Evelina

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Parte Segunda » Carta IX

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CARTA IX

De Evelina al reverendo señor Villars

Londres, 6 de junio

De nuevo, mi queridísimo señor, le escribo desde esta gran ciudad. Ayer por la mañana, con honda preocupación, dejé a los queridos habitantes de Howard Grove, y ya cuento impaciente los días que faltan para verlos de nuevo. Lady Howard y la señora Mirvan se despidieron de mí con el cariño más encomiable, pero de Maria… no sabía cómo separarme, pues su pena, que no pudo ocultar, redoblaba la mía. Me hizo prometerle que le enviaría una carta en cada posta; y le escribiré con la misma libertad, y casi la misma confianza, de que se me permite hacer uso con usted mismo.

El capitán fue muy atento conmigo, pero se peleó con madame Duval hasta el último momento, y, llevándome aparte, poco antes de subirme a la silla, me dijo:

—Señorita Anville, tengo un favor que pedirle: que nos escriba contándonos la cara que pondrá la señora cuando se entere de la farsa, lo que dicen los patanes franceses y todo lo demás.

Contesté que lo haría, aunque no estaba contenta con el encargo, que, encontré, además, altamente impropio. Pero, o me tratará como a una chivata, o me involucrará en la broma.

Tan pronto como nos fuimos en el carruaje, madame Duval exclamó, con mucha satisfacción:

Dieu merci!, que por fin nos vamos de aquí; estoy segura de no querer volver más a este lugar; es admirable que aún siga con vida, pues creo que he tenido la peor suerte que se conozca, desde que puse los pies aquí. Desearía no haber venido nunca. Y, por añadidura, es éste el lugar más aburrido de toda la cristiandad. No hay ningún entretenimiento ni nada de nada.

Y entonces comenzó a compadecerse de monsieur Du Bois, a propósito de sus aventuras, y continuó haciendo conjeturas sobre el tema durante el resto del viaje.

Cuando le pregunté dónde íbamos a alojarnos en Londres, me dijo que el señor Branghton nos esperaba en una posada para conducirnos a nuestro alojamiento. Consecuentemente nos dirigimos a una casa en Bishopsgate Street y un criado nos condujo a un cuarto donde nos encontramos con el señor Branghton. Nos recibió muy cortésmente, pero pareció muy sorprendido de verme, diciendo:

—No esperaba que la señorita viniera; sin embargo, es muy bienvenida.

—Ya se lo explicaré —dijo madame Duval—; usted ya debe saber que tengo intención de llevarme a la señorita a París, para que vea mundo y pueda mejorar un poco; además, tengo otra razón que ya comentaremos más despacio, pero, ese viejo párroco entrometido, tal como le dije, no la deja acompañarme; sin embargo, he resuelto comportarme como él, pues me la llevaré sin decir una palabra más a nadie.

Esta insinuación me dejó muy sorprendida, pero me alegro de que descubriera sus intenciones; así estaré cuidadosamente en guardia para no aventurarme con ella lejos de la ciudad.

El señor Branghton esperó que hubiéramos pasado nuestra estancia en el campo muy agradablemente.

—¡Oh primo! —dijo ella—, ¡he sido la criatura más desgraciada de este mundo! Estoy segura de que todos los caballos de Londres no podrían arrastrarme al campo de nuevo. ¿Qué cree que me ha ocurrido? Adivínelo.

—La verdad, prima, no puedo adivinarlo.

—¿No puede? ¡Pues sepa usted que me han robado! Es decir, me habrían robado si no hubiera asegurado mi dinero.

—Pero, entonces, prima, la pérdida no habrá sido muy grande.

—¡Oh, señor, no sabe lo que está diciendo; habla sin pensar, porque fue precisamente por no haber encontrado dinero, por lo que he sufrido esta desgracia!

—¿Qué desgracia, prima? No veo gran desgracia si tenía su dinero asegurado.

