Evelina

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Parte Segunda » Carta XVI

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CARTA XVI

Evelina continúa

Holborn, 18 de junio

Madame Duval se levantó muy tarde esta mañana, y a la una, apenas acabábamos de desayunar, cuando la señorita Branghton, su hermano, el señor Smith y monsieur Du Bois llegaron para informarse sobre nuestra salud.

La cortesía del joven Branghton era muy sospechosa, mera consecuencia de las órdenes de su padre, pero su hermana y el señor Smith, lo descubrí bien pronto, tenían motivos personales. Apenas le habían dirigido la palabra a madame Duval cuando, avanzando ansiosamente hacia mí:

—Por favor, señora —dijo el señor Smith—, ¿quién era ese caballero?

—Dígame, prima —dijo la señorita Branghton—, ¿es el mismo caballero con quien se escapó la noche del espectáculo de la ópera?

—¡Buen Dios!, claro que era él —dijo el joven Branghton—, tan pronto como le vi, pensé que ya había visto antes su cara.

—Estoy segura de que a mí no se me olvidaría fácilmente —contestó su hermana—. Es el caballero más elegante que he visto en mi vida, ¿no lo cree así, señor Smith?

—No dejan tiempo a la señora para hablar —dijo el señor Smith—; por favor, señora, ¿cuál es el nombre del caballero?

—Willoughby, señor.

—¡Willoughby! Creo haber oído ese nombre… Y dígame, ¿está casado?

—¡No, válgame Dios, no lo está! —dijo la señorita Branghton—, tiene un aspecto demasiado elegante para ser un hombre casado. Díganos, prima, ¿dónde le conoció?

—¿Y a qué se dedica? —dijo el joven Branghton al mismo tiempo.

—En verdad no lo sé —contesté.

—A algo muy refinado, imagino —añadió la señorita Branghton—, porque viste muy bien.

—Debe de ser algo que le procura buenos ingresos —dijo el señor Smith—; estoy seguro de que el traje que llevaba cuesta al menos treinta o cuarenta libras…, conozco muy bien el precio de la ropa. ¿Puede decirme qué renta tiene, señora?

—¡No hablen más de él! —exclamó madame Duval—; no me agrada escuchar ese nombre. Creo que es una de las peores personas de este mundo, pues aunque no le he hecho el más mínimo daño ni en un solo pelo de su cabeza, fue cómplice del capitán Mirvan en su intento de asesinarme.

Todos, menos yo, se hacinaron a su alrededor pidiéndole explicaciones, y en ese momento, se oyó un fuerte golpe en la puerta de la calle, y sin previo aviso, en medio de la narración, entró sir Willoughby en la estancia. Todos se sobresaltaron, y con expresiones de culpable embarazo, como si temieran su resentimiento por haber escuchado a madame Duval, buscaron sus sillas y en un momento estaban todos formalmente sentados.

Sir Clement, después de un saludo general, distinguiendo a madame Duval, dijo con su acostumbrada familiaridad:

—He tenido el honor de hacerle esta visita, señora, para preguntarle si tenía algún encargo para Howard Grove, a donde me dirijo mañana por la mañana.

Luego, viendo la tempestad que se formaba en sus ojos, antes de darle tiempo a contestar, se dirigió a mí:

—Y si usted, señora, tiene alguno con el que poder honrarme, estaría encantado de poder cumplirlo.

—Absolutamente ninguno, señor.

—¡Ninguno! ¡Nada para la señorita Mirvan! ¡Ningún mensaje! ¡Ninguna carta!

—Le escribí a la señorita Mirvan ayer con la posta.

—Habría hecho primero el ofrecimiento, de haber sabido antes su dirección.

—¡Ma foi —exclamó madame Duval recobrándose de la sorpresa—, creo que nunca había visto cosa semejante!

—¿El qué, señora? —exclamó impertérrito sir Clement volviéndose rápido hacia ella—. ¡Espero que nadie la haya ofendido!

—¡No espera tal cosa! —dijo ella medio sofocada por la ira y levantándose de la silla. Este gesto fue seguido por el resto, y en un instante, todos estaban en pie.

El tranquilo sir Clement aún no se sintió azorado, y fingiendo hacer un saludo de agradecimiento a todo el grupo, dijo:

—Por favor…, les imploro…, señoras…, caballeros…, por favor, no quiero molestarles…, por favor, permanezcan sentados.

—Por favor, señor —dijo la señorita Branghton acercándole una silla—, ¿por qué no se sienta usted?

—Es muy amable, señora…, con tal de no molestar…

Y diciendo esto, este extraño personaje se sentó, y lo mismo hicieron todos los demás después, incluso madame Duval, que, sobrepasada por su atrevimiento, parecía demasiado confundida para hablar.

