacia su joven amiga.

—Sería superfino —dijo lord Orville— pedir que esta historia no trascienda, dado que la señora Mirvan entiende perfectamente la necesidad de considerarla un secreto inviolable; pero pensé que era mi responsabilidad, ya que la jovencita se encuentra bajo su protección, asegurarles a ambas, el respeto del señor Lovel de aquí en adelante.

Si hubiera sabido de esta visita antes de que lord Orville la efectuase, ¡qué terrible disgusto me habría provocado! Y sin embargo, que se tome tantas molestias para evitarme cualquier ofensa, suscita en mí —debo reconocerlo— un íntimo placer mayor de aquel que puedo expresar, porque temía que se hubiera hecho una idea abominable sobre mí. Pero, después de todo, este interés podría tener como único propósito el de satisfacer sus susceptibilidades, más que deberse a su buena opinión sobre mí.

¡Pero qué frío, qué silencioso es el verdadero coraje! Viendo a lord Orville en el teatro, ¿quién se hubiera imaginado que su resentimiento le haría poner en riesgo su vida? Y sin embargo, su irritación era evidente aunque su valentía y su distinción le impidieran involucrarse en una discusión en nuestra presencia.

Como esperaba, madame Duval estaba ayer terriblemente enojada; creo que estuvo regañándome durante dos horas por haberla abandonado y declaró que estaba tan sorprendida por haberme alejado sin haber solicitado su permiso que no sabía si estaba soñando. Pero me aseguró que si lo repetía no volvería a llevarme con ella a ningún lugar público; expresando también su irritación con sir Clement porque ni siquiera le había dirigido la palabra y porque en sus discusiones siempre toma parte por el capitán. Este último, como si se tratara de una cuestión de honor, lo defendió, dando lugar a una de sus habituales disputas.

Tras la cena la señora Mirvan introdujo en la conversación la cuestión de nuestra partida de Londres. Madame Duval nos comunicó que su intención era permanecer allí durante uno o dos meses. El capitán le dijo que podía hacer lo que quisiera, pero que él y la familia partirían para el campo la mañana del martes.

Se produjo entonces una escena muy desagradable: madame Duval insistía en que me quedara con ella, pero la señora Mirvan adujo que, ya que en realidad tenía un compromiso con lady Howard, quien había consentido en una separación de tan sólo unos días, ella no podía siquiera pensar en la idea de regresar sin mí.

Quizá, si el capitán no hubiera intervenido, la buena educación y dulzura de la señora Mirvan habrían surtido algún efecto sobre madame Duval, pero él no deja escapar ocasión de provocarla y dijo entonces una infinidad de palabras groseras y maleducadas —que la mujer rebatió punto por punto— que desencadenaron en la declaración de madame Duval de que recurriría a la ley, con los derechos derivados de su parentesco, antes que permitir que la abandonara.

Yo supe de esto por boca de la señora Mirvan, quien estuvo tan solícita y gentil de proporcionarme una excusa para dejar la habitación apenas se inició la disputa por miedo a que madame Duval se dirigiera a mí e insistiera en que la obedeciese.

El resultado final de la conversación fue que, para suavizar la situación actual, madame Duval acompañará al grupo a Howard Grove a donde llegaremos probablemente el próximo miércoles. (Y aunque ninguno está satisfecho con este programa, no estamos en grado de formular uno mejor).

La señora Mirvan está escribiendo a lady Howard para disculparse por llevar un huésped inesperado y para evitar la desagradable sorpresa que seguiría seguramente al momento de la llegada. Esta querida señora parece que siempre se prodiga en favorecer aquello que me hace feliz.

Esta noche iremos al Pantheon, que será el último divertimento del que gozaremos en Londres porque mañana…

* * *

En este preciso momento, mi querido señor, he recibido su cariñosa carta.

Si piensa que durante la primera semana nos hemos comportado de un modo disoluto, temo saber su opinión respecto de la segunda; en cualquier caso, el Pantheon de esta noche será probablemente el último espectáculo al que asistiré.

La certeza de su apoyo y de su protección por lo que se refiere a madame Duval, aunque jamás lo he dudado, suscita en mí la mayor de las gratitudes: sintiéndome querida bajo su techo, feliz objeto de su constante indulgencia, ¿cómo habría podido soportar convertirme en esclava de su tiránico humor? Perdóneme si hablo tan duramente, pero cuando me asalta la idea de pasar mi vida con ella, la comparación que naturalmente conlleva me priva de una paciencia que creo que debo tener por obligación.

No tenía ya muy buena opinión de sir Clement, así que seguramente su comportamiento tras la ópera no le reconciliará con usted. En verdad, cuanto más lo pienso, más me enfado. Estaba completamente en su poder y fue muy cruel por su parte infligirme todo aquel terror.

¡Oh, queridísimo señor, si fuera yo digna de las plegarias y de los buenos deseos que me envía, habría satisfecho la más grande ambición de mi corazón! Pero ahora que me encuentro tan lejos de su prudencia auxiliadora, temo que me encontrará usted más débil e imperfecta de lo que esperaba.

Ahora no tengo tiempo de seguir escribiendo pues debo vestirme con premura para la noche.

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