—Pero es que no sabe nada del asunto, porque el villano se acercó al coche, y, al ver que no tenía dinero para darle, sin derecho ninguno, sepa usted, se encolerizó como no había visto en mi vida, maltratándome de tal modo que me arrojó en una zanja, cogiendo una cuerda con intención de ahorcarme. Y si ésa no es desgracia suficiente, no sé lo que lo es.

—Éste es un caso duro, ciertamente, prima… ¿Dará parte a la justicia?

—¡Oh, desde luego!, iré directamente, pero antes quiero ver a monsieur Du Bois, pues la cosa más extraña de todas es que me escribió, y no me dijo dónde está, ni lo que le ha ocurrido, ni nada de nada.

—¡Monsieur Du Bois! Pues está en mi casa en este momento.

—¡Monsieur Du Bois en su casa! Pues sí que me sorprende; no obstante, bien podía haber venido como usted a esperarme, considerando que me he vuelto loca buscando noticias suyas. Y, a decir verdad, fue por su culpa que tuve ese accidente, así que me parece muy poco amable, se lo aseguro.

—Bueno, prima, pero… ¿quiere darme algunos detalles sobre el tema?

—En cuanto a los detalles, estoy segura de que, escuchándolos, se le rizarán los pelos de la cabeza. Todo comenzó por culpa de monsieur Du Bois; pero, se lo aseguro, que se cuide en el futuro, pues ni siquiera vino a enterarse de si estaba viva o muerta; yo por él quise ir al juez de paz e hice todo lo posible, y sin embargo fui tratada peor que un perro, y todo por prestarle un buen servicio. Y él, para que vea, no ha hecho nada bien, fui una tonta por lamentarme; que se busque a otra, porque si volvieran a arrestarle, no iría tras él nunca más.

Todo esto dio lugar a una explicación, en el transcurso de la cual, madame Duval se enteró de que monsieur Du Bois no había abandonado Londres en ningún momento durante su ausencia. Su asombro absoluto creció cuando el señor Branghton le dijo que no creía que hubiera estado en la Torre, ni que le hubiera ocurrido ningún tipo de percance.

Casi instantáneamente toda la verdad de la trama pareció iluminarse en su mente, y su furia fue increíblemente violenta. Me hizo mil preguntas en un instante, pero, afortunadamente, fue demasiado vehemente como para darse cuenta de mi azoramiento, que de otra manera hubiera dejado traslucir mi conocimiento del engaño. Su primer impulso fue de venganza, jurando que iría a la mañana siguiente a denunciarlo, y a averiguar qué clase de castigo legal le podía ser aplicado al capitán por su asalto. Creo que permanecimos una hora en Bishopsgate Street antes de que la pobre madame Duval permitiera mencionar otra cosa que su historia; en todo caso, el señor Branghton le dijo que monsieur Du Bois y toda su familia la esperaban en casa. Avisaron un coche de alquiler y partimos hacia Snow Hill. La casa del señor Branghton es pequeña e incómoda, aunque la tienda, que ocupa toda la planta baja, es grande y confortable. Creo que ya se lo dije antes, es platero.

Subimos a la segunda planta, pues el comedor, según nos dijo el señor Branghton estaba alquilado. Sus dos hijas, su hermano, monsieur Du Bois, y un joven, tomaban el té. Habían esperado mucho rato por madame Duval, pero encontré que no esperaban que yo la acompañara, y las muchachas, creo, estaban más asombradas que complacidas cuando hice acto de presencia, pues parecían molestas por haber visto su cuarto; yo, la verdad, gustosamente les habría evitado esa contrariedad, si hubiera estado en mi poder. El primero que me vio fue monsieur Du Bois:

—Ah, mon dieu! —exclamó—. Voilà mademoiselle!

—¡Caramba! —dijo el joven Branghton—; ¡pero si no es la señorita!

—¡Válgame Dios!, vaya si es —dijo la señorita Polly—; la verdad es que ni en sueños creí que la señorita viniera.