Y luego, tan tranquilo como si hubiera sido un invitado esperado, comenzó a discursear sobre el tiempo y su incertidumbre, del calor en los lugares públicos durante el verano, de cómo la ciudad se iba quedando vacía…, y de otras vulgaridades por el estilo.

No obstante, nadie le contestó; el señor Smith parecía asustado, el joven Branghton, avergonzado, monsieur Du Bois, sorprendido, madame Duval, enfurecida, y yo decidida a no intervenir. Todo lo que pudo obtener fue la atención de la señorita Branghton, cuyos asentimientos, risas y atenciones reflejaban su interés en entablar conversación con él.

Por fin, cansado, imagino, de atraer todas las miradas y la lengua de ninguno, se dirigió a madame Duval y a mí, diciendo:

—Me considero particularmente desafortunado, señoras, por haber decidido visitar Howard Grove justo cuando están ustedes ausentes.

—Supongo que sí, señor, supongo que sí —exclamó madame Duval levantándose precipitadamente y volviéndose a sentar inmediatamente—. Le falta una persona para que sea su hazmerreír, y tal vez piensa en que vuelva allí; pero le aseguro, señor, que no le será tan fácil jugar conmigo esta vez, y, además —alzando la voz—, que sepa que ya lo he descubierto todo, se lo aseguro, y si tiene intención de hacerme sus trucos de nuevo, no voy a hacer alboroto, pero iré directamente a un juez de paz. Así pues, señor, si no puede pensar en nada más que en hacer danzar a la gente por las carreteras hacia el campo, a todas horas de la noche y sólo por vuestro divertimento, descubrirá que conozco algunos otros juzgados como el juzgado Tyrrel.

Sir Clement se mostró evidentemente avergonzado ante este ataque, pero aún fingió una aparente sorpresa, y declaró que no entendía de qué estaba hablando.

—Pues bien —dijo ella—, ¡me admira que la gente pueda llegar a tal impudencia! Si dice esto, sería capaz de decir cualquier cosa. De todos modos, aunque continuara jurando hasta ponerse negro, no me persuadiría, porque nadie me hará creer otra cosa distinta de aquello que me dicen mis sentidos, se lo garantizo.

—¡Indudablemente, señora! —contestó vacilante—; espero que no sospechase que alguna vez tuve tales intenciones; mi respeto por usted…

—¡Oh, señor, de repente tiene usted un trato increíblemente educado! Pero yo sé por qué… ¡Es sólo por lo que espera obtener! Pues bien, podía tratarme así en Howard Grove, y como ahora ve que estoy en mi casa, tiene en mente persuadirme para que acepte recibirle; pero he descubierto su plan, así que no es necesario que se tome tantas molestias pues en mi casa no obtendrá nunca nada, ni siquiera una taza de té. Ya ve, señor, que estoy en disposición de devolver golpe por golpe.

Fueron unas palabras tan sumamente groseras que, desconcertaron incluso a sir Clement, que se encontró demasiado confuso para dar una respuesta.

Fue curioso observar el efecto que su embarazo —añadido a la familiaridad con que madame Duval se dirigía a él—, tuvo en el resto del grupo: todos aquellos que antes parecían dubitativos sobre cómo asignar una silla, o incluso ocuparla, ahora se sentaban con desenvuelta tranquilidad; y el señor Smith, cuyo semblante había mostrado las muestras más sorprendentes de envidia mortificada, ora comenzaba a recobrar su natural expresión de soberbia satisfacción. El joven Branghton, que parecía tan aparentemente impresionado por la presencia de un caballero tan distinguido, volvió a ser el mismo: rudo y poco ceremonioso, mientras la boca se le distendía en una amplia sonrisa al escuchar a la tía dar una buena lección a aquel petimetre.

Madame Duval, alentada por su éxito, miraba a su alrededor con aire de triunfo, y continuó su arenga:

—Y bien, señor, supongo que había pensado que podría hacerlo todo a su modo, y que comería aquí siempre que le agradara, y que me llevaría de nuevo a Howard Grove con el propósito de burlarse de mí como ya hicieron una vez; pero recuerde que soy tan astuta como usted, así es que tendrá que buscarse a otro para tratarle de ese modo, para ponerse su máscara y burlarse de él. En cuanto a mí, si viniera a contarme la historia de la Torre durante un mes seguido, no le creería jamás; y le garantizo, señor, que si piensa que me gustan tales bromas, descubrirá que no soy ese tipo de persona.

—Le aseguro, señora…, por mi honor…, de veras no comprendo…, imagino que hay un malentendido…

—Supongo que, después de todo, dirá que no sabe nada del asunto.

—Ni una palabra, por mi honor.

Oh, sir Clement, he pensado yo, es éste el valor que le da a su honor.

—¡Pardi —dijo madame Duval—, ésta es la cosa más irritante que he visto! También puede decirme que ni siquiera sé cómo me llamo.

