Evelina

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Parte Primera » Carta IV

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CARTA IV

Del señor Villars a lady Howard

Berry Hill, 12 de marzo

Me disgusta enormemente, señora, parecer obstinado, y me sonrojo frente al peligro de ser acusado de egoísta. Al retener por tanto tiempo junto a mí en el campo a mi joven pupila, no he valorado exclusivamente una personal inclinación. Destinada, con toda probabilidad, a poseer un patrimonio muy modesto, deseaba reducir sus perspectivas en proporción a sus posibilidades.

La mente es, por naturaleza, demasiado proclive al placer, y se deja llevar fácilmente por la disipación; he puesto todo mi empeño en prevenirla contra dichas ilusiones preparándola para esperarlas… y despreciarlas. Pero el tiempo alienta a la experiencia y a la observación a ocupar el puesto de la educación: si, en alguna medida, he conseguido que sea capaz de usar la una con discreción y practicar la otra mejorándola, estaré satisfecho de haber contribuido a su prosperidad. Ahora está en una edad en la que la felicidad significa querer participar… ¡Dejemos que lo disfrute! La encomiendo a la protección de su señoría y únicamente espero que sea considerada digna de la mitad de las bondades que estoy seguro recibirá en su hospitalaria residencia.

Hasta aquí, querida señora, me someto felizmente a sus deseos. Confiando a mi pupila a los cuidados de lady Howard no advertiré aflicción alguna por su ausencia más que aquella suscitada por la pérdida de su compañía, porque estoy convencido de que estará igual de bien atendida que si estuviera bajo mi mismo techo. Pero ¿es posible que su señoría hable seriamente cuando me propone iniciarla en las diversiones de la vida londinense? Permítame que le pregunte: ¿con qué fin, con qué propósito? Es raro que una mente joven esté libre de ambición; ponerle freno es el primer paso hacia la serenidad visto que disminuir las expectativas significa aumentar la satisfacción. Mi mayor temor es acrecentar con desmesura sus esperanzas y perspectivas, hecho que la vivacidad natural de su índole lograría fácilmente. Las amistades de la ciudad de la señora Mirvan pertenecen en su totalidad a la alta sociedad; esta joven y cándida criatura, demasiado bella para pasar desapercibida, es excesivamente sensible para resultarles indiferente, pero posee recursos muy limitados como para atraer la honorable atención de los hombres del gran mundo.

Considere, señora, la particular crueldad de su situación: hija única de un rico barón que jamás ha conocido personalmente, tiene todos los motivos para detestar la fama de su padre y le está prohibido reivindicar su nombre. Aunque le asista el derecho legal de heredar el patrimonio y la propiedad, ¿existe tal vez alguna probabilidad de que la reconozca de un modo apropiado? Y mientras él continúe negando su matrimonio con la señorita Evelyn, su hija no recibirá nunca, a costa del honor de su madre, una parte de sus derechos como dádiva de su personal generosidad.

Y por lo que se refiere a la fortuna del señor Evelyn, no tengo duda de que madame Duval y sus parientes se la liquidarán entre ellos.

Parece, por tanto, que esta criatura abandonada, aun siendo la heredera legal de dos sólidos patrimonios, está obligada a vincular sus expectativas racionales a la adopción y a la amistad. Su rédito podrá hacerla feliz sólo si está dispuesta a limitarse a una vida retirada, dado que no le permitirá en modo alguno gozar de los lujos de una gran dama londinense.

Déjeme pues, señora, que la señorita Mirvan brille en todo el esplendor de la vida mundana, pero permita que mi niña disfrute todavía de los placeres de un modesto retiro, con una mente para la cual las perspectivas más amplias permanezcan en lo desconocido.

Espero que estas argumentaciones gocen del honor de su aprobación, y tengo aún otro motivo que para mí tiene una gran importancia: no quisiera ocasionar intencionalmente ofensa alguna a ningún ser humano y seguramente madame Duval podría acusarme de ser injusto si, mostrando mi rechazo a que la nieta le haga una visita, consintiera que participase de un viaje de placer a Londres.

Al enviarla a Howard Grove no emerge en mí ningún escrúpulo de este tipo y así la señora Clinton, dignísima mujer y en un tiempo su nodriza, hoy mi ama de llaves, la llevará allí la próxima semana.

Aunque siempre la he llamado con el nombre de Anville y he contado en esta comarca que el padre, un íntimo amigo, me encomendó su custodia, he creído necesario ponerla al corriente de las melancólicas circunstancias que acompañaron a su nacimiento porque, incluso ansiando protegerla de la curiosidad y de la impertinencia ocultando su verdadero nombre, su familia y su historia, no he querido dejar en manos del azar la posibilidad de que alguna imprudencia turbara su gentil naturaleza con un relato tan penoso.

No debe, querida señora, esperar demasiado de mi pupila. Es una pequeña campesina que no sabe nada del mundo y, aunque su instrucción es la mejor que le he podido ofrecer en este retirado lugar del cual Dorchester, la ciudad más próxima, dista siete millas, no me sorprendería si descubriera en ella mil imperfecciones en las que jamás soñé reparar. Debe de haber cambiado mucho desde su última visita a Howard Grove…, pero no quiero decirle nada sobre ella; la dejo a la propia observación de su señoría de la cual imploro una fiel valoración.

Quedo, querida señora, con gran respeto su humilde y devoto servidor,

Arthur Villars

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