—Ni yo tampoco, eso seguro —dijo la señorita Branghton—; de otro modo no habría estado en este cuarto para verla. Estoy realmente avergonzada, no pensaba que viniera nadie más que la tía… Pero toda la culpa es de Tom…, bien sabes que quise pedir el cuarto del señor Smith, pero fuiste tan gruñón que no me lo permitiste.

—¡Caramba, vaya cosa! —dijo su hermano—; juraría que no es la primera vez que la señorita sube dos pisos de escaleras… ¿No es cierto, señorita?

Les rogué que no se preocuparan, asegurándoles que no tenía ninguna preferencia en relación con las habitaciones.

—Pues bien —dijo la señorita Polly—, la próxima vez que venga tendremos la habitación del señor Smith; es muy bonita, está en el primer piso, y muy bien amueblada; no le falta detalle.

—A decir verdad —añadió a la señorita Branghton— pensaba, de cualquier modo, que mi prima no vendría a la ciudad en verano, porque no está de moda…; entonces, imagino, se quedará hasta septiembre, cuando comience la temporada de teatro.

Éste fue el recibimiento que me hicieron, que no creo que pueda considerarse muy cordial.

Madame Duval que, después de haber reprendido severamente a monsieur Du Bois por sus desatenciones, se enfrascó de nuevo en el relato de sus infortunios, consiguió la atención de todo el grupo. Monsieur Du Bois la escuchaba extremamente horrorizado, levantando repetidamente los ojos y las manos, y exclamando: Oh, ciel! Quel barbare!

Las muchachas le prestaron la atención más fervorosa, pero su hermano y el joven mantuvieron una amplia sonrisa en la cara durante todo el relato. Ella, no obstante, con lo concentrada que estaba no se percató de nada; pero, cuando mencionó que la habían atado en una zanja, el joven Branghton no fue capaz de contenerse y estalló en una carcajada, diciendo que no había oído cosa más divertida en toda su vida; su risa fue cordialmente secundada por su amigo, y las señoritas Branghton no pudieron evitar seguir su ejemplo. Y la pobre madame Duval, extremamente asombrada, fue realmente avasallada y paralizada por el ímpetu de su regocijo.

Durante algunos minutos en la estancia se vivió un gran alboroto; de un lado, la cólera de madame Duval, el asombro de monsieur Du Bois, y las airadas preguntas del señor Branghton; del otro, las convulsas risotadas disimuladas de las hermanas, y las carcajadas de los jóvenes, ocasionaron tal ruido, tal acaloramiento y tal confusión que, si alguien se hubiese detenido un instante en las escaleras, hubiera creído encontrarse en Bedlam[39]. Por fin, el padre los llamó al orden y, medio entre risas, medio asustados, le pidieron mil torpes disculpas, pero no quiso continuar su relato hasta que le dijeron que se reían del capitán y no de ella. Aplacada con esto, reanudó la historia, que los jóvenes escucharon con tolerable decencia, disimulando ayudados por los pañuelos con que tapaban sus bocas.

Todos estuvieron de acuerdo en que la conducta del capitán era legalmente punible, y el señor Branghton dijo que estaba seguro de que podría reclamar daños puesto que había puesto en peligro su vida. Entonces, ella, con gran deleite, dijo que muy rápido satisfaría su venganza, prometiendo solemnemente que no se vería complacida con menos de la mitad de la fortuna del capitán, y añadió:

—No le doy valor al dinero, porque a Dios gracias no tengo necesidad, no lo deseo nada más que por escarmentar a ese tipejo; porque estoy segura de que, sea cual sea la causa, me tiene un gran rencor, y no sé qué más puede hacerme, porque no ha dejado de atormentarme desde que le conocí.

Poco después del té, la señorita Branghton aprovechó una oportunidad para decirme en un susurro que el joven que había allí era un pretendiente de su hermana, que se llamaba Brown y que tenía una tienda, y la mar de detalles de su familia y demás circunstancias; entonces declaró su total antipatía por ese enlace, y añadió que su hermana no tenía espíritu ni ambición; sin embargo ella, diez veces preferiría morirse solterona antes que casarse con cualquiera que no fuera un caballero. Y añadió:

—No creo que a Polly le importe mucho él, lo que ocurre es que, imagino, tiene mucha prisa por casarse antes que yo; no debe preocuparse, porque me importa muy poco si nunca llego a casarme; me es indiferente.