—Aquí seguramente hay un error, porque le aseguro, señora…

—No me asegure nada —dijo madame Duval alzando la voz—; sé muy bien lo que me digo, y usted también; ¿no es verdad que me dijeron lo de la Torre y monsieur Du Bois?… Pues bien, monsieur Du Bois no estuvo allí, ni cerca…, así que todo fue una invención de ustedes.

—Pero ¿no puede haber dos personas con el mismo nombre? La equivocación fue natural…

—No me hable de equivocaciones, porque todo fue intencionado; además, ¿no vino usted todo enmascarado a la portezuela del carruaje y ayudó a meterme en aquella zanja?… Le aseguro que he tenido la intención de llevarles ante un tribunal desde entonces, y si se repite de nuevo, lo haré, se lo garantizo.

En este punto la señorita Branghton rió disimuladamente; el señor Smith sonrió despreciativamente, y el joven Branghton tuvo que meter el pañuelo en la boca para contener una carcajada.

La situación de sir Clement —que era consciente de lo que pasaba— se tornó muy embarazosa, y tartamudeando muchísimo, dijo:

—Sin duda alguna, señora…, sin duda…, no puede ser tan injusta de pensar… que yo tomara parte en… en la desgracia que…

—¡Ma foi, señor! —exclamó madame Duval con ira creciente—, sería mejor que no continuara hablándome de ese modo. Sé que fue usted… y si continua mortificándome, mandaré llamar a un agente inmediatamente.

El joven Branghton, al oír estas palabras, y a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo reprimir una sonora carcajada; ni su hermana ni el señor Smith pudieron abstenerse de participar de su hilaridad, aunque con más moderación.

Sir Clement volvió sus ojos hacia ellos con expresión de rabioso desprecio, y después le dijo a madame Duval que no quería dejar de exponer su justificación, pero que prefería hacerlo en una visita cuando estuviese sola.

—¡Oh, pardi, señor! —exclamó ella—, no deseo su compañía en absoluto; y si no fuese usted la persona más descarada del mundo, no se atrevería a mirarme de frente.

Los ah, ah, ah y los eh, eh, eh crecieron incontroladamente, como si, al contenerse tanto rato, hubieran explotado incrementando su violencia.

Sir Clement no pudo soportar por más tiempo ser el objeto de las carcajadas, y no teniendo contestación preparada para madame Duval, se dirigió a grandes pasos hacia el señor Smith y el joven Branghton, y les preguntó severamente el motivo de sus risotadas.

Impresionados por el aire de importancia que asumió, y alarmados por el tono rabioso de su voz, sus risas cesaron al instante, como si hubieran sido reguladas por una maquinaria mecánica, y se quedaron mirando estúpidamente, ora a él, ora al otro, sin dar ninguna respuesta, sino un simple:

—De nada, señor.

Oh, por le coup! —dijo madame Duval—. ¡Esto es demasiado! Dígame, ¿qué derecho tiene de venir aquí a dar órdenes a las personas que han venido a visitarme? ¡Supongo que ahora nadie puede reírse salvo usted!

—Conmigo, señora —dijo sir Clement inclinándose respetuosamente—, una dama puede permitírselo todo, y, por tanto, no hay libertad que no esté encantado de concederle. Pero nunca ha sido mi costumbre otorgar el mismo privilegio a los caballeros.

Entonces, avanzando hacia mí, que durante esta escena había permanecido en silencio en una ventana, dijo:

—Señorita Anville, ¿podré al menos informar a nuestros amigos de Howard Grove que tuve el honor de dejarla en buena salud?

Y luego, bajando la voz, añadió:

—¡Por el amor de Dios, queridísima criatura! ¿Quiénes son estas personas y de qué modo ha llegado a encontrarse en tan extraña situación?

—Le ruego que presente mis respetos a toda la familia, señor —contesté yo en voz alta—, y espero que los encuentre bien.

Me miró con expresión de reproche, pero besó mi mano; y luego, inclinándose ante madame Duval y la señorita Branghton, pasó precipitadamente al lado de los hombres y salió.

Supongo que no estará ansioso por repetir su visita, pues imagino que raramente se habrá encontrado, si no nunca, en una situación tan embarazosa y desagradable.

Madame Duval se quedó animadísima y exultante desde que se fue, y sólo desea que venga a visitarla el capitán Mirvan para rendirle el mismo servicio. El señor Smith, al enterarse de que era un baronet y verle marchar en un carruaje tan bello, declaró que por nada del mundo se hubiera burlado si hubiese sabido su rango, y lamentó muchísimo haber perdido La oportunidad de tener un conocido tan refinado. El joven Branghton juró que si lo hubiera sabido, le habría preguntado dónde se proveía; y la hermana, desde entonces, ha cantado sus alabanzas proclamando que siempre pensó que era un hombre de rango, simplemente por su aspecto.

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