Algún tiempo después, la señorita Polly se las ingenió para contarme su historia. Me aseguró, con una risa disimulada, que su hermana tenía mucho miedo de que ella se casara primero, por lo que le hace creer que así lo desea. Y continuó:

—Me gusta mortificarla un poco, pero, en realidad, no tengo ninguna intención con el señor Brown. No me gusta lo suficiente, ¿y a usted, señorita?

—No me es posible juzgar sus méritos —dije yo—, me es totalmente desconocido.

—Pero ¿qué le parece?

—Pues, realmente, no lo sé.

—Pero ¿piensa que es bien parecido? Dicen que es bello, pero a mí, se lo aseguro, me parece horrible…, ¿y a usted?

—Yo no soy quién…, pero pienso que está muy bien.

¡Muy bien! Y ¿le parece —dijo en todo molesto—, que tiene algún defecto?

—¡Oh, ninguno en absoluto!

—Si usted supiera…, estoy segura de que le parecería mal. Buddy dice que no tiene la menor importancia, pero sé que es por despecho. Ha de saber, señorita, que se vuelve tan loca por temor a que tenga un novio antes que ella; pero es tan orgullosa que nadie la cortejará, y a menudo le digo que morirá solterona. La cosa es que se le ha metido en la cabeza enamorar al señor Smith, que se aloja en el primer piso. Pero, señor, nunca le hará caso, porque es un verdadero caballero; y además, el señor Brown le oyó decir un día que no se casaría nunca en la vida, pues es contrario al matrimonio.

—¿Y le dijo usted eso a su hermana?

—¡Oh, sí!, se lo dije inmediatamente, pero no me prestó atención. Si es tonta, allá ella.

Esta extrema falta de afecto y buenos sentimientos aumentó la aversión que sentía ya por estas hermanas tan poco cordiales. Y esta confidencia, tan completamente innecesaria y no solicitada, manifiesta a partes iguales su insensatez y falta de decoro.

Me sentí muy complacida cuando llegó el momento de irnos. El señor Branghton dijo que nuestros alojamientos estaban en Holborn, para poder estar cerca de su casa, como buenos vecinos, y nos acompañó él mismo.

Nuestras habitaciones son grandes y cómodas; el arrendatario es vendedor de medias. Tengo mil razones para regocijarme de ser tan poco conocida, pues mi situación presente es, en todos los aspectos, muy poco envidiable; y a mí, por nada del mundo, me gustaría que me viese cualquier conocido de la señora Mirvan.

Esta mañana, madame Duval, acompañada por todos los Branghton, se fue a un juzgado cercano para dar parte de la ofensa recibida del capitán. Me fue difícil excusarme de acompañarles, pero hacerlo me habría violentado mucho. Estaba realmente ansiosa, en casa, esperando noticias, porque sentía el desasosiego que tal asunto causaría a la afable señora Mirvan. Pero, afortunadamente, madame Duval se ha desanimado de llevar adelante sus planes, pues fue informada de que, como ni oyó su voz, ni le vio la cara al atacante, tendrá dificultades para fundamentar sus sospechas, y pocas serán las probabilidades de ganar su causa, a menos que pueda procurarse testigos de la fechoría.

El señor Branghton, por tanto, ha considerado que, con todas las circunstancias que rodean el asunto, en su opinión, la acción legal no sólo será larga, sino tediosa y arriesgada, y le ha desaconsejado seguir adelante. Madame Duval, aunque de mala gana, ha accedido a ello. Pero ha hecho votos en el sentido de que, si de nuevo es afrentada, se vengará aunque con ello se vea en la ruina.

Me alegro muchísimo de que esta ridícula aventura termine sin consecuencias más serias.

Adieu, mi querido señor; mis señas ahora son: Casa del señor Dawkins, calcetero en High Holborn.

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